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20

La gente formaba un estruendo de murmullos que me engullía, era como si un mar de ruido me tragara al avanzar hacia la sala. El gentío caminaba de un lado a otro como un muro humano formado por ladrillos multicolores. Doyle iba justo delante de mí, como el guardaespaldas que era.

Nuestra puerta se hallaba en línea con el ancho pasillo que se adentraba en el aeropuerto. Doyle estaba en la apertura de la sala, esperándome a un lado. Entonces, distinguí entre la multitud una figura alta que se dirigía hacia nosotros. Galen iba vestido en verde y blanco: un suéter verde pálido, unos pantalones verdes todavía más pálidos y el abrigo blanco, largo hasta los tobillos, que se movía por detrás de él como una capa. El suéter tenía el color de su cabello, que caía en cortos bucles hasta justo por debajo de su oreja. También lucía una larga y delgada trenza. Su padre era un pixie, al que la reina había ordenado matar por cometer la osadía de seducir a una de sus damas de compañía.

No creo que la reina hubiese matado al pixie de haber sabido que había engendrado un niño. Los niños son preciosos, y cualquier cosa que alimente, que transmita la sangre, es digna de ser conservada.

Me alegre de verle, aunque sabía que si él estaba ahí, habría un fotógrafo cerca. Francamente, me sorprendía que no nos hubiésemos encontrado a una multitud de medios de comunicación. La princesa Meredith regresaba a casa, sana y salva después de tres años desaparecida. Mi cara había aparecido impresa durante años en los periódicos: las fotos de la princesa americana de los elfos habían rivalizado con los avistamientos de Elvis. No sabía qué habían hecho para salvarme del torbellino de la prensa, pero les estaba agradecida.

Le dejé el bolso de mano a Doyle y corrí hacia Galen. Me aupó en un abrazo y me besó en la boca.

– Merry, qué alegría de verte, chica. -Sus brazos me sostenían un palmo por encima del suelo sin aparente esfuerzo.

Nunca me ha gustado que mis pies dancen en el aire, así que le rodeé la cintura con las piernas, y él pasó sus manos de mi cintura a mis muslos para aguantarme.

Había corrido a los brazos de Galen desde que tengo memoria. Después de la muerte de mi padre, se había erigido en mi defensor en la corte de la Oscuridad en más de una ocasión, aunque no siendo de pura sangre, como yo, tenía escasa influencia. Lo que sí tenía era más de metro ochenta de puro músculo, y era un guerrero bien adiestrado que intimidaba.

Desde luego, cuando me levantaba en brazos a mis siete años, no había tantos besos ni otras cosas. A sus poco más de cien años, Galen era uno de los guardias reales más jóvenes de Andáis. Nos llevábamos setenta años, lo cual entre sidhe era como crecer juntos. El cuello en V de su suéter llegaba hasta bastante abajo, mostrando el pelo de su pecho, que era de un verde más oscuro que su cabello, casi negro. El suéter era suave y le sentaba muy bien. Su piel era blanca, pero el suéter resaltaba el tono verde muy pálido subyacente, con lo cual su piel aparecía o bien blanca perla o bien de un verde de ensueño, dependiendo de cómo le diera la luz.

Sus ojos, del color de la hierba fresca en primavera, tenían un tono más humano que la esmeralda líquida de los míos. Sin embargo, el resto de su cuerpo era demasiado único para expresarlo con palabras. Es lo que pensaba desde los catorce años, pero no era con él con quien mi padre me había comprometido. Porque Galen era un chico demasiado guapo, pero no se movía con destreza en el campo de la política para que mi padre confiara en que viviría lo bastante para verme crecer. No, Galen hablaba cuando lo sabio era callar. Era una de las cosas que más me gustaban de él siendo niña y que más me asustaban cuando crecí.

Se puso a bailar conmigo por el pasillo, al son de una música que sólo él podía oír, pero yo casi la sentía cuando le miraba a los ojos, y trazaba con mi mirada la curva de sus labios.

– Estoy encantado de verte, Merry.

– Ya lo veo -dije.

Rió con una risa muy humana. Lo que la hacía tan especial era la alegría de Galen, aunque para mí siempre era algo especial.

Se me acercó y me susurró al oído:

– Te has cortado el pelo. Tu preciosa melena.

Le di un delicado beso en la mejilla.

– Ya crecerá.

Había sólo unos cuantos periodistas, porque no habían tenido suficiente información para planificar un asalto a gran escala, pero la mayoría de ellos llevaban cámaras. Las fotos de la nobleza sidhe, especialmente haciendo algo poco habitual, siempre encontraban un mercado. Les dejamos tomar fotos porque no les podíamos parar. Utilizar magia contra ellos constituían un delito contra la libertad de prensa. Así lo había sentenciado el Tribunal Supremo. Muchos reporteros que cubrían rutinariamente a los sidhe tenían poderes psíquicos, o bien eran brujos. Sabían cuándo utilizabas magia sobre ellos. Bastaba una denuncia para que acabaras envuelta en una demanda civil.

Los elfos tenían dos posturas distintas frente a los reporteros. Algunos eran muy decorosos en público y nunca proporcionaban nada de interés a los paparazzi. Galen y yo éramos de los que creían que había que darles algo para fotografiar, algo sin importancia para que no buscaran material más sensacionalista. Siempre algo positivo, animado, interesante. Ésta era la idea de la reina Andáis. Había estado trabajando durante los últimos treinta años, aproximadamente, para dar a su corte una publicidad mejor y más positiva. Toda mi vida. Yo había aparecido con mi padre, se había celebrado una ceremonia pública de esponsales entre Griffin y yo. No existía vida privada si la reina decretaba que tenía que ser pública.

Alguien se aclaró la garganta y yo miré más allá de Galen para encontrar a Barinthus. Si Galen tenía un aspecto único, Barinthus parecía un extraterrestre. Su pelo era del color del mar, de los océanos. El turquesa del Mediterráneo; el azul profundo del Pacífico; un azul grisáceo tempestuoso como el océano antes de la tempestad, derivando hacia un azul prácticamente negro, como las aguas abisales, como la sangre de gigantes durmientes. Los colores cambiaban con la luz, fundiéndose entre ellos como si no se tratase de pelo. Su piel era de un blanco alabastro, como la mía; sus ojos, azules, pero con dos rendijas negras por pupilas. Sabía que tenía una membrana, a modo de segundo párpado, que cubría sus ojos cuando estaba debajo del agua. Cuando yo tenía cinco años, me enseñó a nadar, y me gustaba que pudiera parpadear dos veces con el mismo ojo.

Era más alto que Galen, pasaba de los dos metros, como corresponde a un dios. Llevaba una gabardina azul real abierta que dejaba a la vista un traje negro de diseño. La camisa era de seda azul, con uno de aquellos cuellos altos y redondos que los diseñadores intentan vender para que los hombres ya no tengan que llevar corbata. Barinthus tenía un aspecto espléndido. Se había dejado el pelo suelto, flotando como una segunda gabardina. Y sabía que alguien, probablemente mi tía, le había elegido la ropa. Cuando decidía por sí mismo, Barinthus era hombre de vaqueros y camiseta.

Galen y Barinthus eran dos de los más asiduos visitantes de la casa que mi padre tenía entre los humanos. Barinthus gozaba de poder entre los sidhe, era de la Corte Antigua. Los sidhe todavía comentaban su último duelo, mucho antes de mi nacimiento, en el cual un sidhe se había ahogado en una pradera, a muchos kilómetros de cualquier rastro de agua. Barinthus, como mi padre, nunca aceptó un duelo a no ser que se invocara mortalidad. No perdía el tiempo en nada inferior.

Galen me dejó en el suelo. Me dirigí a Barinthus, con las dos manos abiertas para saludar. Él sacó las manos de los bolsillos de la gabardina con cuidado, manteniéndolas cerradas hasta que pude poner mis manos entre las suyas. Tenía un tejido entre los dedos y se había puesto sensible al respecto desde que un periodista de los años cincuenta lo llamó el «hombre pez». Cuesta creer que alguien venerado antaño como un dios de los mares pudiera molestarse por el comentario de un periodista del siglo XX, pero así era. Barinthus no lo había olvidado nunca.

El tejido era completamente retráctil, sólo una fina capa de piel adicional entre sus dedos, a no ser que decidiera usarlo. Entonces, podía expandir la piel y nadar como… como, bueno, como un pez. Aunque esto no era un cumplido que se le pudiera decir en voz alta, nunca.

Tomó mis manos entre las suyas y se inclinó para darme un beso educado y bienintencionado en la mejilla. Le devolví el beso. A Barinthus le gustaba mostrarse educado en público. Su lado personal no era para consumo general, y tenía suficiente poder para asegurarse de que ni la reina podría hacerle cambiar de opinión. Los dioses, incluso los caídos, debían ser tratados con respeto. El periodista de los años cincuenta, el que había colocado el titular del hombre pez en el servicio mundial de noticias, había muerto en un accidente en una barca por el Mississippi aquel verano. El agua se alzó y cubrió la barca, según afirmaron los testigos. Lo más extraño que habían visto jamás.

Las cámaras continuaron tomando fotos. Nosotros seguimos ajenos a ellas.

– Me alegro de que hayas vuelto entre nosotros, Meredith.

– Yo también me alegro de verte, Barinthus. Espero que la corte sea lo bastante segura para convertir mi regreso en algo más que una visita.

Parpadeaba con el segundo párpado, lo cual, cuando no estaba nadando, era un indicio de nerviosismo.

– Esto deberás discutirlo con tu tía.

No me gustó cómo sonó la frase. Un periodista me plantó una pequeña grabadora en la cara.

– ¿Quién es usted?

El hecho de que tuviera que preguntarlo significaba que no llevaba mucho tiempo en el oficio.

Galen se metió en medio sonriendo, encantador. Abrió la boca para responder, pero otra voz llenó el bullicioso silencio.

– La princesa Meredith NicEssus, Hija de la Paz.

El hombre que había hablado se acercó desde las ventanas en las que permanecía apoyado.

– Jenkins, cómo me desagrada verte -dije.

Era un hombre delgado y alto, aunque no tanto como Barinthus. Jenkins tenía una sombra permanente en la cara, tan notable que una vez le pregunté por qué no se dejaba barba. Contestó que a su mujer no le gustaba el pelo en la cara. Yo le repliqué que no podía creer que alguien se hubiese casado con él. Jenkins había vendido fotos del cuerpo despedazado de mi padre. No en Estados Unidos, por supuesto, somos demasiado civilizados para eso, pero hay otros países, otros periódicos, otras revistas. Encontró quien comprara y publicara las fotos. Fue también él quien me sorprendió en el funeral e infiltró fotos mías con lágrimas en las mejillas, y unos ojos tan tristes que brillaban. Esta foto había sido nominada para un premio. No lo ganó, pero mi rostro y el cuerpo muerto de mi padre fueron noticias mundiales gracias a Jenkins. Todavía le odiaba por eso.

– He oído rumores de que vuelves de visita. ¿Te quedas todo el mes hasta Halloween? -preguntó.

– No puedo creer que alguien se arriesgue a perder el favor de mi tía por hablar contigo -dije, sin contestar a su pregunta. Tenía mucha práctica en pasar por alto las preguntas de la prensa.

Sonrió.

– Te sorprendería saber quién habla conmigo y sobre qué.

No me gustó su expresión, sonaba vagamente amenazadora, vagamente personal. No, no me gustó ni pizca.

– Bienvenida a casa, Meredith -dijo e hizo una reverencia leve pero elegante.

Lo que quería decirle no era correcto para el consumo público, y había demasiadas grabadoras. Si Jenkins estaba ahí, entonces los periodistas de la televisión no andarían muy lejos. Si no podía obtener una exclusiva, se aseguraría de que nadie la consiguiera.

No dije nada, lo dejé pasar. Me había estado provocando desde que era una niña. Sólo tenía unos diez años más que yo, pero parecía veinte años mayor, porque yo todavía aparentaba veintipocos. Yo quizá no iba a vivir siempre, pero me conservaba bien. Creo que esto molestaba de verdad a Jenkins, tener que hablar de gente que o bien no envejecía o lo hacía mucho más lentamente que él. Hubo momentos, cuando yo era más joven, en los que había encontrado consuelo en pensar que probablemente él moriría primero.

– Todavía apestas a cenicero, Jenkins. ¿No sabes que fumar reduce tu esperanza de vida?

Su semblante se endureció por el enfado. Bajó el tono de su voz y murmuró:

– Todavía eres la pequeña zorra del oeste, ¿verdad, Merry?

– Tengo una orden de alejamiento contra ti, Jenkins. Mantente a quince metros o llamaré a la policía.

Barinthus se acercó a nosotros y me ofreció su brazo. No tenía que decírmelo. Sabía que no me convenía ponerme a insultar a un periodista delante de otros. La orden de alejamiento se había establecido después de que Jenkins divulgara mi foto por todo el mundo. Los abogados de la corte habían encontrado a unos cuantos jueces que pensaban que en realidad Jenkins había abusado de una menor e invadido mi intimidad. Después de esto, se le prohibió hablar conmigo y tenía que mantenerse a quince metros de distancia.

Creo que el único motivo por el que Barinthus no había matado a Jenkins era que los sidhe lo habrían interpretado como una debilidad. Yo no era sólo una soberana sidhe, era la tercera en la línea sucesoria de la corte de la Oscuridad. Si no podía protegerme a mí misma de periodistas excesivamente entusiastas de su trabajo, no merecía el lugar que ocupaba. De modo que Jenkins se había convertido en mi problema. La reina nos había prohibido a todos hacer daño a la prensa después del pequeño accidente en aguas del Mississippi. Desgraciadamente, lo único que podía librarme de Barry Jenkins era su muerte. Si no lo mataba, se curaría y se arrastraría detrás de mí.

Le lancé un beso a Jenkins y pasé junto a él del brazo de Barinthus. Galen nos seguía, respondiendo las preguntas de la prensa. Captaba fragmentos de sus explicaciones: reunión familiar, las próximas vacaciones, bla, bla, bla. Barinthus y yo pudimos alejarnos de la prensa porque atacaba nuevamente a Galen. Entonces, pregunté algo en serio:

– ¿Por qué la reina me ha perdonado de golpe por haberme escapado de casa?

– ¿Por qué se pide que regrese a casa al hijo pródigo? -replicó.

– No me vengas con acertijos, Barinthus, limítate a contestar.

– No ha contado sus planes a nadie, pero insistió mucho en que regresaras a casa como invitada especial. Quiere algo de ti, Meredith, algo que sólo tú puedes darle, o algo que puedes hacer por ella o por la corte.

– ¿Qué podría hacer yo que los demás no puedan?

– Si lo supiera, te lo diría.

Me apoyé en Barinthus, desplazando una mano por su brazo e invocando un hechizo. Era un hechizo menor, se trataba de envolver un trozo de aire alrededor de nosotros para que rebotara el ruido. No quería que nos escucharan, y si estábamos siendo espiados por sidhe, nadie se extrañaría de que lo hiciera con reporteros a mi alrededor.

– ¿Y Cel? ¿Quiere matarme?

– La reina ha insistido mucho, a todo el mundo -puso énfasis en el «todo el mundo»- en que no se te debe molestar mientras permanezcas en la corte. Quiere que regreses entre nosotros, Meredith, y parece dispuesta a utilizar la violencia para cumplir su deseo.

– ¿Incluso contra su hijo? -pregunté.

– No lo sé. Pero ha cambiado algo entre ella y su hijo. No está contenta con él, y nadie sabe exactamente por qué. Me gustaría disponer de más información, Meredith, pero ni las mayores cotillas de la corte saben nada a este respecto. Todo el mundo tiene miedo de soliviantar a la reina o al príncipe. -Me tocó el hombro-. Sin duda, nos están espiando y sospecharán si mantenemos el hechizo de confusión sobre nuestras palabras.

Asentí y retiré el hechizo, arrojándolo al aire con un pensamiento. El ruido nos envolvió de nuevo, y me di cuenta de que habíamos tenido suerte de no chocar con nadie, lo cual habría destrozado el hechizo. Por supuesto, estaba caminando con un semidiós de más de dos metros de altura y de pelo azul, y eso contribuía a abrir paso. A algunos sidhe les gustaban los fans, pero Barinthus no era uno de ellos, y una simple mirada de aquellos ojos bastaba para que casi todo el mundo retrocediera.

Barinthus continuó con un tono excesivamente cariñoso.

– Te llevaremos desde aquí a casa de tu abuela. -Bajó la voz-. Aunque no sé cómo conseguiste que la reina aceptara que visitaras a familiares antes de presentarle sus respetos.

– Invoqué derechos de virgen, que es el motivo por el que me llevas al hotel para registrarme y cambiarme de ropa.

Estábamos en la zona de recogida de maletas, contemplando el brillo de la cinta vacía que no cesaba de girar.

– Nadie ha invocado derechos de virgen entre las sidhe desde hace muchos siglos.

– No importa cuánto tiempo haga, Barinthus, continúa siendo nuestro derecho.

Barinthus me sonrió.

– Siempre has sido inteligente, incluso de pequeña, pero al crecer te has hecho más astuta.

– Y cauta, no lo olvides, porque sin precaución, la astucia sólo sirve para que te maten.

– Es una observación cínica, pero verdadera. ¿Nos has echado de menos, Meredith, o te gustó liberarte de todo esto?

– Podría pasar sin parte de la política, pero… -Le cogí el brazo-. Te he echado en falta, a ti, y a Galen, y… tu hogar no es algo que puedas escoger y determinar, Barinthus. Es el que es.

Él se inclinó hacia mí y me susurró:

– Quiero que vuelvas, pero tengo miedo por ti.

Miré a aquellos ojos maravillosos y sonreí.

– Yo también.

Galen llegó saltando hasta nosotros; colocó un brazo encima de mis hombros y el otro alrededor de la cintura de Barinthus.

– ¡Una gran familia feliz!

– No seas frívolo, Galen -dijo Barinthus.

– ¡Vaya! -replicó Galen-, han decaído los ánimos. ¿De qué hablabais a mi espalda?

– ¿Dónde está Doyle? -pregunté.

La sonrisa de Galen se difuminó.

– Se ha ido a informar a la reina. -Sonrió de nuevo-. Ahora nos interesa tu seguridad.

Debió pasar algo por mi cara, o por la de Barinthus, porque Galen preguntó:

– ¿Qué pasa?

Miré a la superficie espejada de la cinta de maletas y vi que Jenkins estaba al otro lado de la barrera. Se mantenía apartado, a quince metros, más o menos. Sin duda, lo suficientemente lejos para que no pudieran detenerle.

– Aquí no, Galen.

Galen también miró y vio a Jenkins.

– Te odia, ¿verdad?

– Sí -contesté.

– Nunca he comprendido su animadversión hacia ti -afirmó Barinthus-. Creo que cuando eras una niña ya te aborrecía. -Parece que se ha convertido en algo personal, ¿verdad? -¿Sabes por qué es tan personal para él? -preguntó Galen, y había algo en la manera de preguntar que me hizo desviar la mirada, eludir sus ojos.

Mi tía había decretado, años antes de mi nacimiento, que no podíamos utilizar nuestros poderes más oscuros delante de un miembro de la prensa. Yo rompí esta norma sólo una vez, para gratificación personal de Jenkins. Mi única excusa era que tenía dieciocho años cuando murió mi padre. Dieciocho cuando Jenkins difundió mi dolor por todo el mundo. Yo había tirado de sus más lúgubres temores y se los había colocado ante los ojos. Le había hecho gritar y rogar. Le había convertido en un cuerpo tembloroso junto a una solitaria carretera rural. Durante algunos meses, había sido más agradable, educado; después regresó para vengarse. Más mezquino, más severo, más deseoso de hacer cualquier cosa por conseguir un reportaje. Me había contado que la única manera que tenía de pararle era matarle. No le había domesticado, lo había hecho más salvaje. Jenkins fue quien me enseñó la lección de que o matas a tus enemigos o les dejas en paz.

Mi maleta fue una de las primeras en salir por la cinta. Galen la cogió.

– Tu carroza te espera, querida.

Lo miré. Si hubiese sido sólo Galen, lo hubiese podido creer, pero Barinthus no haría un ardid publicitario, y una carroza era sin duda un ardid.

– La reina Andais envió su propio coche personal para ti -dijo Barinthus.

Mi mirada paseó del uno al otro.

– ¿Ha enviado la carroza negra de cacería para mí? ¿Por qué?

– Hasta que oscurezca -dijo Barinthus-, es simplemente un coche, una limusina. Y que tu tía te lo haya ofrecido a ti, conmigo como chófer, es un gran honor que no debe despreciarse.

Me acerqué a él y bajé la voz como si pudieran oírnos los periodistas que aguardaban. No podía continuar invocando magia para esconder nuestras palabras porque, aunque no lo podía percibir, nada me aseguraba que no estábamos siendo espiados.

– Es un honor desmesurado, Barinthus. ¿Qué pasa? Normalmente, mis familiares no me dan un trato real.

Me miró, y permaneció callado tanto tiempo que pensé que no respondería.

– No sé, Meredith -dijo finalmente.

– Ya hablaremos en el coche -dijo Galen, riendo y saludando a la prensa.

Nos condujo a las puertas automáticas. La limusina nos esperaba como un tiburón negro. Hasta las ventanas estaban polarizadas de negro, de manera que impedían ver el interior.

Me detuve en el pasillo lateral. Los dos hombres caminaron a mi lado, después se detuvieron, mirándome.

– ¿Qué pasa? -preguntó Galen.

– Me preguntaba quién puede haber entrado en el coche mientras estábamos en el aeropuerto.

Se miraron uno al otro, y después nuevamente a mí.

– El coche estaba vacío cuando lo dejamos aquí -dijo Galen. Barinthus era más práctico.

– Doy mi palabra más solemne de que, a mi conocimiento, el coche está vacío.

Le sonreí, pero no era una sonrisa feliz.

– Siempre has sido cauto.

– Digamos que no doy mi palabra sobre cosas que no puedo controlar.

– Como los caprichos de mi tía -dije.

Se inclinó un poco y su cabello se convirtió en una cortina multicolor.

– Efectivamente.

Mi tía había elegido bien. Había tres veces tres veces tres guardaespaldas reales. Veintisiete guerreros dedicados a cualquier deseo de mi tía. De éstos, los dos en los que confiaba más estaban de pie a mi lado. Andais quería que me sintiera segura. ¿Por qué? Mi seguridad o falta de seguridad nunca le había interesado anteriormente. Recordé las palabras de Barinthus. La reina quería algo de mí, algo que sólo yo podía ofrecerle, o hacer por ella o por la corte. La pregunta era ¿qué era eso que sólo yo podía hacer? No se me ocurría nada que sólo yo pudiese ofrecerle.

– A1 coche, niños -dijo Galen con una sonrisa que mostró sus dientes apretados.

Había una furgoneta de la televisión a cierta distancia, atrapada en el tránsito pero que se iba acercando. Si nos bloqueaban la salida, lo cual había sucedido en el pasado, tendríamos otros problemas además de mi paranoia, al margen de lo justificada que estuviera.

Barinthus se sacó las llaves del bolsillo y apretó un botón del llavero. El maletero se abrió con un zumbido de aire, como si hubiera estado herméticamente cerrado. Galen puso mi maleta en su interior y extendió la mano para que le pasara el bolso.

Negué con la cabeza.

– Lo llevaré yo.

Galen no preguntó por qué: lo sabía, o se lo podía imaginar. No habría vuelto a casa desarmada.

Barinthus me sostenía la puerta trasera.

– La furgoneta de la tele no tardará, Meredith. Si tenemos que hacer una, ¿cómo la llaman?, huida limpia, hay que hacerla ahora.

Di medio paso hacia aquella puerta abierta y me detuve. La tapicería era negra. Todo era negro. El coche tenía una historia demasiado larga para no hacer sonar todos mis timbres psíquicos. El poder de aquella puerta abierta me impregnó la piel y me erizó el pelo de los brazos. Era la carroza negra de la cacería. Aunque no había trampas esperando en su interior, era un objeto de poder salvaje, y ese poder fluía sobre mí.

– Por favor, Merry -dijo Galen. Pasó por delante de mí y se metió en la oscuridad del coche. Se metió en él y volvió a salir. Me mostró su mano pálida-. No muerde, Merry.

– ¿Lo prometes? -pregunté.

– Lo prometo -respondió, sonriendo.

Le cogí la mano, y me llevó hacia la puerta abierta.

– Por supuesto, no te he prometido que no vaya a morderte yo. Me metió en el coche, riendo los dos. Estaba bien, encontrarse de nuevo casa.