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Norte de Italia
Como estrellas caídas del firmamento se distinguían tímidas desde la ventanilla las luces de Milán, al sobrevolar el avión el norte de Italia. Decker estudió el contorno de aquella constelación terrestre mientras reflexionaba sobre las consecuencias del proyecto. Al igual que el profesor Goodman, estaba convencido de que con su estudio el equipo demostraría que la Sábana no era más que una burda falsificación medieval. El problema era que había muchas personas que no iban a agradecer precisamente que alguien reventara con la verdad su burbuja de fe, entre ellas la madre de Elizabeth, devota católica. La relación con ella hasta el momento había sido bastante buena. ¿Cómo se tomaría todo aquello? «Supongo que tendremos que pasar las Navidades con mi madre durante unos cuantos años», pensó.
El padre Rinaldi, que había viajado directamente a Turín después de la reunión de Connecticut, se había encargado de alquilar un autobús que trasladara al equipo los ciento veinticinco kilómetros que separaban Milán de Turín. Cuando el autobús llegó al hotel era ya medianoche y aunque sólo eran las siete de la tarde en Nueva York y las cuatro de la tarde en la costa oeste de Estados Unidos, decidieron todos retirarse a sus habitaciones e intentar conciliar algo de sueño.
A la mañana siguiente, Decker, al que siempre le costaba lo suyo adaptarse a los diferentes husos horarios, se levantó antes del amanecer. La diferencia horaria iba en su desventaja y lo lógico es que hubiese querido dormir hasta tarde, pero no le importó; estaba listo para levantarse y contra ello no había lógica que valiese. Se asomó a la ventana del hotel y mientras clareaba el cielo matinal, observó allá abajo las Calles largas y rectas de Turín formando ángulos rectos casi perfectos en las intersecciones. Junto a las aceras había casas y pequeños comercios alojados en edificios de una y dos plantas, ninguno de los cuales aparentaba tener menos de doscientos años de antigüedad. Más allá de los límites de la ciudad, al norte, al este y al oeste, los Alpes rasgaban la atmósfera y las nubes en su ascenso hacia el cielo. «A Elizabeth le encantaría esto», pensó.
Decker salió del hotel para hacer algunas visitas turísticas mañaneras. A pesar de la proximidad de las montañas, encontró pocas cuestas a lo largo del paseo. A algo menos de medio kilómetro del hotel llegó a Porta Palatina, la inmensa puerta por la que en el 215 a.C., después de tres días de asedio, Aníbal hizo entrada con sus soldados y elefantes en la ciudad romana de Augusta Taurinorum, la antigua Turín. Mientras paseaba, los maravillosos aromas de la mañana empezaron a emanar de las ventanas abiertas de las casas que flanqueaban su camino. A ellos les siguieron las voces de niños jugando. Y luego, la ciudad atemporal se vio repentinamente sumergida en el presente por el parloteo del televisor en la cocina de algún vecino. Era hora de regresar al hotel.
Al entrar en el vestíbulo, Decker oyó las voces de los del equipo. La reunión matinal con desayuno incluido ya había empezado y la conversación giraba en torno a un problema con el material que había traído desde Estados Unidos. Decker intentó recomponer el rompecabezas de lo que ocurría sin interrumpir. Al parecer, el material había sido enviado a nombre del padre Rinaldi a fin de evitar precisamente los problemas que ahora tenían con la aduana. Rinaldi era ciudadano italiano pero, por desgracia, el tiempo de permanencia en Estados Unidos había sido demasiado largo y muy breve el de estancia en Turín, por lo que no tenía derecho a introducir material en el país sin que éste fuera retenido durante sesenta días. Rinaldi y Tom D'Muhala ya habían viajado a la aduana de Milán para negociar y presionar a las autoridades cara a cara.
Concluido el desayuno, varios miembros del equipo decidieron recorrer a pie los ochocientos metros que separaban el hotel del palacio real de la Casa de Saboya. Allí se habían facilitado varias dependencias para que el equipo pudiera realizar su estudio de la Sábana. Cuando llegaron al palacio, se quedaron boquiabiertos ante las decenas de miles de personas que allí se concentraban, formando colas que se extendían a lo largo de casi dos kilómetros hacia el este y el oeste. Las filas convergían en la catedral de San Giovanni Battista, situada junto al palacio. En ella descansa en el interior de una urna de plata fina, alojada a su vez en otra urna más grande de cristal antibalas llena de gases inertes, la Sábana Santa. Dos o tres veces cada siglo se exhibe la Sábana al público, ocasión que atrae a peregrinos de todos los rincones del mundo. La multitud que allí había aquel día no era más que una pequeña fracción de los tres millones de personas que durante las tres últimas semanas habían viajado hasta aquí desde distintas partes del planeta para ver la que creían era la mortaja de Cristo.
El grupo fue escoltado a través de un patio hasta una zona de acceso restringido del palacio. En todas las esquinas había apostados guardas armados con pequeñas metralletas de fabricación europea. A su entrada, el grupo se detuvo asombrado ante la escala y grandeza de lo que les rodeaba. Había oro por todas partes, en los candelabros, los marcos de los cuadros, en los jarrones, incrustado en los relieves de las puertas y en otras obras de ebanistería. Incluso el papel de las paredes lucía un revestimiento de pan de oro. Y en todos los espacios había cuadros y estatuas de mármol.
Al fondo de un largo salón opulentamente decorado se abría la entrada a los apartamentos del príncipe, donde el equipo realizaría los experimentos. Las puertas, de tres metros de alto, daban paso a un salón de baile de quince por quince, la primera de las siete estancias que conformaban los apartamentos. La segunda sala, en la cual iba a colocarse la Sábana para su examen, era tan majestuosa como la primera. De los techos pintados al fresco con ángeles, cisnes y escenas bíblicas, colgaban arañas de cristal.
Llega un momento en la vida de todo edificio antiguo que permanece en funcionamiento en el que no se puede seguir ignorando el paso del tiempo y el progreso. Sea una cochera convertida en garaje o un aseo transformado en cabina de teléfono, existen ciertos elementos estéticos que acaban por sucumbir a las necesidades de la vida moderna. En los apartamentos del príncipe evidenciaban esta claudicación la existencia de un baño y de luz eléctrica. El primero, una curiosa combinación de dos aseos y cinco lavabos, haría las veces de sala de revelado fotográfico. La única toma eléctrica la proporcionaba un cable muy poco más grueso que el de un prolongador corriente y que conducía hasta un único enchufe situado a dos centímetros del rodapié. Los aparatos del equipo iban a necesitar mucha más potencia que aquello.
– Tendremos que tirar cables desde el sótano hasta aquí arriba -dijo Rudy Dichtl, la más entendida en electricidad-. Voy a ver si encuentro una ferretería.
Decker comentó a Dichtl que había visto una durante su paseo matinal y, aunque no estaba seguro de la dirección exacta, se ofreció a intentar dar con ella de nuevo.
– Genial -dijo Dichtl-. Si tienen lo que necesitamos, me vendrá bien un poco de ayuda para traerlo todo hasta aquí.
Los dos días que siguieron no se pudieron dedicar a otra cosa que a hacer turismo. A pesar de los desvelos del padre Rinaldi, la aduana de Milán se negó a liberar el equipo. Decker aprovechó el paréntesis para conocer a otros miembros del grupo. Su intención era mostrarse simpático y recopilar información para la serie de artículos que tenía planeado escribir. Todos hablaban con franqueza sobre la Sábana y sobre cómo habían acabado formando parte de la expedición. Decker confiaba en poder vender la historia a las agencias de noticias. Ésta era una exclusiva que impulsaría su carrera como ninguna otra.
Pero todo dependía de que la aduana les devolviera el equipo, y ya habían esperado suficiente. Si Milán no liberaba pronto el equipo, la expedición sí que iba a resultar inútil del todo. Cuando el miércoles por la mañana llegó el padre Rinaldi para informar sobre sus progresos, Decker le estaba esperando en el vestíbulo.
– ¿Ha habido suerte, padre? -le preguntó Decker.
– No -contestó el cura.
– Bueno -dijo Decker-, me parece que sé cómo salir del atolladero.
– Adelante, adelante -le animó Rinaldi.
– Bien, puede que no sea la forma que tienen ustedes de hacer las cosas pero, como sabe, Turín está ahora mismo repleto de periodistas cubriendo la exposición de la Sábana. Si celebrara una conferencia de prensa para anunciar que no podemos realizar la investigación porque un puñado de estúpidos burócratas se niega a entregarnos el equipo, estoy convencido de que pondría en un serio aprieto a nuestros amigos de la aduana.
En ese momento se unieron a ellos en el vestíbulo del hotel Eric Jumper y John Jackson.
– Hágase como se haga -continuó Decker-, me apuesto lo que quiera a que esa gente le entrega el equipo si les saca un poco los colores.
Después de discutirlo, Rinaldi, Jackson y Jumper reconocieron el mérito de la idea pero optaron por una vía menos agresiva. Rinaldi telefoneó al ministro de Comercio en Roma y le explicó con todo lujo de detalles cómo iba a resultarle imposible a los científicos americanos realizar la investigación si no se solucionaba el problema y se procedía a la inmediata devolución del equipo. No había duda de que la noticia iba a interesar mucho a la prensa internacional, que con toda probabilidad acusaría al ministro de Comercio como último responsable del fracaso del examen científico del Sudario de Turín. El ministro dejó a Rinaldi esperando al teléfono durante unos cinco minutos; era evidente que la amenaza había surtido su efecto. Cuando regresó, aceptaba que el equipo fuera transportado a Turín.
El camión con el equipo llegó por fin al palacio la tarde del viernes, cinco días más tarde de lo previsto. No había carretillas elevadoras, así que hubo que recurrir a la fuerza bruta del grupo para descargar del camión las casi ocho toneladas de equipo distribuidas en ochenta grandes cajas y subirlas los dos largos tramos de escalera hasta los apartamentos del príncipe. Recuperado el aliento, se pusieron manos a la obra abriendo cajones y desembalando el equipo. La exhibición al público de la Sábana pronto llegaría a su fin y ésta pasaría a la sala de examen a última hora del domingo. Los siete días de preparativos se habían visto reducidos a dos, por lo que el equipo tuvo que trabajar sin descanso durante las siguientes cincuenta y seis horas.
Mientras que para algunas pruebas se iba a necesitar mucha luz, otras debían practicarse en absoluta oscuridad. Lo primero era sencillo, pero para lo segundo tendrían que sellar las ventanas de tres por dos metros con gruesas láminas de plástico. Para las puertas había que fabricar tramas como laberintos de plástico negro que impidiesen que la luz se colara por las ranuras. La mesa de examen se montó en la sala de la Sábana y las estancias anejas se emplearon para probar y calibrar el material científico. El aseo, la única habitación con agua, fue transformado en sala oscura para el revelado de rayos X y otras fotografías. El material dañado en el traslado hubo que repararlo allí mismo con piezas de repuesto traídas desde EE UU o se sustituyó por material conseguido en la zona y adaptado a las necesidades de los experimentos. En los días que siguieron, el grupo tuvo que arreglárselas como pudo en más de una ocasión.
Por fin, hacia la medianoche del domingo, alguien en la sala dijo: «Ahí viene».
Monseñor Cottino, el representante del cardenal arzobispo de Turín, entró en la sala de examen con un séquito de doce hombres que portaban una plancha de madera contrachapada de dos centímetros de grosor, un metro de ancho y cinco de largo. Sobre el contrachapado, una pieza de preciosa seda roja cubría y protegía la Sábana. Acompañaban a aquellos hombres siete monjas clarisas, la más mayor de las cuales comenzó a retirar muy lentamente la seda mientras ellos se colocaban la plancha a la altura de la cintura. La mesa de examen, que se podía girar noventa grados a la derecha o a la izquierda, descansaba paralela al suelo a la espera del traspaso de la Sábana.
En la sala se hizo un profundo silencio cuando se procedió a retirar con sumo cuidado la seda y empezó a aparecer debajo un lienzo de lino amarillento tejido en espiga. Decker esperaba el momento en que se retirara esta segunda tela protectora, pero poco a poco se dio cuenta de que aquello no era un lienzo protector. Era la Sábana. Forzó la vista y observó con detenimiento la tela, sin apenas distinguir en ella nada parecido a la imagen de un hombre crucificado. Uno de los rasgos más curiosos de la Sábana es que cuando se observa de cerca, la imagen parece fundirse con el fondo. Lo mismo ocurre si el observador se aparta unos metros. La distancia óptima para contemplar la imagen es de unos dos metros, y Decker estaba mucho más cerca. También había esperado que la imagen se pareciera a las fotografías de la Sábana. Pero la mayoría de estas fotografías son negativos que, al ser la propia Sábana una especie de negativo fotográfico, proporcionan una imagen mucho más clara que la que se advierte a simple vista.
Decker se sintió desfallecer. La decepción y el peso de muchas horas sin dormir se le vinieron encima como un jarro de agua fría. Semejante desilusión también le cogió por sorpresa. Aun cuando estaba convencido de que la Sábana era un fraude, descubrió que desde el punto de vista emocional había esperado sentir algo especial; cierta proximidad a Dios, reverencia, puede que incluso un poco de aquella extraña emoción religiosa que le invadía a menudo al contemplar una vidriera. Pero en vez de todo aquello, acababa de confundir la Sábana con un trapo protector.
Se apartó de la Sábana. Para su sorpresa, la imagen se tornó mucho más clara. Por un momento se meció hacia delante y hacia detrás, observando aquel extraño fenómeno que hacía aparecer y desaparecer ante sus ojos la imagen de la Sábana. Aquello disparó su curiosidad. Era extraño que el pintor de la imagen hubiese querido que costara tanto verla. Es más, le resultaba una hazaña casi imposible si no era con un pincel de dos metros que le permitiera ver lo que estaba pintando.
Si había algo por lo que Decker era capaz de sacar fuerzas de flaqueza, era por curiosidad. La falta de sueño pasó a un segundo plano y le invadió una necesidad urgente de comprender aquel rompecabezas. Observó cómo monseñor Cottino caminaba alrededor de la Sábana y se detenía casi a cada paso para retirar las chinchetas que aseguraban la Sábana al contrachapado. Chinchetas oxidadas y viejas que habían dejado una huella herrumbrosa en el lienzo. Tantos cálculos y esfuerzos destinados a que ni la más mínima partícula pudiera contaminar la Sábana, y ahora parecía que los siglos, tal vez milenios, que les habían precedido habían sido mucho menos considerados.
Durante las ciento veinte horas que se les concedieron, el grupo norteamericano trabajó simultáneamente en tres grupos, dos a los extremos de la Sábana y otro en el centro. El chasquido de los obturadores de las cámaras componía una música de fondo constante al inmortalizarse cada una de las intervenciones con la toma de fotografías y grabaciones de audio. A pesar de las horas de sueño perdidas, muy pocos durmieron más de dos o tres horas diarias durante los cinco días siguientes. Los que no estaban participando en un proyecto en particular permanecían cerca para echar una mano o simplemente para observar.
Cuando llevaban treinta y seis horas de trabajo y el equipo compuesto por el matrimonio Gilbert estaba practicando sobre la Sábana una espectroscopia de reflexión -método por el que la luz reflejada revela la estructura química-, ocurrió algo insólito. Roger y Mary habían empezado por los pies y avanzaban cuerpo arriba obteniendo espectros sucesivos. Al pasar del pie al tobillo, el espectro saltó drásticamente.
– ¿Cómo puede la misma imagen dar espectros diferentes? -preguntó Eric Jumper a los Gilbert. Ninguno parecía tener respuesta, así que prosiguieron con la prueba. Al mover el espectroscopio sobre las piernas, la lectura permaneció constante. Todo era igual excepto la imagen de los pies, y en particular la de los talones.
Jumper abandonó la sala de la Sábana y encontró a Sam Pellicori en una sala contigua, donde intentaba dormir en un catre.
– ¡Sam! ¡Despierta! -le dijo-. Os necesito a ti y a tu microscopio de gran aumento en la sala de la Sábana de inmediato.
Pellicori y Jumper colocaron el microscopio sobre la Sábana y lo deslizaron hacia abajo hasta que estuvo justo sobre el talón. Pellicori enfocó, cambió la lente, enfocó de nuevo y observó el talón de la imagen de la Sábana sin decir palabra.
– Suciedad -dijo secamente tras una larga pausa.
– ¿Suciedad? -preguntó Jumper-. Déjame echar un vistazo.
Jumper miró por el objetivo y volvió a enfocar.
– Pues sí que es suciedad -dijo-. Pero ¿por qué?
Decker observaba mientras el profesor Goodman examinaba el talón y llegaba a la misma conclusión.
Ninguno encontraba explicación para aquello.
Cuando entró el siguiente turno de científicos, se celebró una reunión de puesta en común para repasar lo hecho hasta entonces, establecer prioridades y decidir qué dirección seguir durante la siguiente tanda de experimentos.
– Bien -empezó Jumper-. He aquí lo que sabemos hasta ahora. Las imágenes del cuerpo son de color amarillo paja y no de color sepia, como indicaban las descripciones hechas hasta ahora. El color sólo está presente en la corona de las microfibras de los hilos y no varía de manera relevante en ningún punto de la Sábana, ni en tonalidad ni en intensidad. Allí donde se entrecruzan las fibras, la fibra inferior no se ve afectada por el color.
»Las microfibras amarillas no muestran señales de capilaridad o de manchado, lo que indica que no se empleó líquido alguno para crear la imagen; esto descarta la pintura. Es más, no se aprecia adherencia, efecto menisco o enmarañado entre las fibras, lo que también elimina cualquier clase de pintura líquida. En las zonas aparentemente manchadas de sangre, las fibras están claramente enmarañadas y hay señales de capilaridad, como ocurriría ante la presencia de sangre.
– ¿Y qué hay de los pies? -preguntó uno de los científicos.
Jumper explicó a los que acababan de entrar en el nuevo turno lo ocurrido con la prueba de la espectroscopia de reflexión.
– Pues claro que hay suciedad -dijo una de las mujeres del equipo una vez Jumper hubo concluido la explicación-. ¿Qué otra cosa iba a haber en la planta de los pies?
– Exacto -dijo Jumper-, pero eso significa admitir que se trata de la imagen auténtica de un hombre crucificado que de alguna manera se ha transferido al lienzo.
Personalmente, Jumper no descartaba aquella posibilidad, pero sabía que no era muy ortodoxo comenzar una investigación científica dando algo por sentado.
Con todo, cada vez era más difícil negar la obviedad, puesto que no sólo había suciedad en el talón, sino que la cantidad de suciedad era tan minúscula que era imperceptible a primera vista. Por tanto, si la Sábana era un fraude, resultaba cuando menos curioso que el falsificador se hubiese molestado en añadir a la imagen una suciedad que nadie podía ver. La cuestión permanecería sin resolver.
Cuando se deshizo la reunión, Goodman, todavía el más escéptico del grupo, comentó: «Bueno, si se trata de una falsificación, es buena de verdad». A Decker le asombró la tremenda concesión que con aquel si hacía el profesor.
Decker llevaba tres días y medio sin dormir y decidió que era hora de regresar al hotel, pero antes de retirarse se sentó en el vestíbulo con Roger Harris, Susan Chon y Joshua Rosen para relajarse ante una taza de café bien cargada de licor de crema irlandés que removió con lentitud. Decker apenas contemplaba ya la posibilidad de entrevistar a nadie. Durante los últimos tres días el periodista había dejado que el miembro del equipo le comiera terreno en su interior, pero, como siempre, seguía elaborando pequeñas reseñas mentales.
Uno de sus compañeros, el doctor Joshua Rosen, era físico nuclear del Lawrence Livermore National Laboratory, donde trabajaba para el Pentágono realizando investigaciones sobre tecnología láser y haces de partículas. Rosen era uno de los cuatro miembros judíos del equipo y Decker no se pudo resistir a la tentación de preguntarle sobre lo que sentía al examinar una reliquia cristiana.
Rosen sonrió.
– Si no estuviera tan cansado, me explayaría durante un buen rato -dijo-. Pero si de verdad buscas una respuesta, tendrás que preguntarle a cualquiera de los otros miembros judíos del equipo.
– ¿No tiene una opinión? -insistió Decker.
– La tengo, pero no estoy cualificado para contestar a tu pregunta -Rosen hizo una pausa y Decker arrugó la frente perplejo-. Soy mesiánico -aclaró Rosen, pero Decker seguía sin comprender-. Judío cristiano -explicó Rosen.
– Ah -dijo Decker-, no es cosa de hace un par de días, ¿no?
Rosen se rió entre dientes.
Roger Harris, demasiado cansado para hablar, apenas logró tragar un sorbo de café antes de unirse a Rosen con una carcajada. El comentario de Decker no había sido tan gracioso, pero el gesto de dolor en el rostro de Roger provocó una risilla entrecortada en Susan Chon, y pronto los cuatro miembros del equipo, agotados y aturdidos como estaban, reían sin control, avivando la risa en los otros ante la incapacidad de detenerse.
En el otro extremo del comedor, sentada a una mesa donde descansaban los restos de una taza de té con aspecto de llevar vacía un tiempo y de un bollo sin terminar, había una mujer; llevaba allí desde antes de que Decker y los otros hicieran su entrada. Sus manos estiraban de un lado a otro una servilleta roja del hotel. Todo el rato había estado observando a Decker y los otros miembros del equipo, intentando reunir el valor necesario para acercarse a la mesa. Aquella risa les tornó en seres más accesibles y humanos y la naturaleza contagiosa de ésta pareció aliviarla de su desazón. Se levantó y con pasos lentos pero decisivos se acercó hasta ellos.
– ¿Son ustedes los americanos? -preguntó cuando la risa amainaba.
– Sí -contestó Joshua Rosen.
– ¿Van con los científicos que están examinando la Sábana?
Decker pudo leer en el rostro de la mujer las huellas de la preocupación; en sus ojos pudo adivinar la presencia de lágrimas contenidas.
– Así es -contestó-. Estamos examinando la Sábana. ¿Puedo hacer algo por usted?
– Mi hijo, tiene cuatro años, está muy enfermo. Los médicos dicen que no vivirá más de unos meses. Sólo les pido que me dejen llevar unas flores a la Sábana como ofrenda a Jesús.
Ninguno de los que estaban sentados a la mesa había conciliado doce horas de sueño en los últimos cuatro días y Decker sintió que a las lágrimas de risa se unían las de la compasión por la desdicha de aquella mujer y su modesta petición. Todos estuvieron de acuerdo en ayudarla, pero Rosen fue el primero que ofreció un plan. Era imposible que la mujer llevara personalmente las flores a la Sábana. Pero se ofreció a llevarlas él personalmente ante la Sábana si las traía al palacio hacia la una.
Una vez en su habitación, Decker se durmió enseguida. Despertó totalmente descansado después de catorce horas de sueño, a mediodía del día siguiente. Cuando llegó al palacio una hora después, encontró a Rosen hablando con la mujer del hotel. Decker pudo apreciar que el velo de angustia que había cubierto su rostro la noche antes había sido reemplazado por una apacible mirada de esperanza. Al irse, sonrió a Decker agradecida.
Rosen había empezado a subir las escaleras con el jarrón de flores recién cortadas, pero al ver a Decker se volvió para esperarle.
– Bonito, ¿eh? -comentó Rosen.
– Bonito, sí -contestó Decker. Pero no pudo evitar preguntarse qué ocurriría con la mujer si moría su hijo.