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Dos años y tres meses después. En algún lugar del norte del líbano
– Señor Hawthorne.
– Señor Hawthorne.
– Despierte, señor Hawthorne, es hora de irse.
Decker abrió los ojos y miró a su alrededor. Al retorcerse para cambiar el peso de lado y poder incorporarse, las cuerdas que le araban manos y pies se le deslizaron como un par de guantes y de zapatos demasiado grandes.
– Es hora de irse, señor Hawthorne -oyó que decía de nuevo la voz de un joven.
Decker se frotó los ojos y se volvió hacia el lugar de donde procedía la voz. Allí, en el vano de la puerta ahora abierta de su cuarto estaba Christopher Goodman. Había cumplido ya los catorce y era mucho lo que había crecido desde la última vez que le vio.
– ¿Christopher? -preguntó Decker totalmente desconcertado ante tan inesperado giro de los acontecimientos.
– Sí, soy yo, señor Hawthorne -respondió Christopher.
– ¿Qué haces tú aquí? -preguntó Decker incrédulo y confuso.
– Es hora de irse, señor Hawthorne. He venido a buscarle -dijo Christopher sin intención aparente de ofrecerle más explicaciones.
Christopher salió del cuarto y le hizo una señal para que le siguiera. Decker levantó los cincuenta y dos kilos en los que se había quedado y siguió a Christopher fuera de la habitación en dirección a la puerta principal. A mitad de camino vaciló. Intentó recordar, se olvidaba de algo muy importante, algo que no podía dejar atrás.
– ¡Tom! -dijo de repente-. ¿Dónde está Tom? -se preguntó recordando al amigo que no había vuelto a ver desde que los trasladaran al Líbano.
Christopher vaciló y luego levantó el brazo lentamente y señaló hacia otra puerta. Decker la abrió con sigilo, atento a cualquier señal que le advirtiera de la presencia de los secuestradores. No había ni rastro de ellos. En el interior, Tom estaba tumbado sobre una alfombrilla idéntica a la que él había usado durante casi tres años para dormir, sentarse, comer… vivir, en definitiva. Tom yacía de cara a la pared. Decker entró y empezó a desatar las cuerdas que ataban los pies de su amigo.
– Tom, despierta. Nos vamos de aquí -le susurró.
Tom se incorporó y miró a su libertador. Durante un instante se quedaron los dos allí quietos, mirándose fijamente a los ojos. Por fin, Decker consiguió desviar la mirada y se puso a desatar las manos de Tom. No se había visto en un espejo durante todo este tiempo de cautiverio, y aunque sí podía ver su cuerpo descarnado, no se había vuelto a ver el rostro, allí donde más evidentes eran los efectos del cautiverio. Ahora el rostro de Tom le reveló el estado tan lamentable en el que estaban ambos y fue tanto el dolor y la compasión que sintió por su amigo que tuvo que apartar la vista para no llorar.
Una vez fuera del piso, Decker y Tom recorrieron el pasillo con cautela deseando no ser descubiertos. Christopher, en cambio, marchaba delante de ellos en lo que les pareció una actitud despreocupada y ajena a la gravedad de la situación. Bajaron tres tramos de escaleras, en cuyos escalones se apilaban basura y restos de escayola y de cristales rotos. Seguía sin haber ni rastro de los secuestradores. Al salir al exterior, la brillante luz del sol golpeó el rostro de Decker, que cerró los ojos ante su calidez y resplandor.
Cuando los volvió a abrir, seguía en su cuarto vacío. El sol de la mañana dibujaba en su rostro las grietas de la ventana tapiada por las que penetraba al interior. Había estado soñando.
Decker solía soñar con su familia. Al despertar, cerraba de nuevo los ojos para aferrarse un momento más a los vestigios de la ilusión. Era todo lo que tenía. Pero este sueño había sido una curiosa evasión.
Decker volteó el cuerpo y apoyó la espalda. Al retorcerse para cambiar el peso de lado y poder incorporarse, las cuerdas que le ataban manos y pies se le deslizaron como un par de guantes y de zapatos demasiado grandes.
Sacudió la cabeza; ¿seguía soñando? Sin perder un minuto en pensar más en ello, se puso de pie de un salto. La puerta no estaba cerrada con llave, así que abrió sigilosamente una rendija para echar un vistazo al piso. Todo era como en el sueño. Allí no había nadie más. Se acercó con cautela hasta la habitación donde en el sueño había encontrado a Tom. Decker había ignorado hasta entonces dónde estaba Tom; ni siquiera sabía si estaba vivo, pero miró en el interior y allí estaba su amigo.
Unos instantes después, Decker y Tom recorrían el pasillo y bajaban las mismas sucias escaleras. Cuando salieron del edificio, Decker protegió sus ojos con la mano anticipándose al sol. Nada de aquello tenía sentido, pero si era un sueño, esta vez no quería despertar.
Los dos hombres se alejaron de portal en portal, de edificio en edificio, ocultándose de la vista allí donde era posible. Avanzaron por la calle sin ver a nadie; era como una ciudad fantasma. Decidieron alejarse de sus secuestradores lo máximo posible y luego esperar a que cayera la noche para continuar. Sólo estaban seguros de que tenían que dirigirse hacia el sur, esperaban que allí estuviera Israel. Desconocían qué distancia les separaba de la frontera, pero bastó una mirada cómplice y callada para jurarse que era mejor morir antes que caer presos de nuevo.
Cuando estuvieron a una distancia segura, Decker contó a Tom el extraño sueño que había tenido, aunque no le habló del peculiar origen de Christopher. Luego se arrepintió y obligó a Tom a prometer que no se lo contaría a nadie.
Durante las tres noches siguientes, Decker y Tom se abrieron camino hacia el sur. Siempre que les era posible, abandonaban las carreteras y se alejaban de las zonas pobladas. Aquella noche habían partido temprano, aproximadamente una hora antes de la puesta de sol. Decker sabía que se les agotaba el tiempo. No pasaría mucho tiempo antes de que la debilidad les impidiera continuar el viaje. Su dieta se limitaba a lo que conseguían cazar, en su mayor parte insectos. El primer día de huida habían encontrado un pequeño perro salvaje, al parecer muerto por otro animal, pero lo habían tenido que abandonar a regañadientes pensando que llevaba demasiado tiempo muerto para servirles de alimento. Ahora se arrepentían de la decisión.
Justo antes de que cayera la noche, Tom y Decker llegaron a una carretera muy transitada, situación por lo que decidieron ocultarse entre los matorrales de una pradera hasta avanzada la noche, momento en que esperaban disminuyera el tráfico y poder cruzar sin ser vistos. Caída la noche, el tráfico apenas había aflojado, aunque ocasionalmente el paso entre uno y otro vehículo se espaciaba varios minutos. La carretera era recta y llana, de manera que podían ver varios kilómetros de trazado en ambas direcciones. Pasaron varios camiones y luego pareció abrirse un hueco. Los vehículos más próximos se acercaban por el este, a unos cuatro kilómetros.
Decker y Tom se pusieron en marcha rápidamente. Al alcanzar el pequeño talud sobre el que descansaba la carretera, les pareció que cruzar iba a ser coser y cantar. Luego, inesperadamente, a media subida, Decker sintió un tirón en la pierna. Miró hacia abajo y vio que se le había enganchado el pantalón en una alambrada. Al tirar para liberarse, los pinchos se le clavaron en la pierna, cayó y metió la otra pierna en la alambrada.
Tom ya había salido a la carretera cuando oyó que Decker le llamaba. Acudió de inmediato a ayudarle, pero los segundos pasaban y no había más remedio que reconsiderar la situación. La siguiente tanda de vehículos estaba ya muy cerca. Parecía que la única elección que les quedaba era tumbarse contra el suelo lo más quietos posibles y esperar que la ligera pendiente de la carretera les ocultara de los faros de los vehículos que pasaban.
Tom se tumbó boca abajo junto a Decker y contuvieron la respiración. Tenían a los vehículos casi encima, pero iban mucho más lentos de lo que Decker había pensado. Al pasar el primer camión, Tom hizo un brusco movimiento y antes de que Decker pudiera detenerle, había invadido la carretera corriendo agitando los brazos. «Se acabó», pensó Decker.
El siguiente camión se detuvo a escasos metros de Tom. De la parte de atrás bajaron varios hombres de uniforme, los rifles calados, que rodearon y apuntaron a Tom. Otro grupo rodeó a Decker, que seguía tirado en el suelo. Decker se puso lentamente boca arriba y miró a los hombres. Llevaban un casco de color azul claro con un emblema de hojas de olivo abrazando un globo terráqueo. Era el mismo emblema que lucían las banderitas de las antenas y que aparecía pintado en las puertas de cada uno de los vehículos; el emblema que Tom había visto en el primer camión. Decker lo reconoció de inmediato. Aquellos eran hombres de la FPNUL, la Fuerza Provisional de Naciones Unidas en el Líbano.
Aquella noche, Tom y Decker pudieron darse una ducha, vestir ropa limpia y dormir en camas de verdad. Sus estómagos no podían aceptar mucha comida, pero antes de quedarse dormidos en las dependencias de la base de la ONU, se tomaron cada uno dos rebanadas de pan y media taza de caldo de carne.
A la mañana siguiente les invitaron a desayunar con el comandante sueco del destacamento.
– He leído el informe del convoy que les recogió anoche -dijo el comandante mientras atravesaban la base a pie en dirección al comedor de campaña-. Ese convoy que detuvieron transportaba a un invitado muy especial. De ahí que mis hombres reaccionaran como lo hicieron, pensaron que ustedes podrían pertenecer a Hezbollah. A ese grupo de tarados le encantaría ponerle las manos encima a alguien como el embajador Hansen.
Durante el desayuno les fue presentado el invitado especial del comandante, el embajador británico ante la ONU, Jon Hansen. Éste se mostró muy interesado en el relato de su captura y huida, que ellos contaron con gusto, aunque ninguno de los dos mencionó el sueño con Christopher. Concluido el desayuno, se les trasladó al edificio de comunicaciones de la base. La base de la ONU disponía de una línea telefónica directa vía satélite con Estados Unidos que se utilizaba principalmente para comunicar con la sede central de Naciones Unidas en Nueva York. Tom no tenía familiares próximos, así que insistió en que Decker fuera el primero en llamar.
Apenas pasaban unos minutos de la una de la madrugada en Washington cuando sonó el teléfono. Decker lo escuchó sonar dos veces más. Medio sumida en un profundo sueño, Elizabeth Hawthorne descolgó el teléfono.
– ¿Diga? -musitó todavía con los ojos cerrados.
Decker escuchó el dulce sonido de su voz adormilada.
– Hola, cariño. Soy yo -dijo al tiempo que le empezaban a correr lágrimas por las mejillas.
Elizabeth se sentó de un salto en la cama.
– ¡Decker! ¿Eres tú?
El amor que percibió en su voz volvió a llenarle los ojos de lágrimas y apenas podía respirar cuando contestó.
– Sí, soy yo.
– ¿Dónde estás? -preguntó precipitadamente-. ¿Estás bien?
– Estoy en el Líbano, en la base de Naciones Unidas. Tom está conmigo. Estamos bien. Hemos conseguido escapar.
– ¡Gracias a Dios! -dijo ella-. ¡Gracias a Dios!
– Nos van a llevar a un hospital de Israel para hacernos un chequeo y tenernos en observación. ¿Por qué no cogéis un avión y os venís a Israel ya mismo?
– ¡Sí! ¡Claro! -dijo Elizabeth enjugándose las lágrimas.
– ¿Cómo están Hope y Louisa? -preguntó.
– Están bien, están bien. No se lo van a creer cuando les diga que has llamado. Dirán que estaba soñando. ¿No estoy soñando, verdad?
– No -contestó Decker con voz tranquilizadora-. No estás soñando.
– ¿Quieres hablar con ellas? -preguntó. Su voz denotaba excitación y nerviosismo. Su cabeza iba a cien por hora. Quería preguntarlo todo, decirlo todo, hacerlo todo a la vez.
– No, ahora no. Tenemos que irnos dentro de poco y no voy a tener tiempo de hablar mucho con ellas, además Tom quiere llamar a un primo o a un tío suyo, no estoy seguro.
– ¿Cómo está Tom?
– Está bien. Estamos bien. Sólo dile a Hope y a Louisa que las quiero y que tengo muchas ganas de verlas. ¿Lo harás?
– ¡Pues claro! -dijo ella. Entonces se le ocurrió que no sabía a qué parte de Israel los llevaban-. ¿Dónde estarás? ¿En qué hospital?
– Lo siento, Elizabeth. No conozco los detalles, pero no quería esperar a llamarte.
– No pasa nada. Está bien -dijo antes de pararse a pensar un momento-. Las niñas y yo cogeremos el próximo vuelo que salga para Israel. Cuando estés en el hospital, llama a Joshua e Ilana y diles dónde estás. Cuando llegue les llamaré para que me den el recado.
– ¿Joshua e Ilana? -preguntó Decker sorprendido ante la aparente familiaridad-. ¿Te refieres a los Rosen?
– Pues claro, Decker. Me han ayudado y apoyado mucho mientras no estabas. Son maravillosos. Apunta su número de teléfono.
Decker lo anotó.
– Ahora tengo que dejarte -dijo, y a continuación hizo una pausa para asegurarse de que ella le oía bien-: Te quiero -dijo suavemente pero con toda claridad.
– ¡Te quiero! -contestó ella.
El comandante sueco dispuso que dos camiones y una patrulla de hombres armados escoltaran a Decker y Tom los ciento veinte kilómetros que les separaban de la frontera con Israel. Desde allí serían las fuerzas de seguridad israelíes las encargadas de trasladarlos a un hospital en Tel Aviv. Pero el embajador Hansen tenía otros planes. Hansen era un buen político e intuyó una oportunidad perfecta para hacerse buena publicidad. Después de todo, había sido su convoy el que los había rescatado.
A su llegada a Israel, los recibió un grupo formado por periodistas de cuatro agencias internacionales de noticias que habían sido convocados por el ayudante del embajador Hansen desde el Líbano. Había más periodistas en el hospital de Tel-Hashomer en Tel Aviv. Hansen contestó personalmente a las preguntas de la prensa «para desahogar un poco a los chicos», había dicho. Permitió que la prensa tomara unas cuantas fotografías de Tom y Decker, en las que curiosamente consiguió salir en una posición destacada. A Tom y a Decker no les importó demasiado. Habían hablado y bromeado con él durante el viaje desde el Líbano hasta Tel Aviv. Les caía bien Hansen, era «un tipo simpático». Además era político, y hacerse publicidad era parte de su trabajo. No podían más que estar felices por ser libres de nuevo.
Una vez hubieron ingresado en el hospital, Decker telefoneó a los Rosen. Se sentía más recuperado, así que decidió bromear un poco.
– Joshua -dijo como si nada extraordinario hubiese ocurrido-, soy Decker. ¿Qué ha sido de tu vida últimamente? No se te ha visto el pelo.
– Eso no te va a servir de nada, Decker Hawthorne -contestó Rosen-. Ya me he enterado de todo. Elizabeth nos llamó para darnos la buena noticia tan pronto consiguió los billetes de avión. Además, llevas en la tele toda la tarde.
Decker rió con ganas.
– ¿Cuándo llega?
– Espera un segundo. ¡Ilana! -dijo Rosen llamando a su mujer-. Tengo a Decker al teléfono, ¿a qué hora dijo Elizabeth que llegaba su avión?
Hubo una pausa. Ilana aprovechó la mala memoria que tenía su marido para estas cosas y le arrebató el teléfono.
– Hola, Decker -dijo-. ¡Bienvenido a casa!
– Gracias, Ilana. Es agradable volver a casa -contestó refiriéndose a estar en cualquier lugar lejos del Líbano.
– Te he visto en la tele -dijo ella-. Estás en los huesos.
– Sí, bueno, no me gustaba el menú.
– Pues ya sabes, yo preparo uno de los mejores caldos de pollo del mundo.
– Venga, dile a qué hora llega Elizabeth -oyó Decker que decía Joshua de fondo.
– Ah, sí. El avión llega mañana a las once y treinta y seis. No te preocupes por nada. Joshua y yo las recogeremos a ella y a las niñas en el aeropuerto y las llevaremos al hospital. Y si quieres -dijo haciendo un aparte-, te llevo un poco de mi caldo de pollo. Me han dicho que la comida del hospital es horrorosa.
Decker agradeció tanta amabilidad.
– Claro que sí, Ilana. Seguro que está buenísima.
A continuación llamó a la oficina del News World en Washington, donde eran las nueve de la mañana, y pidió que le pasaran con su editor, Tom Wattenburg. Estaba preparado para decir «qué pasa, Tom, aquí Decker. ¿Alguna llamada para mí?», cuando la operadora le comunicó que Tom Wattenburg se había jubilado y que le había sustituido Hank Asher.
– Hank -dijo Decker cuando Asher se puso al teléfono-, no me digas que te han promocionado antes que a mí.
– Bueno, si aparecieras por la oficina de vez en cuando -contestó Asher con una risita-. Y, por cierto, tengo que echarte la bronca. Me levanto esta mañana y ¿con qué me encuentro? Pues con tu feo careto en el Today Show. ¿Así que llamáis a la NBC y ni se os ocurre avisar a vuestra propia revista? Y otra cosa, cuando te fuiste te llevaste la llave del hotel y tuve que pagar la copia de mi bolsillo: me debes cuatro pavos.
– Oye, que nosotros no llamamos a la NBC -alegó Decker en su defensa-. Ahora en serio, ¿el Today Show?
– Sí. Me parece que salís en todas partes -contestó Asher intentando sonar molesto-. Bueno, por lo menos mencionaron que trabajáis para News World.
Lo cierto era que aquello era una magnífica publicidad para News World; la revista iba a batir todos los récords de ventas con la edición que Asher tenía proyectado dedicar al artículo en primera persona que Tom y Decker iban a escribir sobre su secuestro.
Tel Aviv, Israel
A la mañana siguiente, mientras se afeitaba y se cepillaba los dientes ante el espejo, Decker examinó su rostro. Se estaba acostumbrando a aquel aspecto esquelético, pero ahora pensaba en Elizabeth. ¿Cómo reaccionaría? Lo importante era que estaba a salvo; en unos meses habría recuperado su estado físico. Lo mejor era concentrarse en lo bueno. Lo que ya nunca volvería a ser lo mismo era lo que sentía por ella. La amarga verdad era que su aislamiento le había llevado a amarla como nunca lo habría hecho si nada hubiera ocurrido.
Era posible que debido a su vuelo Elizabeth no lo hubiese visto en la televisión, así que cuando entrara por la puerta del hospital dentro de unas pocas horas, le estaría viendo por primera vez. Al terminar de cepillarse los dientes, Decker se fijó en una caja de algodones estériles que le inspiraron una de aquellas locas ocurrencias que solía tener. Se rellenó los carrillos con algunas bolas de algodón y observó el efecto en el espejo. Parecía que tenía paperas, y a punto estuvo de tragarse una bola de algodón de la risa que le entró. Era una suerte que aquellas ideas sólo se le ocurrieran cuando estaba solo.
No obstante, había algo de lo que estaba seguro: no quería que cuando llegara Elizabeth le viera con el pijama del hospital. Intentó engatusar a una enfermera para que le hiciera unas compras, pero fue inútil. Entonces se acordó de Hansen. Les debía un favor por tanta publicidad, así que telefoneó a la embajada británica. Esta vez tuvo más suerte que con la enfermera. Hansen le envió dos asistentes y un sastre de la zona, que se encargó de tomarles las medidas a él y a Tom. Después de encargarse de realizar unas compras rápidas en Polgat's en Ramat Alenby, una elegante tienda de ropa de caballero, los asistentes regresaron al hospital con los trajes, el sastre y una máquina de coser, y el sastre se los arregló allí mismo.
Cuando llegó Elizabeth, Decker y Tom estaban sentados en el vestíbulo del hospital tomando un té y leyendo la edición inglesa del Jerusalem Post. Parecían salidos de un exclusivo club inglés, y su actuación no desmereció en absoluto su aspecto de caballeros. La broma funcionó hasta que las miradas de Elizabeth y Decker se encontraron. Entonces todo fueron abrazos, besos y lágrimas. A pesar del traje, Elizabeth se percató nada más abrazarlo de la gravedad del estado de Decker. Los huesos de la espalda se le notaban a través de la chaqueta. Instintivamente se dio cuenta de lo que Decker intentaba hacer e hizo un esfuerzo por parecer despreocupada.
Ilana Rosen dejó el termo de caldo y abrazó a Tom. Hope y Louisa abrazaron a la vez a su padre. De alguna forma se fueron fundiendo todos los abrazos hasta convertirse en un gigantesco abrazo. Incluso se unió a ellos Scott Rosen, que había venido acompañando a sus padres.
Al rato se sentaron todos a charlar. Elizabeth junto a Decker, los dos cogidos de la mano y hablando de lo ocurrido durante los tres últimos años. Al otro lado de Decker, Hope y Louisa se turnaban para sentarse junto a su padre. A Decker le impresionó el cambio que habían dado sus hijas. Hope tenía ya dieciséis años y Louisa, once. Nunca hasta entonces se había fijado en lo mucho que las dos se parecían a su madre. Era tanto lo que se había perdido… Decker intentó dejar las lamentaciones a un lado.
Joshua e Ilana presentaron a Tom y Decker a su hijo, Scott, un fornido judío ortodoxo de unos ciento veinte kilos, metro noventa, barba y una espesa pelambrera de pelo negro rizado. La familia Rosen había limado muchas diferencias durante los últimos tres años.
Todos querían saber cómo Tom y Decker habían escapado y cómo había sido su cautiverio. Tampoco esta vez mencionaron el sueño. La conversación derivó un poco después al asunto de qué hacían en el Líbano cuando los secuestraron. Hasta ese momento, nadie sabía que habían sido secuestrados en Israel y trasladados a escondidas al otro lado de la frontera. Todos daban por sentado que habían entrado en el Líbano tras alguna noticia y que los habían secuestrado mientras estaban allí.
Al conocer la verdad, Scott Rosen les preguntó si habían comunicado los detalles a las autoridades israelíes. No lo habían hecho, pero estuvieron de acuerdo en llamar a la policía algo más tarde ese mismo día. Scott no quería que esperaran. Insistió en que llamaran a la policía de inmediato y cuando le dijeron que la cosa podía esperar, Scott se puso furioso.
– Muy bien, pues les llamaré yo de vuestra parte -dijo indignado mientras se levantaba y salía en busca de un teléfono.
Ilana Rosen, cada vez más avergonzada, se disculpó.
– Lo siento de veras, Decker, Tom -dijo-. Es que es tan fiel a sus creencias que no hay nada que pueda interponerse entre Dios e Israel.
– ¿O acaso va primero Israel y luego Dios? -interrumpió su marido.
Ilana comprendía la exasperación de su marido.
– Cuando los palestinos volaron el muro occidental, Scott se puso como loco-dijo ella-. Quería que juzgaran a todos y cada uno de los palestinos de Israel.
– Quería hacer cosas mucho peores y lo sabes -la interrumpió Joshua de nuevo, ganándose esta vez un buen pellizco de Ilana en la pierna. A pesar del pellizco, o más bien por él, continuó-: Si no llega a estar con nosotros cuando ocurrió, pensaría que fue uno de los que atacaron la cúpula de la Roca después.
– ¡¿Qué?! -saltaron Decker y Tom al unísono.
– ¿Qué fue lo que ocurrió? -añadió Tom.
– ¿Tenía News World algún equipo aquí para cubrir la noticia? -preguntó Decker.
– ¡Oh, vamos, papá! -dijo Hope resaltando lo absurdo de la pregunta.
– Justo una semana después de que el muro fuera destruido -explicó Joshua-, un grupo de unos cuarenta israelíes atacó la cúpula de la Roca. Mataron a dieciséis guardas musulmanes y sacaron a toda la gente de la mezquita antes de colocar los explosivos. La destruyeron por completo. Hay quienes acusan a la policía de haber participado en la conspiración, porque cuando llegaron, los terroristas israelíes habían huido.
Con su inflexión en la palabra «terroristas», Rosen expresaba claramente su repugnancia. No le gustaban los terroristas, fueran del bando que fueran.
– Pasamos unos meses terribles -dijo Ilana-. En Israel estamos acostumbrados a todo, pero no podéis imaginar la cantidad de coches bomba y atentados suicidas. Las medidas de seguridad eran increíbles. Yo no podía ir de casa al mercado sin atravesar varios controles.
Joshua tomó el relevo.
– Hubo protestas multitudinarias, y los países árabes amenazaron con declarar la guerra a Israel. No han llegado a tanto, por lo menos no todavía, pero ese atentado ha hecho más por la unidad de los países árabes que ninguna otra cosa en los últimos sesenta años. Incluso Siria e Irak han reanudado sus relaciones diplomáticas.
El tono con el que Joshua pronunció aquel «por lo menos no todavía» le sonó siniestro y Decker no quiso pasarlo por alto.
– ¿Ha ocurrido algo últimamente? -preguntó.
– Las aguas volvieron a su cauce algo después -empezó Joshua-. Los árabes querían reconstruir la mezquita, y en Israel muchos deseaban que se volviera a levantar el Templo. Durante dos años y medio la zona ha permanecido vallada y la entrada, prohibida a judíos y a árabes, pero hace tres meses, después del nombramiento de Moshe Greenberg como primer ministro…
– ¿Primer ministro? -le interrumpió Decker-. ¿Quién, ese radical?
– Que Scott no te oiga decir eso -le dijo Rosen-. El caso es que Greenberg ya no parece tan radical como nos podía haber parecido en el pasado. Ahora se le considera casi moderado. No tanto porque haya cambiado, sino porque el país ha dado un giro a la derecha como consecuencia de las continuas amenazas de nuestros vecinos árabes. Pero como os decía, hace tres meses, nada más ser elegido primer ministro, Greenberg anunció que Israel comenzaría de inmediato la reconstrucción del Templo.
– ¡Vaya! Me sorprende que los árabes no os hayan declarado todavía la guerra.
– Los árabes nunca han dejado de estar en guerra con nosotros -contestó Rosen-. Pero sí, tienes razón. Están indignados. Pero puesto que nunca han derrotado a Israel en una guerra abierta, los países árabes prefieren los atentados terroristas. Uno de los efectos de los años de la Guerra contra el Terrorismo es que mientras Estados Unidos se ocupaba de controlar y someter a quienes apoyan al terrorismo, políticamente le ha dado alas a Israel para detectar y destruir a sus propias células terroristas. Así que mientras los países árabes no estén dispuestos a declarar la guerra abierta, es poco lo que pueden hacer. Incluso los sirios tienen tropas concentradas cerca de la frontera con Israel, y siempre hay rumores sobre un gran ataque terrorista aquí o en algún otro lugar del mundo.
– ¿Y qué hay del Templo? -preguntó Tom.
– Bueno, se trata de una empresa ciclópea, como podrás imaginar. Se retiraron todas las piedras de los restos del muro occidental y de los viejos escalones que se habían excavado. Aprovecharán lo que puedan y el resto se expondrá en un museo o algo así. Excavaron los túneles, pero no encontraron más que algunas piezas sin relevancia -contestó Rosen.
– Supongo que eso respalda su teoría de que los templarios se lo llevaron todo y el Arca de la Alianza está en Francia -dijo Tom-. Entonces, ¿cuánto falta para que se complete el Templo?
– Está previsto que se termine dentro de cuatro años. Eso siempre que no estalle la guerra…
– Bueno, ya está bien de tantas noticias y tanta política -interrumpió Ilana Rosen mientras pellizcaba de nuevo a su marido en la pierna-. A lo mejor le apetece a Elizabeth hablar un rato.
Joshua se quedó pensando un instante.
– Ah, sí, claro, por supuesto -dijo Joshua como si de repente se hubiera acordado de su parte en alguna trama con Ilana y Elizabeth-. Sí, bueno, a lo mejor Elizabeth tiene… esto… algo que contar.
– Vamos, querida -dijo Ilana animándola.
Decker concentró toda su atención en lo que Elizabeth tenía que decir.
– Decker, mientras no estabas, bueno, ya sabes que Hope, Louisa y yo hemos pasado mucho tiempo con Joshua e Ilana. Nos han prestado todo su apoyo. No creo que hubiésemos podido soportar esto sin ellos. Y, bueno, sólo te quería decir que mientras no estabas, pues que yo, bueno, que las niñas y yo…
En este momento regresó Scott Rosen flanqueado por dos detectives de paisano. Querían la dirección de la casa donde Tom y Decker habían sido secuestrados y la querían ya. También querían las descripciones de los secuestradores, y todos los detalles que Tom y Decker pudieran recordar. El anuncio de Elizabeth tendría que esperar.
La policía se fue dos horas después. Scott Rosen les siguió en un taxi hasta la estación para indicarles cómo tenían que hacer su trabajo. Joshua e Ilana se habían llevado a Hope y Louisa a comer algo, y Tom dormía profundamente en un sillón. Decker y Elizabeth estaban por fin solos.
– Te he echado de menos -susurró Decker mientras abrazaba a su esposa.
– Te he echado de menos -respondió ella.
– No sabía lo mucho que significas para mí hasta que he dejado de tenerte. Pensaba en ti a todas horas. Constantemente. Cuando volvamos a casa, le voy a decir a Hank Asher que no pienso aceptar ni un solo trabajo que requiera estar lejos de casa más de tres días.
Al caer la noche, salieron y se sentaron bajo las estrellas. Elizabeth escuchaba en silencio, estrechando contra el suyo el cuerpo consumido de su marido mientras él le recitaba la poesía que había compuesto para ella aquellos tres últimos años.
Dos días después informaron a Decker de que le darían el alta a la mañana siguiente. Se acercaba Rosh Hashaná, el año nuevo judío, y el hospital quería reducir su ocupación lo máximo posible antes de los diez días sagrados del Tishrei. Sin embargo, Tom había desarrollado varios problemas de espalda y de riñón durante el cautiverio y debía permanecer en observación y realizarse más pruebas. Esa noche Decker pudo salir del hospital para cenar, y él y Elizabeth compartieron una cena romántica a la luz de las velas en la antigua Jaffa.
– Elizabeth -dijo Decker aprovechando un silencio durante la cena-, estoy seguro de que te acuerdas de todas las ocasiones en las que he repetido que nunca he llegado a sentir un lugar como mi hogar. Supongo que será porque he vivido en muchos sitios diferentes.
Elizabeth permaneció en silencio y asintió con la cabeza. Decker alargó el brazo sobre la pequeña mesa y colocó su mano sobre la de ella. Con la mano derecha acarició lentamente la suave curva de su rostro.
– En estos tres años decidí que si alguna vez regresaba a casa contigo, ése sería mi hogar. Cuando volvamos a Maryland, vamos a convertir ése en nuestro hogar, con todo lo que ello significa y cueste lo que cueste.
De los ojos de Elizabeth brotó una única lágrima. Desde que la telefoneó desde la base de Naciones Unidas y supiera que había vuelto, Elizabeth había tenido los sentimientos a flor de piel. Llevaba días conteniendo las lágrimas. Ahora, la inexplicable intensidad de los sentimientos de Decker fue la gota que colmó el vaso y rompió a llorar.
Después de cenar permanecieron un rato sentados a la mesa charlando. No hablaron del tiempo que habían estado separados, sino de los buenos tiempos que habían pasado juntos años atrás. Mientras hablaba Elizabeth, Decker la contemplaba con admiración, atento a cada uno de sus movimientos. Elizabeth observó divertida tanta atención.
– Decker -le susurró con fingido embarazo-, es como si me desnudases con la mirada.
– Oh -contestó él con una sonrisa y los ojos brillantes-, de eso hace rato.
Decker se sentía mucho mejor.
Derwood, Maryland
La familia Hawthorne aterrizó temprano en el aeropuerto de Dulles, a las afueras de Washington, y les sorprendió encontrar una limusina esperando; todo cortesía de Hank Asher. Durante los tres días que siguieron, Decker, Elizabeth, Hope y Louisa dedicaron el tiempo a conocerse de nuevo. Compraron cangrejos en Vinnie's Seafood y se fueron a comer a un pequeño parque que conocían en las esclusas del canal Chesapeake-Ohio. Otro día se quedaron en casa de charla y prepararon bistecs en la barbacoa. También salieron de compras y dieron una vuelta en coche por la ciudad para que Decker volviera a familiarizarse con todo. Hicieron cuanto les apetecía.
Hacia las doce del tercer día sonó el teléfono y Decker contestó. Era el profesor Goodman.
– Decker, tenemos que hablar -dijo Goodman con una urgencia que a Decker le pareció algo exagerada.
– Claro, profesor. Además me interesaría seguir con la noticia esa de la que hablamos. ¿Qué tal dentro de un mes o así? Después de pasar tres años secuestrado, incluso «la noticia más importante desde que Colón descubrió América» puede esperar unas semanas más.
– Tiene que ser antes -la voz de Goodman no revelaba que éste estuviera al tanto del tiempo que Decker había pasado secuestrado.
– Bueno, no estoy en forma para hacer un viaje tan largo -contestó Decker-. Acabo de regresar después de pasar tres años en un cuartucho en el Líbano y creo que me lo voy a tomar con calma un tiempo.
– Sí, ya me he enterado de todo -dijo Goodman-. De hecho, leo los periódicos, ya lo sabes. Pero no tienes que ir a ninguna parte. Martha y yo estamos en Washington. Es más, estamos en Derwood, en el restaurante alemán que hay a dos manzanas de tu casa.
– ¿Qué hacen aquí? -preguntó Decker sorprendido.
– He venido a dar una conferencia en un congreso científico. Martha no había estado nunca en Washington e insistió en acompañarme. Christopher en casa de un amigo del colegio. Bueno, entonces, ¿podemos pasarnos por ahí o no?
Decker consultó a Elizabeth un momento y finalmente aceptó que los Goodman se pasaran por allí, aunque Decker insistió al profesor que prometiera que el asunto no iba a ocuparles más de una hora. Harry y Martha Goodman llegaron a los pocos minutos. Elizabeth no conocía a Martha Goodman y ambas se sentían algo incómodas: la señora Goodman, por imponer su presencia y Elizabeth, por que se la impusieran. El profesor Goodman dejó claro que el asunto que le traía sólo atañía a Decker, así que Elizabeth invitó a la señora Goodman a salir a dar un paseo con ella y las niñas.
Tan pronto se hubieron ido, Goodman empezó a hablar.
– Te ruego disculpes esta intrusión pero no es por mí por lo que estoy aquí. Hay miles de periodistas más ahí afuera a los que les encantaría conseguir una exclusiva sobre lo que te voy a contar.
– Claro -dijo Decker-. Es sólo que de verdad necesito pasar algún tiempo con mi familia.
– Lo comprendo. Pero lo que estás a punto de saber cambiará el mundo para siempre. Te ruego que me disculpes, pensaba que te interesaría -añadió Goodman con melifluo sarcasmo.
Decker sintió como su irrefrenable curiosidad, en letargo durante tres años, se agitaba en lo más profundo de su ser.
– No quiero molestarte más de lo estrictamente necesario -dijo Goodman-, así que te dejaré una copia de mis anotaciones para que las examines más tarde. Ahora te haré sólo un breve resumen.
Decker rescató un cuaderno de hojas amarillas sin estrenar y Goodman empezó.
– Antes de nada. La última vez que hablamos discutimos sobre la metodología que empleé para crear los anticuerpos contra el cáncer de origen vírico, ¿recuerdas que te dije que era probable que funcionara también con el sida y otras enfermedades víricas? Pues bien, he continuado investigando en esa línea y he conseguido resultados sorprendentes. Pero siendo esta investigación importante, a lo máximo a lo que podía aspirar con esa metodología era a emplear las células C como agentes para la producción de anticuerpos. Vamos, poco más que montar una fábrica de pastillas. Y claro, yo no quería sólo fabricar pastillas. Aunque éstas curaran el cáncer o el sida, me pareció que era desperdiciar el potencial de las células. Lo que yo quería era hallar la manera de alterar las células de personas vivas para mejorar su sistema inmunológico.
»La idea me consumió durante bastante tiempo. ¿Cómo iba a alterar nunca la estructura genética de cada una de las células del cuerpo humano? En el laboratorio se pueden realizar cambios en unas pocas células. Con las células C, como sabemos, se puede incluso crear un individuo totalmente inmune como Christopher. Pero ¿cómo confieres esa inmunidad a una persona como tú o como yo? El asunto me tuvo totalmente desconcertado durante un tiempo.
Decker escuchaba en silencio, asintiendo cuando era necesario. Goodman le iba a contar su historia a su manera, y lo mejor que podía hacer era escucharle.
– Entonces tuve una idea. Decker, ¿sabes cómo actúa el virus del sida? -Decker pensó que lo sabía de sobra, pero antes de poder contestar, Goodman continuó-: El virus del sida está rodeado de diminutas espigas formadas por glicoproteínas. Estas espigas están insertadas en un envoltorio graso que conforma la membrana exterior del virus. En el interior de este envoltorio están las cadenas de ARN, cada una con una cantidad determinada de enzima transcriptasa inversa. Las espigas permiten a las células del virus unirse a las células sanas del sistema inmunológico, llamadas células T; las primeras interactúan con ciertas moléculas receptoras que existen en la superficie de las células T sanas. La infección se produce cuando el virus es absorbido al interior de la célula sana. Una vez dentro de la célula T, la enzima transcriptasa inversa transforma cada copia de ARN monocatenario del virus en una cadena complementaria de ADN. Las enzimas de la célula duplican la cadena de ADN, y ésta penetra en el núcleo de la célula. ¡Esa cadena se convierte entonces en parte permanente de la estructura genética hereditaria de la célula! -Goodman hizo una pausa esperando la reacción de Decker.
– Muy bien, ¿y qué? -Decker había entendido casi toda la explicación de Goodman pero no acababa de percibir su alcance.
– ¿No lo ves? ¡El virus del sida puede alterar la estructura genética de las células vivas y lo hace dentro del cuerpo humano!
De repente, Decker entendió a lo que apuntaba Goodman.
– Me está diciendo que podría retirar el material genético nocivo del núcleo del virus del sida…
– …y reemplazarlo con las cadenas de ADN de las células C que transmiten la inmunidad -dijo Goodman completando la frase de Decker-. Sí, tienes razón, excepto en que las células de los virus no tienen núcleo; sólo tienen centro -Goodman, el eterno profesor, no podía pasar por alto un error sin corregirlo, por poco que éste afectara al asunto central-. De esa forma no es necesario alterar cada una de las células del cuerpo. Podemos conseguir casi el mismo resultado nada más que con la alteración de las células T.
– Y eso significa… -le urgió Decker.
– ¡La inmunidad total! ¡Puede que incluso la inversión del proceso de envejecimiento! ¡Una esperanza de vida de dos, tres, cuatrocientos años, incluso puede que más! -la voz de Goodman revelaba toda la excitación que su reserva de científico le permitía exhibir.
– Entonces, ¿cuándo podrá pasar de la teoría a la práctica?
– Ya lo he hecho -contestó Goodman-. Empecé con ello hace dos años y medio. Durante los seis primeros meses concentré mis esfuerzos en un virus del resfriado. Sentía que era mucho lo que arriesgaba si empleaba el virus del sida, y he de reconocer que los problemas que experimenté con ese virus en mis investigaciones anteriores me desanimaron a volver a tener nada que ver con ello.
– Y el virus del resfriado ¿actúa igual que el virus del sida? -preguntó Decker.
– De forma parecida, sí, aunque el virus del sida es un retrovirus por albergar la enzima transcriptasa inversa que transforma la cadena de ARN en una de ADN. Existen otras diferencias más, pero éstas carecían de relevancia en la primera fase de la investigación. Todo lo que necesitaba era un portador; el medio de llevar la información genética deseada hasta las células T del sistema inmunológico. Llegué a crear una cepa de prueba del virus de segunda generación extremadamente resistente. Claro que, por entonces, seguía experimentando para conseguir aislar las cadenas específicas de ADN de las células C necesarias para ser trasplantadas al virus portador.
»Al avanzar en mis investigaciones, se hizo cada vez más evidente que el virus del sida era el que mejor podía servirme como portador, así que no sin algo de recelo varié el rumbo de la investigación en esa dirección. Fue entonces cuando empecé a hacer auténticos progresos. Piénsalo, Decker. Hace quince años, el sida iba a ser la nueva Peste Negra. ¡Y ahora, en algún momento de la próxima década, es posible que, combinado con las células C, se convierta virtualmente en fuente de inmortalidad!
Cuando Decker y Goodman concluyeron su charla, Elizabeth, la señora Goodman, Hope y Louisa ya habían regresado del paseo y se habían retirado al patio a tomar un té con hielo. Habían hablado lo suficiente para descubrir que congeniaban. Después de irse los Goodman, Elizabeth le contó a Decker lo mucho que había disfrutado charlando con Martha, cómo ella le había sugerido que acompañara a Decker cuando volviera a Los Ángeles.
– Bueno -dijo Decker satisfecho de que su mujer estuviera tan encantada-, me alegro de que hayas congeniado. Es una persona muy agradable. En cuanto a lo de acompañarme, nada me gustaría más. ¿Y de qué habéis hablado?
– Lo cierto es que más que nada sobre ti y lo maravilloso que es tenerte de vuelta. Pero vamos a ver… Hemos hablado del profesor Goodman. ¿Sabías que le han comunicado que en diciembre le entregarán el Premio Nobel de medicina por sus investigaciones en el campo del cáncer?
– ¡Venga ya! -dijo Decker-. ¡Pero si no me ha dicho nada!
– Por eso estaban en Washington. Le han invitado a pronunciar una conferencia en el congreso anual de la American Cancer Society.
– Ya veo que me tengo que poner al día en muchas cosas -dijo Decker-. ¿Y de qué más habéis hablado?
– Bueno, me ha estado contando cosas de su sobrino nieto, Christopher. Está muy orgullosa de él. Al parecer es un chico muy precoz. ¡Ah! Y me ha contado una cosa curiosa. Martha dice que hace dos semanas, ella y el profesor Goodman estuvieron hablando sobre ti. Él tenía que hacer pública una importante noticia -supongo que era eso lo que te ha venido a contar hoy-, pero no quería dársela a ningún otro periodista que no fueras tú, y eso que por entonces seguías secuestrado. Pero, y aquí viene la parte más curiosa, mientras discutían sobre el asunto, Christopher entró y, como quien no quiere la cosa, le dijo al profesor Goodman que esperara porque tú ibas a ser liberado muy pronto. Ella me ha contado que le preguntó al chico sobre esto después y que él le dijo que no sabía cómo lo había sabido; que sólo había sido un presentimiento.