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CAPÍTULO IX

La expectante multitud a la entrada de Emociones Líquidas era, si aquello era posible, aún más densa que en la ocasión anterior. La entrada aún ni se veía, pero la progresión de los dos amigos ya resultaba lenta y zigzagueante. Cuando quedaron separados por tercera vez, Cladia empezó a abrirse camino con los codos. Al llegar hasta Codi se arrimó a él y aceleró el paso sin prestar atención a aquellos a los que apartaba de su camino.

— Hay que actuar con más decisión si queremos llegar alguna vez — lanzó por encima del hombro.

Codi jugueteó con la idea de revelarle que su éxito se debía a que muchos hombres, tras superar la inicial indignación por el atropello, se interesaban por ella sin disimulo. Cuando daban un paso atrás, no era tanto para dejar libre el camino como para admirarla mejor. La verdad sea dicha, Codi seguramente habría hecho lo mismo.

No dijo nada porque en aquellos momentos por fin vieron la entrada y el control de seguridad. Dos trenzas turgentes y un cuello huesudo sobresalían por encima del mar de cabezas. Fally miraba en dirección contraria, y el periodista no podía ver su cara pero sí su postura derrotada. Codi no necesitó más para empezar a moverse hacia allí.

—¡Fally! — sabía que no iba a oírle entre las voces y la música, así que empezó a abrirse camino de forma más enérgica—. ¡Fally!

Un tipo ancho de hombros le cerró el paso. Cuando Codi trató de rodearlo, le cogió del antebrazo. No lo hizo de manera brusca; el gesto hubiera podido parecer delicado de no ser por la fuerza de los dedos.

— Disculpe, señor. No puede pasar.

Codi, irritado, se paró a observar al guardia. Tuvo que levantar la cabeza para hacerlo, pues el hombre le sacaba fácilmente veinte centímetros. Su silueta ocultaba de la vista todo lo que tenía detrás, incluida la niña.

—¡Fally! — llamó de nuevo. Creía estar lo suficientemente cerca para que le oyera.

—¿Tiene una invitación?

No sabía si la tenía. Lo más probable era que no. Si se entretenía en dar explicaciones, podían pasar muchos cuartos de hora antes de que fuera admitido. Pero si Fally le veía todo se solucionaría en menos de un segundo. Sin pensarlo, Codi se movió bruscamente hacia un lado y después hacia delante, confiando en tomar al tipo por sorpresa y rodearlo. Su tirón dio sus frutos: vio a la niña, que había levantado la cabeza y estaba mirando alrededor. Entonces sintió un dolor agudísimo en todo el brazo, retorcido detrás de su espalda con la fuerza justa para no dejar dudas sobre las intenciones del vigilante.

—¿Tiene una invitación? — repitió el hombre con una sonrisa tan cuadrada como su mandíbula.

Comprendiendo que lo único que le evitaría más dolor sería caminar delante del hombre, Codi avanzó obedientemente. Se acercaron al mostrador. Allí, todo estaba dispuesto para la rápida resolución de incidentes como el suyo. Tras un empujón bastante más brusco de lo necesario, la cara de Codi quedó estampada contra una superficie plástica mientras su mano era apretada contra un lector.

—¿Qué tienes, Rang? — preguntó alguien muy encima de él.

— Otro que intenta colarse.

— No intento colarme — dijo Codi encontrando por fin su voz—. Mi nombre es Candance Weil…

— Claro, claro.

— Soy periodista…

— Todos lo son.

— … de Hoy y Mañana.

Ya no lo era, pero tanto daba. Podía ser que el nombre les sonara. Si Fally esperaba que acudiera, quizá realmente estuviera invitado. Esperaba fervientemente que así fuera…

No tuvo esa suerte. Oyó un pitido agudo: a todas luces una alarma. Si antes había deseado que la presión en sus hombros aflojara, ahora sólo deseó que no siguiera aumentando.

—¡Me están esperando! — protestó—. Pregunten a Fally, ¡Fally Ramis!

— Eso es. Pregúntame, Rang.

La fuerza que estaba a punto de arrancar el brazo de Codi de su lugar relajó su presión lo suficiente para que éste pudiera enderezarse. Unos ojos negros y brillantes de indignación le saludaron.

—¡Has venido! — exclamó Fally, al tiempo que se abalanzaba sobre él y enterraba la cara en su pecho. Codi le devolvió el abrazo, aún sin darse cuenta de que ya podía moverse con total libertad.

— Hola, saltamontes.

A Fally no se le notaba ni rastro de la desesperación que Codi había temido antes. Parecía estallar de contento, pero eso cambió al volverse hacia Rang. El hombre esperaba al lado con las manos colgando a lo largo del cuerpo. Codi notó con regocijo cómo movía el peso de un pie a otro.

— Estás despedido — sentenció la niña y se volvió hacia Codi sonriendo de nuevo—. Vamos. Preséntame a tu amiga.

Codi parpadeó. Aún estaba aturdido por todo el encuentro, y no se movió detrás de Fally mientras ella penetraba en la zona restringida. Allí dentro vio a Cladia que fruncía el ceño, cosa que le hizo pensar en el desastroso aspecto que seguramente presentaba. Tiró de las mangas de la camisa y se pasó la mano por el pelo.

— Date prisa — le gritó Fally con impaciencia—. Llevo más de una hora esperándote.

Su temperamento cambiaba deprisa, pensó Codi con repentino desagrado. ¡Qué poco había tardado en sacar de nuevo su faceta mandona! Claro que mientras sólo lo hacía con Rang, no le había importado.

— Espera que te deje algo claro — dijo. Caminó lentamente hasta llegar a la niña, que daba pequeños golpes de impaciencia con el tacón—. Yo no tengo por qué estar aquí. No soy un juguete, ni un sirviente al que puedes llamar cuando se te antoje. Soy un hombre ocupado que tiene sus propios asuntos que atender, y sólo he venido porque… — ¿Quería agradar a Cladia? ¿Confiaba en retomar la conversación con Ramis y robarle la exclusiva a su ex jefe? — … pensaba que estabas triste de nuevo, lo cual claramente no es el caso.

Fally le miró con expresión cerrada, poco acostumbrada a recibir lecciones y menos aún en público. Los compañeros de Rang, que se habían alejado de Codi, volvieron a rodearlo poco a poco. Fally les lanzó una expresiva mirada y apretó los labios. Codi cruzó los brazos sobre el pecho, dispuesto a no dejarse amedrentar. Aunque no pudiera hacer nada más por la niña, se sentía obligado a hacer al menos eso: enseñarle a mostrar respeto hacia otras personas.

—¿Y bien? — dijo.

— Lo siento si has dejado cosas sin hacer por venir a verme — respondió la niña finalmente.

— No pasa nada, saltamontes.

Codi la atrajo hacia sí, rodeando sus hombros con el brazo. Fally era una cría terca y consentida, rasgo que le venía de ambas familias, pero tenía un buen corazón y era sincera. Juntos, caminaron hacia donde les esperaba Cladia.

— Tu amiga es simpática — anunció la niña—. Y graciosa. Yo estaba sentada allí, y ella vino diciendo… Sólo dijo: «¿No es un castigo algo exagerado por hacerte esperar?»

— Muy graciosa — masculló Codi contando los botones de su chaqueta. Echó en falta dos y desistió de sus esfuerzos por estar presentable.

Fueron llevados a través de entradas traseras y atajos nada obvios hasta lo que parecía una sala de reuniones con una infinita mesa, butacas giratorias a ambos lados y dos puertas enfrentadas. La iluminación era blanca y estéril. Los ecos se multiplicaban saltando entre las paredes. La razón por la que Fally los había llevado a aquel sitio eludía a Codi. En su opinión, ningún lugar con dos entradas y asientos para veinte personas podía definirse como privado.

— He visto a Gabriel — anunció Fally en cuanto se hubo acomodado directamente sobre la mesa. Hizo girar la butaca más cercana con los pies—. Ya está grabando para Padre. No he hablado con él, pero estos días lo he visto muchas veces de lejos…

— Quieres decir que lo has estado espiando — adivinó Codi.

— No quería, pero estuve pensando en lo que tú dijiste… Dejar las cosas claras no hace daño. Y he bajado un par de veces a los estudios para ver si me encontraba con él, pero la doctora Lynne se enteró. Me prohibió bajar a los sótanos. Antes podía ir adonde quisiera, pero hizo que me retiraran las autorizaciones.

Dicho esto Fally miró a Codi fijamente, los ojitos brillantes de expectación. Cuando éste no ofreció ninguna reacción obvia, el entusiasmo flaqueó. Fally miró entonces a Cladia.

— Lo siento mucho, saltamontes — dijo Codi en aquel momento—, pero ¿qué quieres que haga yo?

— Hoy tendré una buena ocasión para hablar con él. Habrá un concierto antes de la subasta.

— Hazlo entonces.

La respuesta fue un claro error. Como si alguien hubiera apretado el botón de apagado, la ilusión en los ojos de Fally se extinguió y la niña encogió ante los ojos de Codi.

— Quería saber qué te parecía…

Codi sintió una intensa pena por ella. Si Fally sentía la necesidad de preguntarle a él, significaba que realmente no tenía otros nombres en la lista. El periodista hundió la cabeza entre las manos.

— Fally, cielo, ¿no puedes hablar de esto con tu padre? — oyó preguntar a Cladia con suavidad—. Codi no puede tomar esas decisiones por ti, y no sólo porque puede tener problemas. Aunque tuviera una opinión que darte, no es quién para hacerlo.

— Con Padre no puedo hablar. Por… por…

— Lo entendemos. ¿Y con esa doctora Lynne?

La niña se removió, indecisa, y Codi comprendió que la idea de mezclar a la doctora Lynne en el asunto le apetecía tan poco como acudir a su padre. Se dio cuenta de que a Cladia también se le habían acabado las evasivas. Incapaz de aguantar más el silencio de la niña, bajó las manos y volvió a tomar cartas en el asunto.

— Si de verdad no tienes con quién hablar, nosotros te daremos consejo — dijo—. Yo te lo daré. Allá va: me parece buena idea que hables con Gabriel. A los dos os hace mucha falta. Pero si quieres hacerlo a escondidas, necesitarás un sitio más privado que éste. ¿Y qué hay de los invitados?

— No pasará nada si nos ven. La mayoría de la gente ni sabe que Padre tiene una hija. Soy como invisible.

Inconscientemente, tocó la cicatriz de su palma. Era un gesto tan automático en ella como dar vueltas a cualquier objeto en Gabriel. Cladia, que no se había fijado en la cicatriz hasta entonces, se acercó y cogió la mano de la niña entre las suyas.

— Uno no deja de ser hijo por no poder tocar — dijo.

Codi creyó que Fally se liberaría, pero la niña se quedó quieta permitiendo la inspección de su antigua herida. Tan sólo se encogió de hombros.

— Padre quería tener a alguien excepcional. Buscó mucho, y me eligió por mi talento. Me adoptó, y justo entonces pasó… Ya no podía «desadoptarme» — la última palabra le salió ronca a pesar de estar pensada como una broma—. Voy a preparar un ramo de flores, subiré al escenario y le diré a Gabriel dónde podemos vernos. Os quedaréis por aquí, ¿verdad? ¿Os quedaréis al concierto?

Codi miró a Cladia, que estaba sentada en cuclillas al lado de Fally y acariciaba su palma con el pulgar. La mirada que le devolvió no ofreció ninguna respuesta obvia. Codi creía saber cómo se sentía: se había dedicado a darle sermones y había acabado cayendo en la misma trampa. Había dado esperanzas a la niña, y aunque lo deseaba ya no podía volver atrás.

— Nos quedaremos — dijo el periodista.

Se sintió recompensado por todas las futuras complicaciones cuando la luz volvió a encenderse en la cara de Fally.

Emociones Líquidas era, sin duda, un sitio con mucha clase. Entre otras cosas, la sede albergaba su propia sala de conciertos, cuyas dobles puertas estaban decoradas con grabados de instrumentos musicales antiguos. Desde la entrada, un pasillo dividía la sala en dos mitades. El escenario estaba vacío. Tal y como Gabriel le había explicado a Codi, el orchestrón no era visible para el público.

Codi y Cladia se encontraban cerca de la entrada, conservando toda la buena presencia de la que eran capaces y tratando de no destacar demasiado. Los pantalones vaqueros de ambos contrastaban insolentemente con la fina vestimenta de todos los demás.

— Son como pastelitos de supermercado — dijo Cladia.

—¿Pastelitos?

— Con esos vestidos y esos sombreros. Adorables, apetecibles, caros, pero en el fondo nada sabrosos.

Se sentaron de forma discreta en un extremo del auditorio. Imitando los movimientos del público femenino, Cladia se abanicaba con una decorativa hoja que había extraído de un florero. Fally había vaciado varios en su intento de preparar el ramo perfecto. Tras mostrarles el camino, había desaparecido entre nubecitas de perfume y susurros de telas arrastradas por el suelo.

Las luces se apagaron tan poco a poco que les costó darse cuenta. Codi esperaba el arranque de los aplausos, que según sus cálculos estaba tardando mucho en llegar. Por fin, un susurro recorrió las primeras filas. Codi estiró el cuello para ver mejor.

—¿Señor Weil? — Una mano tocó su hombro y Codi miró hacia atrás con sobresalto. El aplauso estalló en aquel preciso momento, y le costó escuchar las palabras del hombre uniformado que se inclinaba sobre él, salvo la última de todas—: Acompáñeme.

¿Tan pronto les iban a echar de allí?

Codi se puso de pie, acción que le valió miradas de reproche por parte de sus vecinos. Cladia tuvo la sensatez de soltar su mano y mirar hacia el otro lado. Alguien debía mantener la promesa y echar un vistazo a la niña cuando el concierto terminara.

Con la espalda recta y expresión cautelosa, Codi caminó detrás de su acompañante hacia la salida. La puerta fue solícitamente abierta para él. Una vez se hubo cerrado a sus espaldas, absorbiendo el ruido de los aplausos, el periodista pudo ver mejor a su acompañante. Era bajo y tenía unas mejillas flácidas y sonrosadas. Sonreía plegando los labios en forma de pajarita.

— Le ruego me disculpe, señor— dijo con una inclinación. Su manera de hablar era rápida y algo farfullante—. La rueda de prensa no tardará en empezar. Lamento que tenga que perderse el concierto, pero nos resultó imposible acomodar ambos eventos en una sola tarde, si no era al mismo tiempo.

—¿Rueda de prensa? — repitió Codi lentamente.

— Tiene derecho a la primera pregunta, señor.

El mundo se volvió del revés, rodó alrededor de Codi, batió sus alas y volvió a colocarse en su sitio. Codi Weil, periodista caído en desgracia, presente en Emociones Líquidas sólo porque una cría melodramática había montado un escándalo, iba a formular la primera pregunta de la noche al mismísimo Stiven Ramis. El periodista se hubiera reído con ganas de no ser porque la presencia del pulcro y almidonado hombrecillo a su lado le recordaba que sería muy inapropiado.

Minutos más tarde, seguía sin creerse su suerte. Sus propios movimientos le parecían lentificados mientras caminaba detrás de su guía y entraba en otra sala. Había dentro mucha menos gente que en el concierto, pero las personas iban llegando y los asientos se iban ocupando a un buen ritmo. Su acompañante se despidió de él, y Codi se abrió camino hasta las primeras filas tal y como se le había indicado. Se sentía flotar entre los asistentes como si sus pies no tocaran el suelo.

Había asistido a muchas ruedas de prensa, pero nunca desde tan privilegiada posición. Todo se veía muy diferente desde delante. El pupitre desde el que hablaría Ramis estaba casi al alcance de su mano. El propio Ramis se encontraba ya allí, un poco a la derecha y rodeado por un grupo de hombres. En esta ocasión, su enigmática socia estaba con él.

Casi sin querer, Codi se encontró admirando a Lynne. Reía mucho menos que Ramis, y cuando lo hacía su risa era discreta pero muy cálida. Las largas hebras de sus pendientes subrayaban su perfecto perfil. Las finas líneas alrededor de los ojos afirmaban su inteligencia más que delatar su edad. Codi nunca juzgaba el carácter de las personas por su físico, pero en su caso estaba dispuesto a hacer una excepción. Intuía que esa mujer era severa e implacable en los negocios, pero afectuosa y ferozmente protectora con sus amigos.

Consciente de lo maleducado de su franco escrutinio, Codi apartó los ojos y dedicó su atención al resto de la sala. Aparte de él y otro hombre entrado en años, aún no había nadie sentado tan cerca. Codi estudió a su vecino de reojo. Sus gestos categóricos y su pelo sembrado de canas le sonaban; estaba seguro de haberlo visto en más de una ocasión, y también de que nunca habían cruzado ni media palabra.

— Permítame que me presente. Franz Mollaret, editor del Infrared.

Codi apartó la mirada del traje gris del hombre y la posó sobre su cara, encontrándose con un par de ojos acuosos que le estudiaban. Paradójicamente, ser despedido le había elevado de rango: había dejado de ser el subordinado de Harden y había adquirido una identidad propia.

— Candance Weil — respondió—. Mucho gusto.

Ambos se rozaron las manos, dos miembros de un mismo gremio podían prescindir del habitual apretón. Mollaret ladeó la cabeza a la derecha y entrecerró el ojo, dando a entender que no había pasado por alto lo escueto de la presentación de Codi.

— He oído hablar de usted — anunció.

— Los rumores se propagan rápido — dijo Codi.

Había pensado que una semana sería suficiente para calmar los chismorreos. Mollaret se rió con una risotada corta similar a un ladrido.

— Los rumores que se cuecen en nuestro mundillo a menudo escapan de su olla y hasta de la cocina — dijo—. Dudo que un cuarto de lo que se cuenta de usted sea cierto. Los tres cuartos restantes, ni se los imaginaría.

— Ilumíneme.

— Iba a pedirle lo mismo a usted. Tengo la teoría de que una persona que no se lleva bien con Víctor Harden ha de ser por fuerza una buena persona. Desearía una confirmación por su parte.

La sonrisa que Codi mantenía en su sitio por pura educación desapareció de su cara. En un flash, la razón detrás del interés del hombre se hizo evidente. Infrared era un medio tan polémico como Hoy y Mañana conservador. Harden lo odiaba a muerte; era lógico suponer que la antipatía era mutua. No costaba mucho intuir qué era lo que Mollaret quería de Codi. Muchos tránsfugas conseguían un nuevo editor proporcionándole material más o menos secreto de sus previos empleos.

— No soy enemigo de Harden — dijo el periodista rígidamente.

— Pero él lo es de usted.

— Esas dos cosas no son equivalentes.

Mollaret soltó otra risa-ladrido y se acomodó en su asiento.

— Gracias por confirmar mi teoría — dijo.

Codi le miró fijamente, primero sin comprender y luego con creciente irritación. No apreciaba ser tratado de manera condescendiente. Se encogió de hombros, giró demostrativamente la cabeza y concentró toda su atención en el pupitre de Ramis. Si Mollaret quería algo de él, tendría que hablar claro. El editor podía ser enemigo de Harden, pero dudaba que aquello los convirtiera en aliados.

—¿Huye de mí porque piensa que quiero contratarlo? — Mollaret ignoró la actitud de Codi y se inclinó hacia él con un aire casual—. ¿Sonsacarle los secretos de Víctor?

— No.

— Si es sincero es usted el primero.

De nuevo, Codi ignoró abiertamente al hombre. En el estrado Ramis se estaba aclarando la garganta. La sala se había llenado, y no quedaba un solo asiento vacío. Codi se pasó la mano por el pelo y se abrochó el botón del cuello: a falta de otro a la altura del pecho, tendría que apañarse con lo que le quedaba. Notó que Mollaret también se ajustaba la ropa: en su caso una camisa blanca protocolaria y una corbata de diseño.

— Es curioso — volvió a hablar el editor, y Codi tuvo que apretar los dientes. El hombre se negaba a darse por vencido—. Todos los que nos sentamos aquí delante nos conocemos. El que tiene pactada la primera pregunta suele advertirlo a los demás. Es muy raro que nadie lo haya hecho hoy.

Codi volvió la cabeza pero esta vez era Mollaret quien miraba obstinadamente al frente e ignoraba a su interlocutor, todo ello mientras una sonrisa reveladora danzaba en el ángulo de sus labios.

—¿Qué quiere de mí? — masculló Codi.

— Sólo vigilarle. Ver lo que hace. Dónde va desde aquí.

— Estupendo. Sólo una cosa: ¿le importaría hacerlo desde lejos?

Creyó oír una nueva risita, pero no miró más hacia aquel lado. Delante de ellos, Ramis se adelantó hasta ocupar su lugar. Lynne, exhibiendo una cálida sonrisa, se colocó a la derecha y ligeramente detrás. Fue la que inició el aplauso general.

—¡Damas y caballeros, gracias! — Ramis esperó pacientemente a que se instaurara el silencio. Literalmente florecía bajo la atención que recibía—. Damas y caballeros, gracias por estar hoy aquí y ser testigos de este primer paso hacia una nueva forma de entender la música. El revolucionario viaje que iniciaremos hoy, mano a mano con nuestro futuro socio, a muchos de ustedes les parecerá peligroso y carente de rumbo. Pero les prometo que no será así. El camino que acaba de iniciar Emociones Líquidas…

Etcétera, etcétera…

A los pocos minutos Codi notó que su atención se desviaba. Como cabía esperar, Ramis no decía absolutamente nada nuevo. Caminos y revoluciones. ¿Quién demonios había escrito aquel discurso?

La avalancha de preguntas estalló tan pronto Ramis pronunció la última palabra. Multitud de manos se elevó detrás de Codi. En la primera fila se intercambiaron miradas, y Codi comprendió que Mollaret no le había mentido: todos trataban de adivinar quién de ellos sería el primero. Volvió a pasarse la mano por el pelo, sintiendo su corazón latir con golpes rápidos, rítmicos y vigorosos.

— De uno en uno, por favor — oyó la voz de Ramis—. Les recuerdo que no puedo desvelar el nombre de nuestro socio antes de lo previsto, así que no pierdan su tiempo y su turno tratando de sonsacármelo. Bien… ¿señor Weil?

Algo cálido se extendió por las venas de Codi en aquel instante. Se puso de pie con un movimiento fluido. Quería concentrarse, disfrutar del momento que posiblemente nunca se iba a repetir, pero se dio cuenta de que no podía. Como pasa a veces en los momentos decisivos, su percepción se estrechó y la amplia sala llena de personas quedó reducida a sólo dos: Ramis y él, mirándose en medio de un atronador silencio.

— Candance Weil, Hoy y Mañana — dijo Codi automáticamente. Hasta pasadas muchas horas no caería en la cuenta de que aquella presentación había dejado de ser cierta.

Sabía lo que quería preguntar. Lo había sabido desde la primera vez que escuchó un ambiente musical, pero recordaba que su turno se lo debía a Ramis. ¿Le obligaba eso a hacer una pregunta de cortesía, o era libre de preguntar algo que realmente valía la pena? No había nadie a quien consultarle la duda. Por mucho que guardara rencor a Harden, por un momento Codi se sintió desnudo sin él.

— Señor Ramis, todos sabemos que el orchestrón influye en las emociones, y que los ambientes musicales se aprovechan de esa propiedad del instrumento — dijo, consciente de que trataba de formular sobre la marcha lo que debería estar pulido con mucho tiempo de antelación—. Describe su producto como una dosis de alegría administrada directamente al cerebro de una persona. Sin embargo, ¿cree que una intromisión externa en lo que sentimos es segura?

Durante unos segundos largos y vertiginosos Codi y Ramis se miraron a los ojos sin que el segundo respondiera. Era evidente que Ramis no había contado con aquello. En el fondo, era fallo suyo — con la historia de los suicidios de Acordes S.A. resurgida del olvido, la pregunta era más que previsible—, pero mientras el tiempo se estiraba Codi se sintió horrorizado por haberle puesto en aquel aprieto. El hombre le había concedido un gran honor. Mala forma de pagarle por su amabilidad, y mal momento también.

Entonces, la incomparable doctora Lynne dio un paso al frente.

—¿Por qué no iba a serlo? — dijo y encendió una de sus perfectas sonrisas—. ¿Quiere saber si hemos pensado en la posibilidad de que algún chiflado se introduzca en nuestros sistemas para amargar la vida a sus vecinos? ¿Un trabajador de Emociones Líquidas rechazado por su amada, frustrando sus citas románticas con melodías de miedo? No, ¡espere! ¡Un jefe malvado que acelera sin parar el ritmo de la música para aumentar el rendimiento de sus trabajadores!

La risa fue la reacción general. Lynne dejó que se apagara a su propio ritmo. Sonrió a Codi como se le sonríe a un niño desobediente pero excepcionalmente listo. Éste se preguntó si la mujer se acordaba de él, pero no pudo leer nada en su cara.

— Señor Weil… ¿Nos toma por tontos?

— No — respondió Codi.

— Nuestros sistemas están muy bien protegidos. Tanto como los sistemas de cualquier otro proveedor de Airnet. Tanto como es humanamente posible — la mujer levantó la mano y señaló a alguien situado detrás del periodista—. ¿Señorita Lacrutti?

— Mia Lacrutti, Canal Veintiocho…

El bosque de manos volvió a crecer. Las preguntas llovieron una tras otra, cayendo en el patrón habitual de una rueda de prensa. Codi se dejó caer en su asiento, aliviado por poder unirse a la carcajada general y preguntándose si Ramis era consciente de la suerte que tenía de poder contar con Lynne. La pregunta que había hecho no tenía respuesta posible. No era informativa; era retórica, completamente incontestable salvo haciendo lo que Lynne había hecho: convertirla en un chiste.

No se quedó hasta el final. Le preocupaba haber dejado a Cladia sola, y tras el subidón inicial recordó que no tenía medio donde publicar nada de aquello. Nadie se había fijado en él cuando había entrado, pero muchas cabezas se volvieron al notar su partida. Codi tomó nota de una sola: la de Lynne. Tenía el presentimiento de que después de aquella noche la doctora no se olvidaría fácilmente de él.