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Nueva York, Nueva York
– ¿De regreso tan pronto? -preguntó Jackie Hansen cuando Decker entró en la sede de la misión italiana en Nueva York-. No os esperaba hasta dentro de una semana, como mínimo.
Decker se dirigió hacia el despacho de Christopher y, sin decir palabra, le hizo una señal a Jackie para que le siguiera.
– ¿Qué ocurre? -preguntó ésta una vez hubo cerrado la puerta-. ¿Dónde está Christopher?
– Sigue en Israel -contestó Decker-. Va a quedarse allí por lo menos un mes y medio más.
Decker quería que su explicación fuera lo más sencilla posible, pero no iba a ser fácil.
– ¡Un mes y medio! -exclamó Jackie-. ¡No puede hacer eso! Tiene asuntos que atender, reuniones a las que asistir, citas que respetar. -Decker levantó las manos para detener a Jackie y poder él continuar con su explicación, pero el gesto nunca la había detenido en el pasado y tampoco lo iba a hacer ahora-. Voy a darle un telefonazo y recordarle un par de cosas, por si acaso. ¿Cuál es el número de teléfono del hotel?
– No está en ningún hotel…
– De acuerdo. Entonces, ¿cuál es el número del lugar donde se hospeda?
– Jackie, está ilocalizable.
– Bueno, pues entonces le llamaré al móvil.
– ¡Ya está bien, Jackie! No lleva el móvil encima. Por favor, ¿quieres escuchar un momento? -Jackie se cruzó de brazos y paró de hablar. Ahora, aunque fuera por un instante, le estaba escuchando. Decker aprovechó la oportunidad al vuelo-. Nos encontramos con Robert Milner.
Jackie dejó que su cuerpo descansara contra el borde de la mesa de Christopher.
– ¿Se encuentra bien? ¿Está vivo? -preguntó. Después de dieciséis meses sin noticias suyas, no había que descartar nada.
– Está bien. No tenía mal aspecto.
La noticia del encuentro con Milner surtió el efecto que Decker esperaba. Tal vez ahora pudiera intentar explicarle a Jackie el resto sin interrupción.
– Christopher está con él -continuó. No era del todo verdad, pero facilitaba mucho las cosas.
– Bueno, pero estarán alojados en algún sitio -dijo Jackie volviendo al ataque.
– Sí, claro. Pero no tienen teléfono y no hay manera de contactar con ellos.
Aquello, evidentemente, carecía de sentido para Jackie.
– ¿Te refieres a que están de acampada o algo así? -preguntó. Era lo único que se le ocurría.
– Bueno, sí. Supongo que podría llamársele así.
– Pero si es pleno invierno, ¡se van a congelar!
A Decker se le habían agotado las excusas.
– Mira, no te preocupes, no les pasará nada. Ya sabes cómo soy con Christopher; para mí es casi como un hijo, la única familia que he tenido desde el Desastre, y no le habría dejado allí si no estuviera seguro de que va a estar bien.
Al pronunciar aquellas palabras, Decker se dio cuenta de que no sólo iban dirigidas a Jackie, también intentaba convencerse a sí mismo de que había tomado la decisión correcta.
– Pero ¿por qué no ha telefoneado siquiera?
– Ya sé que suena muy raro -dijo Decker-, pero no tuvo oportunidad de hacerlo.
La expresión de Jackie le confirmó lo acertado que había estado al decir que todo aquello sonaba muy extraño.
– Mira -continuó-, yo tampoco lo entiendo del todo. Milner dijo que tenía que ver con no sé qué de la Nueva Era.
– Oh -dijo Jackie no tanto como si aquello lo explicara todo, sino más bien como si de repente ya no necesitara más explicaciones-. Bueno, eh… Supongo que entonces será mejor que me ponga de inmediato a cancelar las citas de Christopher.
El repentino cambio de actitud de Jackie dejó atónito a Decker, pero se alegró de no tener que ofrecer más explicaciones sobre la ausencia de Christopher. Ahora podía concentrarse en intentar aliviar su propia ansiedad por haberle dejado en Israel, algo que en ese momento supo que no iba a ser nada fácil.
– Jackie, hay otra cosa -añadió Decker-, para la que necesitaría que me echaras una mano. Cuando Milner y Christopher hayan acabado con lo que quiera que estén haciendo en Israel, se supone que he de reunirme con ellos allí e informar a Christopher de todo lo que haya acontecido en la ONU durante su ausencia; no sólo de los asuntos concernientes a Italia o Europa, de todo. Voy a encargar a alguien de mi despacho que reúna y archive todos los comunicados de prensa que emita la Oficina de Comunicación de la. ONU. Yo me encargaré personalmente de los informes, estudios, discursos, libros blancos, etc. Pero Christopher está particularmente interesado en todo lo referente a los movimientos del embajador Faure, y como sé que tú tienes amigos en prácticamente todos los despachos…
– No en el de Faure -cortó Jackie.
– ¿Y a través del Lucius Trust? -sugirió Decker.
– Faure tiene prohibido a los miembros de su despacho que se relacionen con el Trust.
– ¡Bromeas! Impedir la libre asociación de tus empleados va contra los derechos humanos y el derecho del trabajo.
– Bueno, no es que lo prohíba exactamente. Se trata más bien de un sistema de contratación muy selectivo. El subsecretario Milner estudió el caso hace unos años y no parece que haya por donde cogerlo.
– Vaya -dijo Decker.
– A lo mejor alguno de mis amigos conoce a alguien del despacho de Faure -apuntó Jackie-. Trataré de enterarme.
– Perfecto -dijo Decker-. Pero ándate con pies de plomo. Podría hacernos mucho daño que Faure se enterara de algo de esto.
– Por supuesto -repuso Jackie.
Dos días después Jackie Hansen dio con la persona que buscaban, un conocido del Lucius Trust que a su vez tenía un amigo que ocupaba un puesto de escasa responsabilidad en el despacho de Faure. Ello significaba que la información que pudiera proporcionar estaría limitada a lo que se decía en el despacho, a lo que aquel amigo recordara y cómo de bien lo recordara, y en definitiva a lo que estuviese dispuesto a contarle después al conocido de Jackie. Esa información pasaría finalmente a Jackie, quien debía encargarse de pasársela por escrito a Decker. Para cuando le llegara a él, los datos habrían pasado ya por cuatro personas, pero Decker sabía por su larga experiencia periodística que cualquier información, por mínima que fuera, podía ser importante.
Las primeras en llegar fueron una serie de vagas informaciones sobre la presión a la que Faure estaba sometiendo al general Brooks para que pusiera fin a la guerra lo antes posible; pero aquello tenía poco de novedoso. Sin embargo, sí que explicaba que una semana antes Brooks hubiera lanzado un ultimátum a los comerciantes de armas chinos para que interrumpieran de inmediato la venta de armamento a las naciones en guerra. La iniciativa no sentó nada bien al embajador Fahd, representante permanente de Oriente Próximo ante el Consejo de Seguridad. El armamento chino no se estaba vendiendo precisamente a las «naciones en guerra», como decía Brooks; para ser más exactos se estaba vendiendo solamente a una de ellas, Pakistán, que pertenecía a la región que Fahd representaba. El cese de la venta sólo iba a beneficiar a la India. Y Pakistán no era el único país de Oriente Próximo afectado, porque el armamento se estaba comprando con dinero procedente de la venta de petróleo.
Fahd intentó que el Consejo de Seguridad condenase el ultimátum de Brooks, pero sólo recibió el apoyo del representante de África occidental. El Consejo no deseaba interferir en las actuaciones de la Organización Mundial de la Paz. Su cometido se circunscribía al ámbito político, y no al táctico. De esta manera, se podía contar con la no intervención del Consejo de Seguridad siempre y cuando las operaciones del general Brooks respetaran las convenciones de la carta de la OMP.
China se abstuvo en la votación. La embajadora Lee creyó que un voto de condena al general Brooks podía interpretarse como el respaldo de su país a la venta. La postura oficial de China, a la vez que contraria a la venta de armas, defendía también la no intervención de su gobierno en el derecho de sus ciudadanos a comerciar libremente. La embajadora Lee, no obstante, se había apresurado a prohibir a Brooks tajantemente que cruzara la frontera de China con el fin de hacer efectivo su ultimátum. Cualquier operación destinada a interrumpir el comercio de armas desde China tendría que efectuarse en la frontera con Pakistán. Iniciativa que fue aprobada por el Consejo con nueve votos a favor y uno en contra, el de la India.
Casualmente, aquélla fue una de las últimas intervenciones de la embajadora Lee como miembro del Consejo de Seguridad. Dos días después, mientras daba su habitual paseo matinal, la embajadora era atropellada por un conductor que se dio a la fuga, y fallecía de camino al hospital. El Consejo votó entonces a favor de la suspensión de las actividades durante dos semanas, a fin de que China tuviera tiempo de elegir a un sustituto. Tras la celebración de una misa conmemorativa en el Salón de la Asamblea General, el cuerpo de la embajadora fue repatriado a China para el entierro.
Dos semanas después
– Bienvenido, embajador.
– Gracias, Gerard -contestó el embajador Faure mientras colgaba el abrigo.
– ¿Qué tal el viaje?
– Demasiado largo. Nos han hecho esperar más de dos horas en el aeropuerto De Gaulle antes de despegar.
Faure se sentó a la mesa de su despacho y empezó a hojear una pequeña y aseada pila de papeles.
– ¿Qué noticias tenemos del general Brooks? -preguntó a su jefe de gabinete sin levantar la mirada.
– Todo parece ir de maravilla. Tal y como usted pronosticó, la prohibición de la entrada de armas chinas a Pakistán ha decantado la balanza a favor del ejército indio. El general Brooks estima que la medida tardará todavía dos semanas en surtir todo su efecto, pero yo creo que podemos contar ya con una rápida solución del conflicto y, lo que es más importante, con el apoyo de la India a su próxima candidatura a la Secretaría General. Estoy convencido de que el embajador Gandhi ya no podrá negarse a votar a su favor, dadas las circunstancias.
– Bien. ¿Y qué hay de nuestras relaciones con el embajador Fahd? ¿Alguna novedad?
– No. Pero tendrá la oportunidad de tantearle mañana mismo, he concertado un almuerzo con él. Que sepamos, no hay indicios de que el embajador le culpe a usted personalmente de las actuaciones del general Brooks. Creo que su apoyo a la moción que presentó la embajadora Lee a favor de prohibir la entrada de las fuerzas de la ONU en territorio chino ha hecho mucho para disociarle de Brooks en la mente de la mayoría de los miembros del Consejo de Seguridad.
Faure no contestó; uno de los documentos de la pila de papeles que hojeaba había acaparado toda su atención. Poupardin reconoció el gesto y esperó en silencio a que Faure terminara de examinarlo. Pasados unos instantes, Faure reemprendió el repaso del resto de papeles que quedaban en la pila y retomó la conversación por donde la habían dejado.
– Sí -dijo con una sonrisa-. Ni planeándolo habría salido mejor.
– Unas pocas casualidades más y podría haber contado con el apoyo de China sin necesidad de…
– El azar es un aliado extremadamente imprevisible, Gerard -reprendió Faure-. Además, no podemos permitirnos el lujo de esperar a que la fortuna se ponga de nuestra parte. Ten esto presente, si no se elige a un nuevo secretario general de aquí a seis meses, es seguro que el Consejo de Seguridad prescinda para siempre del cargo y establezca que sus responsabilidades recaigan de forma rotativa en los miembros del Consejo. Debemos construir nuestra propia fortuna.
Poupardin asintió conforme.
– ¿Qué pasa con China? -preguntó Faure.
– Mañana tiene programada una cena con el nuevo embajador chino. Le he preparado un pequeño dossier. -Poupardin entregó el expediente a Faure-. No creo que encuentre nada alarmante en él. Todos nuestros informes lo describen como un hombre razonable. No espera ninguna promesa. Su criterio a la hora de elegir al nuevo secretario general depende básicamente de que el candidato se muestre receptivo para atender con objetividad lo que China tenga que decir.
– Bueno, creo que podré convencerle de que seré todo oídos -dijo Faure con una sonrisa.
– Claro está que -continuó Poupardin-, puesto que no pide nada a cambio, tampoco podemos contar con su apoyo. Pero si pudiese convencerle de que su mandato estará abierto a cualquier sugerencia, entonces creo que podemos confiar en que por lo menos no vete su candidatura.
– Excelente -dijo Faure, y apiló de nuevo los papeles en un montón sobre su mesa-. Yo diría que nos ha salido barato el cambio de embajador, entonces.
– Sí, señor.
– ¿Y qué hay de Kruszkegin?
– Estamos estudiando su agenda detenidamente para dar con la oportunidad adecuada.
– No dejes de informarme de todos los detalles antes de autorizar cualquier maniobra. No podemos cometer ningún error.
– Sí, señor.
– Muy bien, pues si no hay más asuntos urgentes que tratar… -dijo Faure abriendo su maletín-. Ten, te he conseguido unos vídeos muy interesantes mientras esperaba en París. Son de lo mejorcito.
– Tienen muy buena pinta -dijo Poupardin mientras cogía los discos que le tendía Faure y examinaba con avidez las fotografías de una de las cubiertas-. Podemos verlos juntos cuando vengas esta noche.
– Suena muy apetecible, Gerard, pero prometí a Suzanne y a Betty que las sacaría a cenar en cuanto regresara -dijo Faure refiriéndose a su esposa y su hija. Poupardin estaba visiblemente decepcionado-. Lo siento, Gerard -dijo, y echó un vistazo al reloj-. Pero disponemos de unos minutos ahora, si te apetece.
Poupardin sonrió y se fue a cerrar la puerta con llave.
El sustituto de la embajadora Lee era mucho más joven, un hombre de poco más de cincuenta años. Su capacidad para el ejercicio de sus responsabilidades no tardaría en ser puesta a prueba. El Consejo de Seguridad reanudó sus trabajos con el amargo sabor de los primeros frutos del ultimátum del general Brooks y el consiguiente bloqueo de la frontera chino-paquistaní. Las tropas de la ONU, que se habían visto obligadas a fijar posiciones para hacer cumplir el bloqueo, no tardaron en convertirse en el blanco de francotiradores y guerrilleros paquistaníes. El gobierno paquistaní condenó oficialmente los ataques y los atribuyó a grupos independientes que nada tenían que ver con el ejército paquistaní. Aprovechó además la ocasión para elevar de nuevo sus protestas acerca de lo que consideraba la violación por parte de las fuerzas de la ONU de su carta de naturaleza y del acuerdo firmado con Pakistán para el emplazamiento de tropas en su frontera, por cuanto que el bloqueo le había sido impuesto en contra de sus intereses. El gobierno paquistaní había procedido después a justificar su pasividad ante los ataques de la guerrilla aludiendo que el contingente militar disponible se encontraba destinado en otros emplazamientos.
Pero aún agravaban más la situación las amenazas de una milicia de insurrectos que se hacía llamar Guardia Islámica Paquistaní. Todo apuntaba a que la Guardia Islámica, temerosa de que la guerra no tardaría en decantarse del lado de la India, había colocado bombas nucleares en ocho grandes ciudades indias. La probabilidad de que la Guardia hubiese adquirido armamento nuclear era remota, pero la magnitud de la amenaza no pudo más que obligar al Consejo de Seguridad a tomársela en serio. Las reivindicaciones de la Guardia eran claras. Para empezar, exigía la retirada de territorio paquistaní de todas las fuerzas indias y de la ONU, y en segundo lugar India debía, además, renunciar al control sobre la tan largamente disputada provincia de Jammu Cachemira a favor de Pakistán. El primer ministro Rajiv Advani no tenía intención alguna de ceder a estas exigencias, y por el momento se había limitado a lanzar insultos y amenazas.