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28

EL PODER EN ÉL; EL PODER EN TODOS NOSOTROS

Desierto de Israel

Acababa de amanecer. Robert Milner guiaba a Decker Hawthorne, que al volante de un Jeep de alquiler atravesaba el puerto de montaña para reunirse con Christopher. Había cargado el coche con comida, agua embotellada y un botiquín de primeros auxilios. En su mente se alternaban la preocupación por el estado en el que iban a encontrar a Christopher y la expectación por lo que Robert Milner le había contado en el vestíbulo del Ramada Renaissance cuarenta días atrás. La desnudez del paisaje le trajo recuerdos de su estancia en el desierto dieciocho años antes, cuando él y Tom Donafin habían recorrido el Líbano en dirección a Israel antes de ser rescatados por Jon Hansen. De repente, le embargaron los sentimientos encontrados que sintió entonces cuando allí tumbado en el suelo, atrapado en la alambrada y con tres rifles apuntándole directamente a la cabeza, había reconocido de repente el emblema de la ONU en los cascos de los soldados y caído en la cuenta de que él y Tom estaban a salvo.

Las otras veces que, en el pasado, había rememorado ese momento, Decker había atribuido su suerte a que se encontraba, una vez más, en el sitio adecuado en el momento oportuno. Ahora no podía sino pensar que era mucho más que eso. De no haber ocurrido, no habría conocido a Jon Hansen y menos aún habría acabado siendo su jefe de prensa. Y de no haber trabajado para Hansen, después secretario general, Christopher no habría disfrutado de las mismas oportunidades para trabajar en la ONU, dirigir luego una de sus agencias más importantes y finalmente convertirse en embajador de la ONU ante el Consejo de Seguridad. Aquello era más que suerte.

Se le ocurrió que la cadena de acontecimientos no había empezado en aquella carretera del Líbano. Antes estaban la destrucción del Muro de las Lamentaciones, y el secuestro de Tom y él; y aún antes de eso, todo lo que había hecho posible que viajara a Turín. Estaba claro que sin aquel viaje a Italia él no habría recibido jamás, aquella fría noche de noviembre, la llamada del profesor Harry Goodman invitándole a visitarle en Los Ángeles para compartir su descubrimiento sobre la Sábana Santa.

Sin dejar de pensar en la sucesión de circunstancias que le habían llevado hasta ese momento preciso, Decker intentó dar con el eslabón más débil de la cadena, con el suceso en apariencia menos importante sin el cual nada de lo demás habría sucedido.

– Hay cosas que debemos atribuir al destino -dijo Robert Milner rompiendo el silencio. Era como si le hubiera estado leyendo el pensamiento.

– Oh… sí, supongo que sí -repuso Decker.

Pocas veces se había sentido Decker tan impaciente como los días antes de su partida hacia Israel en busca de Christopher. Hubo momentos en los que apenas podía concentrarse en su trabajo, tan obsesionado estaba en contar los días que faltaban para el regreso de Christopher e imaginar lo que ocurriría después. Milner había hablado de una era tan oscura y desoladora que la devastación de la Federación Rusa y el Desastre no serían nada en comparación. El horror de ese pensamiento quedaba mitigado por la esperanza de que Milner también pudiera prever el futuro. De momento no había ocurrido ningún cataclismo, eso era evidente, aunque los disturbios en India y Pakistán bien podían ser el anuncio de lo que estaba por llegar. Decker supo entonces que no le quedaba más remedio que aceptar las cosas como vinieran, pero deseaba no tener que pensar una y otra vez en ello, sobre todo si, como decía Milner, aquellos sucesos eran inevitables.

En la pista, más adelante, empezó a tomar forma lo que hasta entonces no había sido más que una mancha borrosa. De haberla visto antes, Decker la habría tomado por un arbusto o por el tocón de un árbol o por un animal, pero hasta el instante en que la vio se había fundido tan bien con el fondo que parecía formar parte intrínseca del paisaje.

– Ahí está -dijo Milner.

Decker pisó con fuerza el acelerador. Mientras se acercaban, volvió a preguntarse en qué estado se iban a encontrar a Christopher. La última vez que estuvieron juntos, Christopher le había dicho que empezaba a cuestionarse si su vida no había sido un error. Ahora, cuarenta días después, se había convertido, según Milner, en el hombre que habría de conducir a la humanidad a «la última y más gloriosa etapa de su evolución».

Un instante después pudieron verle con claridad. Llevaba el abrigo y las ropas sucios y hechos jirones. Estaba flaco, pero fornido. En aquellos cuarenta días, el pelo le había crecido hasta taparle las orejas y ahora lucía una espesa barba. Cuando Decker vio su cara, le asombró por un momento el impresionante parecido con el rostro de la Sábana. Aunque con una gran diferencia, no obstante. El semblante de la Sábana destilaba serenidad y aceptación ante la muerte. La expresión de Christopher era la de un hombre decidido a cumplir con su misión.

Milner fue el primero en bajar del Jeep. Corrió hasta Christopher y le abrazó. Las palmadas que le dio en la espalda levantaron una pequeña nube de polvo. Christopher se acercó entonces a Decker, que le tendió la mano. Éste la rechazó y en su lugar le estrechó también entre sus brazos. A pesar del mal olor que despedía, Decker prolongó el abrazo durante un buen rato.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Decker-. Estaba preocupado por ti.

– Sí, sí. Estoy bien. -Entonces se giró levemente para dirigirse a Decker y Milner, y continuó-: Ahora lo veo todo con claridad. Formaba parte del plan.

– ¿De qué plan? -preguntó Decker.

– He hablado con mi padre. Quiere que concluya su tarea.

– Te refieres a… ¿Dios? ¿Has hablado con Dios?

Christopher asintió.

– Sí -dijo en voz baja-. Quiere que complete la misión que empecé hace dos mil años. Y voy a necesitar vuestra ayuda.

Decker se sentía como en la cresta de una ola gigante. De repente, su vida tenía más sentido de lo que jamás pudo imaginar. Había creído lo que Milner le contó sobre el destino de Christopher; de lo contrario, nunca habría dejado a Christopher solo en el desierto. Pero entonces todo había sido teórico. Ahora lo escuchaba de los labios del propio Christopher. Aquél era un momento de inflexión del que no había marcha atrás no sólo en las vidas de aquellos tres hombres, sino en el transcurso mismo del tiempo. Igual que la venida de Cristo había dividido el tiempo en un antes y un después, ésta se convertiría también en una línea de demarcación a partir de la cual iba a medirse todo lo demás. Éste era, sin duda, el nacimiento de una Nueva Era. Decker deseó que Elizabeth estuviera viva para compartir el momento con ella.

– ¿Qué podemos hacer nosotros? -consiguió decir Decker.

– Debemos regresar a Nueva York de inmediato -contestó Christopher-. Hay millones de vidas en juego.

* * *

Antes de salir de Nueva York, Decker había pedido prestado un jet privado a David Bragford, a quien le contó que era para Milner. Tal y como había planeado, el jet y la tripulación esperaban, cuando Decker, Christopher y Milner llegaron al aeropuerto Ben Gurion. Decker le había traído a Christopher algo de ropa y artículos de afeitado, pero aunque aceptó con gusto la ducha del avión de Bragford y el cambio de ropa, Christopher decidió desechar la maquinilla y conservar la barba.

Mientras degustaba su primera comida en cuarenta días, Decker le resumió todo lo acontecido en la ONU. Luego, Christopher se dedicó a estudiar con suma atención el montón de documentos que Decker había traído para que él examinara.

* * *

A las tres horas de vuelo, uno de los miembros de la tripulación entró en la cabina con un gesto de honda preocupación.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Decker.

– Señor -dijo-, el comandante acaba de escuchar el parte de radio. Al parecer, ha estallado la guerra nuclear en la India.

– Llegamos tarde -susurró Christopher para sí al tiempo que hundía el rostro entre las manos.

El miembro de la tripulación continuó.

– La Guardia Islámica Paquistaní ha detonado dos bombas nucleares en Nueva Delhi. Hay millones de muertos.

Permanecieron en silencio, sobrecogidos, durante un buen rato, luego Decker se dirigió a Milner.

– Esto es de lo que hablabas en Jerusalén, ¿verdad?

– Sólo el comienzo -dijo Milner, que se inclinó hacia adelante y pulsó el mando a distancia para encender la televisión por satélite.

En la pantalla apareció, casi al instante, el hongo de la primera bomba atómica que había estallado en Nueva Delhi. Pareció que la espesa nube de escombros hacía retroceder el cielo como un inmenso rollo de pergamino viejo y resquebrajado. Dos días después de que la Guardia Paquistaní hiciera pública la colocación de artefactos nucleares, la cadena de televisión había instalado cámaras de control remoto que grababan sin cesar desde las afueras de las ciudades señaladas, por si la Guardia hacía efectivas sus amenazas. Aun a dieciséis kilómetros de distancia, la cámara empezó a vibrar violentamente cuando la colosal onda expansiva de la explosión hizo temblar la tierra. Ante la cámara, varios cientos de metros más allá, un pequeño edificio de dos plantas se vio sacudido por el temblor antes de venirse abajo. Un instante después, un brillante resplandor en la pantalla marcaba el momento de la segunda explosión.

«Esto es lo que ocurría hace aproximadamente una hora -dijo el comentarista, su voz sembrada de terror-, cuando dos explosiones atómicas, detonadas por la Guardia Islámica Paquistaní, sacudían el subcontinente indio. Se cree que la acción podría responder a la prohibición de entrada de armas en Pakistán desde China y al nuevo ultimátum lanzado por el general Brooks, comandante en jefe de las fuerzas de la ONU destacadas en la región. Fuentes próximas a la Guardia Islámica Paquistaní informan de que los líderes del movimiento estaban convencidos de la inminente localización de las bombas por parte de fuerzas especiales de la ONU, lo que habría situado a la India en una posición más que favorable para, definitivamente, invadir Pakistán.

»Escasos minutos después de las explosiones, el gobierno paquistaní condenaba el ataque de la Guardia e insistía en calificar el movimiento como un grupo insurrecto sin relación alguna con el gobierno paquistaní. Pero, para entonces, la India ya había lanzado contra Pakistán su respuesta en forma de dos misiles de cabeza nuclear. China, que al parecer ya estaba preparada para contrarrestar la respuesta de la India, ha puesto en marcha sus sistemas de interceptación, que han neutralizado con éxito los misiles indios antes de que alcanzaran su objetivo.

»Antes de este lanzamiento, China había intentado permanecer neutral durante el largo conflicto entre sus vecinos. Neutralidad que, no obstante, ha sido puesta en entredicho con frecuencia, por haber sido comerciantes chinos los principales suministradores de armamento de Pakistán.»

Mientras Christopher, Decker y Milner miraban la televisión, no dejaban de llegar nuevas informaciones. La guerra estaba desarrollándose a un ritmo frenético. En respuesta a la intervención de China, la India había lanzado un ataque convencional contra sus estaciones de interceptación y enviado al mismo tiempo cinco misiles más contra Pakistán. Tres consiguieron ser neutralizados; dos alcanzaron sus objetivos.

Pakistán respondió entonces al ataque indio con el lanzamiento de sus propios misiles nucleares, y escasos minutos después, la Guardia Islámica Paquistaní detonaba el resto de las bombas colocadas en ciudades indias.

Durante una tregua momentánea en los ataques, la cadena dio paso a las imágenes que le llegaban vía satélite de una cámara instalada en un vehículo de exploración por control remoto y que mostraban las primeras escalofriantes escenas de los suburbios de Nueva Delhi. Todo se encontraba envuelto en llamas. Las calles estaban sembradas de escombros. En el cielo, una espesa humareda negra procedente de los incendios y la lluvia radioactiva ocultaba el sol poniente como un paño negro. Por todas partes yacían cientos de personas, muertas o agonizantes. Justo delante del vehículo, apareció de repente, despatarrado en medio de la calle, el cuerpo casi desnudo de una joven india. La ropa, salvo unos pocos jirones, se había quemado por completo. En las partes menos abrasadas de su cuerpo, donde todavía quedaba algo de piel, el estampado de flores del sari que vestía se había grabado en su carne como un tatuaje.

Sentada junto al cuerpo de la joven, aturdida, una niña de tres o cuatro años alzó la vista hacia el vehículo y empezó a gritar. Las bombas no habían sido tan compasivas con ella como con su madre; en los dos o tres días siguientes se iría apagando poco a poco hasta que la vida, finalmente, la dejara ir. La cámara se posó sobre ella durante unos instantes. Tenía la piel cubierta de ampollas abiertas.

Christopher apartó la mirada de la pantalla.

– Yo podía haberlo evitado -dijo.

Sus palabras tardaron un poco en traspasar el espanto y registrarse en la mente de Decker.

– Christopher, no había nada que pudieras hacer -contestó Decker-. Es inútil que te eches la culpa.

– Pero algo que podía haber hecho. Antes de salir de Nueva York te dije que Faure iba a hacer algo que desencadenaría una catástrofe, y que nada de lo que yo hiciese podría evitarlo. Pero no era verdad. Había una cosa que podía haber hecho. Y ahora, por culpa de mi indecisión, han muerto millones de personas y van a morir muchas más. Incluso después de la guerra seguirán muriendo a causa de la lluvia y el envenenamiento radioactivos. Y si la ONU no acude de inmediato en su ayuda, morirán muchos millones más de hambre y enfermedades.

– Pero es absurdo que te culpes por esto. Si todo es el resultado de alguna decisión de Faure, entonces la responsabilidad es suya y solamente suya.

– Oh, claro que la responsabilidad es enteramente de Faure. Fue él quien restituyó al general Brooks y lo puso de nuevo al mando, y fue él quien indicó a Brooks que lanzara los dos ultimátum. Con el primero, Faure pretendía rematar la guerra a favor de la India. A cambio esperaba obtener el apoyo de Nikhil Gandhi a su candidatura a futuro secretario general. Con el segundo ultimátum, Faure creyó que podría doblegar a la Guardia Islámica. El general Brooks le aseguró que la Guardia no tenía colocadas bombas atómicas en la India, ¡pero Faure sabía el riesgo que estaba corriendo! Si no había bombas, el ultimátum destaparía el farol de la Guardia India. Por otra parte, si la amenaza era real, Faure sabía que la guerra desestabilizaría la India hasta tal punto que Gandhi tendría que regresar casi con toda seguridad para la reconstrucción y entonces, Rajiv Advani le sustituiría como miembro permanente en el Consejo de Seguridad. Fuere cual fuere el resultado, Faure sabía que saldría beneficiado.

– ¿Estás seguro de lo que dices? -preguntó Decker, incapaz de creer que Faure sacrificase tantas vidas para convertirse en secretario general.

– Lo estoy -repuso Christopher-. No digo que Faure pretendiera desencadenar una guerra nuclear. Pero con su inagotable ansia de poder, su desidia al frente de la OMP y la designación de hombres corruptos, Faure creó el ambiente propicio para una guerra. Luego, en su desesperada carrera por convertirse en secretario general, lanzó a los combatientes uno contra otro.

– Christopher tiene razón -afirmó Milner.

– Faure también es el responsable del asesinato de la embajadora Lee -añadió Christopher-. Y ahora planea el de Yuri Kruszkegin. No hay nada que no sea capaz de hacer con tal de alcanzar sus objetivos. He de detenerle ahora, antes de que haga más daño.

– ¿Y por qué no se limitó a asesinar a Gandhi, en lugar de comprometer tantas vidas? -preguntó Decker, que todavía intentaba asimilar la magnitud de la maldad de Faure.

– La muerte de la embajadora Lee se atribuyó a un accidente -contestó Milner-. Y muchos considerarían la de Kruszkegin una mera coincidencia. Pero nadie atribuiría al azar la muerte de tres miembros permanentes, sobre todo si al poco tiempo Faure consigue la Secretaría General precisamente gracias a la sustitución de esos representantes. Además, el asesinato de Gandhi no iba a librarle de tener que lidiar desde la Secretaría General con los problemas de la India y Pakistán. Era mucho mejor intentar solucionar la guerra lo antes posible a favor de la India y congraciarse con Gandhi que dejar que recayeran sobre él las sospechas de tres muertes prematuras.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Decker a Christopher.

– En el tercer capítulo del Eclesiastés -repuso Christopher-, el rey Salomón escribió que todo tiene su tiempo: su hora de nacer y su hora de morir, su hora de plantar y su hora de arrancar lo plantado; su hora de curar y su hora de matar.

Decker trasladó su mirada de Christopher a Milner varias veces antes de volverse hacia la pantalla del televisor. Mientras la cámara ofrecía una vista panorámica de la devastación, en la distancia, allí donde la humareda y la nube radioactiva no habían envuelto la tierra con su fúnebre velo, la luna se elevó sobre el horizonte, un globo rojo como la sangre en el cielo profanado.

* * *

El avión tardó dos horas más en aterrizar en Nueva York. Fueron directamente a la sede de Naciones Unidas, donde el Consejo de Seguridad celebraba una reunión a puerta cerrada. En Oriente caía la noche y la guerra avanzaba imparable. Las cabezas nucleares se precipitaban sobre la tierra como frutos maduros e iluminaban el cielo como estrellas fugaces. La destrucción se extendió casi mil kilómetros por el interior de China, mientras que al sur llegaba hasta la ciudad india de Hyderabad. Al oeste y al norte de Pakistán, las gentes de Afganistán, el sudeste de Irán y el sur de Tajikistán reunían a sus familias y tras juntar todo lo que podían cargar a la espalda se batían en rápida retirada, huyendo de la guerra. En pocos días, la climatología local inundaría sus campos, ríos y arroyos con lluvia tóxica.

Pakistán era ya poco más que una tumba abierta. La India había agotado por completo su arsenal. Lo que le quedaba de ejército sobrevivía en pequeños racimos completamente aislados del mando central. La mayoría de los soldados moriría pronto a causa de la radiación. China era la única potencia combatiente que todavía conservaba el control sobre su ejército y no tenía ningún interés en continuar con la guerra.

Las pocas horas transcurridas desde su partida de Israel y la llegada a la ONU habían sido suficientes para que comenzara y finalizara la guerra. La estimación final de bajas iba a superar los cuatrocientos veinte millones. No había ganadores.

* * *

Christopher abrió la puerta de la sala del Consejo de Seguridad y entró como una exhalación, seguido de cerca por Decker y Milner. Todos los presentes conocían a Decker, pero hacía un año y medio que no veían a Milner y el cambio experimentado por Christopher no se reducía al pelo y la barba; su semblante era otro muy distinto. Al reconocer a Christopher, Gerard Poupardin, que estaba sentado a cierta distancia de Faure, miró a otro asesor y lanzó una carcajada.

– Pero ¿quién se cree que es? ¿Jesucristo?

Christopher aprovechó la oportunidad que le brindaba el desconcertante silencio que se había hecho en la sala.

– Señor presidente -dijo Christopher dirigiéndose al embajador canadiense, que ocupaba el estrado asignado al presidente del Consejo de Seguridad-, aunque no es mi intención interrumpir al consejo en la urgente tarea de aliviar a los pueblos de la India, Pakistán, China y los países vecinos, ¡hay uno entre nosotros que no está en condiciones de emitir su voto ni en el seno de una camarilla de ladrones ni mucho menos en el de tan noble organismo!

– ¡Está usted fuera de orden! -exclamó Faure poniéndose en pie de un salto-. Señor presidente, el representante temporal de Europa está fuera de orden.

El embajador canadiense estiró el brazo para coger el mazo pero se quedó paralizado ante la potente mirada de Christopher.

– Señores miembros del Consejo de Seguridad -continuó Christopher.

– ¡Está usted fuera de orden! -exclamó Faure por segunda vez.

Christopher miró a Faure, quien, de repente y sin explicación alguna, se derrumbó sobre su asiento y quedó en silencio.

Christopher continuó.

– Señores miembros del Consejo de Seguridad, rara vez en la historia puede imputarse la causa de una guerra a un único hombre. En esta ocasión, no es así. Aquí sentado entre ustedes se encuentra el hombre sobre quien pesa casi toda la culpa de esta guerra sin sentido. Ese hombre es el embajador francés, Albert Faure.

Faure se levantó trabajosamente.

– ¡Mentira! -gritó.

Christopher enumeró las acusaciones contra Faure.

– ¡Mentira! ¡Todo mentira! -gritó Faure-. Señor presidente, este ultraje ha llegado demasiado lejos. Es evidente que el embajador Goodman ha perdido la razón por completo. -Faure sintió que recuperaba las fuerzas-. Insisto en que sea reprendido y expulsado de esta cámara, y que…

Faure volvió a enmudecer, al tiempo que Christopher se giraba y le señalaba con el brazo totalmente extendido.

– Confiesa -dijo Christopher en un tono bajo y autoritario.

Faure miró a Christopher incrédulo y se echó a reír en voz alta.

– ¡Confiesa! -repitió Christopher, elevando el tono esta vez.

La risa de Faure cesó de golpe. El pánico en su mirada no dejaba traslucir ni la ínfima parte del tormento que estaba sufriendo. Sin previo aviso, sintió como si su sangre se tornara en ácido al circular por las venas. Todo su cuerpo parecía arder por dentro.

– ¡Confiesa! -gritó Christopher por tercera vez.

Faure miró a los ojos de Christopher y lo que allí vio no le hizo dudar ni un instante más sobre cuál era la fuente de aquel dolor tan repentino. Aterrorizado, se tambaleó y se asió a la mesa que tenía delante. Un hilo de sangre brotó de su boca y le recorrió la barbilla, al morderse la tierna carne del labio inferior; la mandíbula se le había atenazado sin control como la de quien sufre una agonía insoportable. Gerard Poupardin corrió hacia Faure, mientras los que estaban junto al embajador le ayudaban a tomar asiento.

El dolor era cada vez más intenso. No tenía escapatoria.

– ¡Sí! ¡Sí! -gritó de repente con una angustia terrible, al tiempo que se liberaba de quienes le sujetaban-. ¡Es verdad! ¡Todo lo que dice es verdad! La guerra, la muerte de la embajadora Lee, el plan para asesinar a Kruszkegin, ¡todo!

Los presentes le miraban atónitos, incrédulos. Nadie comprendía lo que allí estaba ocurriendo, menos aún Gerard Poupardin. Pero todos le habían oído, Faure había confesado.

Faure esperaba librarse ahora de aquel tormento, y no estaba equivocado. Tan pronto hubo concluido su confesión cayó al suelo, muerto.

Alguien salió corriendo en busca de un médico, y durante quince minutos la sala permaneció sumida en la confusión, hasta que el cuerpo sin vida de Faure fue finalmente sacado de la sala.

– Señores -dijo una sombría voz desde un lugar cercano a donde Faure había caído muerto. Era Christopher-. Una cuarta parte de la población mundial ha muerto o corre peligro de muerte en China, la India y los confines orientales de Oriente Próximo. Es mucho lo que hay que hacer, y rápido. Por poco delicado que parezca, desaparecido el embajador Faure, y hasta que Francia pueda enviar a un nuevo embajador y las naciones europeas elijan a su nuevo representante permanente, seré yo, como representante temporal de Europa, quien asuma el cargo de representante permanente de la región. Señores, retomemos entonces nuestro trabajo.

* * *

El forense dictaminó que la muerte de Albert Faure se había debido a un ataque al corazón, provocado, al parecer, por el tremendo peso de la culpa. Decker no necesitaba explicación alguna; Christopher había empezado a ejercer los desconocidos poderes que guardaba en su interior.

Sólo le restaba a Decker esperar y rezar por que aquellos poderes estuvieran a la altura de los retos a los que el mundo tendría que hacer frente, mientras Christopher conducía a los hombres hacia la última etapa de su evolución y el nacimiento de la Nueva Era de la humanidad.