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KARA HUNTER dirigió su auto por el recinto de la Universidad John Hopkins, con el teléfono celular pegado al oído. El mundo empezaba a derrumbarse y ella sabía, muy en lo profundo, donde no se suponía que la gente supiera cosas, que algo muy importante dependía de ella. Thomas dependía de ella y el mundo dependía de Thomas. La situación era tan clara como una noche sombría, pero una estrella brillaba en el horizonte, así que ella mantuvo la mirada en esa brillante luz guía.

Kara se puso el celular entre el oído y el hombro e hizo un giro usando ambas manos.

– Perdóneme por parecer desesperada, Sr. Gains, pero si usted no me da la autorización que necesito voy a ir con una pistola allí.

– No dije que no te lo conseguiría -expuso el ministro de estado.

Kara pensó que debería estar hablando con el presidente mismo, pero él no era precisamente el hombre más accesible del planeta en estos días. A menos, por supuesto, que se tratara de Thomas.

– Dije que lo intentaría -continuó Gains-. Pero esto es poco convencional. El Dr. Bancroft podría… discúlpame.

El teléfono se silenció. Kara logró oír una voz ahogada.

Gains volvió a hablar, esta vez muy rápido.

– Me tengo que ir.

– ¿Qué pasa?

– Es necesario saber…

– ¡Debo saberlo! Quizás yo sea el único vínculo que usted tiene con Thomas, ¡suponiendo que esté vivo! Y con Monique, suponiendo que esté viva. Hábleme, ¡por Dios!

Él no contestó.

– Usted me lo debe, Sr. Ministro. Usted debe esto a la nación por no responderle la primera vez a Thomas.

– Guárdate esto para ti -objetó él en un tono que a Kara no le dejó ninguna duda de la frustración del hombre al tener que decirle alguna cosa; pero entre todas las personas, él debía saber que ella podría ir bien encaminada con este experimento que tenía en mente.

– Desde luego.

– Acabamos de tener un intercambio nuclear -confesó Gains. ¿Nuclear?

– Más exactamente, Israel disparó un misil en el océano a la costa de Francia, y Francia ha pagado con la misma moneda. Mientras hablamos, ellos tienen un misil balístico intercontinental en el aire. De veras que me debo ir.

– Por favor, señor, llame al Dr. Bancroft.

– Mi asesor ya lo hizo.

– Gracias -contestó ella, y cerró rápidamente el teléfono.

¡Esto no podría terminar de esta manera! Pero Thomas había advertido que el virus podría ser solo parte de la destrucción total registrada en los libros de historias. Es más, ellos habían discutido la posibilidad de que el virus podría precipitar la catástrofe profetizada por el apóstol Juan. ¿No representaba Israel un papel destacado en ese apocalipsis?

Kara viró bruscamente para eludir a un ciclista, lanzó entre dientes una maldición y presionó el acelerador. El Dr. Bancroft era su última esperanza. Habían pasado tres días desde la desaparición de Thomas y Monique se había esfumado el día antes. Kara debía averiguar si aún estaba viva… si no aquí, entonces en la otra realidad.

Bancroft se hallaba en su laboratorio; ella lo sabía por una llamada telefónica anterior. También sabía que los archivos de su hermano estaban bajo el control del gobierno. Clasificados. Cualquier averiguación respecto de la sesión que él tuvo antes con el Dr. Bancroft requeriría autorización superior al buen doctor. Con un poco de suerte, Gains al menos le había dado eso a ella.

La joven estacionó el auto y bajó corriendo los mismos escalones que una semana antes descendiera con el director de la CÍA, Phil Grant. Las persianas sobre la puerta del sótano se hallaban cerradas. Tocó en el vidrio.

– ¡Dr. Bancroft!

Casi al instante, se abrió la puerta hacia adentro. Ante ella apareció un hombre anticuado y sin gracia con ojeras debajo de unos ojos avispados.

– Sí, lo haré -enunció él.

– ¿Lo hará? ¿Qué hará?

– Ayudarle. ¡Rápido!

El psicólogo la jaló hacia adentro, se asomó para dar una rápida mirada hacia la escalera de concreto y cerró la puerta. Corrió al escritorio.

– Durante una semana he estado estudiando minuciosamente esta información sobre Thomas. He consultado a una docena de colegas, y no se preocupe, ninguno de ellos ha oído de un cerebro en sueño silencioso.

– ¿Lo llamó el ministro de estado…?

– Sí, acabo de hablar con ellos. ¿Cuál es su idea?

– ¿A qué se refiere con un «cerebro en sueño silencioso»? -quiso saber ella.

– Invención mía. Un cerebro que no sueña mientras duerme, como el de su hermano.

– Debe haber alguna otra explicación, ¿verdad? Sabemos que él está soñando. O al menos consciente de otra realidad mientras duerme.

– A menos que este -expresó Bancroft señalando el salón- sea el sueño.

Luego guiñó un ojo.

Ahora el doctor se parecía a Thomas. Los dos se habían vuelto misteriosos. Por otro lado, lo que ella estaba a punto de sugerir haría que este asunto de sueños pareciera perfectamente lógico en comparación.

– ¿Cuál es su idea? -volvió a preguntar el doctor.

Kara fue hasta la cama de cuero en que Thomas durmiera y miró al profesor. Las luces del salón eran tenues. Una pantalla de computadora irradiaba un pálido brillo sobre el escritorio. El monitor de ondas cerebrales se hallaba inactivo a la izquierda de ella.

– ¿Tiene usted aún la sangre que le sacó a Thomas? -inquirió la joven.

– ¿La sangre?

– La sangre funciona… ¿aún la tiene?

– La habrán llevado a analizar en nuestro laboratorio.

– ¿Y luego a dónde?

– Dudo que la devolvieran.

– ¿Y si lo hubieron hecho…?

– Entonces estaría arriba en el laboratorio. ¿Por qué le interesa la sangre de él?

– Por algo que le ocurrió a Monique -contestó Kara después de respirar hondo-. Ella se atravesó en los sueños de Thomas. Lo único que une las realidades, además de los sueños, es la sangre, la fuerza viva del individuo, por así decirlo. Hay algo exclusivo en la religión acerca de la sangre, ¿de acuerdo? Los cristianos creen que sin derramamiento de sangre no hay perdón de pecados. La sangre también juega un papel crítico en esta realidad metafísica en que Thomas ha abierto una brecha. Al menos hasta donde yo veo.

– Prosiga. ¿Qué tiene esto que ver con los sueños de Monique?

– Ella se quedó dormida con una herida abierta. Se hallaba con Thomas, quien también tenía una herida abierta en la muñeca. Sé que esto parece extraño, pero Monique me dijo que creyó haber ingresado a esta otra realidad porque su sangre estuvo en contacto con la de él mientras ella dormía. La sangre de Thomas es el puente hacia este mundo de su sueño.

Bancroft levantó una mano y se ajustó los redondos lentes.

– ¿Y cree usted que…? -empezó él a preguntar, pero se detuvo; la conclusión era obvia.

– Deseo intentarlo.

– Pero dicen que Thomas está muerto -cuestionó Bancroft.

– Que sepamos, también Monique. Al menos en esta realidad. El problema es que el mundo aún podría depender de ellos dos. No podemos permitir que estén muertos. No estoy diciendo que entienda perfectamente cómo funciona esto o por qué, sino que debemos intentar algo. Esto es lo único que se me ocurre.

– Usted quiere volver a crear el ambiente que permitió cruzar a Monique -declaró él fríamente.

– Bajo su supervisión. Por favor…

– No tiene que suplicar -objetó él con un rayo de expectativa en los ojos-. Créame, si no hubiera visto los monitores de Thomas con mis propios ojos, no estaría tan ansioso. Además, en mí mismo resultó positivo el análisis del virus que él predijo en estos sueños.

En realidad, la disposición del psicólogo no la sorprendió. Él estaba tan chiflado como para intentarlo por cuenta propia, sin ella.

– Entonces necesitamos la sangre de Thomas -afirmó Kara.

– La necesitamos -concordó el Dr. Bancroft dirigiéndose hacia la puerta.

***

BANCROFT TARDÓ menos de diez minutos en engancharle a Kara los electrodos que iba a usar para medirle la actividad cerebral. A ella no le importaba todo el asunto de las pruebas… solo quería soñar con la sangre de Thomas. Cierto, la idea era tan científica como manipular una serpiente. Pero, al yacer allí con cables adheridos a una docena de puntos de la cabeza, sintió sorprendentemente razonable todo el experimento.

– Muy elevada -informó Bancroft quitándole la funda inflable del tensiómetro-. Usted tendrá que dormir, ¿recuerda? Aún no se lo ha dicho a su corazón.

– Entonces deme un sedante más fuerte.

– No quiero que sea demasiado fuerte. Las pastillas que tomó deberían surtir efecto en cualquier momento. Usted intente relajarse.

Kara cerró los ojos e intentó vaciar la mente. El misil que disparara Francia ya debería haber aterrizado o estaría a punto de hacerlo. Ella no se podía imaginar cómo una detonación nuclear en Oriente Medio afectaría al actual contexto. Acababan de estallar motines dispersos esa mañana, según los noticieros; principalmente en naciones del Tercer Mundo, pero, a menos que surgiera una pronta solución, Occidente no estaría muy lejos de tenerlos.

Disponían de diez días hasta que la variedad Raison alcanzara la plena madurez. En cinco días podrían empezar a aparecer síntomas entre los primeros contrayentes del virus, entre los cuales estaban ella y Thomas. Quizás en seis, a lo máximo en siete. Todos estaban suponiendo, desde luego, pero Monique había estado muy confiada en que el virus se podría revertir si se administraba el antivirus hasta en uno o dos días, quizás tres, después de los primeros síntomas. Demasiados tal vez.

Cinco días. ¿Podía ella sentir ahora alguno de los síntomas? Se fijó en su piel. Nada. Articulaciones, dedos, tobillos. Los movió todos y aún no sintió nada. A menos que el leve cosquilleo que sentía en la pantorrilla derecha fuera una erupción.

Ahora estaba imaginando.

De pronto la mente le dio vueltas. ¿Síntomas? No, la droga comenzaba a surtir efecto.

– Creo que es hora -anunció ella.

– Un segundo.

– ¿Se siente cansada? ¿Aturdida? -inquirió el doctor acercándose finalmente después de manipular la máquina.

– Casi.

– ¿Quiere un poco de anestesia local? Ella no había pensado en eso.

– Simplemente haga el pequeño corte -contestó, Kara quería una cortada para tener la prueba en el brazo si despertaba en otra realidad.

– De tamaño suficiente como para que sangre -dedujo Bancroft.

– Usted hágalo.

El doctor le humedeció el antebrazo derecho con una mota de algodón y luego le presionó con cuidado un escalpelo contra la piel. Un dolor punzante le subió por el brazo y se estremeció.

– Fácil -anunció él-. Terminó.

El doctor agarró una jeringa con un poco de la sangre de Thomas. La muestra era pequeña… usarían casi la mitad en este experimento.

– Habría sido más fácil inyectar esta -comentó él.

– No sabemos si funcionaría de ese modo. Solo haga lo que dio resultado con Monique. No tenemos tiempo para desperdiciar.

Bancroft bajó la jeringuilla y depositó cinco o seis gotas de la sangre de Thomas en el brazo de Kara, las que se fundieron con la sangre de la joven en una diminuta burbuja. El doctor embadurnó ambas sangres con el dedo enguantado. Por un largo momento los dos observaron la mancha roja de la mezcla.

Se miraron a los ojos. Por los parlantes se escuchaba una música pop suave… una versión instrumental de «Reina Danzante» de Abba. El hombre bajó la intensidad de las luces aún más que cuando Kara entró por primera vez al laboratorio.

– Espero que esto funcione -declaró ella.

– Duerma.

La chica volvió a cerrar los ojos.

– ¿Debo despertarla?

Thomas siempre había afirmado que una hora durmiendo aquí podría ser un año en un sueño. El ingreso de la joven al mundo de él se lograría al quedarse dormida aquí. Su regreso aquí se podría precipitar durmiendo allá.

– Despiérteme en una hora -respondió ella.