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15

Estaba de pie en medio de la oscuridad, sintiendo que algo se movía, y sabía que no eran las mujeres.

– ¿Qué diablos está pasando? -exclamó una mujer.

– Se ha ido la luz -dije.

– Fantástico -dijo la otra mujer-. Salgamos de aquí, Julie.

Oí a las dos caminando a tientas hacia la puerta.

A1 salir se coló un poco de claridad hasta que la puerta se cerró detrás de ellas.

Una llama amarilla y verde cobró vida en la oscuridad. Las llamas arrojaban sombras parpadeantes sobre una cara oscura, muy oscura.

La piel de Doyle no era marrón, era negra. Parecía esculpida en ébano. Tenía los pómulos muy marcados y el mentón demasiado afilado para mi gusto. Era todo ángulos y oscuridad. Tenía un aspecto delicado, como los huesos de un pájaro, pero había visto como le golpeaban en la cara con un mazo. Había sangrado, pero había resistido.

En cuanto lo vi, me recorrió un escalofrío de miedo. Si no me hubiera salvado la vida habría pensado que quería matarme. Acaso no era la mano derecha de la reina. Ella diría: «¿Dónde está mi Oscuridad? Traedme mi Oscuridad». Y alguien moriría o sangraría o ambas cosas. Era Doyle el responsable de mi ejecución, no Sholto. ¿Me había salvado antes para matarme ahora?

– No quiero hacerte daño, princesa Meredith.

Cuando pronunció esto en voz alta pude volver a respirar. Doyle no hacía juegos de palabras. Decía lo que pensaba y pensaba lo que decía. El problema era que la mayoría de las veces te soltaba cosas como «he venido a matarte». Sin embargo, esta vez no quería hacerme daño. ¿Por qué o, mejor dicho, por qué no?

Estaba de pie en el lavabo de mujeres. Las protecciones que había convocado en puertas y ventanas terminarían por ceder y entrarían los sluagh, y no confiaba en Sholto para que me salvara de ellos. Si no se hubiese tratado de Doyle me habría echado a sus brazos o habría dejado de luchar por no desmayarme. Pero era Doyle, y él no era una persona en cuyos brazos pueda uno dejarse caer, sin comprobar antes si llevaba algún cuchillo.

– ¿Qué quieres, Doyle?

Estas palabras salieron con más severidad de la que pretendía, pero no me disculpé por el tono. Me esforzaba en no temblar visiblemente, pero era en vano. Todavía estaba sangrando por media docena de heridas de los brazos, y la sangre resbalaba también por dentro de mis pantalones como un gusano caliente. Necesitaba ayuda, no podía ocultarlo, y eso me situaba en una posición muy débil para negociar con la reina. Y no me llevaba a engaño: negociar con Doyle era negociar con la reina. A no ser que las cosas hubieran cambiado drásticamente en la corte en sólo tres años.

– Obedecer a mi reina.

Su tono era como su piel, oscuro. Su voz profunda podía llegar a notas tan bajas que me daban escalofríos.

– Eso no es ninguna respuesta -dije.

El cabello era negro, pero no tanto como su piel. Parecía que lo llevaba muy corto, pero yo sabía que se lo recogía en una gruesa trenza que le bajaba por la espalda hasta los tobillos. La trenza dejaba desnudas y al descubierto las puntas de sus orejas.

El brillo verde procedía de dos pendientes de diamante que agraciaban sus bonitas orejas, y había dos joyas oscuras, casi del color de su piel, al lado de los diamantes. También llevaba varios aritos de plata a lo largo de ambos lóbulos hasta el extremo de éstos, donde se afilaban ligeramente.

Las orejas en punta mostraban que no pertenecía del todo a la alta corte, sino que era una mezcla bastarda como yo misma. Era la única señal que lo delataba y aunque habría podido taparla con el pelo, casi nunca lo hacía.

Además de los pendientes, lucía un pequeño colgante de plata en forma de araña sobre el pecho.

– Debería haber recordado que tu librea es una araña.

Sonrió un poco, lo cual para Doyle era una exagerada muestra de expresividad.

– En circunstancias normales te daría tiempo para que te arreglaras, pero tus protecciones no durarán mucho, así que si tengo que salvarte más vale que actuemos.

– La reina envió aquí al señor Sholto para matarme. ¿Por qué te envía a ti para salvarme? Esto no tiene sentido ni tratándose de ella.

– La reina no envió a Sholto.

Lo miré. No sabía si creerle. Casi nunca nos mentíamos abiertamente, pero alguien me estaba mintiendo porque no podían estar contándome los dos la verdad.

– Sholto dijo que la reina había ordenado mi ejecución.

– Piensa, princesa. Si la reina Andais deseara realmente tu ejecución, te llevaría a la corte para que todos vieran lo que les ocurre a las sidhe que desobedecen las órdenes reales. Te utilizaría para dar ejemplo. -Hizo un gesto para abarcar todo el cuarto de baño y sus manos esparcieron una especie de llama-. No te haría matar a escondidas, donde nadie puede verlo.

La llama se replegó nuevamente sobre sí misma, pero continuó danzando alrededor de las puntas de sus dedos.

Me apoyé en el lavabo. Si no acabábamos pronto con la conversación terminaría cayendo de rodillas. Había perdido mucha sangre y seguía perdiéndola.

– Quieres decir que la reina no renunciaría a verme morir -dije.

– Sí -dijo.

Algo golpeó la ventana con tanta fuerza que la habitación pareció temblar. Doyle se volvió hacia el sonido, sacando un gran cuchillo, o una pequeña espada, de detrás de la espalda. Las llamas verdes flotaban alrededor de su espalda y encima de uno de sus hombros como un fiel halcón.

La luz jugaba en el filo de la espada y en la empuñadura. Labrados en ésta había un trío de cuervos con las alas entrelazadas y los picos abiertos sosteniendo las joyas del pomo.

Me caí al suelo, pero mantuve una mano aferrada al lavabo.

– Es Temor Mortal.

Era una de las armas privadas de la reina y nunca había oído que la cediese a nadie por motivo alguno.

Doyle se apartó lentamente de la ventana vacía. La espada corta concentraba la trémula luz.

– ¿Ahora te crees que la reina me ha enviado para salvarte?

– O eso o la mataste para quitarle la espada -dije.

Me miró, y su semblante indicaba que no veía el humor en esta última observación. Mejor, porque no pretendía hacer un chiste. Temor Mortal era uno de los tesoros de la corte de la Oscuridad. Se había utilizado sangre mortal cuando fue forjada, lo cual significaba que una herida mortal del arma era realmente una herida mortal para cualquier elfo, incluso para un sidhe. Habría jurado que la única manera de conseguir la espada era arrancarla de las manos frías del cadáver de mi tía.

Algo golpeaba la ventana una y otra vez. Pensaba que querían romper la protección con magia, lo cual llevaría cierto tiempo, pero simplemente se proponían echarla abajo. Si la ventana desaparecía, desaparecía la protección. La fuerza bruta no siempre funcionaba sobre la magia, pero en ocasiones sí. Esa noche sí iba a funcionar. Oí un sonido agudo cuando el cristal reforzado empezó a cuartearse. Doyle se arrodilló ante mí, con la punta de la espada hacia abajo. -No tenemos tiempo, princesa.

Asentí.

– Te escucho.

Dirigió hacia mí su mano derecha vacía, y me acobardé tanto que caí al suelo.

– Tengo que tocarte, princesa.

– ¿Por qué?

El cristal se quebró y el viento empezó a soplar en la habitación. Oí que algo grande rozaba la pared, y los agudos gorjeos de las aves nocturnas alentando a los más fornidos.

– Puedo matar a algunos de ellos, mi princesa, pero no a todos. Daría mi vida por ti, pero eso no será suficiente, no contra el poder de casi la totalidad de los sluagh.

Se me acercó tanto que tuve que dejar que me tocara, de lo contrario habría tenido que apartarme de él arrastrándome hacia atrás como un cangrejo.

Puse una mano por delante, tocando la piel de su chaqueta. Él continuó presionando, y mi mano resbaló hacia la camiseta negra que llevaba debajo. Sentí algo húmedo. Retrocedí, y vi en la inquietante penumbra que mi mano estaba negra.

– Estás sangrando -dije.

– Los sluagh no querían que te encontrara esta noche.

Tuve que poner una mano atrás para no caer al suelo, porque él estaba muy cerca. Lo bastante cerca para besarme, o para matarme.

– ¿Qué quieres, Doyle?

El cristal se hizo añicos y provocó una tintineante lluvia de esquirlas.

– Lo siento, pero no hay tiempo para delicadezas.

Dejó caer la espada al suelo y me agarró por los antebrazos para atraerme hacia él. Sólo tuve un segundo para darme cuenta de que quería besarme.

Si hubiese intentado clavarme la espada, habría estado preparada, o al menos no me habría sorprendido, pero un beso… Estaba desconcertada. Su piel olía a alguna especia exótica. Sus labios eran delicados, y el beso agradable. Me quedé paralizada entre sus brazos, demasiado turbada para saber qué hacer, como si me hubiera hechizado. Susurró contra mis labios:

– Ella dijo que tenía que dártelo de la misma forma que ella me lo dio a mí. -Sus palabras dejaban entrever su enfado.

Oí que algo atravesaba la ventana y caía pesadamente. Doyle me soltó tan de repente que volví a caer al suelo. Entonces, con un solo movimiento fluido, como un paso de baile, cogió la espada, se volvió y cruzó el cuarto para clavar el arma en un tentáculo negro, tan grande como él, que había penetrado por el agujero de la ventana. Se oyó un grito al otro lado del vidrio roto. Doyle extrajo la espada del tentáculo y éste empezó a retroceder. Él levantó la espada por encima de la cabeza y la hizo caer con toda su fuerza. El tentáculo cercenado derramó un baño de sangre negra en medio de una luz verde amarillenta.

El resto del tentáculo se retiró por la ventana con un sonido similar al gemido del viento. Doyle se volvió hacia mí.

– Esto les retendrá, pero no mucho.

Se acercó a mí, con la espada ensangrentada en la mano. Todo había sucedido en cuestión de segundos. Incluso se las había arreglado para permanecer en un lado, con lo cual la sangre no le había tocado, como si hubiese sabido dónde colocarse o hacia dónde iba a saltar la sangre.

Al verle acercarse a mí, no pude permanecer en el suelo. Él había venido para mantenerme con vida, pero a medida que se me acercaba, todos mis instintos se pusieron de acuerdo para hacerme gritar. Doyle era algo elemental esculpido de oscuridad y de penumbra, armado con una espada asesina y avanzaba hacia mí como la encarnación misma de la muerte. En ese momento, entendí por qué los humanos nos adoraban.

Me agarré en el lavabo para ponerme en pie, porque no podía enfrentarme a él de rodillas. Debía mantenerme de pie delante de aquella gracia de la Oscuridad, o inclinarme ante él como un humano en posición de adoración. Ponerme en pie provocó que la habitación me diera vueltas. Estaba tan mareada que temía caerme, pero me mantuve en pie agarrándome del lavabo con todas mi fuerzas. Cuando se me aclaró la visión, continuaba de pie y Doyle estaba lo bastante cerca para que pudiera ver llamas verdes en los espejos oscuros de sus ojos.

De pronto me apretó contra su cuerpo y sentí en mi piel la sangre fría de su camisa. Notaba la fuerza de sus manos en mi espalda, apretándome contra su cuerpo.

– La reina puso en mí su marca para que yo te la entregue. En cuanto la tengas, todos sabrán que hacerte daño será arriesgarse a perder el favor de la reina.

– El beso -dije.

Asintió.

– Dijo que te lo tenía que dar, igual que ella me lo dio a mí. Perdóname.

Me besó antes de que yo pudiera preguntar por qué motivo pedía perdón. Me besó como si intentara escalar dentro de mí a través de mi boca. Yo no estaba preparada ni le había dado permiso. Intenté apartarme y su brazo se aferró a mi espalda, presionando la chaqueta de piel contra mi cuerpo. Su otra mano me aguantaba la cara y los dedos se clavaban en mi mentón. No podía impedir que me besara, no me podía apartar de él.

Luchar no me estaba llevando a ninguna parte, de manera que me detuve y le abrí la boca, devolviéndole el beso. Sentí que él se relajaba, como si pensara que le estaba autorizando. Cogí su camiseta negra y empecé a sacarla de sus pantalones. Estaba tan húmeda de sangre que se pegaba a la piel, pero la saqué del todo. Puse mis manos sobre la superficie de su estómago, hacia arriba, hacia la suavidad de su pecho.

Se fusionó conmigo, y su mano presionaba con fuerza la piel desnuda de mi espalda.

Mis manos encontraron la herida de su pecho. Era un zarpazo ancho y profundo. Pasaron tres cosas a la vez: hundí mis dedos en su herida; su cuerpo se tensó y sentí cómo reaccionaba ante el dolor. Creo que estaba a punto de soltarme, pero entonces, cuando él sentía más dolor y yo hundía los dedos en su herida, ocurrió la tercera cosa: la marca de la reina le llenó la boca y penetró en mi interior.

Una dulce corriente de poder me llenó la boca, desplazándose desde el cuerpo de Doyle hacia el mío y fundiéndose entre nuestros labios, como si los dos estuviésemos chupando el mismo caramelo. El poder se hinchó en nuestro interior y nos colmó de calor, como un vino especiado caliente vertido en dos copas iguales, hasta que el poder llenó nuestros cuerpos y se derramó en un líquido tibio a través de nuestra piel.

Doyle dejó de besarme y se separó de mí. Me dejé caer al suelo, esta vez no por la hemorragia, sino porque las rodillas no me sostenían.

No era capaz de enfocar nada, veía el mundo a través de una neblina. Doyle apoyaba sus dos manos en el lavabo, cabizbajo, como si estuviera mareado. Le oí decir:

– Consorte, sálvame.

No sé cuál habría sido mi aguda réplica, porque la puerta se abrió de golpe y golpeó la cabina más alejada. Distinguí la silueta de Sholto en el umbral. Se había puesto el abrigo gris sobre el pecho desnudo, pero el nido de tentáculos aparecía como un monstruo que intentaba desprenderse de su piel.

Percibí movimiento detrás de mí, y al volverme vi a Doyle yendo a buscar la espada que había dejado en el lavabo. Sentí el poder de Sholto formando un vendaval. De pronto, me di cuenta de que ambos pensaban que el otro había venido para matarme.

Tuve tiempo para gritar:

– ¡No!

La llama de Doyle se desvaneció, devorada por una oscuridad aterciopelada y perfecta, llena de los sonidos de cuerpos en movimiento.