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VIEJO ENEMIGO, VIEJO AMIGO

Dieciséis meses después. En algún lugar del norte de Israel

La tierra frígida y sedienta se agrietaba bajo el peso del anciano en su firme y decidido caminar hacia el oeste. Ni el aspecto demacrado ni la piel reseca por el viento dejaban traslucir su verdadera edad, que eran treinta años más de lo que pudiera haberse pensado. Al coronar la cumbre de una pequeña colina, pudo ver, todavía a unos kilómetros de distancia, la silueta del templo Bahai, que, con su cúpula dorada, se elevaba sobre la ciudad escalonada de Haifa, meta final de su viaje. Después de catorce días en el desierto de Galilea anhelaba unos pocos días de comidas regulares, el contacto con otras personas y un baño más que necesario. La mochila que llevaba a la espalda, casi vacía, había estado repleta de frutos secos cuando partió. Las cantimploras, ya secas, habían añadido bastante peso a su carga inicial, dos semanas atrás.

Lo habitual era que, tras una breve estancia en el templo, emprendiera de nuevo la marcha y pasara otra semana o dos en el desierto, pero en esta ocasión había otros asuntos que requerían su atención. Hacía más de un año, desde la cremación de su amiga íntima y confidente Alice Bernley, que Robert Milner, ex subsecretario general de Naciones Unidas, llevaba la vida de un monje, pasando periodos de hasta tres semanas en los desiertos de Israel antes de regresar de nuevo a la civilización del templo Bahai. Su único acompañante en estos viajes era el maestro tibetano Djwlij Kajm, antiguo guía espiritual de Alice Bernley. Durante la ceremonia de incineración de Bernley, Djwlij Kajm se le había manifestado y hablado con la voz de su amiga. Hasta entonces, Milner sólo había tenido noticias del tibetano a través de Alice, que era su canal de comunicación con el mundo físico. Ahora Milner le conocía más íntimamente. El maestro Djwlij Kajm había pasado los últimos dieciséis meses enseñando y preparando a Milner para la tarea que debía desempeñar. En el último viaje, Milner había por fin completado su aprendizaje espiritual y recibido en su cuerpo un espíritu guía que se había unido al suyo, para formar uno solo.

La misión que en esta ocasión impulsaba a Robert Milner a abandonar el desierto le llevaría en un puñado de días hasta la ciudad de Jerusalén, donde aguardaría la llegada de Christopher Goodman y Decker Hawthorne.

Nueva York, Nueva York

– ¡Ya cometimos un error y lo sería aún más tolerar que la situación continúe como hasta ahora, no nos lo podemos permitir! -proclamó el embajador francés Albert Faure estrellando su puño contra la mesa. Cerca, el jefe de gabinete de Faure, Gerard Poupardin, examinaba en silencio la reacción de los otros miembros del Consejo de Seguridad. A su parecer, el discurso estaba saliendo a pedir de boca.

»Han pasado casi dieciséis meses desde que este consejo votó a favor de conceder atribuciones de urgencia al embajador de Italia con el fin de que pudiera dirigir personalmente las operaciones de la Organización Mundial de la Paz. Entonces, el embajador nos aseguró tener pruebas más que evidentes para corroborar las acusaciones de corrupción que vertió contra el general al mando de la OMP. No cabe duda de que la decisión tomada entonces por este consejo estuvo motivada en parte por la incursión del ejército indio en Pakistán y también por una preocupación compartida hacia la difícil situación de los refugiados paquistaníes. Aun así, hoy, dieciséis meses después, todavía no nos han sido presentadas pruebas concretas de complicidad ni de culpabilidad, ni siquiera de mala gestión por parte del general Brooks. Es cierto que la pérdida de material ha disminuido de forma más que considerable, pero todo apunta a que se ha debido única y exclusivamente al establecimiento de nuevas medidas de seguridad, que el propio general Brooks estaba en vías de hacer efectivas cuando el embajador Goodman se presentó ante este consejo exigiendo atribuciones de urgencia para suspender administrativamente al general Brooks y luego hacerse personalmente con el control de la OMP, a pesar de su escasa experiencia.

»¿Podía el embajador italiano haber escogido para realizar sus acusaciones peor hora que el momento mismo en que se había iniciado la incursión en Pakistán? ¿Acusaciones, cuyos únicos resultados fueron los de minar la estructura de mando, ridiculizar, y debilitar el esprit de corps de nuestras fuerzas, en un momento en el que el liderazgo y el consejo del general Brooks eran críticamente necesarios?

»Y así, lo que empezó como la incursión de unos millares de soldados se ha convertido en la que debe considerarse como una guerra en toda regla entre dos regiones pacíficas que amenaza las fronteras de una tercera, China. Y, resulta irónico, pero a pesar de haberse atenuado la sequía que precipitó esta guerra, la lucha continúa y con ella la hambruna, porque los recursos y la energía se destinan a la guerra y no a sembrar cosechas.

El alegato se prolongó otros veinticinco minutos. Faure no se dejó nada en el tintero. Pretendía imputar a Christopher cuanta responsabilidad sobre la guerra le fuera posible. Todas sus acusaciones radicaban en la incapacidad de Christopher de ofrecer pruebas concluyentes que demostraran que el general Brooks era el responsable de la pérdida de equipamiento y suministros sufrida por la OMP. En el transcurso de los cuatro días que Faure había conseguido regatear a Christopher, Brooks había hecho un excelente trabajo ocultando su rastro bajo pilas de documentos triturados. En cuanto a las acusaciones vertidas por Faure haciendo a Christopher responsable de las continuas hostilidades en la región, la historia demostraba que se trataba de una conclusión dudosa. Desde que Pakistán se había establecido en 1947 a partir de una región del norte de la India, cuatro guerras habían enfrentado a ambos países y otra docena o más habían estado a punto de estallar. Que una guerra, una vez iniciada, continuara y se expandiera era tan natural como la quema de un matorral seco, que una vez en llamas, se extiende hasta haber consumido cuanto tiene a su alrededor. Y si la amenaza se cernía sobre China, se lo tenía más que merecido, porque sus comerciantes de armas habían tardado bien poco en aceptar el dinero contante y sonante del gobierno paquistaní. Ni siquiera la imputación de que Christopher se hubiese hecho con el control absoluto de la OMP era del todo cierta. A pesar de haber supervisado regularmente las acciones de la OMP, Christopher había situado desde el principio al frente de las operaciones al teniente general Robert McCoid.

Con todo, Faure estaba logrando exponer su parecer de forma muy convincente. Había preparado su discurso concienzudamente. Las semanas anteriores, el general Brooks y sus incondicionales se habían dedicado a ejercer toda la presión posible sobre los miembros del Consejo de Seguridad y otros cargos relevantes de la ONU. Era evidente que Faure pretendía algo más que forzar una votación a favor de la restitución del general Brooks, también quería humillar a Christopher, de forma que tuviera que abandonar su cargo como representante temporal de Europa ante el Consejo de Seguridad. Un plan cuyo éxito residía fundamentalmente en que quienes habían elevado a Christopher hasta su posición actual carecían ya de voz; Alice Bernley había muerto y Robert Milner parecía haberse esfumado desde el funeral. Sin embargo, la destitución de Christopher era sólo una parte del gran plan de Faure.

En los meses inmediatamente posteriores al intento fallido de Faure de ser nombrado secretario general, se presentaron todos los candidatos imaginables, pero ninguno consiguió reunir el apoyo unánime del Consejo de Seguridad. Faure se había encargado de que fuera así. Al alejarse las perspectivas de alcanzar un consenso, la frecuencia de los intentos disminuyó, y el cargo rotativo de presidente del Consejo de Seguridad había pasado a convertirse en sustituto de secretario general. La intención de Faure era que ello continuara así hasta que él pudiera presentarse de nuevo al cargo. Pero tendría que ser pronto, y Faure lo sabía. Si todo seguía igual durante mucho más tiempo, cabía la posibilidad de que el Consejo de Seguridad decidiese hacer de ésta una solución permanente. De cara a la presentación de su candidatura, Faure hacía cuantos favores podía, intentando aparentar la máxima equidad y diplomacia posibles. Salvo, claro está, con quienes se cruzaban en su camino. Y Christopher era uno de ellos.

Lo de Nikhil Gandhi era algo diferente. No era inflexible, pero por lo que Faure había podido comprobar, era un hombre que se vendía caro. Acceder a sus exigencias significaba ganarse la enemistad del resto. Faure hubiese preferido la elección del principal contrincante de Gandhi, Rajiv Advani, como miembro permanente del Consejo de Seguridad. Advani y el francés habían mantenido buenas relaciones mientras fueron miembros temporales. El indio era ahora primer ministro de la India, pero Faure estaba convencido de que preferiría ocupar el cargo de representante permanente de la India… si algo desafortunado le ocurriera a Nikhil Gandhi.

Kruszkegin y Lee eran más problemáticos. Ambos habían trabajado durante muchos años bajo el mandato del secretario general Jon Hansen, y ambos habían desarrollado una profunda desconfianza hacia Faure en el último año. Lee y Kruszkegin se reunían con frecuencia y habían llegado a la conclusión de que Faure no debía llegar jamás a ocupar la Secretaría General. Si era paciente, Faure podía aguardar a que Lee se jubilara tarde o temprano. Kruszkegin, sin embargo, podía permanecer en el cargo cinco o seis años más. Y Faure no tenía tanta paciencia.

* * *

El resultado de la votación fue una derrota humillante para Christopher. Se había defendido bien desde la tribuna, pero sólo Lee, Kruszkegin y Ruiz, de Suramérica, votaron finalmente a favor de que conservara las atribuciones de urgencia sobre la OMR Christopher conservaría su cargo como presidente y cabeza titular de la organización, pero el general Brooks recuperaba el cargo de comandante de las fuerzas.

Decker Hawthorne, que había visto la votación por circuito cerrado desde su despacho del edificio de la Secretaría de la ONU, cruzó la calle apresuradamente hasta la oficina de Christopher en la misión italiana para estar allí cuando éste cuando llegara. Como esperaba, Christopher estaba enfadado y frustrado a la vez, dos emociones que exhibía muy de vez en cuando.

– ¿Lo has visto? -preguntó Christopher asqueado al ver entrar a Decker.

– Lo he visto -contestó Decker. Intentó templar el tono de enfado para mostrase lo más confortador posible.

– ¡Y lo peor es que es culpa mía!

– No te castigues -dijo Decker consolador-. Faure lleva en esto mucho más tiempo que tú.

Eso no pareció consolar demasiado a Christopher.

– Pero ¿cómo pude ser tan estúpido de contarle a Faure que iba a investigar al general Brooks? ¡Es de locos!

Christopher daba zancadas de un lugar para otro.

– Puede que no fuera lo más inteligente, pero estoy convencido de que querías hacer lo correcto. Y te limitaste a otorgarle el beneficio de la duda -dijo Decker.

– ¡Y mucho más que eso! -dijo Christopher con enfado-. Le concedí cuatro días. No me extraña que no haya podido probar nada, el general Brooks tuvo cuatro días enteros para destruir las pruebas. He hecho el más absoluto de los ridículos. -Christopher agitó pensativo la cabeza-. No es de extrañar que Gandhi y Fahd hayan votado en mi contra, pero ¿qué hay de Tanaka y Howell? -dijo refiriéndose a los embajadores de Japón y Canadá respectivamente-. ¿Están ciegos o qué? ¿Acaso no se dan cuenta de lo que Faure está tramando? ¡Sería capaz de echar el mundo abajo si supiera que al final iba a poder alzarse sobre los escombros y ungirse rey!

»¿Sabes qué? Nunca entendí que Faure votara a favor de la nominación del embajador Tanaka al principio, del proceso de elección del secretario general. Tampoco que, luego, cuando África occidental rechazó a Tanaka, Faure apoyase a Kruszkegin como su candidato. Resultaba muy raro que Faure promoviera a otro antes que a sí mismo. Pensé que tal vez estaba equivocado; Kruszkegin hubiese sido un magnífico secretario general. Así que cuando todo cambió y Faure salió nominado, al principio me preocupó pero luego casi llegué a hacerme a la idea. Bueno, he tardado mucho en darme cuenta, pero estoy convencido de que la única razón de que Faure apoyara la candidatura del japonés y luego la de Kruszkegin no fue otra que consolidar la base de su propia nominación. No creo que tuviese intención alguna de ayudar a Kruszkegin o a Tanaka. Todo formaba parte de su plan para ser elegido secretario general.

La mirada de Christopher ardía de ira. Se detuvo y miró por la ventana. Una lluvia helada se precipitaba sobre los sucios restos de nieve caída tres días antes.

– Tengo que apartarme de todo esto durante un tiempo -dijo Christopher.

– ¿Por qué no te coges unos días y los pasas en la casa de Maryland? Es más, si no te importa, me encantaría acompañarte.

Hacía casi seis meses que Decker no visitaba su casa de Derwood. Y quería asegurarse de que la agencia a la que había confiado su mantenimiento estaba cuidando bien de la casa y, sobre todo, de la tumba de Elizabeth, Hope y Louisa.

– Gracias, Decker, pero me gustaría alejarme de la ONU lo máximo posible. Me iría a Roma, pero si lo hago, tendré a un montón de periodistas preguntándome sobre esta votación incluso antes de tomar tierra. Y, seamos francos, preferiría no tener que vérmelas con el presidente Sabetini justo ahora.

Decker pensó en ofrecer otra sugerencia, pero decidió que lo mejor era permanecer callado y dejar que Christopher pensara con tranquilidad. Christopher seguía mirando por la ventana. Decker nunca le había visto tan disgustado. Tenía que haber algo más.

– Christopher -preguntó Decker pasados unos instantes-, ¿hay algo que no me estés contando?

Christopher se volvió hacia Decker, con su rostro marcado por la angustia. Era como si Decker hubiese detectado algo que Christopher no quería admitir y a la vez no pudiese negar por más tiempo.

– Tengo la extraña sensación -empezó Christopher molesto y sacudió de nuevo la cabeza como si no estuviese seguro de lo que aquella sensación podía significar- de que algo terrible está a punto de ocurrir, de que éste no es más que el principio, de que Faure y Brooks van a ser los responsables de una tragedia terrible. Y me veo incapaz de intentar evitarla. -Christopher hizo una pausa, pero Decker no tenía nada que decir-. ¿Acaso es un error que quiera irme? -continuó Christopher-. ¿Que quiera poner tierra de por medio durante un tiempo?

– No, claro que no -repuso Decker en tono tranquilizador-. Todos necesitamos alejarnos de vez en cuando para poder pensar.

– Quizás sea que estoy mal acostumbrado. En realidad, nunca he tenido que hacer frente a un problema que no pudiese manejar. Por primera vez en mi vida no sé qué hacer.

Decker abrió la boca para decir «bienvenido a la raza humana», pero decidió que era mejor callarse.

– Sé que esto te va a sonar de lo más extraño -dijo Christopher por fin-, pero no sé por qué siento la necesidad de ir a Israel.

– ¿A Israel? -repitió Decker sorprendido.

Christopher se encogió de hombros.

– Es sólo que tengo la sensación de que tal vez allí encuentre algunas respuestas.