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Tel Aviv, Israel
El frío y seco aire de la mañana en Tel Aviv absorbió rápidamente el húmedo vaho de su respiración, cuando Decker y Christopher salieron de la terminal del aeropuerto David Ben Gurion para llamar a un taxi. Decker, que sólo pensaba en conseguir un vehículo, no se percató de los dos policías uniformados que, a la carrera, salieron del edificio detrás de ellos; tampoco se fijó en el joven que, a su derecha, charlaba con una pareja mayor. Pero de repente el grupo no pudo sino llamar su atención. Al divisar a la policía, el joven echó a correr por la acera, pasando a toda velocidad entre el taxi que acababa de detenerse en la calzada y el lugar donde esperaban Decker y Christopher. Fue en ese momento cuando Decker vio las extrañas marcas encarnadas que el joven lucía en la frente. Por un momento pensó que el chico sangraba, pero al observarlas más de cerca se dio cuenta de que se trataba de varios caracteres hebreos, al parecer pintados a mano.
No hubo tiempo de pensar en ello, porque el taxista palestino había salido presto del vehículo y en un abrir y cerrar de ojos recogió el equipaje y lo metió rápidamente en el maletero. Ni siquiera pareció que se fijara en la policía ni en su prisionero, que forcejeaba.
– Me pregunto qué habrá pasado -dijo Decker sin dejar de observar la escena por la ventanilla mientras él y Christopher entraban en el taxi.
– Oh, ¿se refiere al hombre que estaba deteniendo la policía? -preguntó voluntarioso el conductor, arrancando el vehículo.
– Eh… sí -repuso Decker algo sorprendido. En realidad estaba pensando en alto y no esperaba una respuesta-. ¿Ha visto usted lo que pasaba? -preguntó-. Sólo estaba hablando con una pareja delante de la terminal.
– Sí -dijo el taxista-. Era un KDP. -Las siglas no le decían nada a Decker-. Es a lo que se dedican, a hablar con la gente. El problema es lo que le dicen a la gente. Son muy raros. Saben cosas de la gente; cosas que nadie quiere que se sepan.
Aquél parecía un hombre en sus cabales, pero a Decker le costaba creer lo que decía.
– Creo que son videntes -continuó el taxista mientras se incorporaba a la autopista-. No se les permite merodear por el aeropuerto o por las zonas turísticas, es malo para el negocio. Pero eso no les detiene.
– Dice usted que era un KDP. ¿Qué significa? -preguntó Decker.
– Bueno, eso es en inglés. En hebreo las letras son Koof Dalet Pay. Es más breve referirse a ellos con las siglas que en hebreo, así que la mayoría de la gente les llama KDP a secas. ¿Se ha fijado en lo que llevaba escrito en la frente?
– Sí, en eso estaba pensando. ¿Qué es lo que ponía?
– No me he fijado bien, pero era la transcripción en hebreo de Yahweh o Yeshua. Yahweh es el nombre que los judíos dan a Dios, y Yeshua es Jesús en hebreo. Todos los miembros del KDP llevan pintada una u otra.
– Entonces, ¿qué son? ¿Cristianos o judíos? -preguntó Decker.
– Ellos dicen que son las dos cosas -repuso el taxista-. Los otros judíos no los reconocen como tales, pero muchos KDP eran judíos muy respetados. Algunos eran rabinos incluso, y he oído que uno de ellos era asistente del sumo sacerdote de Israel.
– ¿Y esas letras? Parecían escritas con sangre fresca.
– Bueno, ellos dicen que es sangre de los corderos que sacrifican en el Templo judío. Pero sea lo que sea, no se va. Es como un tatuaje. Yo creo que es algún tipo de tinte indeleble.
– ¿Me está diciendo que el gobierno israelí ha marcado a los miembros del KDP para seguirles el rastro? -preguntó Decker.
– ¡No! ¡Qué va! Los judíos no pueden pronunciar la palabra «Dios», y menos escribir su nombre. Odian al KDP porque llevan escrito su nombre en la frente. Y lo peor es que los judíos dicen que puesto que la otra mitad del KDP lleva el nombre de Yeshua escrito en la frente, es como si estuvieran equiparando a Jesús con Dios. Intentaron que el gobierno deportara a todos los KDP, pero no hay país que quiera acogerlos.
– Entonces, ¿son los propios KDP los que se marcan la frente?
– Sí. Bueno, ellos dicen que es obra de los ángeles.
Decker dejó escapar un «hum».
– Para mí, que es bastante estúpido ponerte algo así en la frente. A la policía le cuesta mucho menos reconocerlos.
– ¿Qué hará la policía con el que han detenido en el aeropuerto? -preguntó Decker.
– Oh, seguramente le retendrán durante unos días y luego le dejaran libre. No es que puedan hacer mucho más. Son demasiados. Si los arrestaran a todos, se quedarían sin sitio en las cárceles para nosotros, los palestinos -añadió con sarcasmo.
– ¿Cuántos son, los KDP?
– Dicen que hay exactamente ciento cuarenta y cuatro mil, pero no creo que nadie se haya parado a contarlos.
– ¿Ciento cuarenta y cuatro mil? -repitió Decker con un grito apagado.
– Fue todo muy misterioso. Pasó hace un año, más o menos. Nadie había oído hablar jamás del KDP y, de repente, de un día para otro, los había por todas partes.
– Es increíble.
– Así es como recibieron el nombre.
– Sobre eso precisamente quería preguntarle.
Para entonces, Decker se había echado hacia adelante y asomaba la cabeza por encima del respaldo del asiento delantero para facilitar la conversación.
– Bueno, el hebreo utiliza los mismos caracteres para las letras que para los números -explicó el conductor-. Por ejemplo, la letra tav es a la vez el número nueve. De forma que pueden sumarse los números de las letras de una palabra. Pongamos que suma usted las letras de la palabra hebrea para «pan», bueno, pues el total da setenta y ocho. Algunos judíos ortodoxos emplean este método para tomar decisiones, casi de la misma forma que la gente del resto del planeta emplea los signos astrológicos y del horóscopo. Por ejemplo, algunos rabinos dicen que para memorizar algo, uno debe repetirlo ciento una veces, porque cuando restas el valor de la palabra hebrea «recordar» al valor de la palabra hebrea «olvidar», el total da ciento uno. Pero yo creo que estas reglas se las han ido inventando por el camino, porque muchas veces no funcionan. Bueno, el caso es que hay veces en que un número también puede ser una palabra. Como, eh… -El taxista se paró a pensar en un ejemplo-. Ya está -dijo pasado un momento-, los caracteres empleados para escribir el número catorce se corresponden con la ortografía de la palabra hebrea «mano». Hay que tener en cuenta que el hebreo no tiene vocales como el inglés, así que tendrá que recurrir un poco a la imaginación. Total, que los caracteres empleados para escribir el número ciento cuarenta y cuatro mil, también forman las palabras Koum Damah Patar, KDP en abreviatura.
– Y ¿cuál es su significado? -preguntó Decker.
– ¡Bah! Una tontería. Literalmente, significa «levanta, derrama lágrimas y sé libre» -repuso el taxista-. Supongo que no es más que una manera fácil de referirse a ellos. La verdad es que pueden ser gente encantadora siempre que no intentan echarte el sermón o hablarte de todo lo que has hecho que no te gustaría que ellos supieran y sobre lo que tal vez ni siquiera te gusta pensar a ti.
– ¿Ha hablado alguna vez con uno de ellos? -preguntó Decker.
– Oh, sí. Aquí en Israel seguro que nos ha pasado a todos por lo menos una vez. A mí me pasó un día que estaba reparando un pinchazo. El día antes me había quemado la mano y la llevaba vendada, así que me estaba costando lo suyo. De repente se me acercó un tipo y, sin preguntar, se puso a ayudarme. Cuando me volví me di cuenta de que era un KDP. Me sorprendió, pero él siguió a lo suyo.
– ¿Le ayudó a cambiar la rueda?
– Sí. Como le decía, es gente muy rara. A veces empiezan haciéndote un favor y nunca piden nada a cambio. Cuando terminamos, me contó, así sin más, cómo me había quemado la mano y dijo que si me había pasado era para que él pudiera ayudarme y yo pudiera escuchar lo que él tenía que contarme. No sé cómo supo lo de mi mano, pero luego empezó a contarme más cosas.
– ¿Como qué? -preguntó Decker.
– Bueno, cosas personales. Ya se lo he dicho, cosas de las que la gente prefiere no hablar.
– Oh -dijo Decker, que no pretendía ser indiscreto-. Me dice que a veces empiezan por hacerle a uno un favor. ¿Y las demás?
– Bueno, la mujer de mi vecino decidió seguir a un KDP por ahí, para intentar enterarse de qué es lo que le contaba a otra gente. Pero él se volvió, la llamó por su nombre y le dijo que era una cotilla y una mentirosa y que había robado dinero a su jefe. Y siguió y siguió. Ella echó a correr, pero él la persiguió. Cuanto más se alejaba, más fuerte chillaba él y más era la gente que le oía. Fue como si leyera una lista de todo lo malo que había hecho en su vida. Al final ella le rogó que parase y él le dijo que debía arrepentirse de sus pecados y seguir a Yeshua, y que si lo hacía, Dios le perdonaría todo.
Decker sacudió atónito la cabeza.
– Hay otra cosa curiosa sobre esta gente -añadió el taxista al rato-. Afirman que uno de sus líderes es el apóstol cristiano Juan.
Decker estaba a punto de pedir al taxista que se explicara cuando Christopher, que hasta entonces había permanecido en silencio y distraído, dio un respingo, como si hubiese recibido una descarga eléctrica.
– ¿Qué? -preguntó al taxista. Su voz estaba cargada de sorpresa y temor.
– Ya ve, ¿una locura, eh?
La frente de Christopher pareció arrugarse de dolor. Sus ojos se movían de un lado a otro, pero lentamente, como si en su mente se reprodujera una y otra vez una escena muy desagradable.
– Christopher, ¿te encuentras bien? -susurró Decker.
Christopher no contestó. Los siguientes minutos transcurrieron en silencio, pero Decker podía percibir que en la mente de Christopher se libraba una batalla. Al rato, Christopher pareció resignarse muy lentamente a lo que fuera que le estaba ocurriendo. Y por fin habló.
– Perdona que no te haya contestado -le dijo a Decker-. Acabo de recordar algo.
Decker no dijo nada, aunque era obvio que quería saber más. Pero aquél no era el lugar más adecuado para preguntar, tendría que esperar a estar en el hotel.
Media hora más tarde, el taxista detenía el coche a la entrada del Ramada Renaissance Hotel. La elección había sido de Decker. Era el mismo hotel en el que se habían alojado, veinte años atrás, él y Tom Donafin. Trató incluso de reservar las mismas habitaciones, pero estaban ocupadas. Al bajar del coche, los pensamientos de Decker se dividieron entre sus recuerdos y el deseo de saber qué era lo que Christopher había recordado en el taxi. El dolor en la mirada de Christopher se había disipado. Ahora se mostraba sumido en sus pensamientos.
Unos treinta y cinco metros más allá, dos hombres los observaban desde la acera de enfrente.
– Ahí están -dijo el más menudo.
– Los veo -contestó el de la marca.
– Pues acabemos con lo que hemos venido a hacer.
El de la marca vaciló.
– Tal vez deberíamos esperar a que se separen.
– ¿No habrás cambiado de idea, verdad, Scott? -dijo el menudo.
– No… Bueno… No sé; tal vez sí, Joel. Hasta ahora todo parecía tener mucho sentido, pero una vez aquí -Scott Rosen negó con la cabeza-, no sé, de repente no estoy tan seguro de hacerlo.
Decker dio una propina al mozo que había subido las maletas hasta sus habitaciones, contiguas, y cerró la puerta. Christopher y él podían, por fin, hablar tranquilamente.
– ¿Qué has recordado en el taxi? -preguntó. No quería perder ni un segundo más.
Christopher parecía que se afanaba por encontrar las palabras adecuadas.
– Es algo sobre la crucifixión. Algo… -Christopher hizo una pausa y volvió a empezar-. Por alguna razón, lo que el taxista ha dicho del apóstol Juan me ha recordado… No sé, tal vez lo haya estado reprimiendo. Tal vez no quiera recordar.
– ¿El qué? -azuzó Decker.
– La Biblia dice que fue Judas quien traicionó a Jesús. -Christopher sacudió la cabeza-. Siempre se le ha acusado a él, pero no fue Judas el que me traicionó. [67] Participó, pero le engañaron. El que le indujo a traicionarme fue Juan. Lo recuerdo con toda claridad -continuó Christopher-, pero sigo sin comprender por qué lo hizo. Juan era uno de mis mejores amigos. Y aun así me traicionó. Hizo que Judas se encargara del trabajo sucio y luego le culpó de todo. Pero fue Juan el que lo planeó. No sé cómo, pero convenció a Judas de que me entregara al sanedrín -el consejo supremo de los judíos-, para cumplir así con una profecía del Antiguo Testamento. Le dijo que, cumplida ésta, yo invocaría los ejércitos de Dios para derrotar a las legiones romanas que ocupaban Israel y que instauraría un reino judío que sería como el paraíso terrenal.
»Lo recuerdo como si fuera ayer. Cuando estaba en la cruz, de entre todos los discípulos, Juan fue el único que se acercó hasta allí. [68] Yo sabía lo que había hecho. Al verle, pensé que había venido a pedir mi perdón. Le llamé para que se acercara y poder hablar con él. Le dije que sabía lo que había hecho. Para mi sorpresa, lo admitió abiertamente, pero sin remordimiento; fue casi como si presumiera de ello. Pero ante todos los demás, dejó que la culpa cayera sobre Judas. Y el pobre Judas, superado por tan inmerecida culpa, se ahorcó. [69]
»Intenté razonar con Juan. Le dije que, sólo con pedirlo, sería perdonado. Yo le perdonaría y estaba seguro de que los demás también lo harían. Pero se negó. Se fanfarroneó de que Judas sería conocido siempre como el que traicionó al Mesías, y entonces se rió y dijo que a él se le recordaría como "Juan, el Amado".
»Le dije que a pesar de su falta de arrepentimiento le perdonaba por lo que me había hecho, pero que no podía perdonar lo que le había hecho a Judas.
– Pero eso fue hace dos mil años -objetó Decker-. ¿Cómo iba Juan a estar vivo aún?
– No lo sé -contestó Christopher-. Pero sé que es él. Lo siento.
Decker se dio cuenta de que no tenía más remedio que confiar en que Christopher sabía de lo que hablaba, por increíble que sonara.
– ¿Crees que sabe de tu existencia? -preguntó Decker.
– No lo creo.
– Tal vez haya sido un error venir a Israel. Si Juan cuenta de verdad con ciento cuarenta y cuatro mil seguidores, puede que éste no sea un lugar seguro para ti.
– No creo que haya de que preocuparse, Decker. Es imposible que sepa de mí. Sólo desearía poder entender por qué me traicionó.
Decker y Christopher decidieron echarse unas horas y salir luego, por la tarde. Decker no había visto el Templo desde que se completó y Christopher, de sobra conocido en Israel como el hombre que había devuelto el Arca, había sido invitado por el sumo sacerdote a realizar una visita personal cuando quisiera. El acceso a buena parte del Templo estaba vetado a los no judíos, por lo que no podrían visitarlo en su totalidad, pero sí que podrían ver más que la mayoría.
Al despertar, Decker miró el despertador y comprobó que había dormido más horas de la cuenta. Eran casi las tres y media. Ahora le iba a costar mucho más adaptarse al horario de Israel, pero pensó que algo de sueño extra no iba a venirle nada mal a Christopher. Se vistió en un santiamén y llamó a la puerta que separaba las dos habitaciones para despertar a Christopher pero no recibió respuesta. Llamó de nuevo y a continuación abrió la puerta. La habitación estaba vacía. En el espejo había pegado con cinta adhesiva un mensaje con la caligrafía de Christopher: «He llamado a la puerta y no contestabas, así que he pensado dejarte dormir. Me voy un rato a dar una vuelta por el casco antiguo. Necesito tiempo para pensar. No me esperes si me retraso».
Decker decidió hacer lo mismo. El casco antiguo no era tan grande y tal vez se topara con Christopher por el camino.
Mientras recorría las estrechas calles y los aún más angostos callejones de la ciudad, Decker recordó los días que había pasado allí con Tom Donafin. Entonces fue Tom quien se había dedicado a hacer turismo; él se había limitado a echar un vistazo a los folletos y postales que Tom traía de regreso al hotel. Decker se había estado reservando para cuando Elizabeth y las niñas llegaran para pasar la Navidad. Pero aquello nunca ocurrió. Decker suspiró. Aun después de tantos años, no había ni un día que no pensara en ellas y todavía las echaba muchísimo de menos.
A las cinco de la tarde, cuando el sol ya había empezado a ocultarse, Decker dio con un pequeño restaurante en un callejón y cenó allí. Luego regresó al hotel. Christopher todavía no había vuelto, así que dejó abierta la puerta que separaba sus habitaciones y se puso a ver una película hasta que se quedó dormido. Cuando despertó todavía era de noche y calculó que había dormido un par de horas. Se acercó a la habitación de Christopher y comprobó que estaba como antes; la nota seguía adherida al espejo. Decker volvió a su habitación para apagar el televisor y comprobó en el despertador de la mesilla de noche que ya eran casi las seis; Christopher había pasado fuera toda la noche. Decker corrió de vuelta a la habitación de Christopher como si aquello fuera a marcar alguna diferencia. No lo hizo.
Decker llamó al móvil de Christopher y comprobó que éste no se lo había llevado tan pronto lo oyó sonar en el interior de la maleta de Christopher. Llamó a recepción, pero el encargado del turno de noche no le había visto. Llamó al restaurante del hotel, pero estaba cerrado. Llamó al bar del hotel, pero también estaba cerrado. Entonces, de mala gana, llamó a Jackie Hansen a Nueva York. La cogió a punto de acostarse; ella tampoco había tenido noticias de él. Por último, llamó a la embajada italiana en Tel Aviv. Decker se identificó ante la persona de guardia, quien dada su insistencia mandó despertar al embajador. El embajador, molesto por que le hubiesen despertado, le dijo que no sabía nada de Christopher, que ni siquiera tenía noticia de que estuviera en el país. Aprovechó entonces la oportunidad para señalarle a Decker que el protocolo exigía notificar a la embajada siempre que un embajador visitaba el país. El embajador le recomendó a continuación que llamaran a la policía, pero Decker prefería esperar un poco más por si Christopher se presentaba antes. El embajador no quiso llevarle la contraria.
Decker bajó al vestíbulo a esperar e informó al recepcionista de dónde se encontraba por si recibía alguna llamada. El tiempo pasaba muy lentamente, pero Decker sintió que debía aguardar por lo menos hasta las ocho antes de telefonear a la policía. Cada pocos minutos comprobaba la hora en su reloj, y tan pronto marcó las ocho cruzó el vestíbulo para hacer la llamada. Se había metido la mano en el bolsillo para buscar algo de dinero suelto, cuando notó una presencia junto a él. Decker levantó la mirada. Allí, a menos de medio metro, se encontró con un rostro familiar al que hacía más de un año que no veía. Estaba bastante más delgado que la última vez, pero Decker le reconoció al instante.
– ¿Subsecretario Milner? -dijo Decker sorprendido de encontrárselo allí.
– Hola, Decker -contestó Milner.
– Pero ¿qué hace aquí? -preguntó Decker mientras colgaba el auricular-. ¿Ha visto a Christopher?
– Christopher está a salvo -dijo Milner evitando responder directamente a la pregunta.
– ¡Gracias a Dios! ¿Dónde está? Pensaba que a lo mejor le había secuestrado el… -Decker se detuvo en seco.
Pero Milner se encargó de terminar la frase.
– ¿El KDP?
Decker no contestó, pero le sorprendió que Milner adivinara lo que estaba pensando.
– No -continuó Milner-. No digo que no les encantaría hacerlo, pero no, Christopher está a salvo.
– Bueno, entonces, ¿dónde está?
Milner extendió el brazo y apoyó su mano sobre el hombro de Decker.
– Mira -dijo.
Decker sintió una energía que brotaba de la mano de Milner y de repente pudo ver la imagen de Christopher en su mente. La escena era tan clara como la del vestíbulo que le rodeaba en ese momento. Christopher estaba sentado sobre una enorme piedra junto a la entrada de una cueva. Estaba solo y en una zona montañosa, que bien podía encontrarse en el desierto.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Decker.
– Está bien, aunque ya empieza a sentir hambre -Milner retiró la mano del hombro de Decker y la visión se desvaneció al instante.
– Si sabe dónde está, lléveme hasta él.
– Eso no es posible -repuso Milner-. Debemos dejarle a solas. Ha llegado el momento de que se prepare.
– De que se prepare ¿para qué? -interrogó Decker.
– Señor Hawthorne, el mundo está a punto de entrar en una era diferente a todas las experimentadas hasta ahora. Una era tan oscura y desoladora que la devastación de la Federación Rusa y lo que hemos venido a llamar el Desastre no son nada en comparación. Lamentablemente, no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Pero si nuestra especie ha de sobrevivir y cumplir su destino, lo hará solamente bajo el liderazgo de Christopher. Sin ese liderazgo, el mundo, tal y como lo conocemos, desaparecerá. Lo he sabido desde los años inmediatamente anteriores a la primera vez que le vi, y ahora tú lo sabes también. Lo que Christopher endure ahora le preparará para ese momento.
Decker estaba demasiado estupefacto para responder de inmediato. En el fondo siempre se había preguntado si el nacimiento de Christopher no tenía un propósito más trascendental que el de mero producto del experimento de Harry Goodman. Pasados unos instantes consiguió formular una pregunta.
– ¿Y qué hay del KDP?
– No le harán daño, aunque aprovecharían cualquier oportunidad para hacerlo.
– ¿Quiénes son? -preguntó Decker-. ¿Forman ellos parte de todo esto?
– Sí, así es. Como sabes, Alice Bernley dirigía el Lucius Trust cerca de la ONU. Esa ubicación no era fortuita. El Trust ha funcionado durante años como una especie de centro de distribución de información para miles de lo que llamamos grupos Nueva Era de todo el mundo. -Decker hizo ademán de hablar, pero Milner se anticipó a lo que iba a decir y continuó-: Lo de la Nueva Era es más que una moda pasajera. Es el resultado del desarrollo, de la maduración de la especie humana antes de la última y más gloriosa etapa de su evolución. La humanidad se encuentra a punto de dar un salto evolutivo que la emplazará por encima de su situación actual, tanto como lo está ahora sobre las hormigas del suelo del bosque.
»El KDP tenía que haber sido la punta de lanza -continuó Milner-. Por desgracia, en el momento mismo de su concepción fue desviado de su curso por los dos hombres que ahora lo lideran.
– ¿Y uno de ellos es el apóstol Juan? -preguntó Decker.
– Sí -asintió Milner, aparentemente nada sorprendido de que Decker estuviera al tanto-. ¿Has oído hablar de esa extraña habilidad que tiene el KDP de conocer el pasado de las personas?
– Sí.
– Pues no es más que una débil demostración de lo que está por llegar. Pronto esa capacidad no será más que una luciérnaga en el rutilante sol. Poderes como ése deberían ser empleados para indagar en los corazones de los demás, hallar los reductos más necesitados de compasión y así poder ofrecerles consuelo. En su lugar, bajo el liderazgo de Juan y otro hombre llamado Saul Cohen, emplean ese don para escarbar en lo que todos preferiríamos olvidar, y con sus garras abrir salvajemente las viejas heridas y dejar a la intemperie las debilidades humanas. Y más aún, esto es la menor maldad de la que es capaz su monstruosa crueldad. Sus poderes para hacer el mal superan con creces la imaginación de una mente sana. La sequía que Israel ha sufrido los últimos dieciséis meses es obra de ellos. Y harán cosas mucho peores antes de que todo haya pasado.
– ¿Y qué se puede hacer para detenerlos?
– Nosotros solos no podemos hacer nada. El destino del mundo y de la humanidad depende enteramente de aquel al que has criado como a un hijo. El final no está ni mucho menos escrito. Esperemos que esté a la altura de la tarea que le ha sido encomendada.
Ambos permanecieron en silencio durante unos instantes. A Decker le costó un poco empezar a comprender la magnitud de lo que Milner acababa de contarle.
– ¿Y cuánto tiempo tendrá Christopher que permanecer ahí afuera? -preguntó Decker rompiendo por fin el silencio.
– Cuarenta días.
– ¡Cuarenta días! -exclamó Decker en un tono tan alto como para que pudiera oírsele en todo el vestíbulo.
– Es la única manera -añadió Milner, y exageró su susurro para que Decker bajara de tono.
– Pero si antes no se congela o se muere de sed, ¡morirá de hambre!
– No le ocurrirá nada por el estilo, aunque es verdad que la prueba va a ser brutal e inhumana. Pero está allí por voluntad propia. Si lo desea, puede retirarse de su preparación cuando quiera.
– Entonces me quedaré aquí a esperarle -dijo Decker.
– Tú también debes hacer tu elección -dijo Milner-. Pero aquí no puedes hacer nada. Si regresas a Nueva York es posible que cuando Christopher vuelva puedas proporcionarle información esencial, que le ayudará a tomar las decisiones necesarias.
Decker supo que no tenía elección; su deber era regresar a Nueva York. Pero también sentía claramente la inquietud que le producía dejar allí a Christopher. Estaba convencido de que Milner jamás toleraría que le ocurriera nada malo; aparte de Decker, no había nadie tan próximo a Christopher, y en algunos aspectos Milner lo estaba aún más que él. No obstante, podía llegar a tratarse de un asunto de vida o muerte. Milner leyó la preocupación en los ojos de Decker y volvió a apoyar la mano sobre su hombro. De repente, una sensación de paz absoluta como nunca había sentido invadió a Decker al tiempo que su ansiedad se desvanecía por completo.
– ¿Se quedará usted aquí? -preguntó Decker.
– Sí. No puedo acompañarle, pero permaneceré tan cerca de él como me sea posible.
Decker asintió para indicar que estaba de acuerdo.
– Voy a coger el próximo vuelo disponible, pero pienso estar de regreso dentro de treinta y ocho días, antes de que vuelva Christopher.
– Bien -dijo Milner-. Ahora debo irme.
Decker le dio un fuerte apretón de mano, y Milner se giró para irse, pero se detuvo antes de dar el tercer paso.
– Oh, Decker -dijo, sin volverse del todo hacia él-, sobre todo ten cuidado con el embajador Faure.
– ¿Acaso tiene él algo que ver con todo esto?
– No exactamente -dijo Milner-. Pero es un hombre muy ambicioso que no se detendrá ante nada hasta conseguir ser secretario general. Las fuerzas contra las que luchamos acostumbran a valerse de hombres como él para alcanzar sus fines.
<a l:href="#_ftnref67">[67]</a> Remito a los lectores a la Nota importante del autor que se incluye al comienzo de este libro.
<a l:href="#_ftnref68">[68]</a> Juan 19,25-27.
<a l:href="#_ftnref68">[69]</a> Mateo 27, 5.