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El vsiir subió por accidente a la nave que se dirigía a la Tierra. Desde luego, su intención no era tomarse unas vacaciones en un planeta tan húmedo y tristón como la Tierra, pero estaba en su fase de metamorfosis, sufriendo ese período de cambios faltos de disciplina que se inician al llegar el invierno, y tan avanzado en el espectro que los ojos terrestres no podían verle. Claro que un observador realmente adiestrado habría podido observar una pequeña mota púrpura y deslizante que parpadeaba de vez en cuando, una especie de ronquido cuando el vsiir salía por algún momento del ultravioleta, aunque para eso debería saber dónde y cuándo mirar. El miembro de la tripulación responsable de la entrada del vsiir en la nave jamás consideró siquiera la posibilidad de que algo invisible estuviera durmiendo sobre una de las cajas del cargamento que era introducido en la bodega. Se limitó a pasar junto a la fila de cajas, asegurar los nudos de los flotadores de cada una! hacerlas resbalar por el pozo de gravedad que llevaba a la abertura. La quinta caja que entró era la que el vsiir había elegido para echar una siesta. El astronauta ignoraba que concedía un viaje gratis a la Tierra a un organismo extraño. Tampoco lo supo el vsiir hasta que la bodega fue sellada y una atmósfera de oxígeno y nitrógeno empezó a sisear desde los ventiladores. No eran los gases que él solía respirar pero, como estaba en la época de la metamorfosis, pudo adaptarse rápidamente y sin molestias a los vapores amargos que se introducían en sus células metabólicas. El paso siguiente fue disponer una especie de cuadro del espectro completo a fin de conocer lo que le rodeaba. Al cabo de unos minutos el vsiir era consciente de que:
a) Se hallaba en un lugar grande y oscuro en el que había muchas cajas llenas de productos minerales y vegetales de su mundo, especialmente ramas del árbol de fuego verde, pero también algunas otras cosas cuyo valor resultaba incomprensible a un vsiir.
b) Que un muro doble de metal curvado rodeaba el lugar.
c) Que más allá de este muro había una zona carente de atmósfera, tal como la que se encuentra entre un planeta y otro.
d) Que todo este sistema cerrado sufría aceleración.
e) Que, en consecuencia, se trataba de una nave espacial que rápidamente se alejaba del mundo de los vsiirs, que ya estaba a una distancia de diez diámetros planetarios, y que la separación crecía por segundos de modo alarmante.
f) Que seria imposible, incluso para un vsiir en estado de metamorfosis, escapar de la nave una vez llegado a este punto.
g) Y que, a menos que lograra persuadir a los tripulantes de la nave para que se detuvieran y retrocedieran, se vería obligado a sufrir un viaje largo y molesto a un mundo extraño y probablemente odioso, donde la vida sería por lo menos inconveniente y podía suponer grandes peligros. Se hallaría penosamente separado del ritmo de su propia civilización, se perdería el Festival de los Cambios, se perdería el Santo Eclipse, no podría tomar parte en la siguiente Marea de Primavera, y sufriría de mil modos horribles.
Había seis humanos a bordo de la nave. Extendiendo sus perceptores, el vsiir trató de llegar a sus mentes. Aunque los humanos llevaban va muchos años acudiendo a su planeta, jamás se había preocupado por establecer contacto con ellos. Pero es que antes no se había visto nunca en tan grave problema. Envió un nebuloso tentáculo de pensamiento a registrar los corredores, buscando huellas de inteligencia humana. ¿Aquí? Un resplandor de actividad eléctrica en una esfera de hueso: una mente. ¡Una mente! Y una mente ocupada. Pero rodeada por un muro, al parecer. El vsiir trató de traspasarlo y fue rechazado. Lo cual le resultó turbador y le asustó ¿Qué clase de seres eran estos cuyas mentes estaban cerradas al contacto normal? El vsiir continuó buscando por toda la nave. Otra mente. Y también cerrada. Y otra. Y otra. El vsiir sintió que le invadía el pánico. Su mente tembló, sus radiaciones de energía bajaron más aún en el espectro visible; luego se agitaron nerviosamente hacia ondas mucho más cortas. Incluso su forma física experimentó una serie de metamorfosis involuntarias, rápidas, con gran apuro por su parte. No recuperó el control de su cuerpo hasta haber pasado de esférico a cúbico, y luego a caótico, y hasta haberse convertido en una fina red de tentáculos fibrosos, unidos solamente por la fuerza pulsadora del ego. Se obligó con firmeza a volver a la forma esférica y reanudó la búsqueda por la nave, advirtiendo con gran consternación que, para entonces, su mundo nativo se hallaba ya a media unidad estelar de distancia. No le quedaban esperanzas, pero siguió insistiendo en tantear las mentes de los tripulantes, aunque sólo fuera para agotar todas las posibilidades. Sin embargo, aunque estableciera contacto, ¿cómo podría comunicar la naturaleza de su problema? Y aun en el caso de comunicarla, ¿por qué iban a estar dispuestos los humanos a ayudarle? No obstante, siguió buscando por la nave, y…
¡La había encontrado! ¡Una mente abierta! No había muros en absoluto. ¡Un verdadero milagro! El vsiir se apresuró a establecer el contacto íntimo, abrumado por el gozo de la sorpresa, explicando a toda prisa su problema:
—Por favor, escúchenle. Desdichadamente, un organismo no humano se ha introducido de manera accidental en esta nave durante la carga. Está metabólica y psicológicamente inadecuado para la vida prolongada en la Tierra. Se disculpa por las molestias que pueda ocasionar y desea un pronto regreso a su hogar, al planeta que dejamos atrás; lamenta los trastornos en el plan de vuelo de la nave, pero confía en que no será imposible concederle este gran favor. ¿Comprende mi mensaje? Desdichadamente, un organismo no humano se ha introducido de manera accidental…
El teniente Falkirk disfrutaba de su primer período de sueño después del despegue. Se lo había merecido. Se había agotado vigilando las mercancías durante la operación de carga, asegurando los nudos de los flotadores de cada caja y pasando la información de tránsito a la computadora. Ahora que la nave circulaba ya por el espacio, podría disfrutar de algún descanso, mientras el resto de la tripulación se ocupaba de las tareas de vuelo. Así que, tan pronto como estuvieron en camino, se instaló para seis horas en su litera. Bajo él, los seis aspiradores de gravedad giraron en torno a sus ejes, anulando la inercia e intensificando la aceleración, y la nave se lanzó hacia la Tierra a una velocidad que alcanzaría el nivel galáctico antes de que Falkirk se despertara. Se hundió en la somnolencia. Un buen viaje. Suficiente madera de fuego verde en la bodega para que la Tierra venciera una docena de ataques de la plaga molecular y, además, muchas otras medicinas en potencia, junto con una gran cantidad de muestras minerales interesantes, y… Falkirk se quedó dormido. Durante media hora, disfrutó de un dulce sueño, la mente libre, el cuerpo relajado.
Hasta que una pesadilla espantosa se introdujo en su cerebro.
Una luz de un púrpura intenso, cálida y sombría. Algo resbaladizo que tantea los bordes de su cerebro. Él yace sobre una losa blanca, en un desierto requemado… Incapaz de moverse… Cada vez le resulta más difícil respirar. La gravedad… Una tensión terrible, que le destroza, descoyuntándole los huesos. Figuras encapuchadas que se mueven en torno a él, le señalan, se ríen, intercambian confusos comentarios en un idioma desconocido. Su piel se funde y adopta una nueva textura; púas de erizo brotan en el interior de su cuerpo, como si quisieran atravesarlo para salir al exterior, desgarrando todos los poros. Y puntos de ignición en todo su ser. Una mano fina y escarlata, con los dedos engarfiados como garras, se abre ante su rostro. Arañando, arañando, arañando. La sangre corre ya entre las púas, espesa, turbia. Tiembla, lucha por incorporarse… Alza una mano que deja restos de carne estremecida adheridos a la losa… Se incorpora…
Y se despierta temblando, gritando.
El aullido de Falkirk resonaba aún en sus propios oídos cuando sus ojos se acomodaron a la luz. El capitán Rodríguez le sacudía, sujetándole por los hombros:
—¿Te encuentras bien?
Falkirk intentó contestar. No le salían las palabras. Un shock alucinatorio, se dijo, mientras parte de su mente trataba de convencer a la otra parte de que el sueño había terminado. Estaba adiestrado para enfrentarse a una crisis. Como estaba ordenado, inició rápidamente la cuenta atrás hasta calmarse, aunque todavía temblaba fuertemente.
—Una pesadilla —dijo con voz ronca—. ¡Qué locura! Jamás tuve un sueño de tal intensidad.
Rodríguez se relajó. Indudablemente, no había que preocuparse demasiado por una simple pesadilla.
—¿Quieres una pastilla?
—Me las arreglaré, gracias —respondió Falkirk, denegando con la cabeza.
Pero el impacto del sueño perduraba. Pasó más de una hora antes de que se durmiera de nuevo, y entonces cayó en un sueño inquieto y ligero, como si la mente se mantuviera en guardia contra un nuevo ataque de aquellas fantasías horribles. Quince minutos antes del despertar programado, un aullido horrible al otro extremo del camarote le arrancó de su sueño.
El capitán Rodríguez tenía una pesadilla.
Naturalmente, cuando la nave llegó a la Tierra, un mes más tarde, se vio sometida al proceso habitual de descontaminación antes de que nadie o nada de lo que se encontraba a bordo saliera del puerto espacial. El casco exterior fue lavado a presión, a fin de atrapar y aniquilar cualquier microorganismo que pudiera haberse fijado allí en otro mundo; los miembros de la tripulación salieron por el túnel de seguridad y fueron directamente a la cámara de cuarentena, sin quedar expuestos al aire; la atmósfera de la nave fue enviada a cámaras aisladas, donde se efectuó una depuración total, y el interior de la nave se sometió a una esterilización de seis fases, comenzando con quince minutos de vacío y terminando con una hora de bombardeo de neutrones.
Todo este proceso supuso graves inconvenientes para el vsiir. Estaba ya al final de su fase de energía, debido principalmente a las repetidas desilusiones que había sufrido en sus intentos por comunicarse con los seis humanos. Ahora se vio forzado a adaptarse a una variedad de ambientes desagradables, sin la oportunidad de descansar entre los cambios. Incluso el organismo más adaptable llega a cansarse. Cuando el equipo de descontaminación del puerto espacial se mostró dispuesto a certificar que la nave se hallaba totalmente libre de formas de vida extraña, el vsiir estaba realmente muy, muy agotado.
La atmósfera de oxígeno y nitrógeno entró de nuevo en la bodega. El vsiir la encontró muy grata, al menos en contraste con todo lo que le habían echado encima. Se abrió la puerta; los estibadores empezaron a colocar las cajas de la carga a fin de enviarlas a través del campo hasta la cúpula de distribución. El vsiir aprovechó la ocasión para emitir algunos tentáculos en forma de patas y trepar fuera de la nave. Se encontró en una amplia faja de cemento, bordeada por enormes edificios. Un sol amarillo brillaba en un cielo azul. Los infrarrojos se abatían sobre todo el lugar, pero el vsiir procedió a unos cambios rápidos para desviar el exceso. También compensó de inmediato la marea de hidrocarbonos de la atmósfera, el terrible nivel de ruido y la impresión de nostalgia que amenazó de pronto su estabilidad orgánica a la primera visión de este mundo extraño y descorazonador. ¿Cómo llegar de nuevo a casa? ¿Cómo establecer contacto siquiera? El vsiir no sentía a su alrededor más que mentes cerradas, selladas como semillas en su cáscara. Cierto que de vez en cuando se abrían las mentes de esos humanos, pero incluso entonces parecían poco dispuestos a dejar pasar el mensaje del vsiir.
Quizá fuera diferente aquí. Quizás aquellos seis eran malos receptores, por la razón que fuera, y en este lugar habría disponibles mentes más receptivas. Quizá. Quizá. Próximo a la desesperación, el vsiir se apresuró por el campo y se introdujo en el primer edificio en el que sintió mentes abiertas. Había cientos de humanos allí, ocupando distintos niveles, y mentes abiertas por todas partes. El vsiir localizó la más próxima y, con cierta preocupación, anhelo y esperanza, trató de establecer conexión entre su mente y la del humano:
—Por favor, escuche. No quiero hacerle daño. Soy un organismo no humano llegado a su planeta en penosas circunstancias y que sólo desea regresar a su propio mundo…
El ala de enfermos cardíacos del hospital del Puerto Espacial, en Long Island, se hallaba en la planta baja, en la parte de atrás, donde era posible someter a los pacientes a terapias de flotadores sin trastornar el equilibrio gravitacional del resto del edificio. Como siempre, el hospital estaba lleno —constantemente llegaba más gente en las naves-ambulancia y, por su propia seguridad, la mayoría eran hospitalizados en el mismo puerto espacial—, y el ala de los cardíacos se encontraba más que abarrotada. En ese momento había una docena de infartos esperando el trasplante, nueve trasplantes en recuperación, cinco coronarias en estado de emergencia, tres proyectos de regeneración de ventrículo, un trabajo de corrección de aorta y nueve o diez casos más. La mayoría de los pacientes eran mantenidos en flotación, con el fin de reducir la tensión gravitacional en sus tejidos dañados, a excepción de los casos de trasplante, que se sometían a la gravedad total normal en la Tierra para que sus nuevos corazones adquirieran la resistencia y firmeza adecuadas. El hospital tenía una magnífica reputación, uno de los índices de mortalidad más bajos del hemisferio.
La pérdida de dos pacientes en una misma mañana supuso un shock para todo el personal.
A las 9.17 se encendió la luz roja en el monitor de la señora Maldonado, de ochenta y siete años, en estado de postrasplante y que hasta entonces había ido muy bien. Se le había presentado una endocarditis aguda al regreso de un viaje al sistema Júpiter. A su edad, no tenía vitalidad suficiente para resistir el lento proceso de desarrollo de un corazón nuevo mediante punzón genético, por lo que le habían hecho un trasplante sintético y, durante dos semanas, todo había salido muy bien. De pronto, sin embargo, el Centro de Control del hospital empezó a recibir una horrible serie de informes por telemetría desde el lecho de la señora Maldonado: acción de la válvula: cero; tensión: cero; respiración: cero; pulso: cero… Todo cero, cero, cero. La cinta del electroencefalograma reflejó una sacudida violenta —como si hubiera recibido un shock brusco e intenso—, seguida de un minuto o dos de acción irregular y, a continuación, el fin de la actividad cerebral. Mucho antes de que ningún miembro del personal del hospital llegara hasta su cama, el equipo automático de reanimación, tanto químico como eléctrico, se había hecho cargo de la paciente. Pero ya no tenía salvación. Una hemorragia cerebral, que llegó sin el menor aviso, había causado un daño irreversible.
A las 9.28 tuvo lugar la segunda pérdida: el señor Guinness, de cincuenta y un años, tres días después de la operación de una embolia coronaria. La misma secuencia de acontecimientos. Una brusca sacudida del sistema nervioso, una respuesta psicológica inmediata y fatal. Proceso de resucitación: negativo. Nadie entre el personal podía ofrecer una explicación plausible para la muerte de el señor Guinness. Como la señora Maldonado, también él había estado durmiendo pacíficamente, con todos los signos vitales inalterados, hasta el momento del ataque fatal.
—Como si alguien se les hubiera acercado y les hubiera chillado ¡uh! al oído… —murmuró un doctor, desconcertado ante los gráficos, y señaló la alterada línea del EEG—. O como si hubieran sufrido una pesadilla terriblemente vívida, con una sobrecarga sensorial insoportable. Pero no hubo el menor ruido en la sala. Y las pesadillas no son contagiosas.
El doctor Peter Mookherji, residente de neuropatología, empezaba su visita matinal por el sexto nivel del hospital cuando la voz suave del microrreceptor unido a su oreja izquierda le pidió que se presentara inmediatamente en el edificio de Cuarentena. El doctor Mookherji protestó:
—¿No pueden esperar? Este es el momento más ocupado del día y…
—Se le ordena que venga en seguida.
—Mire, tengo una chica en coma, que ha de recibir su sesión de teleterapia dentro de quince minutos y que espera verme antes. Soy su única relación con el mundo. Si no estoy allí cuando…
—Se le ordena que venga en seguida, doctor Mookherji.
—¿Por qué los de Cuarentena necesitan un neuropatólogo con tanta prisa? Déjenme al menos que me ocupe de la chica y, dentro de cuarenta y cinco minutos, podré…
—Doctor Mookherji…
Era inútil discutir con una máquina. Mookherji trató de dominar su genio. El genio fuerte constituía un rasgo típico en su familia, junto con el gusto por las salsas picantes y el talento para la telepatía. Gruñendo, cogió un comunicador de datos, se identificó y pidió al Centro de Control del hospital que volviera a programar todo su horario de la mañana.
—Intercalen un retraso de media hora como sea —dijo—. No puedo evitarlo… Arréglenlo como puedan. Me han pedido que vaya a Cuarentena.
La computadora fue lo bastante amable como para tener un vehículo esperándole cuando salió del hospital. Le llevó a toda velocidad a través del puerto espacial hasta el edificio de Cuarentena, en sólo tres minutos. Sin embargo, seguía furioso cuando llegó allí. El radar de la puerta comprobó su tarjeta de identificación, y uno de los innumerables altavoces del Centro de Control le anunció solemnemente:
—Se le espera en la habitación 403, doctor Mookherji.
La habitación 403 resultó ser una oficina para interrogatorios compuesta de dos sectores. El de la parte trasera estaba unido al Centro de Cuarentena; el sector frontal pertenecía a la parte del edificio abierta al acceso público, con un espeso tabique de cristal entre ambos. Seis astronautas de aspecto agotado estaban tumbados en camas plegables tras el tabique, mientras que tres miembros del personal de Cuarentena se paseaban inquietos por la parte frontal. La irritación de Mookherji se calmó al comprobar que uno de estos últimos era un antiguo amigo suyo de la Facultad de Medicina, Lee Nakadai. El japonés, un hombrecillo delgado, tenía veintinueve años, uno más que Mookherji. Solían reunirse de vez en cuando para almorzar en la administración del puerto espacial y, a principios de año, habían salido con un par de gemelas filipinas, pero la urgencia del trabajo los había mantenido separados durante meses. Nakadai fue directamente al grano:
—Pete, ¿has oído hablar alguna vez de una epidemia de pesadillas?
—¿Qué?
Señalando a los hombres tras el tabique de cuarentena, Nakadai continuó: