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Tres semanas después. Derwood, Maryland
La fresca humedad matinal caló lentamente los pantalones de Decker cuando se sentó en la hierba junto a la tumba de su familia. Con la mente en blanco, se quedó mirando fijamente la tierra removida, aturdido todavía por la pérdida. La primavera llegaría antes de que la hierba empezara a invadir el montículo de tierra desnuda.
Decker había encargado tres lápidas, pero le habían dicho que conseguirlas personalizadas con los nombres podía tardar hasta un año y medio. Las lápidas con mensajes impersonales como «Amada esposa», «Amado esposo», «Amada hija», y sin fecha de nacimiento se podían conseguir en la mitad de tiempo por aproximadamente la mitad de precio que una lápida personalizada y con servicio de entrega incluido. Otros ofrecían entrega en cuatro semanas de lápidas de plástico reforzado con un acabado «imitación mármol». Decker había preferido esperar para conseguir una lápida auténtica.
Mujer e hijas no eran lo único que había perdido. Poco después de la llegada de Christopher, se enteró de que su madre y su hermano habían muerto también. Su tío se había encargado de enterrarlos, junto a otros, en su granja de Tennessee.
Aun así, los había en situaciones mucho peores. Los muertos sin nadie que los enterrase habían sido depositados en miles en fosas comunes. En la ciudad de Washington, los pobres habían intentado enterrar sus muertos en el Mall, el parque que se extiende desde el Capitolio hasta el monumento a Lincoln, y en otros parques de la ciudad, pero la Policía de Parques y la Guardia Nacional se habían encargado de echarlos. Como muestra de su frustración y protesta, hubo algunos que dejaron a los muertos en los bordillos junto a la basura.
Entre las víctimas se contaban numerosos personajes ilustres de uno u otro campo: políticos, líderes religiosos, jefes de Estado y varios actores y actrices. Estados Unidos había perdido a doce senadores, a más de sesenta congresistas, a tres miembros del gabinete del presidente y al vicepresidente. Todo el mundo había perdido a alguien: esposas, maridos, hijos, padres.
El sol había empezado a despuntar sobre las tablas de la tapia a la derecha de Decker y cada brizna de hierba liberaba al aire de la mañana su húmedo manto de rocío. Oyó abrirse la puerta corredera de cristal pero continuó con los ojos fijos en el suelo.
Christopher Goodman se dirigió hacia Decker y se detuvo a pocos metros de él. Como no obtenía reacción alguna, decidió que tendría que ser él quien hablase primero.
– El desayuno está listo -dijo con suavidad, antes de añadir con voz radiante que había preparado el plato preferido de Decker, gofres con mucho beicon y sirope ardiendo.
Decker miró hacia arriba un instante después, sonrió agradecido y extendió la mano hacia Christopher.
– Échame una mano, anda -le dijo. Christopher nunca preguntaba a Decker sobre las horas que pasaba sentado junto a la tumba en el patio de atrás. Sólo aparentaba entenderlo y respetaba los pensamientos de Decker.
– ¿Qué hay de tu familia? -preguntó Decker, como retomando una conversación jamás iniciada.
Christopher nunca vacilaba y contestó como si supiera y comprendiera con exactitud qué era lo que Decker había estado pensando.
– Como no regresaban a casa ni tampoco llamaban, decidí telefonear a la compañía aérea: me dijeron que el tío Harry y la tía Martha figuraban en la lista de pasajeros de uno de los aviones que se habían estrellado cuando el Desastre. Me dijeron que no tenían gente suficiente para atender a todas las llamadas, y menos aún para ir al lugar de cada accidente a rescatar los cuerpos y notificar a los familiares más próximos -Christopher hizo una pausa-. Pero sí me dijeron dónde se había estrellado el avión -dijo haciendo una nueva pausa-. Intenté localizar el lugar de camino hacia aquí, pero estaba muy apartado de cualquier carretera. -Christopher pareció consternado ante el recuerdo de la decisión de dejar a sus tíos allí, en el lugar del accidente.
A Decker le conmovió el dolor que estaba seguro sentía Christopher. Ya hacía tres semanas que le hacía compañía y hasta ahora no había pronunciado palabra sobre su propia desgracia. Decker pensó que tal vez era hora de empezar a pensar en los demás. Y así, sin pensárselo dos veces, le lanzó la pregunta a Christopher.
– ¿Quieres que vayamos juntos a buscarlos? Podríamos llevarlos de vuelta a casa, a Los Ángeles, y enterrarlos allí, o podríamos traerlos aquí y enterrarlos en el patio de atrás junto a Elizabeth, Hope y Louisa.
Pareció que Christopher agradecía el ofrecimiento, pero respondió que no creía que fuera una buena idea.
– No, verá, es que… está demasiado lejos -contestó.
– No te preocupes, nos podemos turnar al volante -bromeó Decker sin captar en el tono del precoz adolescente que éste prefería no hablar más del tema.
– Señor Hawthorne -dijo Christopher sin rodeos-, sus cuerpos llevan en esa montaña expuestos a los elementos y a las alimañas casi un mes. No creo que…
Decker se quedó turbado ante su propia estupidez. ¿Cómo no lo había tenido en cuenta?
– Lo siento, Christopher. No había pensado en eso.
– No se preocupe, señor Hawthorne -dijo Christopher. Y le miró con un gesto de comprensión que Decker percibió como realmente sincero. Al parecer, había aceptado la cruda realidad con determinación de seguir adelante-. Vamos -le urgió-, el desayuno se enfría.
Decker empezaba a entender el temor de Harry Goodman a revelar el origen de Christopher. Durante aquellas últimas semanas había empezado, sin saberlo, a pensar en Christopher casi como en un hijo. Podía ser una reacción a la pérdida de Elizabeth, Hope y Louisa, pero aquel sentimiento se debía en buena parte al carácter genuinamente desprendido de Christopher, que lo daba todo y no pedía otra cosa a cambio que habitación y comida. Fue entonces cuando decidió por fin y para siempre que la tierra podía seguir girando sin necesidad de revelar el origen de Christopher.
Tres días después, mientras pasaba la tarde ojeando los últimos números de la revista News World que Hank Asher le había traído para que se pusiera al día, recobrara el interés por la vida y se recuperara, Decker estaba leyendo por encima un artículo dedicado a las diferentes teorías sobre la causa del Desastre cuando topó con algo que le hizo un nudo en el estómago.
«La búsqueda de una causa -leyó- ha sido tan ambigua que los Centros de Control de Enfermedades han llegado a considerar como posibles un montón de ideas de pura ciencia ficción. Una de ellas, la llamada teoría Andrómeda por el parecido que guarda con la novela de Michael Crichton La amenaza de Andrómeda, <strong>[32]</strong> sugiere la posibilidad de que una bacteria o un virus común muy extendido -y por tanto ignorado por los investigadores por considerarlo inocuo- hubiese sufrido simultáneamente un cambio evolutivo transformándose en extremadamente virulento. -Decker sintió una punzada en el estómago al contemplar las posibles implicaciones de lo que estaba leyendo-. Si así fuera -seguía la hipótesis-, la razón de que no hayan continuado dándose muertes en condiciones parecidas puede deberse a algún tipo de inmunidad natural presente en la población restante o a que el virus o bacteria asesinos hayan sufrido un segundo cambio evolutivo instantáneo que de nuevo los ha convertido en inocuos.»
Decker volvió a leer: «Muy comunes y extendidos -y por tanto ignorados…». Pensó en la noche antes del Desastre. Intentó recordar lo que el profesor Goodman le había contado sobre sus experimentos con el virus del resfriado. ¿Podía ser que el virus del resfriado genéticamente alterado con el que Goodman había estado investigando dos años antes fuese el responsable del Desastre?
«Tal cambio evolutivo simultáneo en cepas distribuidas por toda la geografía del planeta -continuaba el artículo- sólo se podría conseguir mediante ingeniería genética mucho más evolucionada de la que conocemos, y descartaría prácticamente por completo cualquier causa natural.»
Le costaba respirar. Tenía que contarle a alguien lo que sabía.
«Pero la teoría Andrómeda, al igual que otras muchas, puede descartarse por los resultados de las autopsias. La acción de un agente vírico o bacteriológico de estas características dejaría a su paso toda una serie de indicadores claros y definidos que no aparecen en ninguna de las autopsias.»
Decker resopló. Era tanta la presión y la ansiedad acumuladas en esos breves segundos que ya sentía los primeros síntomas de una terrible jaqueca. Respiró hondo e intentó relajar la mente y los músculos, concediéndose algo de tiempo para recapacitar sobre lo que acababa de leer y considerar si todavía era necesario que llamase a los Centros de Control de Enfermedades. Finalmente decidió que no sería necesario, que el artículo tenía razón. Las autopsias habrían revelado algún tipo de evidencia. Se había investigado la teoría y ésta no era demostrable. Además, el asunto sobrepasaba los límites de las fuerzas que tenía para pensar.
Decker cogió una bolsa de hielo para la jaqueca y se echó un rato. Cuando despertó regresó a su tarea de repasar los números atrasados de News World. Aunque no siempre se referían exclusivamente al Desastre, sí que había alguna alusión a él en todos los artículos. En el número más reciente topó con un editorial de Hank Asher.
Después de toda gran tragedia llega un momento en el que alguien afirma con toda autoridad que quienes la han vivido jamás volverán a ser los mismos. Puede que sea una afirmación catártica. Puede que marque o ayude a marcar el punto a partir del cual todos decidimos que es tiempo de pasar página, tiempo de regresar a ese quehacer nuestro que es la vida. Nunca es fácil, pero sí necesario.
No es que insinúe que hayamos de tratar de olvidar lo ocurrido, o que hayamos de olvidar a quienes tanto significaban para nosotros. Menos aún insinúo que cesemos la búsqueda de una explicación a lo que ocurrió o de una forma de evitar que se repita.
En una era en la que nos hemos acostumbrado a obtener rápida respuesta a todo, se suma al horror que nadie halle una explicación a esta tragedia. Dicen que los funerales son para los vivos, que estampan con el sello final la pérdida de los que nos son queridos. Pero ese fin no llega si el misterio de la causa permanece. Los científicos hacen todo lo que pueden por determinar la causa y evitar que vuelva a ocurrir; pero para el resto de nosotros, la gran mayoría, no queda nada por hacer salvo aguardar y tener esperanza.
El mundo no tiene más elección que seguir adelante. Un amigo psicólogo me dice que, en cierta manera, nos resultará más fácil recuperarnos de esta tragedia que de las que habitualmente llenan nuestras mortales vidas. En el Desastre, todos perdimos a alguien: un familiar, un amigo, un vecino. Como mínimo conocemos a alguien que conocía a alguno de los que murió. Es algo parecido a cuando los soldados entran en combate, que sacan fuerzas unos de otros y de no estar solos.
Mientras escribo no puedo evitar pensar en los familiares, amigos, compañeros de trabajo perdidos. Al recordar cada rostro y evocar los momentos en los que se cruzaron nuestras vidas, compruebo que muchos de ellos me sonríen. Puede ser que fuese así como solía verlos en vida o puede que sólo sea la forma en la que he elegido recordarlos. En muchos casos, me corroe el arrepentimiento por no haber sido más bueno con ellos, por no haber llegado a conocerlos mejor, por no haberme entregado más mientras tuve la oportunidad.
Sé que muchos de los que ahora leen estas líneas lamentan lo mismo que yo. ¿Qué no daría cualquiera de nosotros por volver a pasar un día más con los que perdimos? Si sólo pudiéramos volver atrás al día antes del Desastre, cuán diferentes seríamos, de qué modo tan diferente nos comportaríamos, qué cariñosos seríamos. Pero no hay nada que podamos hacer que nos devuelva ese día. No hay nada que podamos hacer para que vuelvan a nuestras vidas los que murieron.
¿Y los niños? ¿Cómo les afectará esto en sus vidas? Muchos de los niños de la Gran Depresión recordarían siempre la reacción de sus padres a la pobreza repentina y vivieron toda la vida en un estado ficticio de inseguridad económica, ahorrando tanto que llegaron a negarse mucho de lo que querían o necesitaban. ¿Qué recordarán los niños de esta generación cuando vuelvan la vista atrás y vean cómo hemos reaccionado a esta tragedia? ¿Qué huella imborrable les marcará para siempre después de haber experimentado este suceso?
Es natural lamentarse, pero si dejamos que la aflicción gobierne nuestras vidas, ¿no nos arrepentiremos después? ¿Cuántas veces más habremos de lamentar haber perdido la oportunidad de tratar a otros con más cariño o haberles conocido mejor o habernos entregado más? No nos ahoguemos en nuestro pesar, al contrario, recordémoslo siempre para celebrar cada nuevo día, para saber valorar cada nueva amistad.
Mientras nos lamemos las heridas después de una tragedia, todos asentimos cuando oímos decir que «ninguno de nosotros volverá a ser el mismo», pero en el fondo sabemos que no es verdad. La experiencia nos dice que lo olvidamos todo con demasiada rapidez. A cada nueva ocasión nos prometemos «esta vez será diferente», pero la nuestra es una especie fuerte. Para recordar, podemos grabar palabras como «nunca olvidaremos» en piedra o en granito, pero hacerlo en el alma humana no resulta tan fácil. La del alma es una materia más maleable, que cede bajo la presión del punzón para recuperar su estado un instante después. Y aunque maldigamos esta materia por conspirar con el tiempo para robarnos lo único que de los que murieron nos queda -el dolor-, sin esa fortaleza nuestra especie se habría extinguido hace miles de años.
Pasarán unos pocos años y parecerá que en nada ha afectado a nuestras vidas el suceso que ahora llamamos el Desastre. Pero tras experimentarlo, ¿quién será capaz de saludar al nuevo día sin pensar que tal vez sea el último? ¿Quién puede volver a mirar a unos niños jugar, a una planta crecer o a unos amigos charlar y no volver la vista atrás y dar gracias a su suerte por seguir vivo para presenciarlo?
Quizá esta vez sea diferente. Quizá esta vez el golpe haya sido tan fuerte que dejará una huella perdurable. El tiempo lo dirá. Todo lo que podemos decir por ahora es que ya nunca más volveremos a ser los mismos.
Aquél no era el típico editorial corrosivo de Hank Asher que Decker estaba habituado a leer. Pasó un rato en silencio, durante el cual meditó sobre las palabras de Asher. Luego sonó el teléfono.
– Residencia del señor Hawthorne -contestó Christopher más como un sirviente que como un chico de catorce años-. Sí, un momento, enseguida se pone. -Decker se levantó y se dirigió hacia el teléfono mientras Christopher le anunciaba que era el señor Asher, que llamaba desde News World.
– Hank, ¿cómo estás? -preguntó Decker con afabilidad.
– Yo bien. ¿Y tú qué tal? -Asher dejó claro por su tono que esperaba una respuesta detallada.
– Pues mucho mejor, la verdad. En serio, estoy bien -dijo Decker con arrojo.
Asher captó la determinación en su voz. Estaba convencido de que a Decker le faltaba bastante para estar bien del todo, pero sabía que estaba resuelto a recuperarse y eso ya era un gran paso.
– Bien -dijo Asher-. Y ¿cómo está el chico?
– Oh, es fantástico. Me está ayudando un montón.
– Mira, ya sé que no hemos hablado sobre los planes que tienes de volver al trabajo, pero necesito que me hagas un favor. Necesito que cubras una noticia en Nueva York el lunes.
– ¡El lunes! -le espetó Decker-. Pero ¿por qué no mandas a alguien de la oficina de Nueva York? Para eso están, ¿no?
– En la oficina de Nueva York están bajo mínimos desde el Desastre. Y de verdad que es un encargo diminuto. Te vendrá bien. Podrás ir y volver el mismo día. Verás, enviaría a otro, pero se trata de una entrevista a Jon Hansen y tú eres el único que puede sonsacarle lo que me interesa.
– ¿El embajador británico ante la ONU? -preguntó Decker sorprendido.
– La entrevista está concertada para el lunes por la tarde y ya te he comprado el billete.
– No sé, Hank -dijo Decker reticente pero cediendo algo de terreno al hombre al que tanto debía-. De todas formas, ¿de qué se trata? ¿Cuál es la noticia?
– Se trata del informe de Hansen sobre la situación en Oriente Próximo. La ONU perdió casi dos mil hombres destinados en la zona a causa del Desastre. Han intentado cubrir el vacío con refuerzos, pero el Desastre azotó con igual intensidad a muchos de los países que proporcionan soldados a la ONU. Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Suiza, todos han sufrido graves bajas. Con la amenaza de guerra en Oriente Medio debido a las obras iniciadas por los judíos para la construcción de un templo en el antiguo emplazamiento de la cúpula de la Roca, existen serias dudas sobre si las fuerzas de la ONU podrán mantener la paz.
– ¿Cuánta gente está enterada de la situación? -preguntó Decker mientras sentía desvanecerse su resistencia.
– Se rumorea y sospecha mucho, pero nadie conoce los datos con certeza. Hansen se ha negado a hacer declaraciones a la prensa, pero he conseguido que acceda a hablar contigo. Venga, Decker. En tu vida se te ha presentado mejor ocasión para estar «en el sitio adecuado en el momento oportuno».
Decker rió hacia sus adentros, pero Asher interpretó la pausa como que hacía falta un último empujón para que aceptara el trabajo.
– Entonces, ¿qué? ¿Lo harás o no? -preguntó por fin.
– Sí, lo haré. -Decker se volvió hacia Christopher, que había seguido atentamente toda la conversación-. Pero voy a necesitar dos billetes. -Christopher comprendió y asintió entusiasmado-. Y, otra cosa, ¿podrías organizarle una visita guiada al edificio de Naciones Unidas a Christopher?
– Me parece una idea excelente -dijo Asher-. El muchacho tiene que estar desesperado después de tanta encerrona. Os reservaré mesa también en el comedor de delegados para el almuerzo. Tu cita con Hansen es el lunes a las dos de la tarde.
Nueva York, Nueva York
– ¿Adónde vamos? -preguntó el taxista.
– Al edificio de Naciones Unidas -contestó Decker mientras dejaba que Christopher subiera primero al taxi.
Al reunirse con él en el interior, advirtió en el rostro del chico una extraña mueca, para la que no tardó en encontrar explicación. Una vez dentro del taxi les invadió un olor especial ya familiar. No era insoportable, pero lo llenaba todo y no resultaba nada agradable. Decker pensó en bajarse y pedir otro taxi, pero era demasiado tarde. El taxista pisó el acelerador, cruzó dos carriles y puso rumbo a su destino.
Se miraron y Christopher articuló en silencio «¿puedo bajar la ventanilla?».
Decker levantó la mano con el pulgar y el índice bastante separados, indicando que ocho centímetros serían aceptables. En el exterior hacía bastante frío, pero le pareció una concesión tolerable al hedor.
A los pocos minutos, Decker bajó también una rendija su ventanilla. Se percató entonces de que el taxista los observaba por el retrovisor. «Si me dice que suba la ventanilla -pensó Decker-, le digo que pare y nos bajamos.» Sus ojos se encontraron en el espejo y el taxista se dio cuenta de que Decker le había estado mirando mientras los observaba. Rápidamente llevó la mano al espejo, como comprobando que estaba bien ajustado.
– Bueno, ¿y para qué van a la ONU? -preguntó al rato.
– Sólo de visita -contestó Decker.
– Ah, ¿sí? -dijo-. Pues no es que se vean muchos turistas por aquí últimamente.
Decker prefirió no contestar.
Un momento después, el taxista añadió:
– Pues ya pueden tener cuidado.
– ¿Por qué lo dice?
– A mí, como si me llaman paranoico, pero yo ahí no entro sin máscara de gas.
A Decker le costó no soltar algún comentario sobre la necesidad de llevar una dentro del taxi. En su lugar, dijo:
– No le entiendo.
– Bueno, me da lo mismo lo que digan. Para mí que lo del Desastre fue todo cosa de terroristas árabes. Y si no, pues los rusos, porque no me va a decir usted que toda esa gente se quedó tiesa así por las buenas. Y, bueno, no sé si habrán estado alguna vez en el edificio de la ONU, pero ahí hay extranjeros por todas las esquinas. Claro que eso pasa en todo Nueva York, pero más en la ONU.
– Y si los árabes o los rusos son los responsables del Desastre -respondió Decker-, ¿por qué iban a matar a su propia gente?
– Ya, eso es lo que dice todo el mundo, pero ¿cómo sabemos cuántos de ellos murieron? Ésos mienten más que hablan. Además, los accidentes existen.
Decker se dio cuenta de que no tenía sentido intentar razonar con aquel hombre, así que se reclinó en el asiento para disfrutar del viaje en silencio. Pero el taxista no necesitaba un interlocutor para seguir conversando.
– Y claro que quiero que cojan a esos cabrones, como el que más y no es por ser cruel ni nada, pero qué quiere, si me pregunta, yo le diría que estamos mucho mejor sin tanta gente en el mundo. Y claro, ahora en la calle ya no hay ni la mitad de clientela. Por lo menos viva. Pero para un tío emprendedor como yo, pues qué le voy a decir, no hay mal que unos machacantes no traigan. Así que me pregunté: ¿cómo puede un tipo como yo sacar algo de pasta mientras no haya clientela? Y en nada se me ocurrió la idea. Si hay pocos vivos, ¡por qué no coger a los muertos! Así que llamé a un tipo que conozco que trabaja en un vertedero en Jersey, y a los dos días ya tenía montado el negocio.
Si Decker necesitaba que le confirmaran qué era aquel olor, ahora ya lo sabía.
– Sí, una idea genial -dijo el taxista retomando su discurso-. La parienta dice que el coche apesta, así que acabo de parar en el Seven Eleven y he comprado este ambientador. -El taxista señaló el pino de cartón que colgaba balanceándose del retrovisor-. Y se acabó el problema. Claro que al principio daba bastante cosa, pero puedo sacarme hasta doscientos dólares por cabeza por recoger los cuerpos, depende del estado de descomposición en el que estén. Y claro, a la mayoría de los fiambres del Desastre ya los han recogido, pero aun así todavía me llaman dos o tres veces al día, casi siempre para cargar suicidas. Gente que lo perdió todo en el Desastre y deciden unirse a sus muertos. Pero al principio es que me forraba. He llegado a meter aquí dentro a doce fiambres al mismo tiempo.
El taxista hizo entonces una pausa que animó a Decker a albergar falsas esperanzas de que por fin fuera a callarse.
– Y luego hay otra cosa -dijo una vez recuperado el resuello-. Fijo que ahora es mucho más fácil conseguir piso por aquí. Hombre, la mayoría de los apartamentos que uno encuentra siguen apestando a muerto pero, oye, dejas que corra el aire unas horas y, nada, como en casa.
El taxista se volvió y, levantando la barbilla, señaló hacia una tienda de empeños por la que pasaban.
– Y le diré quién más está haciendo su agosto con los muertos aparte del enterrador y yo: el prestamista. ¿Ven este anillo? -dijo alzando la mano derecha-. ¿Bonito, eh? Lo conseguí tirado de barato en una casa de empeños la semana pasada. Pero me apuesto lo que sea a que pagué cuatro veces más de lo que el prestamista dio por él. Y el tipo al que él se lo compró seguro que lo consiguió gratis de algún fiambre. Hay gente a la que no le gusta llevar cosas de un muerto, pero es lo que digo, oiga, ellos ya no las van a necesitar, ¿no?
– ¿Hubo mucho pillaje? -preguntó Christopher al taxista, al parecer, ajeno al deseo de Decker de que éste cerrara la boca y se limitase a hacer su trabajo.
– Oh, sí, un montón. Le diré, había saqueadores rompiendo escaparates y vaciando tiendas a diestro y siniestro. Los tenderos mataron a unos cuantos a tiros, pero al día siguiente los saqueadores también andaban pegando tiros. Pero eso sólo duró unos pocos días. Luego Hizzoner, el alcalde, declaró abierta la veda para todo el que se encontrara en la calle después del toque de queda. Hasta el momento, he oído que la poli se ha cargado a más de treinta. Bueno, ya hemos llegado -concluyó el taxista mientras detenía el coche junto al edificio de la Asamblea General de Naciones Unidas.
Decker pagó a toda prisa, para no permanecer más de lo necesario en aquel coche. El taxista les dio las gracias y volvió a advertirles que tuvieran cuidado.
– Espero que te hayas dado cuenta de que ese taxista no sabía de lo que hablaba -le dijo Decker a Christopher de camino a la entrada del edificio de la ONU.
– ¿Por lo de los rusos y los árabes? -preguntó Christopher.
– Bueno, sí, por eso también. Pero no sólo por eso.
– Claro, señor Hawthorne, ya lo sé. Pero de todas formas ha sido una experiencia interesante.
Decker se rió para sus adentros.
– Serías un buen periodista -le dijo.
Decker y Christopher atravesaron el Patio Norte hasta la entrada del edificio de la Asamblea General de Naciones Unidas. Tras pasar el control de seguridad, se acercaron al mostrador de información y seguridad y allí recogieron los pases para el comedor de delegados. Ambos disfrutaron muchísimo del bufé del almuerzo. La variedad era mayor de lo que ninguno había visto jamás en una sola comida y les gustó casi todo lo que probaron.
Después de comer, mientras estaban en el vestíbulo devolviendo los pases, oyeron como alguien llamaba a Decker. Se volvieron hacia la voz y, detrás de un grupo de gente con ropas de colores, vieron a un hombre alto y rubio que les sonreía y saludaba con un gesto. Era Jon Hansen.
Decker le devolvió la sonrisa y cruzó el vestíbulo hacia él.
– Embajador -dijo Decker mientras se acercaba tendiendo la mano-. Me alegro de verle de nuevo. No hacía falta que saliera a recibirnos.
– No es molestia -contestó Hansen con una simpática sonrisa-. Aunque para ser sincero, tenía cosas que hacer en el edificio. ¿Cómo estás? Te encuentro mucho mejor que cuando nos conocimos.
– Sí, bueno, eso es fácil -bromeó Decker-. Pero sí que como bastante mejor últimamente. Christopher es todo un cocinero.
Hansen miró con curiosidad a Christopher, que les escuchaba atento.
– Embajador Hansen, le presento a Christopher Goodman -dijo Decker en respuesta a la mirada de Hansen-. Vive conmigo desde el Desastre. Su tío abuelo era el profesor Harry Goodman de la UCLA, que de no haber muerto habría recibido el Premio Nobel en medicina.
– Bueno, Christopher, es un placer conocerte -dijo Hansen dándole un apretón de mano-. He leído sobre el trabajo de investigación que realizó tu tío en el campo del cáncer. Era un científico brillante. El mundo le echará de menos. Tal vez algún día continúes tú su labor.
– El profesor Goodman y yo éramos amigos desde mis tiempos en la facultad -continuó Decker-. Yo perdí… -Decker se mordió el labio para contener sus emociones. Por un momento había pensado que iba a poder decirlo sin más, pero cuando estaba a punto de pronunciar las palabras, le empezaron a temblar los labios y a dolerle las mejillas. Decker liberó el labio y lo intentó nuevamente-. Yo perdí a mi mujer y mis dos hijas. -Pausó brevemente y respiró hondo-. Así que cuando Christopher llamó a mi puerta, le invité a que se quedara. El profesor y la señora Goodman eran toda la familia que tenía.
– Lo siento de veras -dijo Hansen. Decker asintió en agradecimiento.
– Señor embajador -empezó Christopher educadamente.
– Dime, Christopher -contestó Hansen.
– Me interesa mucho lo que se pueda estar haciendo desde la Organización Mundial de la Salud para ayudar a averiguar la causa del desastre. ¿Están más cerca de dar con una respuesta?
– Bueno, Christopher -empezó Hansen agradado por el interés del chico-, me dicen que se han descartado ya cientos de factores. Así que supongo que eso es todo un progreso. Pero todavía no saben cuál fue la causa. Con todo, tengo fe en ellos. Darán con ella muy pronto, estoy convencido.
A Christopher pareció satisfacerle la respuesta.
– Entonces -dijo Hansen dirigiéndose a Christopher-, ¿ésta es la primera vez que vienes a la ONU?
– Sí, señor -contestó Christopher-. ¿Tiene el despacho en este edificio?
– Oh, no. Me parece que casi todo el mundo cree que los despachos de los delegados están aquí en el edificio de Naciones Unidas, pero lo cierto es que las sedes de las misiones permanentes de cada país ante las Naciones Unidas se encuentran repartidas por toda la ciudad. La sede de la misión permanente de Gran Bretaña está a unas cuatro manzanas de aquí, en la plaza Dag Hammarskjöld, en la calle Segunda, vamos.
– Christopher es un gran admirador de la ONU, así que decidí que me acompañara -explicó Decker-. Va a hacer la visita guiada de la una y media.
– Bueno, pues entonces podemos acompañar a Christopher hasta el punto desde donde sale la visita y luego ir nosotros a mi despacho.
Cuando Decker y Hansen llegaron a la misión británica, en la planta veintiocho del número uno de la plaza Dag Hammarskjöld, les recibió una atractiva joven de pelo rubio de veinte y bastantes años y un metro ochenta y ocho de estatura por lo menos, sólo cinco centímetros menos que Hansen. A Decker le chocó, más que la altura, su extraordinario parecido con el embajador. Los rasgos no eran tan marcados y la piel más suave y joven, pero el parentesco era más que evidente.
– Señor embajador -dijo apresuradamente mientras Hansen y Decker entraban al vestíbulo tras dejar atrás el control de seguridad-, ha llamado el embajador Fahd. Necesita hablar urgentemente con usted. Ha dejado un número de teléfono pero me ha dicho que si no le llamaba pronto luego no iba a poder localizarle. Ahora mismo le paso la llamada -dijo mientras se dirigía rápidamente hacia su mesa y Hansen entraba en el despacho.
– Decker, pasa y toma asiento, por favor -dijo Hansen sin volverse.
El despacho de Hansen era amplio, con muebles antiguos y las paredes revestidas de madera noble. Decker se sentó en una cómoda butaca de cuero frente a la mesa de Hansen. El embajador tomó asiento y tamborileó los dedos en la mesa delante del teléfono.
– Ya suena. -La voz de la joven les llegó con su marcado acento británico desde el despacho contiguo.
Hansen cogió el auricular y esperó mientras sonaba durante casi un minuto.
– No lo cogen, Jackie -le dijo a su ayudante-. Marca otra vez.
Hansen esperó impaciente mientras Jackie escuchaba esta vez el sonido de los tonos. Pero nadie contestó.
– Déjalo -dijo Hansen-. Supongo que no hay nada que podamos hacer excepto esperar a que vuelva a llamar y desear que no pase nada mientras tanto. -Hansen devolvió entonces su atención a Decker.
– ¿El embajador Fahd? -preguntó Decker antes de que Hansen pudiera empezar a hablar-. ¿No es el embajador de Arabia Saudí?
– Sí, somos viejos amigos. Antiguos compañeros, para ser más exactos. Oxford, curso del setenta y dos. Hemos colaborado en varios proyectos para Naciones Unidas.
– ¿Cómo el proyecto para Oriente Próximo sobre el que su comisión está preparando un informe?
– Bueno, sí. Pero, dime, ¿en qué puedo ayudarte?
– Pues -empezó Decker no muy seguro de porqué había Hansen interrumpido la conversación sobre el proyecto para Oriente Medio para al minuto siguiente preguntarle en qué le podía ayudar. Después de todo, ¿acaso no era de eso precisamente de lo que tenían que hablar? ¿Podía Hansen haber olvidado el objeto de la entrevista?- me gustaría hacerle algunas preguntas sobre el informe de la comisión -dijo Decker por fin.
– Pero, Decker, sabes que esa información es estrictamente confidencial -contestó Hansen sorprendido.
– Un momento -dijo Decker muy despacio, sin poder ocultar su confusión-. ¿Acaso no aceptó hablar conmigo sobre ese informe?
– ¡Por supuesto que no! -Hansen estaba desconcertado, pero Decker no detectó ira en su voz. Sólo estaba sorprendido.
– ¿Sobre qué exactamente le dijo mi editor que quería yo hablar con usted?
– Bueno, el señor Asher… ¿tu editor? -le preguntó Hansen esperando confirmación. Decker asintió incómodo y abochornado por el derrotero que había tomado la entrevista-. Me dijo que querías preparar un artículo sobre mí para vuestra revista.
Decker se dio un manotazo en la frente y resopló frustrado y azorado.
– Señor embajador -dijo-, me temo que nos han engañado. Hank Asher me encargó que le hiciera una entrevista sobre el informe; me dijo que usted se había negado a hablar con otros periodistas del tema pero que había accedido a hablar conmigo.
– Bueno, eso no sería del todo justo, ¿verdad?
– Lo siento, embajador -dijo Decker, y sintió como su rostro se sonrojaba-. Debí sospechar cuando me dijo que había usted accedido a hablar conmigo. Supongo que permití que se aprovechara de mi vanidad. He sido un estúpido al pensar que usted… Oh, bueno, qué más da.
La reacción del embajador Hansen a su confesión fue del todo inesperada. Se echó a reír. Y era una risa simpática.
– No entiendo -dijo Decker-. ¿Qué tiene de gracioso?
– Me encantaría conocer a ese editor tuyo. Debe de ser un excelente juez del carácter humano. Ya me gustaría tener unos cuantos como él en mi equipo.
La expresión de Decker seguía reflejando su confusión.
– Pero ¿no lo entiendes, Decker? Nos la ha jugado a los dos con el mismo truco. A mí ni siquiera se me ocurrió cuestionarme tus motivos cuando me dijo que querías escribir un artículo sobre mí. Yo también he sido víctima de mi propia vanidad.
Decker forzó una sonrisa. No le encontraba la gracia pero tampoco quería aguarle la diversión al embajador. Además le prefería riéndose que iracundo.
– Bueno -dijo Decker pasados unos instantes-, no sé por qué no vamos a seguir adelante y preparar ese artículo. ¿No ríe mejor quien ríe el último? Usted tendrá la publicidad prometida, y Asher no me podrá echar en cara que no le he conseguido un artículo.
– Me gusta esa manera de pensar, señor Hawthorne. Podrías ser un buen político -dijo Hansen sinceramente.
Decker lo tomó como un cumplido.
Christopher Goodman no se separó de la guía, que condujo al grupo de visitantes por dos de los tres salones de los Consejos; primero el del Consejo Económico y Social (ECOSOC) y después el Salón del Consejo de Seguridad. Desde allí pasaron al Salón de la Asamblea General. Cuando salían de él, Christopher se acercó al balcón del atrio para observar el vestíbulo para las visitas, que quedaba cuatro plantas más abajo. Del techo, entre dos plantas, colgaba una réplica del Sputnik ruso, el primer satélite artificial.
En ese momento se aproximó a la entrada posterior del Salón de la Asamblea General un grupo que seguía a un hombre de unos setenta años. Las personas del grupo batallaban educadamente por ganar posiciones, respetando cierta distancia pero acercándose lo suficiente para poder escuchar lo que decía el hombre y ser los próximos en formular la siguiente pregunta. Por su forma de vestir, era obvio que representaban a muchas culturas y nacionalidades diferentes.
– El secretario general U Thant -estaba diciendo el hombre- es para mí más que mi mentor político, lo considero también mi mentor espiritual. Fue precisamente cuando trabajaba para él como subsecretario cuando me enteré… -El hombre dejó de hablar repentinamente y se giró bruscamente para examinar el perfil del chico que había visto por el rabillo del ojo.
– ¿Qué ocurre, señor subsecretario? -preguntó alguien. Pero el hombre ignoró la pregunta, tan concentrado estaba en mirar al chico.
Christopher se volvió y vio que su grupo continuaba la visita y estaba a punto de subirse a un ascensor. Con prisas por reunirse de nuevo con el grupo, Christopher no se percató del interés que había suscitado en el anciano y en algunos de los que lo rodeaban cuando se abrió paso entre ellos, pasó a escasos centímetros del anciano y se apresuró hacia el ascensor a fin de unirse al grupo antes de que se cerraran las puertas.
– ¡El chico! -dijo el hombre por fin, mientras Christopher esquivaba el grupo de hombres de negocios japoneses que se interponía entre él y el ascensor-. Es él. Sé que es él. -En un intento por salir de su estado de choque y actuar mientras tenía la oportunidad, el anciano gritó-: ¡Deténganlo! ¡Que alguien detenga a ese chico! -Pero nadie se movió más que para volverse y ver lo que ocurría. El ex subsecretario de la ONU no podía esperar a dar explicaciones o a que los otros reaccionaran. De un empujón hizo a un lado a sus asistentes y salió corriendo detrás del chico. Para un hombre de su edad, el esfuerzo fue ímprobo, pero la balanza estaba totalmente descompensada; su momento de duda le había hecho perder la oportunidad. Christopher había entrado en el ascensor y las puertas se cerraron tras él.
Un instante de indecisión, un momento de duda habían marcado la diferencia. Christopher había volado.
– ¡No! ¡No es justo! -dijo el hombre sin más explicaciones, ajeno al resto del grupo que había vuelto a reunirse con él. Le miraban y luego se miraban unos a otros, confusos, buscando algún sentido a aquel extraño episodio.
– ¡No! -exclamó de nuevo-. No tenía que ser así. ¡No es justo! Ni siquiera he podido hablar con él. -Ahora su voz era apenas un susurro. Ninguno de los del grupo entendía lo que acababa de ocurrir ni a lo que se refería el anciano, y no parecía que él fuera a contárselo. De repente, el anciano pareció recordar algo, y dijo-: Alice. Tengo que encontrar a Alice.
Cuando hubo finalizado la visita, Christopher buscó a Decker pero en su lugar se encontró con un joven que el embajador Hansen había enviado para recogerle. Cuando llegaron al despacho de Hansen, Decker se disponía a marchar.
– Bueno, Christopher, ¿qué tal la visita? -preguntó John Hansen.
Christopher iba a contestar cuando un hombre calvo y flaco de bigote rojizo entró a toda prisa por la puerta abierta del despacho con una expresión de enorme gravedad. Todos los ojos del despacho contiguo seguían al hombre; en todos los rostros se dibujaron muecas de auténtico pavor. Por lo visto, todos lo reconocían, y aunque nadie había intentado detenerlo, era evidente que su llegada era algo que había que temer.
– Jon, lo han hecho -dijo el hombre con un marcado acento alemán-. Acabo de hablar con Fahd y me ha confirmado que Siria, Jordania, Irak y Libia han lanzado un ataque conjunto contra Israel.
– ¡Maldita sea! -exclamó Hansen-. ¿Cuándo ha ocurrido?
– Sólo unos momentos antes de que llamara Fahd. Los sirios han atacado desde el norte, por la frontera con Israel, y a través del Líbano. Los ejércitos jordanos e iraquíes han lanzado un ataque simultáneo desde el este. Siria, Libia e Irak han coordinado ataques aéreos contra campos de aviación israelíes. Todavía no se sabe nada de los daños ni de si los aviones israelíes han tenido tiempo para despegar.
– ¡Maldita sea! -repitió Hansen.
Decker y Christopher, que se habían hecho a un lado para no estorbar, no perdían detalle de la conversación pero no parecía que le importase a nadie. La noticia no tardaría en ser de dominio público.
Hansen y el otro hombre seguían hablando cuando les interrumpió la joven alta de pelo rubio.
– Padre -dijo-, el embajador Rogers está al teléfono y dice que tiene que hablar contigo de inmediato. -Su actitud era tranquila y propia de su refinada educación, pero Decker captó en su voz la preocupación que había traicionado su trato de deferencia hacia el embajador.
Decker no tenía ni idea de quién podía ser el embajador Roger, pero Hansen y el alemán se mostraron ansiosos por hablar con él.
– Hola, Frank -dijo Hansen-, soy Jon. El embajador Reichman está aquí conmigo. Tengo entendido que por ahí las cosas han tocado fondo. ¿Qué puedes contarnos sobre la situación? -Hansen hizo una pausa para escuchar, pero por su rostro supieron enseguida que no estaba preparado para la respuesta de Rogers.
– ¡Tel Aviv! ¿En el casco urbano? -dijo consternado-. ¿Estás seguro que no ha sido solamente a las bases militares de la zona?
Decker aguzó el oído con renovado interés.
Hansen volvió a hacer una pausa y luego tapó el auricular y se dirigió a Reichman.
– Están bombardeando zonas civiles de Tel Aviv. Rogers dice que ya han caído decenas de bombas.
Hasta ese momento, Decker se había conformado con escuchar la conversación de los embajadores, pero ahora aquello le concernía personalmente, así que, saltándose él también todo formalismo, se acercó a los dos hombres. Hansen ni siquiera pareció enterarse de aquella violación del protocolo, y continuó escuchando al embajador Rogers al otro lado del teléfono.
– Frank, ¿estás bien? -preguntó Hansen con preocupación-. ¿Corre la embajada peligro? -La respuesta de Rogers tranquilizó a Hansen en lo que a la seguridad del personal de la embajada se refería.
– De acuerdo, Frank -dijo después de otra pausa-. Espera un momento, lo haré ahora mismo. ¡Jackie! -dijo volviéndose hacia su hija-. ¡Ponme con el embajador sirio, el embajador ruso y el embajador iraquí de inmediato, y en ese orden!
Durante esta interrupción momentánea, la mirada de Hansen vagó por la habitación hasta cruzarse con la de Decker, oportunidad que éste aprovechó para exclamar: «¡Tom Donafin sigue ingresado allí en el hospital!».
Durante una fracción de segundo, Hansen retuvo la mirada, sus ojos fijos en los de Decker. En su rostro se reflejó un sentimiento de sincera preocupación, pero no contestó. En ese momento tenía mayores y más urgentes preocupaciones y responsabilidades. De nuevo se dirigió a su interlocutor.
– Frank, voy a ejercer toda la presión de la que sea capaz desde aquí para que detengan los bombardeos sobre objetivos civiles, pero no sé si servirá de algo. Me ayudaría mucho que me proporcionases más datos sobre qué zonas de la ciudad exactamente están siendo bombardeadas y cuáles son los daños registrados. -Cogió bolígrafo y papel de la mesa y empezó a tomar notas mientras asentía a cada dato.
Decker se dio cuenta de lo trivial que era su ruego en comparación y se retiró a un lado.
– Embajador, tengo a alguien del despacho del embajador sirio al teléfono -dijo la hija de Hansen recordando esta vez el protocolo-. Le pasarán con él tan pronto coja el teléfono.
Hansen prosiguió tomando notas al teléfono mientras levantaba la mirada hacia su hija.
– Frank, me pasan al embajador Murabi por la otra línea. Hablaré primero con él y luego haré el resto de llamadas. Si no te he llamado dentro de un cuarto de hora, llámame tú.
Hansen estaba a punto de colgar cuando recordó algo y volvió a llevarse el auricular a la oreja.
– Frank -dijo en voz muy alta para evitar que el embajador Rogers colgara. Tras un breve y angustioso silencio, Hansen continuó hablando-: Frank, otra cosa. Es un favor personal. ¿Recuerdas a los dos yanquis que me traje del Líbano? Verás, uno de ellos está aquí conmigo en el despacho y me dice que el otro sigue ingresado en un hospital de Tel Aviv. -Mientras Hansen escuchaba, Decker escuchaba también-. Sí, eso es. -El embajador Hansen miró a Decker; obviamente, necesitaba más datos.
– El hospital Tel Hashomer de Tel Aviv -contestó Decker.
– Tel Hashomer -repitió Hansen-. Su nombre es Tom Donafin. ¿Cuánto tiempo más se supone que tiene que estar ingresado? -preguntó volviéndose hacia Decker.
– Tienen que estar a punto de darle el alta. Sólo tenía que estar unos días en observación después de la última operación, y esto fue la semana pasada -contestó Decker.
– Frank -dijo Hansen regresando a su interlocutor telefónico-, al parecer puede abandonar ya el hospital. Si puedes, que le hagan un chequeo, y si está bien para viajar, métele en un avión y sácalo de ahí.
Hansen colgó y reconoció la mirada de agradecimiento de Decker.
– Rogers es un buen hombre. Hará todo lo que esté en su mano. -Decker no tuvo oportunidad de contestar antes de que Hansen continuara-: Y ahora -dijo con un dedo suspendido sobre la luz parpadeante del teléfono-, me temo que he de pediros que salgáis. -Decker empezó a andar hacia la puerta-. Déjale tu teléfono a Jackie y te llamaremos si tenemos alguna noticia de Tom.
Robert Milner, ex subsecretario de Naciones Unidas, cruzó la puerta del Lucius Trust con la energía de un hombre con la mitad de sus años.
– Debo hablar con Alice -le dijo apresuradamente a la recepcionista-. ¿Dónde está? -Y sin esperar una respuesta, sorteó la mesa de la joven y se dirigió hacia el despacho de Alice Bernley.
– Lo siento, subsecretario, la señora Bernley no está -dijo la recepcionista sin poder impedir que Milner, en su impulso, terminara de recorrer el espacio que le separaba de la puerta del despacho de Bernley.
– ¿Dónde está? ¡He de hablar con ella inmediatamente! -dijo mientras hacía un brusco giro de ciento ochenta grados y volvía a la mesa de la recepcionista.
– No ha dicho adónde iba, pero debe de estar a punto de volver.
La energía de Milner se desvanecía a medida que recorría inquieto de un lado a otro la recepción de la Fundación. La recepcionista ofreció a Milner una infusión de hierbas que él aceptó pero no probó.
Pasaron veinte minutos antes de que Milner divisara al otro lado de la plaza de Naciones Unidas la pelirroja cabellera de Alice Bernley, que regresaba a la oficina. Andaba apresuradamente, nerviosa, pero no tan deprisa como hubiera querido Milner, que corrió a su encuentro. Cuando le vio dirigirse hacia ella, aceleró el paso. Casi al unísono se llamaron uno al otro.
– ¡Alice!
– ¡Bob!
Y luego a un tiempo: «¡Le he visto!».
– ¿Dónde? ¿Cuándo? -preguntó ella casi sin aliento debido a la carrera.
– ¡En el edificio de Naciones Unidas, no hace más de media hora! Me ha pasado casi rozando. ¡Si llego a alargar el brazo, podía haberle tocado! Pero corre, dime, ¿dónde lo has visto tú?
– Hace un momento, en la calle Segunda, delante del número uno de Dag Hammarskjöld. Iba con un hombre y han cogido un taxi. He intentado… -Alice Bernley dejó la frase inacabada al observar como la sonrisa de Milner colmaba su rostro con la emoción de ver cumplida una promesa. Sólo entonces fue consciente de la importancia del momento, y por un minuto se quedaron allí los dos, quietos, mirándose.
– Le hemos visto -dijo ella por fin.
– Le hemos visto -confirmó él-. Justo como prometió el maestro Djwlij Kajm.
<a l:href="#_ftnref32">[32]</a> The Andromeda Strain, Knopf, 1969.