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Se dispuso a establecer contacto. No había nada fácil ni automático en su telepatía. «Leer» en la mente de los demás era un trabajo agotador para él, tan difícil y cansado como participar en una carrera a campo traviesa o como memorizar un largo fragmento de Hamlet. A pesar de los temores de los legos, carecía de facultades para curiosear los pensamientos íntimos de nadie mediante una mirada casual. Para introducirse en otra mente, tenía que pasar por un complicado proceso de preparación y búsqueda. E incluso así, era muy lento en captar «la longitud de onda» de cualquiera, de modo que sólo al noveno o décimo intento obtenía cierta información coherente. Tal don había pervivido en la familia Mookherji durante una docena de generaciones al menos, favorecida por matrimonios muy bien planeados y encaminados a conservar esos genes preciosos. Él era más apto que cualquiera de sus antepasados. Sin embargo, tal vez se necesitara aún otro par de siglos de Mookherjis para producir un telépata realmente potente. Pero al menos él podía hacer buen uso de ese talento para el contacto mental. Sabía que muchos miembros de su familia, en épocas anteriores, se habían visto obligados a ocultar ese don a sus vecinos, allá en la India, para no verse equiparados con los vampiros y los hombres lobo y arrojados de la sociedad.
Colocó suavemente su mano morena sobre la muñeca pálida de Satina. El contacto físico era necesario para alcanzar la unión mental. Se concentró en llegar a ella. Después de meses de telepatía, la mente de la muchacha se había vuelto sensible a la suya, de modo que podía saltarse los pasos intermedios y, una vez recalentado, sumergirse directamente en su alma turbada. Tenía los ojos cerrados. Veía ante él una neblina gris perla: la mente de Satina. Se introdujo en ella con facilidad. De la profundidad del espíritu de la muchacha, surgió una pregunta:
—¿Quién es? ¿Doctor?
—Sí, soy yo. ¿Cómo estás hoy, Satina?
—Bien, muy bien.
—¿Has dormido bien?
—Hay tanta calma aquí, doctor…
—Sí, si, me lo imagino. Pero deberías ver lo que hay aquí. Un día maravilloso de verano. El sol en el cielo azul. Un día perfecto para ir a tomar un baño. ¿Qué, no te gustaría volver a nadar?
Se concentra con todas sus fuerzas en imágenes acuáticas: una fría corriente montañosa, un lago profundo en la base de una hermosa catarata, el delicioso y repentino sobresalto al hundirse en ella, las gotas cristalinas sobre la piel cálida, la risa de los amigos, el rumor de las potentes brazadas que la llevarían a la costa lejana…
—Prefiero seguir donde estoy —le dice ella.
—¿Tal vez te gustaría más volar?
Evoca las sensaciones del vuelo libre. Un flotador sujeto a su cintura la eleva serenamente a una altitud de trescientos metros. Va volando sobre campos y valles, sus amigos tras ella, el cuerpo totalmente relajado, sin peso, alzándose hasta que el terreno es como un tablero de ajedrez de marrones y verdes, mirando las casitas allá abajo, los coches tan graciosos, cruzando primero un lago de plata y luego un bosque sombrío de espesura. O simplemente tumbada de espaldas con las piernas cruzadas, las manos tras la nuca, el sol en las mejillas, a noventa metros de altura, sin nada bajo ella…
Pero Satina no acepta ese gambito. Prefiere quedarse donde está. La tentación de flotar no es lo bastante fuerte.
Mookherji no tiene energía suficiente para un tercer intento por sacarla del coma. Pasa, pues, a una función simplemente médica e intenta localizar la fuente del trauma que la ha aislado del mundo. El miedo, sin duda, y el terrible estallido de la cúpula que significaba el fin de toda seguridad; y la vista de sus padres y hermano muriendo ante sus ojos; y el olor putrefacto de la atmósfera de Titán en la nariz… Todo eso sin duda. Pero la gente se ha repuesto de calamidades aún peores. ¿Por qué insiste ella en retirarse de la vida? ¿Por qué no acepta el terrible pasado y se reconcilia de nuevo con la existencia?
Satina lucha contra el médico. Sus defensas son inexpugnables; no quiere que é intervenga en su mente. Todas las sesiones han terminado del mismo modo: Satina aferrándose a su retiro; Satina bloqueando cualquier intento por liberarla de la prisión que ella misma se ha impuesto. Mookherji sigue esperando que un día bajará la guardia. Pero no será hoy. Cansadamente, se retira del centro de la mente de Satina y le habla desde un nivel más superficial.
—Deberías volver a la escuela, Satina.
—Todavía no. ¡Han sido unas vacaciones tan cortas!
—¿Sabes cuánto tiempo?
—Unas tres semanas, ¿no es cierto?
—Catorce meses ya —le dice.
—Eso es imposible. Salimos hacia Titán hace muy poco, la semana antes de Navidad, y…
—Satina, ¿cuántos años tienes?
—Cumpliré quince en abril.
—Te equivocas —le dice—, ese abril ya ha pasado, y el siguiente también. Cumpliste dieciséis hace dos meses, Satina. Dieciséis.
—No puede ser cierto, doctor. El decimosexto cumpleaños de una chica es algo especial, ¿no lo sabía? Mis padres darán una gran fiesta. Todos mis amigos están invitados. Y habrá una orquesta robot de nueve instrumentos, con sintetizadores, y sé que eso no ha ocurrido aún. Así que, ¿cómo puedo tener dieciséis años?
La reserva de fuerzas de Mookherji está casi agotada. Su señal mental es débil. No halla la energía necesaria para decirle que está bloqueando de nuevo la realidad, que sus padres han muerto, que el tiempo pasa mientras ella sigue allí, que es demasiado tarde para una alegre fiesta por sus dieciséis años.
—Hablaremos de ello… en otro momento, Satina… Yo… te veré… de nuevo… mañana… Mañana… por la mañana.
—¡No se vaya tan pronto, doctor!
Pero él ya no puede sostener el contacto y deja que se rompa.
Soltándole la mano, Mookherji se enderezó, meneando la cabeza. ¡Que pena!, pensó. ¡Qué pena más horrible! Salió de la habitación con las piernas temblorosas y se detuvo un momento en el vestíbulo, apoyándose contra una puerta cerrada y secándose la frente sudorosa. No llegaba a parte alguna con Satina. Después del período inicial, optimista, del contacto, había fallado por completo en la disminución de la intensidad del coma. Ella se había establecido cómodamente en su mundo ilusorio y retirado y, con telepatía o sin ella, no hallaba el modo de liberarla.
Inspiró profundamente. Luchando por rechazar la creciente impresión de tremendo desaliento, se dirigió a la habitación del enfermo siguiente.
La operación iba muy bien. Una docena de estudiantes de medicina de tercer año ocupaban los puestos de observación en la Galería de Cirugía, situada en el tercer piso del Hospital del Puerto Espacial, siguiendo la experta técnica del doctor Hammond mediante la visión directa y la explicación simultánea, microamplificada en sus pantallas individuales. Del paciente, un hombre de casi setenta años, víctima de un tumor cerebral, sólo se veían la cabeza y los hombros, que sobresalían de una cámara de sostén vital. Le habían afeitado el cráneo, sobre el que habían pintado líneas azules y puntos rojos que indicaban los contornos interiores del cerebro, determinados de antemano por el sonar de corto alcance. El cirujano había realizado ya la tarea de colocar en posición el láser que extirparía el tumor.
La parte más difícil había terminado. Sólo restaba poner el láser a toda potencia y enviar el potente y preciso haz luminoso hasta el cerebro del paciente. La cirugía craneal de este tipo no exigía el menor derramamiento de sangre; no había necesidad de cortar la piel y los huesos para exponer el tumor, pues los rayos del láser, calibrados a una millonésima de centímetro, penetrarían por aberturas diminutas y, atacando el tumor desde ángulos diferentes, destruirían la excrescencia maligna sin dañar en absoluto la parte de tejido cerebral sana que la rodeaba. El planeamiento lo era todo en una operación semejante. Una vez determinado el perfil exacto del tumor, y los rayos láser quirúrgicos montados en los ángulos correctos, cualquiera interno podía terminar el trabajo.
Para el doctor Hammond se trataba de un procedimiento de pura rutina. Había hecho cien operaciones del mismo tipo sólo en el año anterior. Dio la señal, el indicador resplandeció sobre el aparato del láser, los estudiantes de la galería se inclinaron ansiosamente hacia adelante…
Y en el preciso instante en que el brillante rayo del láser saltaba hacia la mesa de operaciones, el rostro del paciente anestesiado se contrajo de un modo espantoso, como si un sueño terrible hubiera surgido de las cavernas de la mente drogada del hombre. Se agitaron las aletas de la nariz, se contrajeron sus labios, abrió los ojos de par en par, pareció como si quisiera gritar y se movió convulsivamente, torciendo la cabeza. El láser dio en la sien izquierda del paciente, muy lejos de la delimitada zona del tumor. El lado derecho de su rostro se contrajo, con todos los músculos paralizados. Los estudiantes de medicina se miraron desconcertados. El doctor Hammond, atónito, tuvo la suficiente presencia de ánimo como para apagar el láser con un súbito movimiento de la mano. Después, asiéndose con ambas manos a la mesa de operaciones en su agitación, miró los diales y contadores que le revelaban los detalles de la operación fallida. El tumor seguía intacto, pero un gran sector del cerebro del paciente había quedado destruido.
—¡Imposible! —murmuró Hammond.
¿Qué podía haber obligado a un paciente bajo anestesia a saltar de tal modo?
—¡Imposible, imposible…!
Corrió al extremo de la mesa y comprobó la lectura en la cámara de sostén vital. Ya no era cuestión de si el tumor cerebral podría ser extirpado con éxito. La cuestión inmediata era si el paciente lograría sobrevivir.
A las cuatro de esa tarde, Mookherji había terminado la mayor parte de sus tareas. Había visitado a todos sus pacientes y puesto al día todas sus gráficas; había llevado un resumen de sus diagnósticos a la computadora principal, que era el punto de control central del hospital; incluso tuvo tiempo para tomar un bocado a toda prisa. Como de costumbre, ahora dispondría de las siguientes cuatro horas a su antojo, para regresar a su austera habitación en la residencia de los internos, a un extremo del complejo del puerto espacial, para echar una siesta, dirigirse al Centro de Recreo y jugar un partido de tenis, contemplar el último espectáculo tridimensional o cualquier otra cosa que se le ocurriera. La siguiente ronda de visitas a los pacientes no empezaba hasta las ocho de la noche. Pero hoy no se sentía capaz de relajarse. Le preocupaba aquel asunto de los astronautas en cuarentena. Nakadai le había estado enviando resultados de los tests desde las dos, y ahora va estaban todos introducidos en la computadora terminal de datos de Mookherji. Ninguno de ellos llevaba la nota de urgente; por consiguiente se había limitado a dejar que los informes se fueran acumulando. Sin embargo, intuía que debía de echarles una ojeada. Tocó las teclas de la terminal pidiendo notas, y los resultados de Nakadai empezaron a salir por la ranura.
Mookherji repasó las hojas amarillas. Reflejos; carga de sinapsis; grado de ionización neural; equilibrio endocrinológico; respuesta visual, respiratoria y circulatoria; intercambio molecular cerebral; percepción sensorial; electroencefalogramas aumentados y reducidos al mínimo… No, no había nada raro allí. Por las pruebas, era patente que los seis hombres que viajaron a la Estrella de Norton estaban muy necesitados de vacaciones —los nervios tensos, los reflejos confusos—, pero no había indicación de nada más grave que la pérdida crónica de sueño. No se detectaban señales de lesión cerebral, de infección, de daño nervioso, ni de otra incapacidad orgánica.
¿Por qué, entonces, las pesadillas?
Marcó el número de teléfono de la oficina de Nakadai.
—Cuarentena —dijo casi de inmediato una voz tensa.
Y un momento después, el rostro delgado y moreno de Nakadai apareció en la pantalla.
—Hola, Pete. Precisamente iba a llamarte.
—No terminé hasta hace poco —respondió Mookherji—, pero ya he repasado las notas que me enviaste. Lee, no hay nada en ellas.
—Eso pensaba yo.
—¿Y los hombres? Quedamos en que me llamarías si alguno de ellos tenía pesadillas.