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Las obscuras rocas de granito se yerguen, siniestras y lúgubres, en el aire frío del anochecer. A sus pies, moviendo lentamente sus mal desarrolladas patas delanteras, rondan las velludas bestias. Su piel plateada tiene a veces reflejos escalofriantes cuando uno de los animales se acerca al pie de la roca, se acurruca como si quisiera saltar, y mira hacia la cumbre con sus ojos felinos.
Arriba hay un hombre. Está recostado en la roca, apoyando la cabeza en el brazo izquierdo. En la mano derecha aprieta su revólver. Hace tiempo que el hombre yace en la roca. Está cansado, muy cansado, física y moralmente. Ha perdido toda esperanza de salvación. No puede bajar al pie de la roca donde se encuentra su coche blanco con ventanillas de cristal… ¡En él están la salvación y la vida! Pero entre ellos, en el camino, acecha una muerte horrible en las fauces de las bestias…
¡No, cualquier cosa, pero no acabar así! Mejor que se extinga la dosis de oxígeno que alimenta su máscara.
El sol desaparecerá enseguida en el horizonte y caerá la noche tan rápida de los trópicos. El aire se enfriará hasta helarse. Hará mucho frío. Pero el hombre no piensa en esto. ¿Qué le importa el frío, si el oxígeno no ha de durar ya más de una hora? Allá, en el coche blanco, hay balones de gas vivificador, hay aire y vida, pero son inalcanzables y es tan difícil transponer esta barrera de cincuenta metros como si se tratara de llegar a uno de los satélites marcianos que se ven tan nítidamente ahora en el cielo ya en tinieblas.
El hombre reconoce su condena. Sus ojos negros miran, bajo las frondosas cejas, con firmeza y serenidad. Sus gestos son seguros y medidos. Lleva la muñeca a los ojos y mira su reloj luminoso. Son las veinte y diez. Se alza un poco sobre el codo y parece escuchar. Pero no oye nada, ni un sonido perturba el silencio del desierto. Con un gesto de fastidio vuelve a recostarse sobre el granito.
Pasan otros diez minutos. El sol ha desaparecido por completo. El aire se enfría por momentos y llegan las heladas nocturnas.
Los oídos del hombre perciben un rumor. Se levanta con precipitación y se inclina con fervor hacia el lado del que le llegara el ruido tan esperado, que va creciendo, como si desde lejos se precipitara un alud de piedras infernales.
El hombre palidece, pero sus labios sonríen con aprobación.
El ruido se amortigua poco a poco, se desvanece y el hombre reasume su posición anterior, con infinito y mortal cansancio. ¡Ya está! Se encuentra solo en Marte. En todo ese enorme planeta… La muerte no ha de hacerse esperar, ¡todo acabará dentro de unos treinta o cuarenta minutos!
El hombre de la roca no teme a la muerte. Le duele solamente no haber realizado todos sus planes, no haber tenido tiempo para llevar a cabo todas sus intenciones, aunque ya sabe que otros se dedicarán a ello. El mismo tiene la culpa de esta muerte prematura.
¡Qué lentos parecen los minutos que pasan…!
Pero, ¿qué es eso…? Se oye el mismo rumor, nuevamente. Más y más cerca… En el horizonte apareció un rayo de luz enceguecedora. Iluminó la tierra arrancando de la oscuridad las plantas, las aguas del lago helado. El hombre de la roca apretó su cuerpo contra la piedra, como si temiera que lo pudieran ver. Efectivamente lo temía. La imagen del coche blanco cruzó por su mente: si el rayo del reflector lo tocara, el techo de la máquina brillaría como un espejo, tornándose visible a los que manejaban el reflector.
Pareciera que mil explosiones de pesados obuses se fundieran en un solo ruido insoportable para los oídos. Fue una conmoción en el aire. Un viento huracanado atravesó las montañas con un silbido estridente y las amplias alas de la astronave pasaron encima de la cabeza del hombre. La luz del reflector pasó de lado y toda la zona y el paisaje se iluminaron con un reflejo rojo. Tras la cola de la máquina lanzada a toda velocidad brilló una larga llama roja que luego se esfumó con el ruido decreciente.
El hombre suspiró con alivio pasándose la mano por la frente como si quisiera librarse de pensamientos inútiles. Otra vez se oyó el ruido que se acercaba; la máquina volvía y llegó hasta unos dos kilómetros de la roca donde el hombre seguía los movimientos de la nave. La luz del proyector corría por el suelo y por un breve segundo iluminó las rocas que lo rodeaban. Pero este segundo fue bastante para que pudiese notar lo que llenó su corazón de arrebatadora alegría: ¡las bestias habían desaparecido, no se las veía más entre las rocas!
En los reflejos rojos de las llamas que se iban, divisáronse las sombras de los lagartos que se alejaban a grandes saltos: estaban asustados y escapaban. El hombre estaba libre.
Pronto bajó por la cuerda anudada en la saliente de la roca y se precipitó hacia su coche blanco. Tropezó y cayó varias veces, lastimándose contra las piedras. Pero ¡qué era el dolor en comparación con la perspectiva de verse devorado por los horrorosos soberanos marcianos, de los que ahora estaba a salvo!
Aunque el porvenir le prometiese sólo la muerte, su cuerpo no sería presa de las ávidas fauces.
Ya instalado en el mullido asiento de su coche vio otra vez en el cielo la silueta de su hijo predilecto, su astronave perdida por siempre jamás, que ya estaba en la lejanía. Pero sabía que al apretar un botón aparecería el reflector del coche que les llamaría la atención. El pájaro sideral bajaría a tierra para salvarlo, puesto que estaban buscándolo.
Los astronautas estaban buscando a su comandante desaparecido pasando y repasando sobre la zona donde podía hallarse. Los compañeros tenían esperanzas de encontrarlo aún. Habían perdido mucho tiempo en esa búsqueda. La lejana Tierra se acercaba inexorablemente al punto de su órbita donde tenía que alcanzarla la nave.
Cuando el planeta pase ese punto ya no será posible alcanzarla y todos estarán perdidos.
En el cerebro fatigado corren los pensamientos con velocidad afiebrada… Los motores tienen una reserva de potencia… Podría acelerarse el vuelo de la nave y lograr encontrarse a tiempo con la Tierra… El botón del reflector está aquí… Habría que prender el reflector… Salvar su vida…
El instinto de conservación conduce la mano hacia el botón salvador.
Los dedos ya rozan la superficie pulida… un pequeño esfuerzo más… pero la voluntad y el raciocinio vencen al instinto.
¿Acaso él, el comandante de la nave tiene el derecho de arriesgar la vida de sus camaradas, arriesgar los resultados del primer vuelo cósmico en la historia de la humanidad, para salvar su propia vida?
La astronave tiene que regresar a la Tierra. Y regresará.
Kamov retira su mano del botón. Recién, en la roca, se apretaba a las piedras temiendo que lo viesen de a bordo. Entonces ¿por qué ahora pudo su mano dirigirse hacia el botón traicionero?
Evidentemente, la inesperada liberación de los lagartos, el aparente cambio de la muerte hacia la vida habían alterado su equilibrio mental y debilitado su voluntad. Sólo él es culpable y ha de sufrir las consecuencias de su culpa. No tiene el derecho de arriesgar la vida ajena.
Allá lejos, en el horizonte, apareció una rayita roja que ascendió lentamente en el cielo convirtiéndose poco a poco en un punto que luego se desvaneció en el aire. Es la astronave que regresa a la Tierra. Kamov cierra los ojos.
…Acelera la velocidad, la potente fuerza de la fisión atómica impulsa al cohete con mayor y mayor velocidad. La nave lleva a su planeta natal la noticia de un gran triunfo. Pasará un mes y medio y entre la muchedumbre jubilosa bajará en la pista del cohetódromo un gran pájaro blanco…
Lentamente mudábanse en el oscuro cielo marciano las figuras de las constelaciones. La Osa Mayor se inclinaba hacia el horizonte y el primer satélite del planeta, Pobos, que en el curso de una noche pasaba dos veces por el cielo de Marte, se movía de oeste a este. Crecía la helada nocturna. En el desierto arenoso, entre lagos helados y plantas azul-grisáseo, desfilaban las sombras saltarinas de los lagartos fantásticos cuyos ojos felinos reflejaban la luz opaca de la luna marciana. En el aire enrarecido oíase el lastimero quejido de alguna liebre devorada por un lagarto.
Era la eterna lucha por la existencia que se repetía en todos los cuerpos siderales donde había aparecido la vida. La sombra de la roca llegó a tapar la blanca máquina estacionada a sus pies, construida en la lejana Tierra a muchos millones de kilómetros de aquí…
Kamov levantó la cabeza y dijo: «¡Adiós!», cerrando con esa palabra el último resumen de su vida mentalmente recorrida en esas horas. Su rostro había envejecido y profundas arrugas, antes inexistentes, se marcaron en las comisuras de sus labios, siempre firmemente apretados. Nada podía alejar la muerte cercana e inevitable, no había ninguna esperanza…
El coche marchaba lentamente, siguiendo sus viejas huellas. La astronave ya no estaba en su lugar para orientarlo por su faro radial. Kamov decidió volver al sitio donde habían descendido. A la madrugada, con la luz del día, inspeccionaría el lugar del despegue para cerciorarse de las huellas dejadas por la máquina al decolar. Esa observación lo ayudaría a completar el mecanismo que quería sugerir en lugar de las ruedas, que le habían parecido de manejo incómodo. Este proyecto, ideado mucho tiempo atrás, no lo había anotado y ni siquiera lo había comunicado. Por lo tanto, había que apuntarlo en el papel para que su pensamiento no se perdiera con él. Dejaría el coche al lado mismo del obelisco erigido, de manera que la próxima expedición lo encontrara enseguida. En el coche encontrarían la carta de Kamov.
Seguramente, el segundo vuelo a Marte se efectuaría a los dos o tres años. En este clima seco, el coche no sería perjudicado y podría ser utilizado con solo cambiarle los acumuladores.
Kamov prendía el reflector muy de vez en cuando para orientarse. No quería utilizar la luz temiendo atraer a las fieras que rondaban por los alrededores. Era difícil ver las huellas a la luz de las estrellas y en caso de perderlas no podría encontrar el obelisco en esas llanuras arenosas. Iba lentamente porque no había motivo de apuro: faltaba mucho tiempo hasta el amanecer. La reserva de oxígeno era tan grande en el coche que Kamov estaba asegurado por lo menos para dos semanas. La energía de los acumuladores alcanzaría para unas cuarenta horas de movimiento seguido a máxima velocidad. Quizás podría encontrar alimentos en la astronave de Hapgood en el caso de poder dar con ella. De este modo podría vivir cerca de quince días, hasta que se acabara el oxígeno. Ni se le ocurrió la idea de un suicidio, porque tal modo de terminar la vida le parecía el colmo de la pusilanimidad. En la nave norteamericana esperaba encontrar papel. Así tendría trabajo para todo el tiempo restante. Podía y debía dejar una herencia a sus sucesores, a los que continuarían su obra; les dejaría todos sus pensamientos, todos sus cálculos sobre los vuelos cósmicos que se había propuesto efectuar.
En la nave norteamericana también encontraría oxígeno. De quererlo, Kamov podría prolongar su vida más allá de los quince días, pero no quería ni pensar en ello y se daba cuenta de que era una intención subconsciente. Trataba de no analizar sus sentimientos recónditos. En su situación no se le podía pedir más.
Cualquier hombre que se encontrara en la Tierra en una situación análoga, podría abrigar la esperanza de que la casualidad le trajera la ayuda de otros hombres. Tendría que luchar por su vida hasta lo último, ya que sólo un cobarde pierde la esperanza. Pero Kamov no tenía absolutamente nada que esperar, nadie podía ayudarle. Estaba solo, en el enorme planeta.
A una distancia inimaginable estaba la Tierra; el cohete la alcanzaría dentro de un mes y medio. Suponiendo que saliera inmediatamente otra vez (lo que de por sí era imposible) volvería a Marte sólo a los cuatro meses. Ni con el oxígeno de Hapgood podría aguantar tanto tiempo. Y era absurdo suponer que pudiese aparecer otra ayuda.
Sopesaba metódicamente todas las variantes de salvación que pudieran presentarse, aunque estaba convencido de que ni siquiera teóricamente tenía posibilidad alguna…
¡El cohete norteamericano! A primera vista era el más fácil camino de salvación: instalarse allá y volar hacia la Tierra. Así pensaría cualquiera que no estuviera familiarizado con la técnica del manejo de naves cósmicas y que no supiera lo que era la astronáutica.
En los espacios inconmensurables del sistema solar, la Tierra y Marte no son más que puntitos. Para volar de uno de estos puntos al otro, hay que calcular con escrupulosa precisión muchísimas influencias casi imperceptibles procedentes de ambos planetas, del Sol y de otros astros, especialmente Júpiter, que afectan a la nave. El comandante de una astronave debe conocer a la perfección su peso, dimensiones, posición de los motores y potencia. Tiene que saber manejar y regular la potencia de los motores, conocer las velocidades que puedan impartir al cohete y saberlo con una exactitud de hasta un centímetro por segundo. Sin todo esto, la nave se perdería en los espacios siderales sin poder llegar a su meta.
Kamov comprendía muy bien. Volar a tierra en una nave extraña sin conocer su construcción y sus motores, era lo mismo que disparar un rifle con los ojos vendados esperando dar en el blanco de una monedita de 5 centavos que se encontrara a dos kilómetros de distancia. ¡Vano intento!
Todas las variantes de salvación, ¡hasta las más inverosímiles! habían pasado por su mente. La conclusión era clara, por lo tanto no valía la pena seguir pensando en ello. Todos sus pensamientos debían concentrarse en cómo pasar los días restantes con la mayor utilidad. Prendió el reflector y miró el camino, pero no vio las huellas de sus orugas. Eso significaba que, absorto en sus pensamientos, había extraviado el camino.
Dio vuelta atrás y volvió a encontrar el camino. Desde aquel punto faltaban 70 kilómetros hasta el obelisco.
Fuera del coche había una fuerte helada pero adentro no se sentía el frío, puesto que las puertas y ventanas herméticamente cerradas no dejaban pasar el aire y las paredes se calentaban eléctricamente, así que la temperatura era agradable.
Kamov desabrochó su buzo de piel y se sacó la máscara. Sentía apetito, pero no tenía ningún alimento consigo. Generalmente, el coche contenía una cantina de emergencia, pero en su última expedición había salido sin llevarse nada, pues pensaba regresar enseguida. «Esto también es una lección para el porvenir, pensó. Los que viajen por planetas extraños siempre tienen que llevarse provisiones de emergencia.»
Faltaba como una hora y media para el amanecer cuando el coche llegó a la pista de la nave. Se veían reflejos del obelisco de acero, de la estrella de rubíes y del oro de los bajorrelieves. Pudo divisar en la oscuridad los rastros dejados por el chorro ígneo del escape del cohete al despegar.
Cuando aclarase, vería todo en detalle.
La falta de alimentos se hacía sentir más y más, pero Kamov decidió que iría a la nave americana sólo después de haber averiguado todo lo que le interesaba. Podría producirse otro huracán de arena que borrara todos los efectos del despegue.
Estaba tan cansado que le pareció mejor tratar de dormir hasta el amanecer. No vio ese amanecer y durmió hasta el mediodía pues su organismo fatigado había reconquistado sus derechos. Apenas despierto se dedicó a la inspección, que duró un par de horas. El fuego del cohete había quemado una larga picada entre las plantas, sin dejar ni rastros de vegetación. A ambos costados quedaban troncos chamuscados y ennegrecidos. Hasta la arena se había vitrificado donde el huracán ígneo se había manifestado con más fuerza. Las ruedas se habían incrustado profundamente en la arena, en el momento del «decolage.»
Kamov anotó concienzudamente todas sus observaciones y conclusiones. Ahora podía pensar en alimentarse, pues empezaba a sufrir los tormentos del hambre. Había comido por última vez en la mañana de la víspera y durante las 24 horas transcurridas había experimentado toda clase de emociones.
Decidió buscar la nave de Hapgood, donde hallaría alimentos, y luego regresar al lugar del obelisco. Ni quiso pensar en que le sería más cómodo instalarse en la nave americana. Viviría sus últimas horas al lado del monumento…
Las huellas de las orugas habían desaparecido: el viento y la arena las habían borrado. Kamov se dirigió al oeste. Allá, a los ciento cincuenta kilómetros encontraría la nave de Hapgood. Recordaba que durante su primera expedición con Paichadze iban directamente hacia el oeste, sin desviarse. Por suerte se acordaba, porque si no fuera así, no habría esperanza de volver a encontrar la astronave de Hapgood. El único punto de referencia era la ciénaga, que se encontraba a cincuenta kilómetros. Al encontrarla se convenció de que iba bien encaminado. Desde allá siguió a mayor velocidad. Cuando el manómetro mostró que había hecho ciento cincuenta kilómetros, se detuvo, salió del coche, subió al techo y escudriñó los alrededores, pero no pudo ver lo que buscaba. Claro, se había desviado. ¿Cómo encontrar la ruta, ahora?
Decidió ir a la derecha, en ángulo recto, y hacer unos diez kilómetros; si no daba con la nave, volvería sobre sus nuevas huellas y haría otros diez kilómetros a la izquierda del punto de partida. Si aún así no la encontrara haría unas circunferencias alrededor de esa línea, porque regresar al obelisco sin hallar la nave de Hapgood era condenarse a una muerte por inanición.
Kamov estaba seguro de que no podía haberse desviado mucho y de que su meta no estaba muy lejos. Efectivamente, a unos ocho kilómetros, vio una colina de arena. En el primer instante pensó encontrarse otra vez cerca de las rocas, pero fijándose bien divisó la nave, que había sido casi recubierta por la arena de aquel terrible huracán. La puerta de entrada estaba tapada y perdió unas tres horas hasta poder abrirla. Por suerte habían quedado las palas en el coche, porque si no habría tenido que luchar contra la arena con las manos. Entró por tercera vez en la nave americana. La primera vez había estado con Paichadze y Bayson. La segunda con Melnicov. Ahora estaba solo.
En el tablero de mando estaba el gran sobre sellado que él mismo colocara, con el acta de la muerte del capitán de la nave.
— ¡Qué extraño capricho del destino! — pensó —. ¡Ambos capitanes vienen a perecer en Marte! ¡Los dos constructores de las naves marcianas!
Enseguida encontró un cajón de aluminio con productos alimenticios, y se sorprendió de la poca variedad de su contenido: tarros de carne conservada de cerdo, frutas, azúcar y galletitas. Nada más. ¿Y qué es lo que tomaban? Aunque fuera agua. ¿Dónde estaba el agua? Ahora, más que hambre, sentía sed y se puso a buscar en ese desorden caótico, entre balones, cajones y otros envases y recipientes, en medio de los cuales era difícil moverse.
Al abrir la canilla de uno de los envases de acero, encontró alcohol.
«¿Qué ocurrencia era esa, de llevar semejante cantidad de alcohol para un vuelo interplanetario? ¡Y además, en un recipiente tan pesado…!»
Encontró oxígeno en los otros recipientes, pero muchos ya estaban vacíos. En un gran tanque de aluminio encontró agua. Pero tenía un fuerte olor a metal y a goma. Del tanque salían dos tubos de goma hacia dos cajones alargados, parecidos a ataúdes. Era evidente que no se trataba de agua potable. Por fin encontró varios balones con jugo de naranja. «¡Menos mal, algo es algo!»
Apagados la sed y el hambre, empezó a buscar papel para sus apuntes. Nada de papel.
«Hapgood era un sabio — pensaba Kamov —. Debe haber hecho observaciones, y haberlas apuntado. Tiene que haber cuadernos de apuntes.»
Al lado del tablero de mando había una gran valija de cuero, con cerraduras. No había llave.
«Debe ser la valija de Hapgood. Sus apuntes han de estar aquí. Tendré que romper las cerraduras, por desagradable que sea. No hay otro remedio.»
Para no perder tiempo inútilmente, se fue al coche a buscar las herramientas para abrir la valija.
Cuando logró abrirla, por fin, encontró encima de todo dos gruesos cuadernos. Les echó una mirada: no tenían más que apuntes astronómicos, ropa interior, agua de colonia, máquina de afeitar. Ni papel, ni cuadernos en blanco. En el fondo de la valija halló un portafolios de cuero y un rollo de dibujos.
Abrió el portafolios. En hojas sueltas, manuscritas con letra menuda había algo que le hizo temblar. Le bastó una mirada para darse cuenta de lo que era. Sintiendo cómo lo embargaba una repentina emoción que le cortaba el aliento, tomó el rollo de dibujos y lo abrió.
¡Oh, si lo hubiera sabido antes…! ¡Si hubiese venido aquí enseguida habría podido salvarse! ¡Lo que tenía a la vista era el proyecto de la nave norteamericana!
¿Pero por qué estaba aquí el proyecto? ¿Por qué Hapgood lo había llevado consigo?
Evidentemente, para que en caso de catástrofe nadie más que él aprovechara su invento. Parecía inverosímil, pero no había otro explicación.
¡Qué ironía del destino, ese hallazgo que le resultaba inútil ahora! ¡Era demasiado tarde! Kamov estaba ojeando mecánicamente los apuntes de Hapgood, con la íntima esperanza de encontrar datos sobre la velocidad de la nave.
«¡29,5 km. por segundo!»
— ¡Y la Tierra se mueve a razón de 29,76 km.! — dijo en voz alta.
Las hojas se le cayeron de las manos.
¡Demasiado tarde!
Un kilómetro más por segundo no podía compensar el tiempo perdido. Daba la posibilidad de economizar sólo treinta horas, pero no le alcanzaban tres horas para familiarizarse detalladamente con la nave. La chispa de esperanza que se había encendido, se apagó enseguida.
¡Otra vez, la muerte inexorable se aproximaba al hombre solitario abandonado en la vastedad de un planeta desconocido! Durante unos minutos quedó sumido en la inmovilidad, sin pensar en nada, luego se levantó y recogió las hojas sueltas caídas. El ataque de desesperación había pasado.
Su templada voluntad le ayudó a dominarse y se puso a leer con calma. Le interesaba la cuestión puramente técnica: cómo era que el constructor americano había logrado una mayor velocidad que él. Kamov consideraba que 28,5 km. por segundo era el límite máximo que permitía la técnica moderna. Hapgood escribía con letra menuda pero clara y Kamov conocía el idioma a fondo. Los dibujos ejecutados con esmero ampliaban el texto matemático y la experiencia personal del constructor le permitía formarse un criterio de lo leído.
Si en lugar de él hubiera estado allí Belopolski, no habría captado lo mismo que Kamov, a pesar de toda su pericia. Había que ser constructor también. Había que saber proyectar astronaves para entender el sentido de las fórmulas cortas, abreviadas sin ninguna explicación: Hapgood escribía solamente para sí.
Durante dos horas estuvo estudiando el proyecto. Sumido en el mundo de la técnica, se olvidó completamente de su desesperada situación. El tiempo había cesado de existir para él. De golpe se estremeció y se quedó mirando fijamente una breve fórmula que ocupó todo su pensamiento, borrando lo que había leído hasta entonces. Con el método que había aplicado Hapgood, él — Kamov —, hubiera podido alcanzar con su nave una velocidad de ¡setenta kilómetros por segundo! Pero al ingeniero ruso no se le podía ocurrir semejante cosa. ¡Cincuenta metros! Una aceleración que excede cinco veces el peso normal. ¡Cómo pudo Hapgood arriesgar semejante cosa! Condenarse a sí mismo ya su acompañante a 10 minutos de semejante prueba implicaba un daño irreparable a la salud. Aunque lo hubiese querido, Kamov no habría podido proceder de este modo porque la Comisión Estatal jamás se lo habría permitido. Ahora comprendió qué objeto tenían los ataúdes de aluminio con su tanque de agua, aunque Kamov no creyese que la sumersión en el agua pudiese amortiguar el daño infligido al organismo por una aceleración tan elevada.
Pero si Hapgood no estaba ligado por la condición del peligro acelerador, quizás su motor era suficientemente potente para aumentar esa cifra…
Por tercera vez en estas 24 horas surgió ante Kamov la ilusión de una esperanza.
Buscó las características técnicas del motor y se convenció de que podía alcanzar una aceleración máxima de cincuenta y cinco metros.
Esto decidía la cuestión. Es verdad que semejante aceleración lo amenazaba de muerte desde los primeros minutos del vuelo, pero de otra manera no podría alcanzar a la Tierra. Además del peligro en el momento del despegue, había el mortal peligro que amenazaba al aterrizar Según los cálculos de Hapgood, su motor no podía funcionar después del “decolage” de Marte, y el americano proyectaba aterrizar mediante el paracaídas mientras Kamov no poseía esta posibilidad porque estando solo no podría volver a doblar el paracaídas. Podía fiarse en la posibilidad de que Hapgood hubiese considerado su motor con demasiado pesimismo. Tal vez funcionara todavía. En todo caso no había elección posible. Se trataba de arriesgarse o de resignarse a una cercana e inevitable muerte.
«Es mejor morir al despegar o llegar a estrellarse en la querida Tierra» decidió Kamov.