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¡TIERRA!

12 de febrero de 19… Las 10, hora de Moscú.

Por fin tengo el derecho de escribir «hora de Moscú».

Estoy en Moscú. Hoy siento con especial agudeza la felicidad del retorno. Ayer nos sentíamos abrumados, pero jamás olvidaré el menor detalle de lo ocurrido. Quiero describir el último día de nuestra travesía cósmica. Será la última anotación de mi diario. Son muchos los acontecimientos que llenaron sus páginas. Las escribí en Moscú, a bordo de la nave sideral y también en Marte, y las termino en la misma mesa de mi cuarto donde las empezara la noche memorable del 2 de julio. Ante mis ojos desfila todo lo visto…

El despegue de la Tierra… El hermoso planeta poético, ¡Venus! La masa informe del asteroide que pasó ante nosotros por un brevísimo instante, pero que por siempre quedará grabado en la memoria…

Las llanuras desiertas de Marte… El disparo de Bayson… La nave norteamericana… La siniestra tempestad de arena…

Veo los felinos ojos verdosos con las tremendas fauces de dientes filosos triangulares… El enorme salto del cuerpo plateado…

Veo el monumento que dejamos en la pista, el obelisco de acero coronado por una estrella de rubíes…

La partida de Marte, un mes y medio de retorno angustiado…

Belopolski hizo todo para que la nave volviera a la Tierra al minuto exacto fijado por Kamov… «Tengo que hacerlo en memoria de Serguei Alexandrovich», solía decir ¡y lo hizo!

Según el plan de la expedición, el aterrizaje de la nave debía efectuarse el 11 de febrero, entre las 12 y las 14 horas. Nos demoramos en Marte 36 minutos, pero, con todo, las ruedas de la nave tocaron la pista del cohetódromo a las 12 horas y 32 minutos. ¿Qué más podía pedirse?

Es muy grande el mérito de Belopolski: condujo la nave que había perdido a su comandante, por las inconmensurables rutas del Universo, como si fueran rieles de un ferrocarril, directamente a la plataforma de la estación.

¡Gloria al meritorio sucesor de Kamov ante el tablero de dirección de la primera astronave…!

A las 8 de la mañana del 11 de febrero nos reunimos todos en el observatorio. Eran las últimas horas de vuelo. La Tierra estaba ya muy cerca. A bordo todo estaba listo para el aterrizaje. Paichadze se ocupaba de su equipo astronómico preparándose a las observaciones. En las últimas semanas había adelgazado mucho; sufría más que todo la pérdida del amigo. Se querían mucho con Kamov. Las inolvidables horas de su histórico vuelo a la Luna, los habían ligado para siempre. Durante todo el tiempo del retorno no interrumpió su trabajo, reduciendo hasta el mínimo sus horas de descanso. Con su labor tesonera quería aplacar su dolor.

Belopolski, ante el tablero de mando, con un cuaderno en las rodillas, calculaba algo llenando páginas con fórmulas matemáticas. Bayson miraba tristemente por la ventana. Durante un mes y medio se había quedado en su camarote rehusando salir de él. Lo esperaba la vergüenza del Tribunal y un duro castigo. Ahora se encontraba con nosotros por orden de Belopolski. El enorme disco de la Luna nos tapaba la Tierra. Debíamos pasarla y parecía acercarse por minutos. La fotografiaba sin cesar. Los dos aparatos de cine también la filmaban. Su costado, invisible desde Tierra, era el que teníamos enfrente, pero el Sol iluminaba sólo un cuarto de esta faz que tanto nos interesaba.

A las ocho y treinta estuvimos a unos doscientos kilómetros del satélite de la Tierra y enseguida pudimos divisar nuestro planeta. El corazón latió con júbilo… ¡Se nos formó un nudo en la garganta! ¡La Tierra…!

Brillaba en el fondo oscuro como un disco azulado, rodeado de una aureola atmosférica… La nave se dirigía directamente hacia ella. El negro vacío parecía retroceder. El pájaro blanco se lanzaba hacia su nido cubriendo los últimos kilómetros con vertiginosa velocidad.

La Tierra se acercaba, aumentando por segundos. En estos minutos de angustiosa alegría sentimos más dolorosamente la terrible pérdida que habíamos sufrido: ¡Si Kamov estuviera con nosotros…!

Una vez dijo Paichadze: «¡Si Kamov hubiese podido aprovechar la nave americana!» No dijo nada más, pero luego Belopolski amplió estas palabras, explicándome que, aunque estuviese con vida, Kamov no habría podido volar en la nave americana sin conocer su construcción. ¡Entonces ya no había esperanza posible!

Así como sucedió en Venus, la nave tenía que efectuar la bajada en cuarenta y siete minutos, empezando la maniobra a una distancia de cuarenta y un mil kilómetros desde su superficie. Esta distancia bastaba para apagar nuestra velocidad cósmica, la que, disminuyendo a razón de diez metros por segundo, caería en ese lapso de cuarenta y siete minutos de 28,5 kilómetros hasta cero.

Cuando empezó la acción frenadora de los motores, estábamos ya tan cerca que pude reconocer el Asia, toda iluminada por el sol, mientras Europa se encontraba aún envuelta en sombras. En toda la superficie del globo terrestre no se veían grandes masas de nubes. Toda la tierra parecía dar una acogida jubilosa a sus hijos.

Cuando nos sumergimos en la atmósfera el momento pasó casi desapercibido. El aire era muy transparente y nuestra Patria se extendía en todo su esplendor. Con nuestros potentes prismáticos, veíamos la superficie lustrosa del Océano Pacífico, y la línea apenas perceptible de la cordillera de los Urales. Al norte, en una bruma lechosa, adivinábamos los hielos árticos.

La astronave bajaba. Luego desplegó sus amplias alas.

La travesía cósmica había terminado. El avión a reacción volaba en la estratosfera. Yo creía que íbamos a bajar directamente sobre Moscú, pero cuando, a una altura de 30 kilómetros tomó un rumbo horizontal, vi que nos encontrábamos en los Urales. Belopolski conducía la nave hacia el occidente, bajando paulatinamente.

Vimos la ciudad de Gorki. A los veinte minutos ya era la antiquísima ciudad de Vladimir… Luego nos acercamos a Moscú.

La nave se encontraba a un kilómetro de altura cuando divisamos el panorama de nuestra capital. No sobrevolamos Moscú, sino que nos dirigimos a la pista lanzacohetes. Más y más bajo… Cesa el rumor de los motores… La nave termina su vuelo de siete meses, con amplias vueltas alrededor del campo de aterrizaje… Un campo enorme… Allá empezamos nuestro vuelo y hasta allá volvemos nuevamente. Está desierto en su inmaculada blancura invernal. En el alto cerco que lo rodea ondean innumerables banderas… Como pequeños puntitos se divisan los autos estacionados en filas y filas. No lo veo, pero sé que hasta en el techo de la «Estación Interplanetaria» hay un gentío enorme. Nos esperan.

No estoy seguro, pero me pareció que Paichadze había dicho en voz alta: «Serafina Petrovna también está acá».

Serafina Petrovna es la esposa y la fiel amiga de Kamov. Ella también se encuentra en la plataforma de la azotea, mirando al pájaro blanco y esperando ver al ser amado. No sabe nada…

La última vuelta. Las enormes ruedas se posan suavemente en el suelo…

Entre las lágrimas de felicidad que obscurecen mi vista, veo como se lanzan seis automóviles desde la estación hacia la nave detenida.

Belopolski abre las puertas de la cámara de acceso: ya se puede abrir todo, afuera respiraremos el buen aire de la Patria. ¡Tierra!

La escalerita de aluminio cae en la nieve. Aquí no podríamos saltar, como en Marte, y bajamos por turno.

De uno de los automóviles baja el presidente de la Comisión Estatal, el Académico Voloshin, y se dirige hacia nosotros. Le siguen otras personalidades. Hay varios cineoperadores con sus aparatos.

He sacado muchas fotos en viaje. Ahora he terminado y es el turno de ellos.

Belopolski se adelanta hacia Voloshin y en ese momento, interrumpiendo la solemne ceremonia del encuentro y de la bienvenida, sale corriendo a espaldas del académico la hijita de Paichadze, Marina, que se refugia en los brazos de su padre.

Belopolski lleva la mano a su gorra, para dar parte de la desaparición del capitán de la nave, mientras Serafina Petrovna está a tres pasos, radiante y feliz, con un gran ramo de flores en la mano. ¿Acaso no ve que su marido no está entre nosotros? ¿Por qué Voloshin no expresa ninguna sorpresa de que el informante sea Belopolski y no Kamov…?

Las terribles palabras del informe oficial han sido pronunciadas, pero Serafina Petrovna sigue con su sonrisa.

El informe ha terminado y Voloshin da un gran abrazo al comandante de la nave.

— Lo felicito — dice en voz alta— por la brillante terminación del primer viaje interplanetario. Con su feliz regreso, ha rendido usted un gran servicio a nuestra Patria. ¡Reciba usted nuestro regalo!

Los miembros del comité se apartan y se nos acerca el hombre cuyo recuerdo nos ha obsesionado durante estas últimas seis semanas.

Vivaz, alegre, con ojos llenos de júbilo está ante nosotros Serguei Alexandrovich Kamov.

No recuerdo cómo Marina se encontró en mis brazos…

— ¡Serguei…!

— ¡Arsen…!

Kamov y Paichadze se abrazaron.

Reteniendo el aliento y con temor de perder una palabra, escuchamos el relato de Kamov sobre lo sucedido en Marte y su extraordinaria salvación.

Hablaba de manera breve y concisa, sin exteriorizar sus propios sentimientos; pero del corto relato se desprendía la figura heroica del hombre para el cual su obra era más cara que la propia vida.

— Los cincuenta y cinco metros de aceleración me dieron la posibilidad no sólo de salvarme, sino también de llegar a Tierra veintiuna horas antes que ustedes. La velocidad de la nave, después de diez minutos de funcionamiento del motor dio treinta y dos kilómetros con cuatrocientos cincuenta metros por segundo. En el momento del despegue perdí el conocimiento, pero lo recobré cuando la nave ya volaba por inercia. Claro que no me sumergí en el agua, porque no tengo fe en que ese método atenúe los efectos nocivos sobre el organismo. Di a la nave el rumbo necesario y en lo demás dejé que obraran las leyes de la mecánica y mi buena suerte. Pueden imaginarse cómo me sentí, solo. Al acercarme a la Tierra pude apreciar qué tesoro tenía Hapgood a su disposición, sin haberlo aprovechado. Estoy hablando del motor de su nave. Es un mecanismo excelente y de absoluta seguridad. No quise frenar la nave por fricción con la atmósfera y el motor se desempeñó espléndidamente. Di rumbo a ciento ochenta grados y me puse a frenar la nave con el mismo motor y para el momento de sumergirme en la atmósfera tenía una velocidad casi nula. La nave empezó a caer. No tenía paracaídas. Se quedó en Marte, con nuestro coche. Entonces empecé a hacer funcionar el motor a golpes cortos. Y logré lo que quería: la nave interrumpió su caída vertical y entró en vuelo planeador…

Se quedó en silencio. Todos estaban callados en el gran comedor. Esperaban que continuara su relato. Voloshin estaba removiendo el azúcar en su té ya frío. La esposa de Paichadze trataba de apaciguar a su hijita Marina. Belopolski, Paichadze y yo mirábamos a nuestro comandante recuperado.

— En general — agregó —, puede decirse que desde el momento en que la nave U.R.S.S.-LS2 espantó a las fieras, hasta el aterrizaje, tuve mucha suerte. Parece que aún no es tiempo de que quede viuda mi esposa — añadió, pasando cariñosamente su mano sobre la de Serafina Petrovna —. La nave estaba en la estratosfera. Abajo estaba Siberia. Bajando paulatinamente pasó los Urales y bajé cerca de la ciudad de Saransk. El golpe fue muy fuerte, pero como ven, no he sufrido, aunque no así la nave. Luego, no hay nada más que contar. Mandé un telegrama y me llevaron a Moscú en avión. ¡Así pude presenciar la triunfal llegada de nuestra astronave!

Tendió su mano a Belopolski.

— Hay que agradecer a Evguenievich por su pericia. Nuestra nave aterrizó a horario. ¡El primer gran raid cósmico pudo efectuarse a horario! ¡Es un gran triunfo!

— ¿Adónde se propone efectuar su próximo viaje? — preguntó Voloshin.

— A Marte, por supuesto. Los enigmas de ese planeta tienen que dilucidarse. Sólo que este vuelo ya no lo podré realizar yo mismo!

— ¿Por qué?

— Temo que este vuelo haya sido el último para mí — dijo Kamov con tristeza en la voz —. La supercarga que tuve que soportar al despegar de Marte tuvo sus consecuencias en mi organismo.

Nos miramos con espanto.

— ¿No es posible que te equivoques? — preguntó Paichadze.

— Temo que no.

— Lo curaremos — interpuso Voloshin —. Esto no puede ser. Los mejores médicos del país le asistirán.

Hubo un doloroso silencio.

— ¡No se aflijan, amigos! — dijo Kamov —. En Belopolski tenemos un buen capitán para el próximo vuelo en la astronave que le voy a construir. Espero que mis otros compañeros quieran seguir también. Para mí, basta. Entre nuestra juventud habrá centenares de nuevos capitanes siderales. Los vuelos cósmicos continuarán.

— Uno de esos capitanes está a mi lado — dijo la señora de Paichadze —. Nuestra Marina no habla más que de estrellas.

— ¡Claro que sí — exclamó la chiquita.

Todos rieron.

— ¡Bueno, está decidido! — dijo alegremente Kamov.

— ¿Cuándo ha de realizarse ese segundo vuelo a Marte? — preguntó Belopolski.

— Dentro de un par de años — contestó Kamov —. Hay que construir una nueva astronave, perfeccionada. Además la velocidad de veintiocho y medio es escasa.

— ¿Y Venus? — preguntó Voloshin.

— Venus es hermoso. Es un planeta lleno de vida y de fuerzas, pero no tiene enigmas. Sigue el camino de la Tierra. Sólo empieza a vivir. La ciencia terráquea, como la de una hermana mayor, tiene que ayudarle en sus primeros pasos. Pero ello no ha de ocurrir tan pronto. Es asunto de las generaciones venideras. Hay que ayudar a la naturaleza, pero no hay que forzarla en su trabajo.

— Así será — respondió el viejo académico.

El raid cósmico ha terminado.

El primer experimento de comunicaciones interplanetarias ha sido coronado por el más completo éxito. En siete meses y medio, la astronave U.R.S.S.-LS2 visitó dos planetas del sistema solar y, habiendo efectuado un vuelo de más de quinientos millones de kilómetros, regresó a la Tierra. Ha sido un gran aporte a la ciencia.

Nos prepararemos para los próximos vuelos. Habrá muchos. Las astronaves soviéticas cubrirán los espacios interplanetarios con decenas de vuelos. Descifrarán todos los enigmas tan celosamente ocultados por la naturaleza. El ojo sagaz del hombre penetrará en los más recónditos y lejanos límites de nuestro sistema solar. Alguna vez también este espacio les ha de resultar pequeño. Entonces lo trascenderán, pues no hay límites ni fronteras que no sepa franquear la audacia de la libre inteligencia humana.

¡No hay límites para el conocimiento humano!

FIN