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Codi no tardó en maldecir la arrogancia de sus propias palabras. Repasando la prensa a primera hora de la mañana siguiente, no fue más allá de la segunda página de Hoy y Mañana. La historia que estaba esperando con ansiedad no había hecho la portada, pero sí el artículo especial de la edición. El tono usado por Harden era muy correcto: Codi se sorprendió al recorrer el texto con los ojos, y asintió para sí al leerlo al completo. No atacaba a Ramis ni a su empresa directamente. Todo lo contrario: la reseña se presentaba como un tributo a la larga carrera del primero y al éxito de la segunda. La biografía de Ramis era repasada con detalle, sin omitir el trágico hecho de que una antigua novia — no se mencionaba un nombre— había desaparecido en extrañas circunstancias. La información sobre sus socios actuales se revelaba en sólo cuatro líneas, y sin embargo dos de ellas mencionaban el reciente juicio de Resonance.
El periodista repasó el escrito varias veces hasta convencerse de que Harden había dispuesto de menos información de lo que le había insinuado. Era evidente que había descubierto la historia de Eleni por una fuente diferente. De haber hablado con Estrella Tullarte, el artículo habría sido muchísimo más explícito. En resumen, el ataque era dañino no tanto por su contenido como por su oportunismo. En cualquier otro momento la publicación levantaría un revuelo considerable, pero no constituiría un escándalo. Veinticuatro horas antes del gran lanzamiento de ambientes musicales, el impacto era completamente imprevisible.
Codi subió a la vigésima planta, a la sección de prensa. El equipo estaba discutiendo su estrategia, y su aparición fue muy aplaudida — no era ningún secreto que previamente había trabajado para Harden—. Durante varias horas, Codi ayudó a limar frase tras frase el comunicado oficial. Luego las muchachas de prensa se fueron a publicarlo, y Codi bajó a su propia planta para un rápido almuerzo. Pensaba volver en seguida para evaluar juntos las primeras reacciones, y después buscar a Lynne para informarla de todo.
Al abrir la puerta de su despacho lo primero que vio fue una cinta de pelo decorando su mesa. Lo segundo fue Fally Ramis, decorando su sillón. Parecía que ya llevaba algún tiempo allí. Codi la vio, la reconoció y se quedó mirándola durante unos instantes, pero a pesar de todo no se libró de la sensación de que la niña no estaba realmente allí. La discordancia entre el lugar y la presencia de Fally le había dejado tan perplejo que tardó largos segundos en dar el paso hacia dentro del despacho.
—¿Qué hay de nuevo, saltamontes? — preguntó, tratando de parecer amable.
¿Por qué tenía tan mala suerte? O, mejor dicho, ¿por qué la niña tenía el don de la inoportunidad?
Fally no reaccionó al afectuoso apodo. Parecía nerviosa. Todos estaban nerviosos últimamente, pensó Codi. Cuando algo empieza a torcerse, lo hace universalmente y para todos. Claro que el problema de Fally nada tenía que ver con las acusaciones hacia su padre. Sus problemas solían tener relación con…
—¿Te enfadarás si te pido algo? — dijo la niña con un hilo de voz.
— Es posible — dijo el periodista. Ella se removió en el asiento, mortificada, y Codi comprendió que las bromas sólo alargarían la conversación—. No, Fally, no me enfadaré. Pero es posible que no pueda hacer lo que me pidas.
— Hice lo que tú y Cladia me dijisteis. Hablé de todo con Padre. Acabo de contarle toda la verdad, sobre Gabriel y sobre mí. Pero él no nos puede ayudar.
Claro que no. Ramis nunca sería una fuente válida de apoyo moral. Y hoy, lo sería aún menos… Tenía otras cosas en mente…
—¿Y yo sí? — preguntó Codi.
— No lo sé.
—¿Tan importante es?
Ella asintió. Codi rodeó la mesa y se sentó sobre una esquina. Desde su posición miraba a la niña desde muy arriba, y eso subrayaba en sus ojos la candidez de Fally. Para ella, lo importante era su pequeño mundo. ¿Qué le importaban los juicios amañados o las personas muertas hacía años? ¿Qué sabía de todo ello?
—¿Se trata de Gabriel? — preguntó tratando de llegar al grano.
No hacía falta ser un genio para adivinarlo. Ella volvió a asentir, aún más mortificada.
—¿Cómo os lleváis ahora?
— No lo sé. Hablamos el día del concierto. Traté de decirle que sentía haberle traído aquí, pero no me dejó hacerlo. Tengo que intentarlo de nuevo. Le he hecho daño.
— Los dos os habéis hecho daño mutuamente, y los dos lo sentís. ¿No quiere eso decir que estáis en paz?
— No.
— Vaya.
El sol se reflejaba en las ventanas de los edificios cercanos, sus rayos danzando sobre la superficie de la mesa. Fally rodeaba sus huesudas rodillas con las manos y estiraba mucho el cuello. Sacada de contexto y atemporal, toda la escena podía parecer idílica, pero considerando las prisas de Codi resultaba más bien frustrante.
— Fally, es posible que dos personas no puedan entenderse a pesar de ser familia — dijo el periodista. No había más consejo que le pudiera dar, y eso le entristeció, a pesar de que la mitad de su cerebro seguía concentrada en otra cosa. Se las arregló para lanzar una mirada disimulada al reloj—. O a pesar de que antes sí lo hicieran. El tiempo hace esas cosas; Gabriel te tiene cariño, no lo dudes, pero ha pasado mucho tiempo y tú tienes una nueva familia. Las cosas son diferentes. Quizá debas dejar de atosigarle. Quizá…
La niña negó con la cabeza. La chispa de sus ojos ardió, se hizo verdadero fuego y le dio un nuevo semblante más duro y mayor.
— Tengo que hablar con él — dijo, terca.
— Pues hazlo entonces.
— No dejan que nadie baje a los estudios.
—¿Y qué quieres que haga yo?
No había querido sonar exasperado, pero no pudo evitarlo y una vez pronunciadas las palabras, tampoco podía retirarlas. A Fally no pareció importarle lo suficiente como para ofenderse. De hecho, parecía aún más exasperada que Codi, e igual de dispuesta a obtener su ayuda que él a negársela.
—¡No lo sé! — dijo—. Pero tienes que ayudarme, ¡ha pasado algo grave! Mira, ¡te lo explicaré!
Encendió la pantalla, se acomodó en el sillón y apoyó la nuca contra el respaldo. Sus manos se posaron sobre la mesa y empezaron a moverse sobre un teclado que sólo ella veía. El equipo del despacho era quizá demasiado complicado para ella, pero viendo cómo lo manejaba se notaba que tenía experiencia con otros similares. Una buena chica que no descuidaba la lectura.
— Gabriel está muy ocupado, saltamontes — intentó Codi por última vez—. Trabaja mucho, ahora que tu padre está a punto de lanzar la nueva campaña. ¿Por qué no lo dejas estar un tiempo? Ya verás como todo mejora cuando esto se calme.
— No. Lo. Entiendes — aseguró Fally con los dientes apretados.
— Tienes razón — concedió Codi. Si tan sólo pudiera quitar de su mente la imagen de Harden sonriendo burlonamente, quizá lo entendería mejor—. ¿Y qué tienes que hacer tú en ese caso?
Fally ni siquiera se hubiera dignado a mirarle, pero la puerta del despacho se abrió en aquel momento. Codi se volvió hacia atrás e inmediatamente se puso de pie: Lynne estaba en el umbral. Fue un movimiento reflejo sin segundas intenciones, pero ocultó a la niña de la vista de la mujer. El segundo que Lynne tardó en pasar dentro le bastó a Fally para escurrirse del sillón y esconderse bajo el escritorio. Codi, adivinando sus movimientos por el temblor de la mesa bajo sus dedos, estuvo muy tentado de ordenarle que se dejara de tonterías y saliera de allí, pero por alguna razón se limitó a dar un paso al frente y ofrecer a Lynne una silla.
— Me he enterado de todo. Tenemos asuntos que discutir — dijo Lynne. Se dejó caer en el asiento que Codi le ofrecía. Estaba ligeramente sofocada—. ¿Y sabes qué? Además de ocuparme del embrollo de tu antiguo jefe, estoy buscando a la hija de Stiva. La pobre elige los peores momentos para sus rabietas. Precisamente hoy, cuando cada segundo es crítico, ha decidido dar salida a su desbordante…
— Lynne plegó los labios—… imaginación. Sabemos que no ha salido del edificio, es lo único que me deja tranquila.
— No la he visto — dijo Codi—. Pero si la encuentro, hablaré con ella.
Rodeó la mesa, separó su propio sillón con muchísimo cuidado pero al ver a Fally acurrucada a sus pies evitó sentarse en él. Lamentaba su decisión de no delatarla pero ya nada podía hacer. Ambos parecerían ridículos si Fally saliera de debajo de la mesa. Además, no quería ser causa ni testigo de una reprimenda. Se las arreglaría con Fally solo. Como siempre.
— Mejor déjala estar y habla conmigo. Te llevará por derroteros de lágrimas, y te necesito para cosas más importantes que eso. Tu ex jefe es más listo de lo que pensaba.
— El artículo no es ni la mitad de desastroso de lo que podría ser.
Lynne levantó una ceja.
—¡Vamos, Candance! Cuando Stiva ponga un pie en el Crialto mañana, ¿cuál crees que será la primera pregunta que le harán? No he dado con Eleni… — Lynne golpeó la mesa con las puntas de los dedos—. Vamos a verlo.
—¿Ahora?
Durante un instante, Lynne no contestó. Tenía la expresión sobresaltada de quien recuerda a las once el compromiso de las diez. Su mirada estaba puesta sobre la mesa y la cinta de pelo que Fally había dejado allí. Codi abrió la boca pero antes de que pudiera hablar la mirada de Lynne se aclaró. No había hecho la conexión.
— Te prometí que si no podía encontrar al antiguo amor de Stiva en un plazo razonable de tiempo, hablaríamos con él — dijo poniéndose en pie y alisando su chaqueta—. Yo diría que ha llegado el momento.
Caminaron juntos hasta los ascensores, Lynne avanzando por delante y Codi siguiéndola un paso por detrás y sintiendo en sus carnes la mirada de sorpresa de algún compañero de pasillo. Se preguntó vagamente si Fally tendría el buen juicio de abandonar su despacho cuanto antes y aparecérsele a alguien. Un vigilante les precedía — había estado esperando fuera del despacho—. Cuando llegaron a los ascensores ya tenía uno esperando.
La decoración de la planta privada de Ramis no le pareció a Codi tan ostentosa como la primera vez que estuvo en ella. Pasaron a través del recibidor donde aquella vez estuvo esperando. Rodearon la mesa donde Fally se había sentado haciendo oscilar sus piernas: un robusto mueble de madera del color de la miel oscura. Más allá, los pasillos se separaban en varias direcciones y Codi ya no era capaz de recordar cuál llevaba al despacho donde se había reunido con Ramis.
Lynne aminoró el paso y el periodista aprovechó el instante para alisar sus mechones de pelo castaño. El reflejo que le devolvía el cristal de las estanterías era casi el mismo que el día que conoció a Ramis: el cuello de la camisa sin abrochar, la abundante cabellera castaña a la espera de un peine. Codi se abrochó el último botón, dio dos pasos más y se lo desabrochó de nuevo. Se ahogaba allí dentro. Sinceramente, esperaba que fuera Lynne la que hablara.
Desde luego, fue Lynne la que abrió la puerta del despacho. Ramis estaba sentado a su mesa. No presentaba su mejor aspecto. El Stiven Ramis que Codi conocía era un tipo jovial, enamorado de sí mismo. La última vez que hablaron, la alegría había manado de él como de una fuente. Ahora estaba pálido, la cabeza agachada, la mirada turbia e inyectada en sangre. Cuando les vio acercarse, se enderezó. Sus ojos se posaron sobre Lynne, luego pasaron brevemente a Codi y de nuevo a Lynne. No parecía sorprendido de verlos allí. Codi pensó que Lynne quizá le había avisado del asunto que venían a discutir. No veía otra explicación para el estado de Ramis: como reacción a un artículo era ciertamente exagerado.
— Perfecto. A ti te quería ver — dijo el hombre dirigiéndose a Lynne e irguiéndose en su asiento.
La doctora no se inmutó. Con cada instante, crecía en altura. Parecía un ángel justiciero, amenazante e implacable.
— El sentimiento es recíproco. Es tiempo de respuestas, Stiva — dijo—. He traído a Candance para que sea testigo de lo que vayamos a decir aquí. Fue él quien me puso sobre la pista de la víctima número siete de Acorde S.A.
—¿Qué? — graznó Ramis. No era eso lo que había esperado.
— Estamos aquí para hablar de Eleni… — pronunció Lynne suavemente—. Tu prometida.
Un estallido de rabia aclaró la mirada del hombre.
— Tú lo sabías — gruñó, un sonido digno de animal enojado—. Tú siempre lo supiste. Cuando arreglamos los documentos de Fally…
—¡Deja a la niña fuera de esto! ¡Estamos aquí para hablar de Eleni!
— Tú… — Ramis se atragantó con las palabras—. Tú…
— No venimos a hablar sobre tu descendencia, Stiva, sólo sobre tu amante — repitió Lynne con lento énfasis. Esperó hasta confirmar que se había calmado antes de continuar de manera más lenta aún—. Cuando adoptaste a Fally, me contaste que no deseabas una relación estable de la que pudieran nacer hijos propios debido a una turbia aventura de hacía muchos años. No hay más. No venimos a hablar de la niña. Olvídate de ella.
Se miraron por encima de la mesa hasta que los ojos de Ramis se cerraron para convertirse en diminutas grietas. El hecho de que las palabras de Lynne remitieran a un pacto cuya finalidad era dejar a Codi fuera de una parte de la historia no se le escapó al periodista, que clavó los ojos en Ramis, dispuesto a no perderse ni un movimiento suyo. Por eso vio que el hombre asentía mínimamente.
— Se llamaba Eleni — dijo Lynne entonces—. Era joven e ingenua, irritante con sus ocurrencias provincianas, pero poseía una belleza y fragilidad que te atraían. Tocaba con gracia, con pasión. Todas las puertas estaban a punto de abrírsele. Fue algo de eso lo que te conquistó…
— Eleni, sí, la recuerdo. ¿Qué pasa con ella?
— La acompañaste al teatro, la invitaste a restaurantes, la presentaste a tu familia… La cautivaste con el brillo de la gran ciudad, la enamoraste… pero pronto te cansaste de ella…
—¿Y qué? — repitió Ramis—. ¡No iba en serio, no era nada formal! Ella…
— … Desapareció junto con los trabajadores muertos…
—¡Dime algo que no sepa!
Ramis se levantó de su asiento. El tono de su voz había subido de nuevo, y Codi dio un cauteloso paso hacia delante que lo colocó al lado de Lynne. Miró a la doctora de reojo: no parecía en absoluto afectada. A pesar de que Ramis era un tipo corpulento, parecía dominarle con su presencia.
— Desapareció… y tú te alegraste.
—¡Alegrarme no es un crimen!
— Las muertes de aquella gente sí lo fueron.
— Y la hubieran condenado por ellas, ¡puedes estar segura!
Los ojos de Codi se abrieron de par en par. Dio un paso más al frente y apoyó sus repentinamente sudorosas palmas contra la superficie de la mesa.
—¿Ella…? — preguntó.
—¡Ella lo hizo! — escupió Ramis con odio. Su cuello se había hinchado, las venas de sus sienes sobresalían de la piel—. Tardé horas en comprenderlo, pero cuando empezaron a decir que todo fue voluntario, ¡lo vi tan claro! Cuando tiraron abajo la puerta en casa de mi tío… Era un viejo sentimental; la quería mucho. Siempre lloraba cuando la oía tocar. No sé qué hizo, ni cómo, ni qué tocó, ni durante cuánto tiempo. Pero todos los que la escucharon aquella tarde murieron, se contagiaron de su delirio y se tiraron bajo vehículos, se precipitaron al vacío, se atravesaron con cuchillos.
En los ojos de Ramis no había razón, ni vestigios de humanidad. Ni pizca de horror, ni pizca de compasión por las víctimas. Ni un reflejo de temerosa deferencia hacia el terrible poder del instrumento. Sólo odio, viejo pero no olvidado.
— No puedo creerlo — susurró Codi.
La parte analítica de su mente, aquella que seguía funcionando aun cuando el resto se encogía de angustia, le dijo que usaba esa frase con demasiada frecuencia.
Ramis rió — rugió— y salió de detrás de la mesa.
—¡Claro que me alegré de perderla de vista! ¿Quién puede culparme? ¡Estaba loca, loca de verdad! No un poco celosa. No simplemente pesada, llamándome de madrugada preguntando si la quería. ¡Hablaba sola, veía monstruos! Cuando desapareció, no la busqué. Me hice el tonto ante las preguntas de la policía, me hice el destrozado ante las condolencias de los amigos. Hice lo que pude para evitar mencionar su nombre. La maldije, y sólo deseé no volver a verla nunca más. ¡Nadie puede reprocharme nada!
Codi cerró los ojos. No sabía qué aspecto tenía la muchacha, pero poco importaba. Tras describirla a Lynne, tras buscarla durante días y no pensar más que en ella, había creado una imagen de Eleni tan clara como si de una foto se tratara. Imaginaba una figura de rasgos delicados, de piel traslúcida. Imaginaba sus dedos de orchestrista, largos y finos como los de Gabriel, capaces de arrancar de un instrumento los más emotivos sonidos. Sus ojos no se abrían a la realidad, sino a un mundo imaginario. Mundo de sueños de muchacha recién llegada a la gran ciudad, de angustia, de confusión y de tristeza. Jamás tuvo posibilidad de entenderse con alguien como Ramis. Nunca habría podido entender la razón por la que un día fascinó al hombre, y al siguiente éste se cansó de ella. Su reacción…
Un escalofrío lento y penetrante subió por el cuerpo de Codi. Su reacción — su música— derribó a aquellos que se cruzaron en su camino, arrastró consigo las almas de los que la escucharon, y las hundió para siempre. El hombre hablaba aún, pero Codi no podía ni quería entender las palabras. Pensar en su papel en aquella escalofriante historia de música, ingenuidad y amor le hacía sentir enfermo.
— Si llega a saberse, será su fin — dijo—. No habría sido más culpable ni si los hubiera asesinado usted mismo.
Espeluznante historia; espeluznante el papel de un instrumento que Codi había llegado a adorar. Durante semanas, se las había arreglado para minimizar todos los testimonios sobre lo mucho que la música de orchestrón influenciaba a las personas. Ahora, se veía obligado a creerlos. Inventar algo semejante era imposible.
Se sentía… extraño. Debía de haberse puesto muy pálido. Tenía sudor frío en las sienes, y la habitación se había vuelto difusa. Distraídamente, Codi se preguntó qué pasaría si su estómago cediera a la náusea. Le parecía una posibilidad muy real en aquellos momentos.
— …strófico, a menos que actuemos con rapidez — entendió a través de la niebla que eran sus sentidos. Trató de sonreír: era una frase típica de Lynne—. Candance… ¿Te encuentras bien?
— Perfectamente.
No quería que la discusión se interrumpiera por su culpa, aunque no sabía qué más podía ofrecerles Ramis. Encontrar a la chica había dejado de ser prioritario y había pasado a un tercer, un cuarto plano.
¿Qué podía contarles Eleni? ¿En qué se habría convertido esa desdichada mujer, cómo podía seguir viviendo después de… de…?
La náusea volvió, y Codi supo que no podría dominarla por mucho tiempo. Una mano fría tocó su frente.
— Ven conmigo.
Siguió a Lynne sin cuestionarse la dirección, y le agradeció incondicionalmente la previsión cuando descubrió que lo había llevado un nivel más abajo, a su propio despacho. Entró en el cuarto de baño. Necesitaba un poco de agua en la cara. Cuando salió minutos más tarde, Lynne le esperaba pacientemente, sentada en la misma butaca donde la había encontrado la vez anterior. El despacho estaba bien iluminada ahora, y Codi admiró la fusión de la funcionalidad y el estilo, dos rasgos típicos de ella.
— Espérame aquí, ¿quieres? — la mujer se levantó en cuanto le vio acercarse—. No te vayas aunque tarde en volver.
— Estoy bien.
—¿Te has visto la cara? Tu misión es defender el orchestrón, no desmayarte al oír la palabra. Además, prefiero tenerte disponible en todo momento a buscarte en la planta de prensa a toda prisa.
—¿Cómo puede estar tan tranquila? — preguntó Codi. La compostura de Lynne hería su ego.
— Porque debo estarlo. Y tú también. Eres mi subordinado… No puedes desmoronarte sin mi permiso, y no lo tienes.
— Sólo necesito un segundo.
— Candance, siéntate.
Codi tenía pocas ganas de obedecer, pero se sentó de todas formas. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre las rodillas.
— Deberíamos comprobar si lo que Ramis nos ha explicado es siquiera posible — dijo con sombría resolución—. Deberíamos hablar con Cherny. Nadie conoce las repercusiones de la música de orchestrón mejor que él. Podría…
—¡No! — Lynne fue tajante—. Gabriel es una persona extremadamente sensible. ¡Insinuar que la música de su instrumento puede inducir a una persona a suicidarse puede destrozarle! Déjame llevar el asunto a mí. Descansa un poco. Aquí tengo algo para que te motives.
Lynne anduvo hasta una pared cubierta de paneles. Se abrieron ante ella, revelando una impresionante colección multimedia. Codi levantó la cabeza.
— Creía que las colecciones de música estaban en los sótanos.
— Ésta es mi colección privada. Vas a escuchar una selección de mis fragmentos favoritos, y cuando yo vuelva vas a amar el orchestrón, ¿me oyes?
— Voy a intentarlo.
Lynne eligió varios archivos, encendió el lector, pasó la mano por la frente de Codi sonriendo con una dulzura que no daba pie a más protestas. Cuando se fue Codi se echó atrás en el sofá, luchando contra el deseo de apagar aquello de inmediato. Acababa de confirmar que la música de orchestrón podía matar y allí estaba Lynne, forzándole a escuchar ¡música de orchestrón!
La melodía sonó pura, perfectamente armónica. La incomodidad del periodista fue máxima hasta que los segundos pasaron y comprendió que nada oscuro ni malvado se estaba abriendo camino hacia su mente. De hecho, tardó menos de un minuto en empezar a sonreír. Lo que oía era sencillamente encantador. Técnicamente perfecto, dotado de una velocidad y una soltura digna de las mejores actuaciones de Gabriel. Pero el tema… El tema era Cándido, infantil. Si Codi tuviera que usar un símil, pensaría en un pintor que con máxima atención al detalle hubiera plasmado en el lienzo la imagen de un pastel rodeado de golosinas. En buena conciencia, no podía sentirse intimidado por aquello.
El fragmento no se alargó demasiado. El intérprete no se entretuvo con adornos: una vez completado el dibujo, culminó la composición con una serie de contundentes acordes que parecían haber salido directamente de un libro de solfeo. El silencio duró sólo unos segundos, y luego la música empezó de nuevo.
La siguiente era una composición bastante más madura. Dos voces principales — registros, los llamaban los entendidos— destacaban en ella. El más grave guiaba: autoritario, seguro de sí mismo, el líder. El otro tenía un timbre agudo e impaciente, algo torpe, y le seguía con avidez en cada movimiento. Imitaba todo lo que el primero hacía: cada subida y bajada, cada salto y cabriola. Cuando se equivocaba, el primero repetía el movimiento con más lentitud y paciencia.
Codi cerró los ojos, llevado por la absurda sensación de que ya había experimentado algo parecido. Aquello no era un simple apunte sin significado. Hablaba de algo obvio y bien conocido, casi a su alcance. Estaba en el borde de su recuerdo. Respiraba felicidad, abandono al juego. Complicidad absoluta entre dos. Alguien mayor y alguien más pequeño, juntos en completa armonía.
Gabriel y Fally.
Algo cálido se extendió por las venas de Codi en cuanto lo supo. La melodía se hizo más real, no tenía otra palabra para describirlo. De repente no sólo la oía, sino que la veía ante él. Aquellas notas sueltas eran gotas que salpicaban dos caras. Aquella cadencia rápida, el viento que jugaba con el pelo de la niña. Piedras del acantilado donde jugaban al escondite, un cielo profundamente azul. Codi no inventaba las imágenes; le eran impuestas. Podía sentir cómo su cerebro era invadido, cómo la música penetraba en él. Su empuje era dulce y despiadado, totalmente fuera de su control. No quería parar las imágenes, pero aunque quisiera no hubiera podido hacerlo.
En las Hayalas y luego en el Crialto, Codi se había quedado maravillado por las sensaciones que Cherny extraía del orchestrón, pero esto iba más allá. El talento de Gabriel no se manifestaba en el número de registros que era capaz de manejar. Su fama no se debía a la edad a la que había ganado su primer concurso. Se debía a que podía hacer cosas como aquélla. Cortocircuitar dos sentidos y convertirlos en uno sólo; sensación única, brillante e hipnotizante como una droga.
Los acordes pararon de repente, cortados sin consideración en la mitad de un pasaje. Codi se enderezó rápidamente llenándose de enojo. Fue a la mesa de Lynne y manipuló el lector mientras rememoraba las imágenes, desesperado por no dejarlas ir. Quería ver más instantáneas de abandono, espontaneidad, asomarse a aquella parte de Gabriel que no conocía. Lo que Codi estaba escuchando ahora, debía de haberlo compuesto hacía largos años.
Ya en el momento de comprender eso, Codi supo también que algo no estaba bien en todo el escenario, pero tardó varios instantes en procesar analíticamente la información. Estudió de cerca los archivos de la colección privada de Lynne. Todos iguales, todos etiquetados cuidadosamente con una fecha. Algunos con una hora. Ninguno con un nombre.
— Son todos de Gabriel — dijo a la habitación vacía. Se llevó hasta los ojos otro disco cualquiera, uno que venía marcado como composición libre y databa de muchos años atrás—. Son todos de las Hayalas.
Cientos, miles de grabaciones que la doctora Lynne, empeñada en conocer mejor a un orchestrista recientemente contratado por Emociones Líquidas, simplemente no podía tener. Una colección inestimable, testigo de los inicios de la carrera de Cherny, que sólo podía ser propiedad de otra mujer de la que Gabriel le había hablado.
Alasta y Lynne. A Lynne la conocía bien: su carácter férreo, su intransigencia con sus enemigos, su impecable apariencia. A Alasta tan sólo la había imaginado: una mujer gélida y sutilmente maliciosa de cuerpo delgado y largo pelo negro de bruja malvada. Ahora comprendía lo absurdo de su imaginación.
Alasta Lynne. Las dos mujeres se hicieron una, unidas por aquello que compartían: fortaleza y deseo de dominar. Codi paladeó el nombre, recreándose en su propia ceguera. La frialdad del cálculo de Gabriel le escaldaba. Desde la primera hasta la última de sus conversaciones, nada de lo que le había contado permitía intuir que las dos mujeres eran en realidad una sola. La parte correspondiente a la propia Lynne palidecía en comparación. Su engaño era más sofisticado, mejor planeado, pero no iba acompañado del rancio sabor de la traición.
Con el corazón latiéndole en las sienes, el periodista salió del despacho. Esperar a Lynne estaba fuera de toda consideración: Codi era incapaz de ocultar lo que sentía. Al entrar en el ascensor, estuvo a punto de bajar directamente a los sótanos —¡ya se las arreglaría para encontrar los estudios! — y encararse a Gabriel. Sabía, sin embargo, que había otros pasos más necesarios y urgentes que debía dar y se obligó a dejar aparte su orgullo… hasta que abrió la puerta de su propio despacho y vio lo que Fally había dejado en su pantalla al salir.
Era la portada de una edición extra de El Grito—, el periódico era conocido por su abuso de efectos como aquellos. Codi no tuvo tiempo de preguntarse qué hacía Fally leyendo esa basura. En cuanto sus ojos recorrieron las primeras líneas del titular, las letras se disolvieron y las manos de Codi comenzaron a temblar.
«Víctor Harden, redactor jefe de Hoy y Mañana, ha fallecido este mediodía en el hospital de la Misericordia tras haberse precipitado desde cuatro pisos de altura.»