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Delante
Siete de bastos
Waite: discusión, pelea verbal, negociaciones, guerra comercial.
Gray: el individuo contra la comunidad; uno contra muchos; lucha descompensada.
6.0: la casa del espíritu
-Las noches están acortándose -grité sobre el hombro de Frances mientras avanzábamos-. Mira al este.
En aquella dirección, el cielo estaba teñido de un cobalto denso y aterciopelado, sobre los tejados en buen estado y sobre los ruinosos, y sobre las débiles lámparas y antorchas de la Feria.
-Muy bonito -dijo Frances.
-Significa que las puertas se cierran dentro de una hora más o menos.
-¿Ah, sí?
Bueno, al fin. He ahí algo que no sabía.
-Por eso la llaman la Feria Nocturna.
-¿Y qué pasa luego?
-Nada. Se queda como un mausoleo. En verano las horas son más cortas pero el sol pega mucho.
Conducíamos por un sinuoso, estrecho, abarrotado y ruidoso trecho de pavimento, jalonado de puestecillos. Un enorme y peludo perro gris apareció corriendo entre dos de ellos y se cruzó en nuestro camino, y Frances dio un frenazo. Un rostro suave y negro como el alquitrán, coronado por un sombrero cilíndrico, se pegó al parabrisas.
-Las bujías, señora -dijo, levantando una mano llena de piezas metálicas mientras nos enseñaba unos dientes blancos y menudos-. Para todas las máquinas, y muy baratas *. -Frances gruñó al mismo tiempo que apretaba el acelerador, y el rostro desapareció mientras reanudábamos la marcha. Volví la mirada y no encontré ni rastro del brillante sombrero.
-No quiero criticar -le dije-, pero si hubiéramos ido por la misma puerta que a la ida, no habríamos topado con toda esta gente.
Transcurrió un momento antes de que ella respondiera.
-Tenía la esperanza de que encontrásemos a Mick.
-Este lugar es un laberinto. Podríamos pasar junto a él una docena de veces en los próximos diez minutos sin darnos cuenta.
-Ah, pero él sí que se daría cuenta -repuso Frances con voz agria. Puso el motor en punto muerto y aumentó sus revoluciones un momento-. ¿Has visto muchos como este hoy?
-¿Y si se ha metido en algún lío?
-En otras palabras, ¿y si no ha regresado porque no ha podido? -Enfiló una bocacalle y, para mi sorpresa, paró el motor.
Sus hombros subían y bajaban al compás de su respiración. Finalmente dijo:
-Todos queremos sobrevivir. Yo lo he conseguido durante mucho tiempo, en circunstancias complicadas, y lo he hecho sospechando de todo el mundo. Me temo que se ha convertido en una costumbre.
Pero sus costumbres no explicaban por qué habíamos parado allí.
-¿Eso significa que no crees que Mick Skinner esté aliado con el diablo?
Se volvió hacia mí. Sus ojos no parecían enfocados.
-Por supuesto que sí. Ya te lo he dicho, es una costumbre.
Se volvió de nuevo.
Al cabo de un momento dije:
-Sí abres la capota, iré a por algo de comer. El puesto está ahí mismo. Estaré a la vista en todo momento.
No respondió pero su mano buscó a tientas la palanca que abría el revestimiento. Salí lo mejor que pude.
El aroma y el sonido del pollo en la sartén fue una sobrecarga sensorial casi excesiva. Me pregunté por un instante si sería eso lo que provocaría una caricia en la mayoría de la gente. De repente sentía tanta hambre que estuve a punto de marearme. Siempre me pasaba lo mismo: no necesitaba comida en todo el día hasta que, de repente, la necesitaba desesperadamente, como un motor que funciona a la perfección sin dar la menor señal de que el depósito está quedándose sin alcohol. ¿Qué adjetivos me había dedicado Frances hacía un rato? Fuerte, resistente a las enfermedades y los venenos… Podría haber añadido fácil de manejar y de bajo consumo. Compré un poco de pollo («picante» * me advirtió la mujer con un acento atroz mientras meneaba las manos, «picante»), patatas fritas, okra, galletas de mantequilla y dos botellas alargadas de zumo de pera casero. Me metí las botellas debajo del brazo y, haciendo malabares con los calientes envases de la comida, regresé al triciclo.
Frances seguía sentada en el mismo sitio, pero sus muñecas estaban cruzadas sobre el salpicadero y tenía la frente apoyada sobre ellas. El pelo le cubría el antebrazo. En estado de relajación, aquel brazo parecía sorprendentemente delgado, y los puntiagudos huesos de su codo parecían frágiles y vulnerables. Como si no fueran suyos.
Algunas veces la sabiduría te llega primero a la boca del estómago. Eso fue lo que sentí entonces, un pequeño tirón. Por supuesto que no parecía suyo. El brazo no era de Frances.
Ya sabía que el cuerpo no le pertenecía, pero entonces lo supe realmente, con todas las connotaciones del hecho. No había relación alguna entre el cascarón y el espíritu, nada que permitiera juzgar por las apariencias, aparte del lenguaje y la expresión, la persona que contenía. El cuerpo que estaba mirando era la historia vital, dibujada en tinta borrosa, de una persona que nunca llegaría a conocer.
¿Quién era? ¿Aprobaría la vendetta de la que estaba siendo inconsciente ejecutora? Yo había despertado, una y otra vez, en lugares extraños y sin ciertos fragmentos de mi pasado y eso había estado a punto de costarme la cordura. ¿Cuánto tiempo llevaba Frances cabalgando a aquella mujer? ¿Despertaría en una ciudad nueva, años después de su último recuerdo, tan mal como yo o peor? ¿Tendría la oportunidad de despertar?
El agotamiento pertenecía al cuerpo de la desconocida. La pasión devoradora, la mente que empuñaba las riendas, pertenecían a Frances. Ambas necesitaban comida y descanso. Ambas sufrían si no las recibían. Si alguien estaba capacitado para juzgar lo que había entre ellas, no era yo.
Dije, levantando un poco la voz:
-Bueno, si no te gusta el pollo picante, ya podrías haberlo dicho.
-Me encanta el pollo picante -dijo y se incorporó. Su rostro volvía a estar compuesto y me di cuenta de que no debía notar la fatiga que se veía en él, o al menos no quería comentarla.
Así que dije:
-En el Underbridge hay un lugar en el que podrías dormir unas horas.
-Estaré perfectamente cuando haya comido un poco. Y ahora, ¿podemos comer?
-De nada -repliqué mientras empezaba a poner la comida sobre las superficies planas del salpicadero. No es que hubiera muchas en el triciclo o sobre él, pero yo comí apoyándome en la parte exterior, con lo que ella pudo usar el asiento del copiloto como mesa.
-Cómete primero la okra -le dije-. Está helada.
Y eso fue lo único que dijimos durante varios minutos. De no ser por los crujidos del papel, habría parecido que estábamos comiendo en una burbuja de silencio dentro del tapiz de ruidos que era la Feria Nocturna. Hasta dejé de masticar para escucharlo. Me sentía como un cuerpo extraño en el organismo del mundo, algo que se había enquistado porque no podía expulsarse. ¿O era Frances la que estaba aislada y yo, simplemente, me encontraba dentro de su radio de acción?
-Ojalá tuviéramos un poco de café -dijo Frances al fin mientras masticaba un bizcocho.
Me quedé mirándola.
-Nada más fácil. Dame diez pavos y volveré en algún momento de mañana con unos doce granos de café verde. Eso si alguien, en toda la ciudad, ha conseguido echarle mano a un saco.
Sonrió, una sonrisa irónica y sorprendentemente genuina.
-Lo sé. Creo que eso es el resto de mi penitencia. Para llegar a donde se cultiva el café hay que recorrer mil quinientos kilómetros de malas carreteras llenas de gente desagradable. He oído que hay una colina cerca de Taos donde han descubierto que se da bastante bien, pero disparan a cualquier desconocido que se acerque a menos de un kilómetro.
-¿Merece la pena disparar a alguien por un poco de café? -pregunté.
-¿O dejar que te disparen por conseguirlo? ¿Nunca lo has probado?
-No.
Una expresión indescifrable cruzó sus facciones a gran velocidad.
-En ese caso, supongo que no. Pero, a pesar de todo, me gustaría tomar un poco.
Unos faros aparecieron dando tumbos delante de nuestra cara, precediendo al coche que acababa de entrar en el callejón, y nos cegaron.
-Estamos molestando -dijo Frances mientras empezaba a quitar los papeles del motor.
-Quedaos donde estáis, por favor -dijo un simulacro de voz, ronco y silbante, detrás de mí.
Estaba terminándome el zumo de pera. Mientras bajaba la botella giré la muñeca, golpeé el cristal contra una señal de tráfico, me di la vuelta y terminé delante del señor Lyle, con una botella rota en la mano y una postura. Probablemente, fuera más una sorpresa para mí que para él.
De hecho, en lo alto de su enorme figura, él estaba sonriendo. Había olvidado lo grande que era.
-Teteras, botellas… ¿siempre peleas con las cosas de beber? – preguntó. Y-: Deberías darte la vuelta y echar un vistazo antes de usar eso. Hay cosas que no sabes.
Por supuesto, no lo hice.
-¿Frances? -pregunté.
-No… -oí el clunck-squeak de una puerta de coche que se abría-. Ah, ya veo -dijo-. Gorrión, antes de que decida cómo enfrentarme a esto, dime una cosa: ¿quién es esta gente?
Me moría de ganas de mirar hacia allí. Gente: plural. La mujer debía de estar allí. Traté de adivinar lo que quería saber Frances.
-Anteanoche, Mick vio su coche y se ocultó -dije con lentitud-. Luego, ayer, cuando Mick dejó su último cuerpo en mi casa, acudí a alguien, alguien en quien creía que podía confiar, para que me ayudara a librarme de él. Trajo a estos dos. Se cabrearon bastante cuando descubrieron que Mick ya no estaba en el cuerpo.
-¿Es eso cierto? -preguntó Frances, pero no a mí, comprendíenseguida.
-Absolutamente -dijo la otra voz, la ronca y grave voz femenina. Por su tono, me di cuenta de que también ella estaba sonriendo-. Buena capacidad de observación. No saca conclusiones a la ligera. Pero no es todo.
-¿Qué queréis? -dijo Frances.
-Ayudar, quizá.
Con tono apagado y una especie de escepticismo, Frances dijo:
-Y esto, imagino, es una muestra de vuestras buenas intenciones. Dios mío.
-¿Y de las vuestras?
No pude aguantar más. Volví la cabeza.
El coche largo y negro había aparcado en el callejón, en diagonal. Bloqueaba también la acera. La mujer a la que Dana se había dirigido como «Maîtresse» se encontraba junto a la puerta del copiloto, que estaba abierta. El día anterior debía de vestir de sport. Hoy tenía un aspecto diferente, aunque igualmente formidable: zapatos de charol negros y largos, perneras negras, un vestido negro de seda áspera, una estola de piel blanca como una nube de talco y un cuello oscuro y alargado que salía de ella. Su rostro, por debajo de un turbante blanco y negro, parecía más joven que el día anterior. Y, como la vez anterior, ni una pizca de brillo salvo sus inmóviles cejas de plata.
Tras la rueda se encontraba el sujeto moreno del gorro brillante, el que se había pegado al parabrisas con las manos llenas de bujías brillantes. Junto al conductor se encontraba el gran perro de color gris.
La puerta trasera de nuestro lado también estaba abierta. Y en el asiento trasero, con la cabeza ladeada como si la hubiesen golpeado contra la puerta antes de abrirla, completamente inconsciente, estaba el nuevo cuerpo de Mick Skinner.
Entonces una de las grandes manos del señor Lyle se cerró sobre mi muñeca y la otra me arrebató la botella y la lanzó contra la acera, donde se hizo añicos. Sus dedos me atenazaron el antebrazo y lo apretaron contra mis costillas. Tuve la impresión de que podía aplastarme entre las manos como si fuera de cera blanda. Medio a rastras, medio a empujones, me llevó hasta elcoche y me metió a la fuerza en el compartimiento trasero, frente a Mick. Me abalancé hacia la otra puerta y traté de abrirla. Estaba cerrada y el seguro no se veía por ninguna parte. El conductor del sombrero llamativo se volvió y me sonrió desde el otro lado del cristal que nos separaba.
-Si vienen con nosotros -dijo la mujer a Frances-, iremos a un lugar seguro, donde podremos hablar. No les haremos ningún daño.
Frances señaló el asiento trasero del coche.
-¿Cómo séque ese es él y no solo un cuerpo?
-Está ahí -dijo la mujer de las cejas metálicas-. Usted lo sabe.
-Sí -respondió Frances. Lo dijo en voz baja pero la oí.
Ninguno de los presentes se movió y el tiempo pareció imitarnos. Yo estaba esperando una explosión de violencia: el rifle aparecería en las manos de Frances en cualquier momento, habría un ruido de mil demonios y probablemente todos moriríamos o, como alternativa fantasiosa, Frances poseería a uno de ellos.
Lentamente, Frances bajó del triciclo. Su rostro estaba lleno de resignación y cansancio asqueado y tenía las manos vacías.
-Déme la llave -dijo la mujer-. Etienne nos seguirá en su vehículo.
Etienne era el del sombrero.
-Si Etienne le hace algo -dijo Frances mirando al conductor-, me comeré el hígado de Etienne. Aunque tenga que volver de entre los muertos para hacerlo.
Etienne sonrió y asintió, como si pensara que era una propuesta razonable.
El señor Lyle indicó a Frances el compartimiento trasero y ella se situó en el otro asiento orientado hacia atrás. A ella no la trataron como si fuera una maleta. Empujó el cuerpo inerte de Mick sobre la tapicería y cerró la puerta. En su interior, se oyó el chasquido de un seguro.
El señor Lyle ocupó el asiento del conductor y el perro meneó la cola una vez, con fuerza. El triciclo no explotó cuando Etienne lo arrancó. Al salir a la calle, vi que sus dos faros giraban y se situaban detrás de nosotros.
Frances me había rescatado una vez. Sin ninguna razón concreta, yo había esperado que volviera ahacerlo.
-No les has disparado -dije finalmente, mirándola.
Apoyó la cabeza con cansancio en el cristal de separación y cerró los ojos.
-No. No lo he hecho.
-Nilos has montado. Ni siquiera te has largado. ¿Por qué no?
-Parece que te lo has tomado como algo personal. -Abrió los ojos y volvió la cabeza hacia mí. Las luces del triciclo resbalaban sobre su rostro y por un momento pude ver sus ojos conclaridad, todos pupilas-. He decidido, tras evaluar la situación, que no podía permitírmelo. -Giró la cabeza hacia el techo y volvió a cerrar los ojos.
Tenía una nariz corta y un poco respingona. Claro que, no era su nariz.
-¿Vas a dejarla salir alguna vez? -pregunté de repente.
-¿A quién?
-A la propietaria de ese cuerpo.
Creí que no iba a responderme. Pero supongo que su pausa puede atribuirse a la reflexión.
-No. De un modo u otro, no.
-¿De un modo u otro?
A esto no respondió.
Fuera estaba amaneciendo, una luz tan frágil que daba la impresión de que un viento fuerte pudiera dispersarla. En losextremos de la ciudad, la gente estaría reuniendo las cosas que llevaría al mercado: especias, aves de corral, sombreros de paja, jarras de agua, tejidos teñidos, aceites de quemar, bisagras… En Loring Common ya habrían terminado de ordeñar las rollizas vacas de grandes cuernos y ahora estarían sacándolas a pastar. La leche no tardaría en llegar al mercado. Yo estaba de camino… ¿adónde? A un lugar seguro, donde podríamos hablar. ¿Y si no tenía nada que decir?
El negro y largo coche cruzó las puertas de la Feria Nocturna. En algún lugar de la ciudad, Theo y Sher estaban vivos o muertos. Myra y Dusty y Dana y Cassidy estaban haciendo lo que querían o podían o creían que debían hacer. Para ellos, ahora y puede que siempre, las tres personas delasiento trasero de la limusina eran irrelevantes. Me acurruqué en mi esquina del coche y me rodeé el cuerpo con los brazos. Si me hubieran preguntado, no habría dicho que tenía frío.
A la luz del amanecer, el cartel de la cerveza Schmidt parecía pintado sobre el cielo. El puente colgante, cuyos cables se elevaban sobre nosotros como aves al vuelo, se extendía por delante y por detrás. Si La Maîtresse no nos hubiera interceptado, habríamos ido también por allí. El Underbridge se encontraba en la otra orilla, al este del río.
Entonces el coche aminoró y se detuvo, y yo me enderecé en el asiento y volví la cabeza. Habíamos girado, pero no al llegar a la otra orilla, sino antes.
Con un asombro casi reverente, susurré:
-Estamos en la isla.
-Lo sé -dijo Frances. Había levantado la cabeza y tenía los ojos abiertos-. ¿Y qué? -Debía de haberse percatado de mi tono de voz. El suyo era bajo y prudente. Vi que hacía el esfuerzo de concentrarse, de reunir sus desperdigadas reservas y prepararlas.
-Este sitio posee un nivel de ju-ju increíblemente elevado. Por ejemplo, dicen que si no eres de aquí o no te invitan, no puedes salir del puente para tomar esta calle.
-Lo último en privacidad.
Me encogí de hombros.
-No te lo creas si no quieres.
-De hecho, casi me lo creo. Este siempre fue un sumidero de rarezas. Puede que alguien le haya encontrado alguna utilidad por fin. ¿Tú te lo crees?
-Nunca he hecho negocios en la isla. -Era cierto. No había razón para mencionar las ocasiones en las que, de camino a algún negocio en otro punto de la ciudad, había decidido poner a prueba las habladurías populares y había olvidado mi propósito hasta llegar a la otra orilla del río. Ojaláhubiera prestado más atención cuando habíamos cogido la desviación.
-Yo ya he estado aquí -dijo Frances-. Antes… Las casas siguen igual. Me pregunto quién vive en ellas.
Estábamos en una antigua calle de ladrillos que discurría paralela a la orilla. A nuestra izquierda, el río brillaba con luz dorada a la luz del amanecer. Había una fila de casas adosadas a nuestra derecha, un hermoso y antiguo bloque hecho de piedra gris, con largas ventanas y puertas lustrosas con molduras de cobre. Pasamos de largo. Los árboles tendían sus tupidas ramas sobre la carretera y entre las copas crecía el follaje, formando un túnel umbrío y verde. Algunas veces se veía una abertura con un polvoriento camino de grava; otras, una casa y un patio tras una cerca de madera. En una ocasión, aparecieron tres gallinas en la carretera, delante de nosotros, cacareando.
-Siempre fue un poco salvaje -dijo Frances en voz baja, detrás de mí-. Pero no tanto.
Creí entender lo que quería decir. Allí vivía gente. Pero era como si la tierra se hubiera cerrado a su alrededor, velándolos y envolviéndolos, ocultándolos, a ellos y a las señales de su existencia. Si no hubiese vivido fuera de allí, tal vez me habría parecido bien.
El coche giró y se detuvo frente a una cancela de madera agrietada y un muro parcheado de piedras redondas y mortero. La hiedra y las clemátides estaban convirtiendo el muro en una loma tapizada de un verde estrellado de carmesí. Hubo un destello amarillo al otro lado de la cancela y, al abrirse, apareció la figura de una anciana con un vestido amarillo. Hizo una leve reverencia dirigida al coche, en general. El conductor y el copiloto le sonrieron. Como la mía era una ventana tintada, no me vi en la obligación de hacerlo.
Entonces pasamos al otro lado del muro. Y si el lugar del que veníamos era un jardín salvaje, este era su primo civilizado. Había vegetación a ambos lados de la vereda: árboles frutales y floreales; el denso y embriagador aroma de las mandarinas y las budleias, intenso incluso dentro del coche; una masa de altas flores amarillas y anaranjadas, como un brochazo de fuego; uvas suspendidas, pesadas y verdes, de un arbusto; los rojizos conos de la pimienta cayena, engarzados como joyas en sus matorrales. Puede que hubiera senderos o terrazas de hierba, pero desde donde yo me encontraba no se veían.
Y en medio de todo, como un monarca sombrío en una corte generosamente engalanada, se levantaba una casa victoriana con estructura de madera de tres pisos. Era en su mayor parte de color verde, aunque con salpicaduras de negro, rojo ladrillo y amarillo. Puede que en el pasado hubiese sido de dimensiones modestas, antes de los aleros y buhardillas y patios, las reformas que le habían sumado habitaciones y alas enteras. Debería haber sido horrible. Pero en cambio poseía una especie de ritmo, como si media docena de personas diferentes hubieran acordado vestirse del mismo modo e interpretar una danza colectiva.
-Juraría -dijo Frances- que esto no estaba aquí cuando me marché.
-¿Y cuánto tiempo hace de eso?
-Ya lo sé. Pero esa casa es mucho más vieja que yo. Sin embargo…
A estas alturas, el coche se había detenido en el porche delantero, seguido por el triciclo. El señor Lyle salió y, mientras el perro lo seguía de un salto, abrió la puerta del copiloto para la mujer. Tuvo la misma deferencia con Frances mientras su… ¿jefa? ¿socia?… subía apresuradamente las escaleras con un repiqueteo inflexible de tacones sobre la madera. Se volvió al llegar arriba.
-Creo -dijo- que será mejor que lleven a su amigo. Les costará más que al señor Lyle, pero así se ahorrarán problemas.
Frances se detuvo en el ángulo de la puerta abierta y me miró. Parecía atrapada entre la curiosidad y la frustración.
-Por Dios, ahorrémonos problemas, sí. ¿Prefieres la cabeza o los pies?
-La cabeza -dije-. Los pies pesan menos.
-Ahórrate la caballerosidad. Te falta el equipamiento apropiado. -Se apartó para dejarme salir. El señor Lyle estaba cerca, a una distancia medida con prudencia: demasiado lejos para que lo sorprendiéramos pero lo bastante cerca para detenernos si hacíamos alguna tontería.
-Pero sí que tengo la fuerza. -Cogí al inerte Mick por las axilas y lo arrastré-. Pensaba que había que tomar una manzana envenenada para estar tanto tiempo inconsciente. ¿Qué crees que le habrán hecho?
-Espero que no lo de la manzana, porque como sea así vamos a tener que besarlo. Puede que si nos portamos bien la señora de las alarmantes cejas nos lo cuente. Hasta puede que nos cuente lo de las cejas. ¡Joder! -Lo dijo de improviso y al instante apretó los labios. Fue la única fuga en su sobrenatural coraza de autocontrol. Para mí, la cosa no estaba yendo mal. No esperaba ser capaz de controlar la situación.
Como había cogido la cabeza, me tocó ir hacia la casa de espaldas. No creo que la cosa hubiese mejorado mucho si hubiese ido de frente.
Los techos abovedados tenían cinco metros de altura todos ellos y tanto el salón como el vestíbulo que había a cada lado de este estaban forrados de lustroso cedro ornamental. En uno de ellos, las paredes eran del mismo color que la mantequilla congelada y sobre ellas reptaban hiedras pintadas que, tras salir de los rodapiés, iban a enroscarse alrededor de las ventanas. En el otro, la pintura era de color calabaza. Bajo las molduras del techo había un friso de casi un metro de alto con reyes, reinas y dioses egipcios con toda su parafernalia y su séquito de servidores. Las puertas por las que acabábamos de entrar eran de doble hoja, hechas de cristal plomado en su mayor parte. A ambos lados de ella había un par de bancos que parecían oriundos de Oriente Medio, cubiertos de almohadones tapizados con telas africanas. Mis pies caminaban sobre una alfombra china de enorme grosor. Junto a la puerta del cuarto de la hiedra, por dentro, había una talla de piedra que parecía maya. Encima de la mesa del salón descansaba un cuenco hecho de juncos que, casi con toda seguridad, era una obra de artesanía india. No quería seguir mirando con demasiado descaro, pero tenía la impresión de que todo el lugar era más o menos así: un gobierno mundial de diseño interior, opulento en ungrado que no podía alcanzarse únicamente con dinero.
Y una cosa más. Alrededor de los bordes de la alfombra, el suelo de parqué estaba rodeado por taraceados en maderas diferentes. El dibujo discurría a lo largo del umbral y de las paredes y continuaba sin interrupción hasta los dos vestíbulos. Contenía diseños y figuras que me pareció reconocer, y que creía haber visto en las cartas de Sherrea, en las vevés, en los amuletos… Si los dibujos no se interrumpían detrás de mí, todo el que estuviese en aquel salón estaría bien protegido. O cautivo.
-Señor Lyle -dijo la mujer desde mi espalda-, ¿podría cogerlo ahora, por favor?
El señor Lyle había venido detrás de nosotros. Asintió, sonrió y se cargó a Mick al hombro.
-Conviene que descansen -dijo la mujer. Se encontraba al pie de una amplia escalera de cedro-. Luego hablaremos. Vengan conmigo.
Frances habría sido de piedra si la piedra hubiese podido encogersede hombros. Se dirigió con paso rígido hacia las escaleras. El señor Lyle, a mi espalda, dijo:
-Detrás de usted.
Y la seguí.
Subimos al tercer piso, atravesamos un pasillo corto que había a mano derecha, volvimos a torcer a la derecha y nos detuvimos en mitad de otro pasillo, con alfombras en el suelo e iluminado por una lámpara situada en un extremo. Las paredes eran amarillas, con ribetes blancos. Costaba sentir aprensión en un entorno así, pero yo lo conseguí. Después de todo, a los hombres-lobo solo les crece el pelo cuando hay luna llena. La mujer abrió una puerta y se apartó para que pasara el señor Lyle. A continuación abrió la siguiente puerta.
-La suya -dijo a Frances-. Si necesita algo, tire de la campana.
Tras un instante de vacilación, Frances agachó la cabezay entró. No oí ningún estruendo.
Por supuesto, la siguiente puerta fue para mí. Estaba abierta y la mujer estaba esperando a que pasara cuando dije:
-¿Debo llamarte ya de alguna forma?
Una expresión parecida al azoramiento cruzó sus facciones.
-China Black * -dijo-. Aunque hay muchas otras formas de llamarme, respetuosas algunas de ellas. ¿Es apropiado dirigirse a ti como «Gorrión»?
-Es el único nombre que tengo.
Asintió.
-Hasta que tengas otro, pues. -Se volvió y caminó hasta la intersección de los dos pasillos, donde la esperaba el señor Lyle. Un momento después los oí bajando las escaleras.
Volví la vista hacia la puerta, que seguía abierta. Aparentemente no iban a encerrarme. Entré.
Era una habitación muy bonita. Tenía paredes inclinadas y empapeladas y una gran ventana abuhardillada. Era tan honesta, agradable e inocente que tuve un ataque de pánico. Corrí hacia la ventana. No tenía barrotes ni estaba cerrada y daba al jardín que acabábamos de cruzar. Repasé en mi mente la orientación de escaleras y pasillos. Debía de haber pasado por alto algo. No esperaba que aquella fuese la parte delantera de la casa. Abrí la ventana y me senté en el banco que tenía debajo para examinar el resto del cuarto.
Había una cama con el cabecero alto y tallado y un vestidor con un espejo redondo. En el vestidor había una jarra y una palangana, jabón y toallas. En cualquier momento el portero me traerá el equipaje, pensé absurdamente. Al otro lado del vestidor había un armario. Me levanté y abrí las puertas. Un movimiento brusco, una persona: un espejo en la cara interior de la puerta. Junto a la cama había una mesa con una lámpara de aceite y una caja de cerillas. Uno no proporciona a sus prisioneros el medio de quemar su casa. A menos que sea imposible hacerlo; pensé en los grabados de la puerta.
-Es cómoda, ¿no? -dijo Frances desde la puerta, y di un respingo.
-Ya veo que no estás descansando.
-No, me he pensado mejor lo de no meterme en líos. Quiero averiguar lo que pasa si tratamos de escapar.
-Deberías haber hecho el intento cuando estábamos en la Feria Nocturna.
-Oh, allí me habrían parado los pies. Pero creo que puede resultar instructivo saber dónde estamos y por qué. ¿Quieres venir conmigo? Podemos decir que estamos buscando el baño. -Apoyada en el dintel de la puerta, parecía relajada y despreocupada; pero sospecho que nolo estaba.
-No.
-¿Pero quieres venir conmigo de todos modos?
Le lancé una mirada dura.
-Es curioso, pero no me apetece dejarte atrás -dijo-. Creo que será mejor que vengas.
El baño, muy elegante, con una bañera lo bastante grande como para hundirse en ella, se encontraba al final del pasillo. Desandamos el camino que habíamos seguido al llegar, a la izquierda y otra vez a la izquierda. Pero no salimos a las escaleras.
-Ahí -dijo Frances en voz baja. Señaló el final del pasillo. Vi la columna de la escalera de cedro yfruncí el ceño.
Al llegar al descansillo, vimos que, en lugar de torcer hacia la izquierda, las escaleras lo hacían a la derecha.
-¿Son las de atrás? -murmuré.
Ahora era Frances la que tenía el ceño fruncido.
Puede que fuesen al primer piso, pero no podíamos asegurarlo. Es posible que hubiésemos atravesado el sótano de camino allí. Los pasillos estaban elegantemente decorados, las escaleras eran recargadas y las habitaciones a las que nos asomábamos, soleadas, inocuas e incluso un poco sosas. Y al final, que yo recuerde sin subir ninguna escalera, tras doblar una esquina, nos encontramos con un pasillo de paredes amarillas, paneles de madera y una ventana al otro extremo.
-Oh, Señor -suspiró Frances. Estaba pálida y encorvada-. ¿No imaginas lo que viene en la próxima escena? Ahora abrimos las puertas de nuestros cuartos y nos encontramos durmiendo en nuestras camas. O topamos con los pozos del Infierno. O con alguien con una espada, que nos mata. O con una bolsa de oro.
Me acerqué a la puerta de mi cuarto y la abrí.
-O con nuestra habitación, tal como la dejamos.
-¿Crees que nos han drogado?
-No tengo ganas de pensar. Lo que voy a hacer es quitarme las putas botas y acostarme. Si quieres seguir explorando, que te diviertas. No me despiertes.
No di un portazo. La puerta tenía un cerrojo, así que lo eché.
Las sábanas, por supuesto, olían a lavanda.
6.1: una muda de pieles
Las cortinas aleteaban perezosamente en la ventana. La brisa era cálida y olía a jardín. Un haz de luz caía sobre el entarimado. No recordaba haber sucumbido al sueño, pero debía de haberlo hecho. Flotaba en el aire una sensación claramente vespertina.
Me senté, puse los pies desnudos en el suelo y pensé, no sólo ha cambiado la hora. Puede que fuese la luz. Puede que el filtro de fatiga y alarma hubiese menguado. O puede que Frances tuviera razón. Puede que nos hubiesen drogado y el efecto estuviera disipándose. Pero lo cierto es que el cuarto parecía diferente.
¿Era así antes el papel de las paredes? ¿No estaba el edredón un poco deshilachado? Y, por cierto, ¿había cortinas antes? No lo recordaba. La habitación no parecía tan tranquilizadora y era en cambio más… ¿exótica? No exactamente. Bueno, el agotamiento se me había pasado.
Volví a ponerme las botas y me lavé un poco en el vestidor. Al probar la puerta, sentí un momento de pánico, pero entonces recordé que la había cerrado yo. Me senté en una silla de tijera que tampoco recordaba. El pasillo estaba en silencio. Pensé en llamar a la puerta de Frances o la de Mick; entonces me di cuenta de que no sabía por qué iba a hacer tal cosa.
Al salir del baño, me encontré con el enorme perro gris, esperando en el pasillo. Se puso en pie y meneó la cola una vez, de aquella forma enfática que le era tan propia. Entonces se volvió y caminó hasta la siguiente intersección, donde volvió la cabeza hacia mí.
-No me digas -repliqué en voz alta-. La vieja mina y tengo que ir a rescatar al pequeño Timmy. -Por suerte, el perro no respondió. Podía probar a ver qué ocurría si regresaba a mi habitación pero, ¿para qué? Seguí al perro.
Tras un giro a la izquierda y luego otro, me encontré en las escaleras. Fue tan molesto como no encontrarse con ellas la última vez que lo había intentado. Al final de las escaleras se encontraba el precioso salón. El perro entró trotando en el vestíbulo de las enredaderas. Lo hizo con un cierto aire de presunción. Habida cuenta del éxito que Frances y yo habíamos tenido para llegar al mismo lugar siguiendo la misma ruta, supongo que tenía razones para hacerlo. Oí voces y un tintineo en el vestíbulo: voces bajas y tranquilas y el ruido de una vajilla empleada como le hubiera gustado al fabricante. Entrar parecía, si no seguro, al menos el siguiente paso lógico.
Todo el mundo levantó la mirada cuando entré, incluido el perro. Todo el mundo era China Black, el señor Lyle, Frances y Mick. Estaban sentados en sendos sofás de mimbre con cojines, cara a cara, un grupo por sofá. Acababa de empezar a preguntarme a qué equipo pertenecía yo cuando mi mirada se apartó de ellos.
La pared opuesta del vestíbulo alojaba una chimenea voraz, rodeada de azulejos pintados y complicadas molduras de madera y coronada por una repisa que parecía contener un centenar de candelabros diferentes y un enorme espejo de marco dorado encima. A ambos lados de este, ocupando el resto de la pared de lado a lado y del techo al suelo, había estanterías con cristaleras emplomadas. Estanterías llenas.
Rodeé los sofás sin verlos y me detuve delante de la estantería de la derecha. Lo que parecían las obras completas de Mark Twain, en cuero. El libro de la jungla. La Enciclopedia del folklore. La isla del tesoro. Shakespeare. Yeats. Piercy. Eliot. Woolf. El Libro de las maravillas deHalliburton. El Herbario de Grieve. Stephen Jay Gould y Martin Gardner. Y estos eran los que conocía. ¿Quiénes eran Gene Wolfe, Alice Walker, Kenneth Roberts y Jane Austen? ¿Maya Angelou y John Crowley y Zora Neale Houston? Y todavía quedaba una estantería entera al otro lado.
-Sabía que harías eso -dijo la voz de Mick, y di un respingo. Me había olvido de que había más gente en la habitación.
-Lo siento -dije. Aparté los ojos de los libros y volví a mirar a los demás-. Perdonadme.
Los ojos de China Black eran un enigma, pero el señor Lyle estaba sonriendo amigablemente.
-Eso es solo una parte de la colección -dijo-. El resto está en la biblioteca. Te llevaré allí cuando hayamos terminado de tomar el té.
Chango: el resto.
-¿Tenéis algún -registré mi memoria en busca del nombre- Márquez?
-Los tenemos todos, creo -dijo el señor Lyle con gravedad-. Es uno de mis favoritos. Y ahora, siéntate y toma un poco de té.
Vi una silla de mimbre a juego con los sofás a un lado de la chimenea. La acerqué a la mesa y me senté de espaldas a las estanterías. Lo que significaba que ahora la reunión tenía forma de «U», y mi asiento se encontraba entre los dos sofás.
El señor Lyle había dicho té, pero lo que había querido decir era Té. En la mesita que separaba los sofás había un samovar de bronce, un plato de sandwiches, un cuenco de panecillos grandes como dientes de león, una bandeja de galletitas con trozos de algo y un bol de frambuesas. Había también dos tazas. Miré a los demás para ver quién más no había probado el té, pero Mick, Frances, China Black y el señor Lyle tenían cada uno su taza. Puede que el perro hubiera preferido esperar.
El té estaba aromatizado con menta, los sandwiches eran de pepino y albahaca, los panecillos eran de zanahoria y los trozos de las galletitas eran alcaraveas. Entonces no me pareció significativo. Sabroso sí, pero no significativo. Ahora me pregunto: ¿cuánto de lo que comí en aquella colación provenía del jardín que envolvía la casa como una mano abierta?
-Están a salvo aquí -dijo China Black- mientras sean nuestros invitados. -Parecía severa y distante, como la patrona de una iglesia que anteponía justicia a misericordia. Tenía una voz ligeramente ronca, como si la hubiese forzado con frecuencia-. He pensado que debía ser así para que pudiéramos hablar con toda libertad. Pero ahora me gustaría saber para qué están aquí. -Y miró a Frances y Mick.
Como no estaba fijándose en mí, la estudie sobre el borde de mi taza. Llevaba un vestido verde oliva, largo y sin mangas, y un turbante verde y amarillo. Su nariz, vista de perfil, ostentaba un puente muy elevado y la ceja más próxima a mí relucía como un reguero de sudor. Sus ojos, de forma casi almendrada, tenían un aire soñoliento. No creo que tuviera sueño.
-A mí me gustaría saber por qué lo pregunta -dijo Frances con una sonrisa vacía.
Típico de Frances mostrarse tan afable. Nos observó desde detrás de la taza como una pantera a unos antílopes.
China Black no se inmutó.
-¿Quiere ver mis credenciales?
-No estaría mal para empezar -dijo Frances.
Nuestra anfitriona -¿era ella nuestra anfitriona?- pareció casi complacida.
-Esta ciudad está dividida. Por un lado está A. A. Albrecht, que se sienta en lo que cree que es su corazón, y trata de conseguir que el poder fluya solo en una dirección, hacia él. No sabe, o puede que no le importe, que la ciudad es un organismo, y que sin circulación acabará por morir. Yo soy un houngan *. Fui elegida por la serpiente hace treinta años para servir a los espíritus y a los vivos. Y quienes son como yo tratan de mantener el flujo de la esencia vital de la ciudad a pesar de Albrecht.
-Yo creía que, como mujer, era usted una mambo **, no un houngan.
-Antes, si eras mujer, no podías ser houngan. Igual que no podías ser soldado. -Probablemente, la mirada que dirigió a Frances pretendiera ser un reproche.
-El poder es muchas cosas diferentes para la mayoría de la gente -dijo esta-. Cuando habla del poder en la ciudad, ¿se refiere al dinero? ¿A la política?
-Me refiero a la energía -repuso China Black.
La expresión de Frances me recordó de nuevo a un depredador.
-¿Del tipo ju-ju? -preguntó con un atisbo de desdén.
-Normalmente no. Al igual que usted, siente poco interés por los espíritus. -Su espléndida dentadura asomó un instante-. Lo que quiere controlar es la electricidad y el combustible. Si su vehículo fuera de metano, lo habría confiscado, porque nadie en la ciudad puede usar un combustible del que él no extraiga beneficio, y aquí el metano ni se fabrica ni se grava.
Mientras China Black y Frances se miraban, aproveché para echar un vistazo disimuladamente a Mick. Estaba reclinado, con las piernas cruzadas y la taza sobre el regazo. No parecía relajado. Estaba esperando algo y hasta que apareciera, era imposible saber de qué se trataba.
China Black dejó su taza y le dijo a Frances:
-¿Cómo se llama?
-Frances Redding.
-¿Y es usted…?
Frances levantó las cejas.
-¿Mujer? ¿Una Escorpio?
-Ya sabe lo que quiero decir.
-Entonces seguro que sabe la respuesta.
-Entonces no pasa nada porque me lo diga.
La mandíbula de Frances se movió ligeramente, como si se estuviera mordiendo algo en la parte interior del labio.
-Soy una Jinete -dijo.
Puede que aquella declaración no sorprendiera a ninguno de los presentes. Sin embargo, hubo un momento de silencio como deferencia a su importancia.
-Y también usted -dijo China Black, volviéndose inesperadamente hacia Mick.
Sobresaltado, este levantó la mirada de repente.
-Sí, señora.
-¿Qué le ha traído aquí?
-La inercia -dijo Mick encogiéndose de hombros-. Nada concreto.
Al cabo de un momento, China se volvió hacia Frances.
-¿Y a usted?
Frances se inclinó hacia ella y entrecruzó sus morenos dedos. Sin rehuir la mirada de China Black, dijo:
-He venido a matar a alguien.
-Ah. Por el interés general, creo que debo preguntar a quién.
-Se llama Tom Worecksi. Es otro Jinete. Era el líder del grupo que traicionó… que inició la gran catástrofe.
-¿Que traicionó a la humanidad? -Frances se encogió de hombros.
-Eso podría parecer, visto con perspectiva, un poco melodramático. Y no es del todo cierto. Creo que el damnificado fue el hemisferio occidental.
-El mundo no es tan grande como para que una mitad pueda permitirse el lujo de ignorar lo que le ocurre a la otra. Dejémoslo en «la humanidad»… Aunque puede que yo sea una vieja rencorosa. Y puede que usted también.
-Es posible. Si, cuando encuentre a Worecksi, descubro que se ha convertido en un santo, ya veré si puedo perdonarlo.
-¿No lo ha encontrado aún? Entonces, ¿por qué cree que se encuentra aquí?
Frances se frotó el espacio entre las cejas con aire ausente.
-Le he seguido la pista. Llevo años persiguiendo el rastro de destrucción que deja… La destrucción se le da muy bien. También he seguido algunos rasgos personales. Cosas que conformaban nuestra identidad, cuando descubrimos que la relación entre el alma y el cuerpo era tenue.
»Además, Tom querría una ciudad. Un sitio con gente a montones para jugar. Él no se escondería en el campo ni se contentaría con una pequeña aldea agrícola.
-¿Y si está usted equivocada y ha cambiado?
-Entonces no podré encontrarlo, supongo. Estará a salvo de mí. Pero no creo que haya cambiado.
China Black dejó la taza delante del samovar y abrió el grifo. Una fresca bocanada de fragancia a menta invadió la habitación.
-¿Y por qué me cuenta todo esto?
-Porque sospecho que no importa. Creo que sabe que lo busco, y si es así, nada de esto es una novedad para él. Pero, aunque no lo sepa, tampoco importará. No huirá. A Tom siempre le han encantado las peleas.
-¿Lo conoce muy bien, entonces?
El rostro de Frances no se movió un ápice.
-Fuimos juntos a la facultad de Genocidio. Eso crea vínculos maravillosos.
-¿Por qué estaban siguiéndome a mí? -preguntó Mick de repente-. Aquella noche estaban siguiéndome, ¿no?
-Puede que no supiéramos que estábamos siguiéndolo a usted – replicó China Black con una sonrisa amplia e impropia de ella-. Puede que creyéramos que estábamos siguiendo su cuerpo.
Mick abrió la boca. Tras un instante, fue como si la expresión se le cayera del rostro.
-Oh -dijo.
Volvió a reclinarse en suasiento, como si estuviera satisfecho. Pero yo había reparado en la arruga que había aparecido entre sus cejas por un momento y la pequeña torsión de insatisfacción que había retorcido sus labios. Me pregunté si alguien más lo había visto.
-Dijo usted que podíamos ayudarnos mutuamente -dijo Frances-. Ahora ya saben lo que quiero. ¿Qué me dicen de ustedes?
La atención de China Black pasó lentamente de Mick a ella.
-Ya no estoy tan segura. ¿Qué saben ustedes de los espíritus, los loa?
Frances reprimió visiblemente su frustración.
-He oído hablar de ellos.
-No son dioses, aunque es como si lo fueran. Y no son fantasmas, aunque también es como si lo fueran. Las iglesias europeas veneraban a dioses que solo hablaban en raras ocasiones, y solo algunos de ellos. Los espíritus hablan siempre y no los veneramos más de lo que venera usted a su abuela. Vivimos con ellos. Forman parte de nuestra familia.
-¿Nuestra? -preguntó Frances.
-Si preguntara, descubriría usted que la mayor parte de la gente de la ciudad, de las calles, los conoce. Los loa, los santos, los espíritus, los ancestros. Hay muchos nombres, pero descubriría que obedecen a los mismos principios y tienen la misma forma de manifestarse y moldear el mundo. La gente de las torres no piensa en los espíritus. No conocen la auténtica forma del mundo. Así que le dan una y tratan de conseguir que todo encaje en ella. Separan la izquierda de la derecha, al hombre de la mujer, a la planta del animal y al sol de la luna. Solo saben contar hasta dos. ¡Ja! -Resopló y sacudió la cabeza-. ¡Llevo tanto tiempo siendo maestra que hasta yo he caído en ello!
Apuró la taza, se levantó y empezó a recorrer lentamente la habitación de un lado a otro.
-Usted no cree. Forma parte de la gente de las torres. Es en su pasado donde ellos viven, sin comprender que nos hace daño a todos. Pero los espíritus no necesitan que crea en ellos. Chango, el joven guerrero de la espada, vino a nosotros mientras luchábamos. Dijo que desde su tierra, desde el sur, llegaría uno de los suyos, cojeando. Oya Iansa, la Mujer Rayo, vino y nos dijo que el cambio vendría desde el oeste, pero no conocería su propia naturaleza. Y Eshu bebió ron blanco y fumó un cigarro negro y se rió hasta que brotaron lagrimas de sus ojos, nos dijo que nos agacháramos cuando se encontraran los marassa, y se unieran al dossou-dossa. Entre los tres, como un puñal afilado, romperán todas las ventanas de los edificios altos de la ciudad. Díganme -continuó mientras se volvía hacia nosotros-, ¿se ven retratados a sí mismos en esto?
Mick se inclinó para dejar la taza. El ángulo y un balanceo repentino de sus trenzas me ocultó su rostro. No respondió. Frances dijo:
-Como no entiendo casi nada de eso, no, la verdad es que no.
-Los marassa son gemelos -dije-. Tanto en el mundo real como en el de los espíritus. Su proyección es la unidad y la polarización, la inocencia y la malicia al mismo tiempo. Comparten una sola alma. El dossou-dossa es el retoño de los gemelos. De hecho, es dossou o dossaa dependiendo de su sexo. Y el mundo espiritual es el principio neutro, la tercera arista del triángulo de vudú que conecta lo masculino y lo femenino.
Miré a Frances y pensé, no digas nada.
Puede que me entendiera o puede que no. Su rostro no se inmutó.
-Vaya, menuda enciclopedia. ¿Y tú crees en eso? Según parece, soy tan vieja que me había olvidado, pero ¿qué me dices de ti?
Al cabo de un momento sacudí la cabeza. Me parecía una falta de educación refutar el sistema de creencias de nuestra… ¿anfitriona? -¿De quién era aquella casa, por cierto?- en su propio salón. Me enfadé con Frances por obligarme a hacerlo.
-El conocimiento es una herramienta de supervivencia. Ella tiene razón. Si mencionas cualquiera de esos nombres en las calles, la gente te dirá que ellos utilizan otro diferente, pero aparte de eso, no lo negarán.
Frances apretó los labios… ¿para contener una sonrisa, quizá?
-Esta debe de ser una ciudad difícil para un ateo.
China Black dijo:
-Ya le he dicho que no son dioses. Usted no cree -añadió y, al levantar la mirada, descubrí que estaba hablándome a mí- pero ha mentado el nombre de Chango, ¿no?
-¿Yo? -Me encogí de hombros-. Es una mera blasfemia, no una invocación. Es una costumbre adquirida de los vecinos.
-Si fuera usted hoodoo, quizá debería jurar por otro. Chango no es el amo de su cabeza. El símbolo que lleva al cuello es el de Legba, ya lo sabe.
Me llevó la mano al cuello antes de darme cuenta. El colgante de Sherrea se me había salido de debajo de la camisa.
-No, no lo sabía.
China Black asintió.
-Siempre está en los vévés de Legba: la figura de la androginia y la metamorfosis. Por eso, Legba y todos sus parientes vigilan las puertas y las encrucijadas. ¿Le gustan las bromas prácticas? Legba es una bromista.
Parecía esperar una respuesta, pero no se me ocurría ninguna. Las puertas con las que yo trabajaba tenían que ver con tecnología de semiconductores y, en el transcurso de los últimos días, había descubierto que no me agradaban los cambios. En cuanto a las bromas prácticas, puede que estuviera sugiriendo que yo era una de ellas. En cualquier caso, no tenía la menor intención de discutir la cuestión de la androginia con ella.
-Así que lo que está diciendo es que tres personas, o puede que cuatro, van a aparecer, unir sus fuerzas y desencadenar el equivalente al Infierno en este panteón -dijo Frances, pensativa-. Usted cree que podríamos ser nosotros. También podría ser que un cerdo se sacara una licencia de piloto, pero yo no lo creo.
China Black no pareció ofenderse.
-¿Por qué no?
-Porque resulta que yo misma he desencadenado un infierno muy limitado y específico en una zona localizada. Si nos encontraron juntos fue porque lo que pretendo hacer salpicará a Mick y a Gorrión si se encuentran cerca. Lejos de pretender que juntáramos fuerzas, lo que quería era que se quitaran del campo de tiro antes de que todo estallara.
-Muy noble de su parte -dijo el señor Lyle con una exquisita expresión de gravedad en su rostro moreno. Hacía tanto que no pronunciaba palabra que me sobresaltó un poco.
Frances, igualmente grave, lo ignoró.
-Si creen que el significado de esos mensajes del más allá es que deben ayudarme -le dijo a China Black-, podrían esconder a Mick y a Gorrión y decirme si existe alguien lo suficientemente loco y lo suficientemente importante como para ser la montura de Tom Worecksi.
A mi lado, el señor Lyle emitió un sonido aterrador. Era una carcajada, comprendí al cabo de un instante, una expresión de genuino deleite distorsionada por su voz rota.
-Está intentando darle forma al mundo. Usted era soldado antes. ¿No conoce la máxima, «ningún plan sobrevive al contacto con el enemigo»?
Frances se volvió hacia él con el rostro impasible.
-Eso se aplica más a unos enemigos que a otros -dijo al fin-. Sí. Es cierto. Pero aparte de eso, ¿debo contar con su ayuda a la hora de hacer planes, o con su oposición?
-No podemos ayudarla -dijo China Black. Estaba de pie junto a la chimenea, muy erguida, y volvía a ser la imagen severa e implacable de antes-. Creo que los loa nos advirtieron sobre su llegada. Pero nunca dijeron que debiéramos servir a su causa.
Fue la palabra «servir» la que llamó mi atención. China Black no había recibido instrucciones. Pero Sherrea -o la voz que había hablado utilizando su boca- me había dado algunas a mí. No podían estar relacionadas con esto. Si es que tenía algún significado.
La puerta delantera se estremeció bajo tres sólidos golpes. Frances se puso en pie al instante, con el cuchillo de la mantequilla en una mano. Yo también lo había hecho, comprendí al cabo de un instante, pero con las manos vacías, buscando las otras salidas con la mirada.
Las puertas se abrieron de par en par y una voz exclamó:
-¿China? ¿Dónde estás?
-¡Ti-so! -dijo China y su expresión sombría se fundió-. ¡Ven rápido!
La intrusa apareció en la puerta, despeinada y con los ojos muy abiertos. Era Sherrea. Vestía un top negro, unos bombachos de color morado que parecían un par de dirigibles desinflados, y un pañuelo con puntos dorados alrededor de la cintura, cuyos extremos ondeaban alegremente a su espalda. Llevaba colgantes de ámbar en el cuello y en los brazos.
-¡Mira, los he encontrado para ti! -exclamó China Black, casi tan ufana como antes el perro.
-¡Gorrión! -Sherrea atravesó corriendo la habitación, se detuvo frente a mí y me puso una mano en el brazo-. ¿Estás bien?
Asentí, porque tenía algo rígido en la garganta que me impedía articular palabra. Su mano resbaló por mi brazo.
-Gracias, mi hermana *-le dijo a China Black, radiante de alegría-. ¿Ha sido muy difícil?
-Oh, no. Estaban paseando por la Feria Nocturna como viejas en un día de mercado.
-¿En serio? -Sherrea me dirigió una mirada muy seria.
-No.
-Ya me parecía. La muy vieja solo quiere guardárselo hasta que pueda hacerme sentir culpable por lo mucho que le ha costado.
-¡Bah! Yo nunca sería tan estúpida. ¡Sé que no tienes conciencia!
Eran amigas. Eran buenas amigas. Me sentí como en el Underbridge cuando había oído que Robby la llamaba por su nombre de pila y cuando descubrí que conocía a Theo.
-… ¡Theo! -dije con voz entrecortada-. Sher, ¿dónde está Theo? ¿Se encuentra bien?
Ella parpadeó y miró a China Black.
-¿No se lo has contado?
-Había cosas más importantes de que hablar.
-Ya. Seguro que se te ha olvidado -gruñó Sherrea con el ceño fruncido. A continuación, lanzó la misma mirada al señor Lyle-. Tú podrías haber dicho algo.
El señor Lyle sonrió.
-Yo tampoco tuve ocasión, hermanita. Cuando se pone como Iansa con su cola de caballo, ¿qué podemos hacer los pobres mortales?
-Mis disculpas. -Sherrea suspiró-. Estos dos serían capaces de explicarle a una ardilla cómo se cava pero una minucia como decirle a alguien si su amigo está vivo o muerto…
-¿Lo está? -balbuceé.
-¿Muerto? No. Está arriba… o eso creo. Descansando. Si baja antes de mañana pienso darle una patada en el culo.
-Pues entonces ve poniéndote las botas de puntera fina -dijo Theo desde la puerta. Estaba sonriendo, pero también despeinado y pálido y tenía el brazo derecho en un cabestrillo negro-. Estaba durmiendo muy bien hasta que alguien ha empezado a aporrear las puertas, y me ha entrado curiosidad. Qué tal -me dijo y sonrió un poco más.
-Qué tal -respondí yo. Parecía incómodo. Yo me sentía igual. Me pregunto si él sabría por qué. Seguro que no-. Oh, Cha… Ven, siéntate aquí. -Me levanté rápidamente de mi silla.
China Black frunció el ceño.
-Necesitamos otra taza. Iré a buscarla.
Mientras ella desaparecía en el pasillo, Frances estudió a Sherrea.
-Creo que cometí un error de juicio hace algunas horas -dijo-. Siento haber parecido condescendiente en la orilla del río.
Sher se encogió de hombros. Vi que se evaluaban mutuamente y comprendí, con un estremecimiento, a qué estaba reaccionando Frances. Sher y China Black no eran solo amigas. Eran iguales. China Black, con su limusina, su ropa elegante, su comportamiento altivo y su poder, se comportaba como la igual de Sherrea. La Sherrea que yo creía conocer, la adivina *de la baraja barata y el apartamento melodramático, poco mayor que yo. ¿Qué más ignoraba?
Sentí una punzada de irritación. Era otro cambio, otra amenaza al delicado equilibrio de mi rutina. De repente se me quitaron las ganas de conversar. Me habría dejado caer en mi silla pero Theo ya la había ocupado.
-Ven -dijo Sher. Había acercado dos sillas de respaldo bajo al otro extremo de la mesa. También esto resultaba irritante: la anticipación, la atención, la proximidad.
-Gracias -dije, y me senté. Me lanzó una mirada de soslayo, llenó la última taza limpia para Theo y se sentó. Entonces volvió China Black con una taza nueva para ella.
-Supongo que todo el mundo le ha contado todo a los demás – dijo Sherrea-, pero ¿os importaría repetirlo para mí?
-Empezando desde lo del Underbridge -añadió Theo con la taza en los labios.
No tenía ganas de hablar pero todos estaban mirándome. Bueno, era a mí a quien conocían, no a Frances o a Mick. Chango -o lo que fuese-: parecía raro que no se conocieran entre sí. Yo los conocía a todos y hasta hacía pocos días me habría descrito como una persona que no conocía a nadie y estaba encantada de que fuera así.
Empecé por el Underbridge y no llegué muy lejos. Al llegar a la escena de Mick en los archivos, comprendí que tendría que haber empezado antes para explicar la presencia de Mick. Pero eso no podía hacerlo porque habría significado hablar de su cuerpo muerto y revelar que era un Jinete, cosa que no me correspondía hacer a mí. Y luego estaba lo de los archivos. Me detuve apresuradamente.
-Son Jinetes -dijo Sherrea vivamente, asintiendo-. Eso ya lo sé. ¿Cuál de ellos montaba a la pelirroja?
Me quedé mirándola.
-Es lo único que puede explicar lo ocurrido. ¿Qué creíste tú, que había tenido una conversión religiosa?
Renuncié a la cronología y expliqué la vendetta de Frances contra Tom Worecksi y nuestra caída en manos de China Black y el señor Lyle.
-¿Cómo capturasteis a Mick? -preguntó Frances-. Es bastante complicado dejar inconsciente a uno de nosotros antes de que cambie de caballo.
El señor Lyle asintió.
-Hay que ser muy rápido o muy lento. En este caso, fui muy rápido. Y no se puede sospechar de todos los perros grandes y amistosos que se ven por ahí.
Mick esbozó una sonrisa avergonzada y miró a Frances.
-Me distrajo.
-Lo tendré en cuenta. Es una pena que eso no nos sirva con Tom. Odia a los perros.
Sherrea dobló las rodillas debajo de la barbilla y subió los pies a su asiento.
-Así que quieres encontrar a un tío que podría estar en cualquier parte y tener cualquier aspecto, y que no es seguro que esté en la ciudad. Ya podías habernos pedido algo difícil.
Frances levantó las palmas de las manos.
-Es lo mejor que he podido hacer con tan poca antelación.
-Ti-so, esto no tiene nada que ver con nosotros -dijo China Black con tono inquieto.
Sher la miró.
-¿Cómo estás tan segura? Tiene que ver con Gorrión.
La mirada de China Black pasó de Sher a mí y entonces entornó los ojos. Se dio unos golpecitos con el dedo en el labio inferior. Era como si fuese una persona pensando en mover el mobiliario, y yo un sofá.
Sherrea empezó a apartar los platos vacíos y el samovar dejándolos en la mitad más alejada de la mesa. El señor Lyle recogió el plato de los bollitos cuando estaba a punto de caerse y lo dejó, junto con todo lo demás que corría peligro, en la bandeja del té. A continuación, Sher sacó de su faja un rollo de seda azul eléctrico. La abrió sobre la mesa de una forma que me sonaba. Me pregunté si todo el mundo sabría que era una tela nueva y sabría el porqué.
Teniendo en cuenta cómo había ido la última vez que Sherrea me había echado las cartas, me entraron ganas de ofrecerme para llevar los platos a la cocina. Por desgracia, no sabía dónde estaba. Aparté los ojos de las cartas y los pasé por el resto de la audiencia. China Black se mostraba altiva y nerviosa. El señor Lyle estaba en calma, como si aquella fuera la progresión lógica de la conversación. Theo se inclinó hacia delante con los ojos muy abiertos.
-Unas cartas cojonudas -dijo-. ¿De dónde han salido?
Mick estaba mirando sin demasiado interés. Pero Frances estaba muy tiesa en su asiento, con la cara helada.
-¿No podemos ahorrarnos esto? -preguntó-. Es una estupidez.
Sherrea levantó los ojos hacia ella mientras barajaba. Observé con interés cómo trabajaban sus manos de falanges pequeñas y uñas púrpura con las cartas, fiiiiiit, fiiiiiit, mientras ella decía:
-No nos llevará mucho tiempo. Y te prometo que no le diremos a nadie que has hecho una estupidez.
Thump: dejó el mazo sobre la seda y cortó en tres. A continuación, levantó la primera carta de cada montón.
-Oh -dijo, y se detuvo. Su cabeza volvió a levantarse y esta vez sus ojos se posaron sobre Theo-. Bueno, esta ha sido fácil.
Theo se inclinó aún más.
-¿Qué ha…? Oh -murmuró.
La Torre, el As de Pentáculos y el Emperador. Miré a Sherrea.
-En las preguntas de tres cartas conviene ser bastante literal – explicó-. Lo que significa que se encuentra en un edificio elevado, asociado con el dinero y el poder y que, o el edificio pertenece al jefe de la realidad temporal, o él está asociado a este, o es este.
-O todo ello al mismo tiempo -dije, mirando fijamente las tres cartas-. ¿Quieres decir que está en Ego? ¿Con Albrecht?
Sherrea se volvió de nuevo hacia Theo, así que lo hice yo también. Estaba del color del marfil envejecido.
-Es él -dijo Theo, con voz apenas audible. Sus gafas reflejaban el sol del atardecer. No se le veían los ojos-. Oh, mierda. Seguro que sí.
La actitud gélida de Frances se había fundido. En su lugar, había vuelto a aparecer la misma intensidad depredadora de antes, y ahora estaba enfocada en Theo. No había dicho nada pero estaba esperando.
-¿Qué? -dije-. ¿Cómo lo sabes?
-El asesor de mi padre. Conozco a esos dos tipos que te perseguían en el Underbridge: son matones suyos. Oh, mierda, mierda, todo empieza a tener mucho sentido.
-No, no lo tiene. ¿Qué tiene esto que ver con Albrecht? -Pero mientras pronunciaba estas palabras, lo comprendí.
-Es mi padre -respondió Theo.
China Black se sentó bruscamente.
-Ah -dijo lanzando una mirada a Sher-. Parece que sí va a ser asunto nuestro, después de todo.
Las multitudes congregadas se encontraban en el salón, escuchando el plan de asesinato de Frances, sin duda. Yo no estaba con ellos. Había descubierto, al cabo de unos minutos, que necesitaba dar un paseo por el jardín.
La puerta delantera no había puesto objeciones a la idea y el camino no me había llevado de regreso al porche, como esperaba. Al principio estaba hecho de ladrillo; luego se convertía en una vereda de pizarra en medio de un caudal de trepadoras plateadas. A la sombra de una pequeña arboleda encontró un estanque ornamental con un bloque de piedra a modo de asiento. Así que me senté.
No llevaba mucho tiempo allí cuando Sherrea dijo a mi espalda:
-Sé cómo te sientes. Pero mira, tú llevas años haciéndonos esto.
Decidí que no tenía ganas de darle una mala respuesta. Tomaría a Frances como modelo: indiferencia gélida.
-No sé de qué me hablas.
-Oh, y una mierda -dijo, y se sentó en la hierba de la orilla-. Te jode muchísimo porque hace años que conoces a Theo y nunca te ha contado quién era. Y porque a mí me conoces más o menos desde hace el mismo tiempo y nunca te había dicho que soy toda una bruja acreditada de primera. De hecho, has pasado todo este tiempo con nosotros sin que nadie te contara los detalles y te importa un montón.
Junto a mi bloque, casi oculta entre las hierbas, había una planta de tallo fino con un racimo de flores rosas. El color era tan vívido que parecía vibrar. La arranqué. No olía a nada. Unas flores menudas y ovaladas crecían por parejas por el pedúnculo. Empecé a arrancarlas, empezando por abajo.
-Así que ahora ya sabes cómo se sienten todos tus amigos – continuó Sher.
-No es lo mismo -dije-. Vosotros no os habéis encontrado con ninguna revelación inesperada sobre mí.
Me fulminó con la mirada.
-Que te crees tú eso. La mitad de ello lo he descubierto por accidente y la otra mitad por deducción y siempre que he descubierto alguna de esas cosas que se supone que los amigos se cuentan unos a otros me he sentido como una mierda. Porque tú no lo habías hecho. -Cogió una piedra del suelo y la arrojó al estanque. Observé el movimiento de los anillos que se aproximaban a nosotros en una sucesión de pulsaciones mientras ella continuaba-. Si querías saber algo sobre Theo o sobre mí, podrías haberlo preguntado. Pero entonces hubiéramos podido preguntarte cualquier cosa y siempre que lo hacíamos, te ibas por las ramas hasta que quedaba claro que querías mantenernos a distancia. Y ahora te cabreas porque hemos hecho lo mismo. ¿Querías que te contásemos todos nuestros secretos sin recibir nunca nada a cambio?
-¡Eso no es verdad! -Calma, calma, indiferencia-. Yo nunca he estado en deuda con vosotros. Conozco el Negocio.
Sherrea me miró como si me hubieran salido antenas.
-Damballaha, ya puedes morderme -murmuró-. Por ejemplo -continuó en voz alta-, cuando descubrí que no eras una mujer.
El tallo de la planta se dobló entre mis dedos.
-Mira, con eso se la puedes devolver a Theo. No creo que lo sepa aún. O al menos sigue hablando como si fueras un tío.
-Decídete -dije con un hilo de voz-. ¿Qué soy?
-No es una cuestión de decisión. Cuando descubrí que eras las dos cosas a la vez o ninguna de ellas, empecé a fijarme. Eres como un camaleón, puede que no de forma consciente: cuando estás con una mujer te comportas de forma femenina y cuando estás con un hombre, masculina. Como si adoptaras el color del entorno. Cuando estás con un grupo, cambias. Estaba tratando de averiguar si era algo natural o tecnológico cuando apareció la Jinete. Entonces supe, así, sin más, que tenía que ver con ello. Y tuve miedo de que pudiera utilizarlo para controlarte, así que te dije lo que te dije.
-Me dijiste… lo siento, no me acuerdo.
-Que no les perteneces. No les pertenecías antes y tampoco ahora.
Exhalé aire por la nariz, como una especie de carcajada.
-Puede que ahora no, pero te equivocas con respecto al pasado. Me hicieron a medida.
-No. -Se levantó y se limpió una inexistente hierba de los pantalones-. Aquí la bruja de primera soy yo y lo digo. Antes tampoco.
Había terminado de arrancar las hojas. Ahora tenía un tallo desnudo y maltrecho con un pequeño racimo de florecillas magenta.
-¿Qué planta es esta?
Sherrea estaba inmóvil, con las manos en los bolsillos y los pies plantados en el suelo. No respondió hasta pasado un momento. Entonces dijo:
-Vaya, ¿por qué quieres saberlo?
-No lo sé. -En el interior de cada uno de aquellos círculos de pétalos con forma de estrella había otro anillo hecho de pequeñas y frágiles proyecciones, como unas pestañas alrededor de un ojo circular. Seguía sin oler a nada. La arrojé al agua, donde se alejó flotando hasta desaparecer junto a la orilla.
-Me vuelvo a la casa -dije y me levanté del bloque.
-¿Puedo acompañarte?
-Es una casa grande.
No se sobresaltó. Simplemente cerró los ojos un instante.
6.2: el tiempo se detiene en la carretera
En total, mi estancia en aquella casa duró cuatro días. Me pareció más. No porque pasara lentamente, sino por las cosas que hice, las cosas que vi y las conversaciones que mantuve. Parece increíble que todo ocurriera comprimido en aquel espacio de cuatro días. Puede que el tiempo, durante aquellos días, se alargara como lo habían hecho los pasillos cuando Frances y yo habíamos tratado de encontrar la salida. Tras aquella primera mañana irreal, los pasillos permanecieron donde debían.
El señor Lyle me había prometido la biblioteca y me llevó allí cuando regresé, sin saber todavía qué iba a hacer, de mi paseo por el jardín. Era otra habitación de largos ventanales situada en el primer piso. Las pesadas molduras de las puertas y las ventanas, las estanterías y la mesa de pedestal eran de roble. Las sillas tenían respaldo alto y un tapizado de pájaros y flores. Las estanterías ocupaban todos los espacios en los que no había ventanas, a excepción del techo y el suelo. La alfombra de debajo de la mesa y las otras, más pequeñas, que había junto a las ventanas, eran de un color rojo intenso, con medallones geométricos de muchos colores diferentes. Había lámparas en soportes y de pie junto a las sillas, y un enorme candelabro de petróleo y velas sobre la mesa. Según parecía, allí lo normal era leer después del anochecer.
Era impresionante, pero mi estado de ánimo no era en aquel momento propenso a demostrar entusiasmo. Empecé a leer los lomos. En el vestíbulo de las enredaderas me habían sorprendido con la guardia baja. Ahora sería más difícil impresionarme.
Parte de la colección parecía adquirida como respuesta a los acontecimientos de los últimos cien años más o menos: estaban todos los libros de la serie Foxfire, por los que yo sentía una especie de respeto primitivo. Varios ensayos, científicos y de divulgación, sobre el calentamiento global. Una asombrosa variedad de manuales prácticos sobre el uso de la energía solar, eólica e hidroeléctrica, con todo lo referente a su transmisión, y almacenamiento, el calentamiento del agua y demás. (Todos ellos estaban en las estanterías, a la vista, lo que estuvo a punto de arruinar mi determinación. ¿Tan segura era aquella casa, aquella finca, aquella isla? A cualquier personaje importante de la ciudad que viera aquellos libros le daría una embolia.)
El resto de las estanterías, la mayoría, se había llenado por el sencillo procedimiento de encontrar un libro que parecía interesante y llevarlo allí. Los buscadores de tesoros, supongo, habían sido varios. A fin de cuentas, hay un punto en el que la diversidad de intereses se transforma en personalidad múltiple.
Al cabo de algún tiempo, bajo la mirada benigna del señor Lyle, encontré las obras de Gabriel García Márquez. Escogí un volumen al azar y leí el comienzo. Después de un momento, empecé a sonreír.
-¿Cuál es? -preguntó el señor Lyle.
-¿Lo ha leído? -Asintió-. El fragmento de la doncella que sacude la funda de almohada y la pistola cae.
-¿Lees en español? -preguntó al cabo de un momento.
Levanté la mirada y cerré el libro. El título era Crónica de una muerte anunciada.
-¿Tan raro le parece?
-En parte sí. Es uno de los idiomas más importantes pero la mayoría de la gente que lo habla no lo lee. La mayoría no sabe leer, sencillamente.
De repente recordé mi estado de ánimo.
-No creo que les importe. Mientras sepan contar…
-No, en efecto, son perfectamente felices. No saben que existen cosas como estas.
Podría haberse referido al libro de García Márquez o a la biblioteca, pero vi que tenía algo en la mano y lo miré. Era uno de los libros sobre generadores eólicos.
Devolví la novela a su lugar y me quedé donde estaba, con los brazos quietos a ambos lados del cuerpo.
-Ya lo había visto antes.
-Estaba mirando cuando lo has hecho. Una vez que te has dado cuenta de que no debías reaccionar, has fingido indiferencia muy bien. ¿Qué significa para ti? -Volvió a señalar el libro.
-Su posesión es absolutamente ilegal -dije con los ojos muy abiertos-. ¿No? La de cualquiera de ellos.
-¿Y eso es lo que te ha impresionado? ¿La ilegalidad? Es posible. Pero, dime, ¿por qué son ilegales?
Bueno, hay un límite a la ignorancia que puede fingirse con respecto a un asunto concreto. Dije:
-¿En una ciudad donde la gente de la ciudad tiene el monopolio energético? ¿Información sobre una fuente de energía gratuita, no regulada e imposible de gravar? Joder, no se me ocurre por qué.
Sonrió.
-¿Y no conoces a nadie que compre metanol de contrabando? ¿O que tenga un generador portátil sin etiqueta de registro en la batería?
Levanté las manos y las abrí. El gesto internacional de la impotencia.
-Tranquilo. Si está buscando caseros a los que multar, tendrá que buscárselos solo.
-Podría empezar por el mío. Pero te has olvidado, creo. Yo he ido en tu ascensor.
Lo había olvidado.
-¿Mi ascensor? -pregunté, parpadeando.
-Arriba y abajo. Tras echar un vistazo a la escalera, me alegré de que hubiera un botón de llamada en su piso. Pero tardamos media hora en conseguir que funcionara desde dentro.
Si alguna vez se me hubiera ocurrido que podía tener que escapar de mi propia casa, habría arrancado el puto botón. Si alguna vez hubiera creído que iba a topar con una persona de tamaño gigante con una copia de La energía eólica como una pistola humeante con mis huellas dactilares, me habría tirado por el tejado antes de permitir que subiera a mi ascensor.
Me acerqué a la silla de la ventana y me senté allí. No había otras sillas cerca, así que pensé que tendría que quedarse de pie.
-Muy bien -dije-. ¿Qué necesitan, que les repare el vídeo?
El señor Lyle se sentó en la alfombra, a mis pies. Era como estar hablando con un pilar de hierro plegado.
-Un transformador de doce voltios, en realidad. ¿Crees que puedes hacerlo?
Esta vez mis parpadeos fueron genuinos.
-Buen dios, lo dice en serio. ¿Usan energía eólica?
-Paneles solares.
-El viento es mejor -dije, ausente-. O el agua. Ya no hay reemplazos para las células fotovoltaicas, a menos que sepa de algún almacén que yo desconozco. -Entonces caí en la cuenta-. ¡Chango, un panel solar puede verlo cualquiera! Si quiere que le metan en la cárcel, ¿por qué no se lo lleva al centro de la ciudad?
La sonrisa del señor Lyle fue la benevolencia personificada.
-No comprendes esta isla. Además, la ciudad no puede permitirse helicópteros.
Por supuesto. El edificio que contenía mi tesoro se encontraba a la vista de Ego y sus hermanas. El generador que tenía en el tejado era sometido a una inspección diaria. ¿Quién iba a ver nada aquí? Era uno de los edificios más altos que había visto desde que habíamos salido de las Profundidades.
-No tengo mis herramientas aquí.
El señor Lyle se encogió de hombros y se levantó de un solo movimiento, como si sus hombros arrastrasen al resto del cuerpo.
-Ven a ver qué tenemos.
Así que me llevó por el comedor, la cocina, la despensa y, finalmente, el cuarto de los plomos, al que se accedía desde la despensa. Allí sufrí una pequeña decepción. Había herramientas, pero no demasiadas, y eran de calidad media. El transformador estaba bien, pero yo tenía uno con el doble de potencia y un segundo, todavía embalado, para cuando el primero empezara a acusar la edad.
Aquello no estaba al mismo nivel de excelencia que el resto de la casa. No era el centro magnético de nada, para nadie. Mientras desmontaba el transformador y lo asaltaba con sondas multimetro, le pregunté al señor Lyle, como por conversar, para qué se utilizaba. Respuesta: una bomba de aire, algunas luces, un ventilador, un par de unidades recargables. ¿Nada de audio o vídeo? Una radio de onda corta. Así que aquello no era el Paraíso, después de todo.
Lyle debió de ver algo en mi cara. Con tono grave, dijo:
-Quedan tan pocos discos y cintas y cuestan tanto que es fácil recurrir a otras cosas. Libros, música en vivo y teatro. En la isla tenemos mucho.
-¿Alguien graba la música?
Me miró como si hubiera hablado en un idioma que no conocía.
-El problema es encontrar cinta vacía. Sería estupendo grabar las actuaciones, pero nunca hemos tenido mucho material de grabación, y es difícil de encontrar. Creo que podemos dar por perdido el negocio del espectáculo.
Entonces me pudo el desánimo y cerré el pico. El entusiasmo me había poseído por un momento y había provocado una reacción de franqueza que me era tan ajena como… en fin, como un montón de cosas. Si seguía así, acabaría haciendo visitas guiadas por mis archivos.
La señal de salida del transformador parecía bien. Volví a ponerle la tapa.
-Páseme esa lámpara y la probaremos.
El fluorescente emitió un minúsculo tintineo de campanillas y se encendió. El señor Lyle lo miró, satisfecho, mientras la luz dibujaba gélidas manchas azules sobre su cráneo rasurado, a todo lo largo de su nariz, en su labio superior y sobre su barbilla, como si su piel morena fuera una pizarra.
-Me nombre de pila es Claudius -dijo-. Puedes usarlo cuando quieras.
Como si me hubiera ganado el derecho a hacerlo arreglando el transformador. Pero sabía que eso no era cierto. Antes de que tuviera tiempo de reconsiderarlo, pregunté:
-¿Qué le pasó a tu voz?
-Antes cantaba. Estaba orgulloso de ello. Pero cuando tenía quince años me vi metido en un asunto de drogas que salió mal. Recibí un disparo en el cuello.
-Chango.
Mis ojos, antes de que pudiera evitarlo, acudieron a un punto situado debajo de su cara, pero el cuello alto de su camisa le tapaba casi toda la garganta.
-Me costó perdonar a aquel chico de quince años por destrozarme la voz. Pero uno ha de personarse a sí mismo. Nunca olvidé: eso habría significado olvidar las lecciones que me habían hecho más sabio que él. Pero le perdoné.
-Bueno, ya está -dije con tono alegre mientras guardaba el destornillador-. Terminado. Pero sigo pensando que deberían pasarse a la eólica.
Mientras volvíamos a la parte delantera de la casa por donde habíamos llegado, creía que iba a sacar el tema de nuevo. Menos mal que no lo hizo.
La última persona con la que quería hablar era Theo así que me invadió un enfado del todo irracional cuando, a lo largo de la tarde, fui descubriendo que siempre se encontraba en otra parte. Cuando me encontré con China Black en la cocina y lo mencioné, levantó las manos de un montón de lechuga y dijo:
-Está con tu Frances, cher -dijo-. Le ha pedido que dibuje unos mapas y recuerde el número de escalones de todas las escaleras de Ego.
-No es mi Frances -dije sin acalorarme-. Pero le deseo suerte. Theo puede darse por satisfecho si se acuerda del camino a casa cuando se va la luz.
Estas palabras se debían a mi estado de ánimo. Theo era perfectamente normal en lo que a inteligencia se refería. Ahora bien, ¿podía yo decirle cuántos…?
Sí que podía. Podía contarle a Frances toda clase de cosas útiles sobre Ego, cosas en las que seguramente Theo no se hubiese fijado. Los agentes de seguridad que había en las entradas delantera y trasera, de día y de noche; las viejas salidas de incendios; los rincones que seguían a oscuras incluso cuando los guardias pasaban con sus linternas… Theo nunca se hubiese atrevido a entrar en aquellas habitaciones sin ventanas por miedo a la falta de luz, pero yo sí lo había hecho, a pesar del temor que me inspiraba un poder capaz de engullírseme con impunidad, que difuminaba la realidad de mi existencia por el mero hecho de estar allí.
Frances estaba planeando un puto asesinato. Santos, podía hacerlo por ella, con una cinta de vídeo en la mano. Lo único que necesitaba era una etiqueta falsa de -¿cómo se llamaba esa estupidez?- Jinetes del Infierno. La película sobre los Jinetes. Le había vendido vídeos al viejo de Theo, por el amor de Dios. ¿Lo sabía Worecksi? Seguro que sí.
-¿Te encuentras bien? -preguntó China Black.
Había olvidado que me encontraba en medio de una conversación.
-Sí -dije. Había una hoja descartada en una esquina, un poco marchita alrededor de los bordes verdes y rojos. La cogí y le di vueltas entre los dedos-. Dana te llamó «Maîtresse» -le dije de improviso.
China Black siguió lavando la lechuga.
-¿Debo responder a la pregunta que quieres hacer? Estoy instruyéndola, por su propia seguridad.
-¿Seguridad?
-Puede que ya sea tarde. Es posible que Pombagira se haya hecho ya con ella.
-¿Quién -pregunté, con una punzada de alarmismo que me sorprendió- es Pombagira?
-La esposa de Eshu. Algunos la llaman Erzulie Ojos-Rojos. La verás en el bar y en la casa de putas, con su ajustado vestido rojo y su cigarrillo en la mano. Le gusta el licor y la sangre y a su servicio se obtiene poder y dinero, pero no alegría duradera.
Estrujé la hoja de lechuga y oí cómo crujía el nervio central.
-No se puede hacer Negocio con la alegría -murmuré en voz baja, pero ella me oyó. Se volvió y me miró fijamente.
-No. Se puede hacer Negocios con el poder y el dinero y la vergüenza y el dolor. ¿Eso es lo que quieres para tus amigos?
-Yo no tengo amigos -dije, y me marché sin esperar.
Despensa, cuarto de los plomos, garaje. Me detuve y contemplé la limusina, apenas visible en la oscuridad. El sol estaba hundiendo los dedos en el río, al oeste, y las ventanas del garaje estaban orientadas al este. ¿Tendría Albrecht una limusina? ¿Habría ido en ella al Underbridge y se habría sacudido de la ropa el olor a opulencia para guardar el secreto? Pero no había sido ningún secreto para Sherrea. Solo para mí.
No quería pensar en ninguno de ellos. Esperaba que Frances la Asesina en Serie estuviera metiéndole el miedo en los huesos mientras le sacaba toda la información que necesitaba. ¿Por eso quería Albrecht la película sobre los Jinetes? ¿No porque fuera una rareza sino porque tenía una razón muy buena para querer cualquier información sobre los Jinetes, aunque proviniera de fuentes poco fiables? ¿Porque estaba sufriendo la infestación de Tom Worecksi?
O puede que fuera su cómplice. Pensé en aquel rostro, pálido a la luz de su escritorio, el mismo rostro que aparecía en las monedas. Me había contratado para que buscara una copia de Cantando bajo la lluvia. Puede que también a Gilles de Rais * le hubiese gustado Cantando bajo la lluvia. Pero si Albrecht estaba de buena gana con Tom Worecksi, ¿por qué quería la película de los Jinetes?
Mis pensamientos eran tan productivos como guisantes en un sonajero: hacían un montón de ruido pero no me llevaban a ninguna parte. Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad del garaje, así que salí.
En aquel jardín el atardecer parecía florecer como una de sus plantas. Sobre las paredes del garaje crecía una enredadera con flores que parecían trompetas, lechosas y luminosas en la oscuridad y con una fragancia de lavanda. Desde los aleros del edificio se levantaban los murciélagos en nubes traslúcidas y emprendían la cacería con movimientos fugaces e irregulares. Una chispa momentánea se encendió y desapareció en la maleza que había más allá del césped, seguida por otra: luciérnagas. Mis pies crujieron sobre la grava del camino mientras rodeaba el garaje para ver la puesta de sol.
Ya estaba teñida de turquesa, dorado e índigo.
-¿Vas a algún sitio? -dijo una voz detrás de mí.
-No. -Me volví. Era Mick Skinner. No reconocí el timbre de su nueva voz, aunque me fijé en que se había llevado consigo el acento tejano al cambiar de cuerpo. Su nuevo cuerpo estaba en buena forma y parecía joven-. ¿Ese iba a suicidarse?
-¿Qué?
-Tu nuevo jinete. Va a ser una experiencia enriquecedora para él, ¿no?
Burr.
-Jesús -dijo Mick-. Ni que te hubiesen puesto un erizo bajo la si…
Tardé un instante en recordar cómo terminaba la expresión. El sonido que emití a continuación fue algo parecido a una carcajada.
-Acabemos de una vez. ¿Abro la boca para que me pongas el bocado? ¿O prefieres no mirarle el diente a caballo regalado?
Apartó la mirada.
-Como caballo no valgo nada. Doy coces. Tengo espíritu de mula, más bien. Ya sabes: a caballo ajeno, espuelas propias. O, a caballo comedor, cabestro propio. O…
-Para.
-¿Qué?
-Lo siento -dijo Mick-. Siento lo ocurrido, sea lo que sea. Solo que creo que no fui yo.
Suspiré.
-Bueno, al menos, pensar en ti no me lleva a recordar varios años de mi vida con cierto apuro.
-¿Qué? -volvió a decir-. Estás empezando a hablar como Frances.
-Eso es casi un insulto. -Me volví y me aproximé a él-. ¿Formas parte del plan de invasión?
Levantó un hombro.
-No lo sé.
-¿Por qué sigues aquí, entonces?
-¿Y tú?
-No lo sé. Lo siento, no pretendía burlarme. La última vez que estaba prestando atención, se suponía que tenían que protegernos a los dos.
Dirigió la mirada a la puesta de sol, que había terminado.
-¿Y tú vas a unirte a la invasión?
Allí estaba mi oportunidad de decir que conocía Ego, que conocíaAlbrecht y que sería muy útil.
-No sé por qué iba a hacerlo.
Al cabo de un momento, dijo:
-Porque a ninguno se le da tan bien cuidarse como Frances piensa.
Estas palabras resultaron casi tan difíciles de comprender como la frase mía de la que se había quejado.
-Entonces puede que la maten. Pregúntale a cualquiera deesta casa si la idea le haría llorar.
-A mí sí.
-Entonces ve a recoger tu lanzallamas y alístate.
Sonrió de mala gana.
-No creo que un lanzallamas sirva de nada en este caso.
-Pues lo que sea. ¿Qué tiene que hacer para pillar a Worecksi?
Mick revolvió la gravilla con el pie, trazando figuras en la pálida piedra.
-Es todo cuestión de fuerza bruta y velocidad. Al menos, antes era así. Jesús, una pelea entre dos Jinetes es algo muy feo. Puedes impedir que alguien cambie de montura, que pase de un cuerpo a otro, si te lanzas sobre él con la fuerza suficiente y lo bastante deprisa, como si fueras a montarlo a él.
-¿Y qué hacen los auténticos propietarios de los cuerpos mientras sucede todo esto? ¿De árbitros?
-No siempre están ahí -dijo con una expresión rara.
-¿Y dónde están?
-El Jinete encierra la personalidad del anfitrión y utiliza el resto de él: la memoria, el control motor consciente e inconsciente, sus habilidades y conocimientos… Pero… si quieres conservar el caballo y quieres que siga donde lo has dejado cuando sales a montar a otro… lo más fácil es que el anfitrión desaparezca.
Sentí un escalofrío.
-Lo matas. -Podía haberme matado a mí.
-Puede ocurrir por accidente si lo montas durante demasiado tiempo. La personalidad se va apagando, como una vela que se agota. Pero también puedes apagarla de una vez, si lo necesitas. Si quieres.
Bajó la mirada hacia el camino.
Me entraron ganas de preguntarle si había matado al joven que había cuidado con tanto esmero aquel cuerpo tan bonito. Tenía miedo de saberlo.
-Así que Frances tratará de apoderarse de Worecksi. ¿Y qué pasa si lo consigue?
-Oh, no lo hará -dijo-. Solo necesita mantenerlo allí mientras le revienta el cerebro.
-Chango. -Una vez que recobré por completo la voz, dije-. Pero si lo hace… ¿no reventará también su propio cerebro?
-Es cuestión de sincronización -dijo-. Si sale demasiado pronto, él podrá escapar antes de que el cuerpo muera. Si tarda demasiado en salir, adiós muy buenas, tenemos un cerebro vacío.
A menos que eso le devolviera el cerebro a su propietario original. ¿Creía Mick que Frances había matado a su anfitriona?
-No parece que hables en términos hipotéticos. Lo has… Lo habéis hecho antes.
-Sí -dijo, levemente sorprendido-. Lo llaman lucha mental. No suele haber muertos, pero esa es la intención.
-Frances loha hecho.
-Oh, sí. Supongo que así es como habrá acabado con los Jinetes que ha estado persiguiendo. Siempre fue muy buena. Rápida y fuerte. Pero Tom era rápido y fuerte y además estaba como una puta cabra. No creo que Frances pueda acabar con él sin ayuda.
-Por lo que me has contado, no parece algo que se pueda hacer en grupo.
-Podríamos distraerlo -dijo Mick. Nose le veía bien en la oscuridad-. Eso sí podríamos hacerlo. -Lo dijo como si estuviera rebatiendo algo que yo no recordaba haber dicho.
Hacía frío allí, cerca de la orilla, caída ya la noche. Mick llevaba la chaqueta, la misma que no había querido dejar en mi apartamento. Me estremecí y me froté los brazos.
-Entonces hazlo tú -dije-. Espero que te diviertas. Si esto es una nueva versión de Solo ante el peligro, ellano es Gary Cooper. No es el bueno.
-¿Y quién lo es? -preguntó como si no fuera una pregunta retórica.
-Olvídalo. Frances y yo estamos en paz y puedes estar seguro de que no voy a dejarme matar porque sí.
-Todavía no le has perdonado lo que pasó en tu casa.
-No. Ya te lo he dicho, estamos en paz. Si le debiera algo, sería diferente, pero no le debo nada. ¿Y tú?
Con un crujido de gravilla, se volvió hacia la maleza. Salió de las sombras delgaraje y la luz de la luna cayó sobre él. Lo alcancé donde doblaba la senda.
-Todos dormíamos juntos -dijo. Al principio no supe de qué estaba hablando-. Sentíamos un gran desprecio por la gente normal, o al menos eso nos decíamos, y además, algunas experiencias son tan extrañas e intensas que te apartan de cualquiera que no las comparta. Cuando queríamos echar un polvo y no demostrar algo, recurríamos a los nuestros. Así que Frances y yo hemos dormidojuntos varias veces. -Cogió una rama cercana por el borde y empezó a jugar con las hojas, pasando los dedos por los nervios-. Creo que para Frances fue solo eso.
Me di cuenta de que era una de esas afirmaciones de las que no se espera respuesta. Dije:
-Si esperabas que eso me ayudara a entender, te recuerdo que no es una motivación con la que tenga mucha experiencia.
Levantó la mirada de repente.
-¿Nunca te ha gustado nadie? ¿Nunca has respetado a nadie? ¿Nunca has tenido amigos?
¿Nunca…?
-No -dije-. Así que si tú dices que eso te induce el deseo de matarsin una buena razón, tendré que creerte.
Dejó caer la ramita.
-Venía a decirte que la cena estaba preparada. Supongo que ya nos la hemos perdido.
Así era, pero nos quedaban las sobras. Me sentí un poco como un personaje abandonado en La bella y la bestia en aquella casa. Con todas las necesidades satisfechas y sin una sola persona a la vista. Y con la sospecha de que no debía tratar de marcharme. Mick se llevó la cena. Yo me senté en la cocina con la mía, en una mesa de madera con la tabla chamuscada, debajo de una lámpara de queroseno. Era otra de las confortables habitaciones de aquella casa, llena de objetos sencillos y olor a ajo. O puede que la condenada casa pensase que yo necesitase confort. Recogí lo que había manchado después de cenar y regresé al cuarto que me habían asignado sin contratiempos.
De todas las cosas que podían preocuparme, una parecía tener precedencia, pero no terminaba de situarla. Me quité las botas, metumbé en la cama y me quedé mirando la pared inclinada que había sobre ella, la parte que había bajo la techumbre, que era casi el tejado sin llegar a serlo. El papel de las paredes estaba lleno de hojas y flores, como todo lo demás en la casa. ¿Quién era el jardinero? ¿China Black? No parecía encajar con la primera impresión que me había formado de ella, una vampiresa en un traje de gasa azul marino y gafas de sol, en el primer piso de mi edificio.
Bingo. Cuando estábamos tomando el té China Black le había dicho a Mick Skinner que no estaban buscándolo, que buscaban su cuerpo. Pero en mi apartamento me había pedido… No, no era concluyente. Me había pedido, más o menos, que le dejara hablar con el ocupante anterior y nada hacía suponer que supiera de quién se trataba. Luego, cuando había fallado, furiosa, había dicho, «no estaba aquí».
Si había algo sobre Mick que los demás debiéramos saber, el señor Lyle o ella nos lo contarían. Si no era algo que debiéramos saber, prefería no enterarme. A fin de cuentas, había mucha gente en aquella mesa que se había enterado de cosas sobre mí que hubiera preferido que no se hubieran dicho.
Yo vivía en el horario de la ciudad, es decir, permanecía en pie hasta el alba y luego pasaba durmiendo la mitad del día para evitar el sol. Así que me sorprendió despertar con un luminoso cielo matutino en la ventana. No recordaba haberme dormido, pero lo había hecho, y encima con la ropa puesta y sobre el edredón. Tenía que dejar de dormir de ese modo. El pasillo estaba en silencio. De repente me acordé de aquella bañera, la que era tan grande como para hundirse en ella. Saqué la camisalimpia de la mochila y me dirigí al baño.
Si hubiera estado en La bella y la bestia, la bañera me habría estado esperando llena de agua caliente. Por suerte, la encontrévacía. Pero había toallas en el aparador y jabón en la jabonera, y ni siquiera tuve que bombear el agua a mano. Por supuesto: el transformador estaba arreglado y la bomba funcionaba. Había una bomba manual en la cocina para que cuando la eléctrica no funcionara no hubiera que salir a buscar agua. Con un radiocassette, el lugar sería una prisión bastante aceptable. Me recogí el pelo mojado y bajé al primer piso.
La cocina estaba vacía pero había signos de que alguien, una persona al menos, había desayunado ya. Encontré algunos panecillos y me los llevé.
No iba a explorar la casa; parecería que estaba buscando compañía. Así que salí al exterior. Ocultos entre los jardines que había más allá del garaje, encontré el gallinero, las conejeras y las colmenas. Había un cobertizo de madera que identifiqué, gracias al dulce olor a nogal que desprendía, como un ahumadero. Más allá, al finaldeun camino de tablas, en el centro de un amplio círculo de árboles añejos, encontré un edificio circular de un solo piso, cuyo propósito no pude identificar.
La mitad del edificio no tenían paredes; solo los pilares, troncos pelados de unos quince centímetros de grosor, marcaban el lugar en el que debían haber estado. El suelo era de tierra suelta y estaba tan liso como si le hubieran pasado un rastrillo. En un extremo, donde empezaban las paredes, había una plataforma elevada y vacía. En el centro había un poste que se elevaba hastael techo a partir de una base de cemento. Detrás del poste, la habitación circular estaba a oscuras. Pero distinguí otra plataforma, con una mole cuadrada encima, como una mesa o un cofre, y varios puntos irregulares de luz. Nada indicaba que no debiera entrar.
El poste central, que estaba pintado, me recordó a las barandillas de la escalera del edificio donde vivía Sherrea, con colores que se entrelazaban unos con otros, amarillos, rojos, negros, verdes y blancos. Las paredes también estaban pintadas, con murales en este caso. Eran dibujos sencillos y estilizados, angulosos y casi abstractos: la antítesis de las cartas de Sherrea. Había un negro musculoso y sonriente, con un gorro rojo en la cabeza y una cimitarra en la mano, que parecía estar caminando por un fuego. Una mujer desnuda, de caderas anchas y grandes pechos, cuyo pelo negro y ensortijado le llegaba hasta los tobillos, estaba vertiendo agua con una jarra que llevaba debajo del brazo. Un negro obeso, sentado en cuclillas y sonriente, como si su pene erecto fuera el mejor chiste del mundo. Dos serpientes levantadas, mirándose, como sí estuvieran bailando sobre la cola. Y entre las figuras, enlazándolas, explicándolas y guardando sus secretos, estaban los vévés.
La mole cuadrada era un altar, cubierto por una tela escarlata y púrpura, y las luces cambiantes eran velas. Sus luces sereflejaban en la parafernalia del altar: botellas de cristal, un espejo, collares de cuentas, un cuenco de plata y dos jarrones altos con flores.
Retrocedí y tropecé con el poste central. El amplio y abierto espacio estaba cerniéndose sobre mí, apretándome la piel contra los músculos y estos contra los quejumbrosos huesos. Oía el ruido que hacía mi aliento al entrar y salir entrecortadamente de mis pulmones. La pared del otro extremo empezó a agitarse ante mis ojos.
Escuché una voz, una voz sutil, pero no vi a su propietario. Capté un olor a ozono y otro denso y acuoso, como las orillas de un estanque. Tenía la lengua pegada al paladar. Se me hizo un nudo de pánico en la boca del estómago.
Una voz. ¿La misma? Ven conmigo. Sentí que un brazo me rodeaba y me guiaba. Entonces, de repente, me encontré sobre el césped, con un vaso en los labios cuyo contenido despedía unos vapores ardientes. Tomé un poco: ron.
El rostro que había sobre mí pertenecía a China Black, así como la voz que dijo:
-Bueno, cher, ¿te ha sentado algo mal?
Le quité el vasode ron y tome otro sorbito.
-¿Qué es esto? -dije, señalando el edificio con la cabeza.
-El hounfor. -Debí de poner una cara de perplejidad, porque añadió-. Donde bailamos y llamamos a los espíritus.
-Lo siento. Supongo que no debería haber entrado.
Creo que si hubiese podido enarcar las cejas plateadas, lo habría hecho.
-¿Por qué no? Aquí no hay nada que pueda hacerte daño ni nada a lo que puedas hacerle daño tú. ¿Teníais miedo?
-No, hasta que… No.
Me estudió. Entonces me quitó el vaso de la mano.
-Hmmh. Ven conmigo. Sí, dentro, no te pasará nada.
Nos acercamos al poste central y le puso una mano encima.
-Este es el poteau-mitan. Los espíritus llegan a nosotros a través de él. El altar es bonito y hacemos los ritos en él, pero la fuente está aquí. -Se detuvo ante el altar-. Arrodíllate aquí. Sobre la plataforma, sí.
-¿Por qué? -dije.
Su rostro moreno irradiaba paciencia.
-Porque eso me hará feliz. Tú no crees en esto. Así que, ¿qué mal puede hacerte?
Me arrodillé, y el altar quedó a la altura de mis ojos.
China Black encendió una nueva vela.
-Legba -dijo con voz perentoria-, ¿estás escuchándome? Aquí está uno de tus hijos, Papa Legba, un hijo de las encrucijadas. ¿Estás cuidando de él, Papa? -Cogió una piedra tosca y grisácea del altar y me laentregó junto con el vaso de ron-. Toma un poco y enjuágate la boca -me dijo-. Luego escupe sobre la piedra. -Lo hice. Ella volvió a dejar la piedra sobre el altar. Entonces me dio un espejo en el que no me había fijado hasta entonces-. Haz lo mismo con esto. -Hecho esto, me lo quitó y lo dejó en el altar de modo que reflejara mi rostro. Distorsionada por el ron, la imagen me recordó al catálogo de mis facciones llevado a cabo por Frances en mi apartamento. Me estremecí y cerré los ojos.
»Legba, tenías sed y te hemos dado ron. Ahora mira a tu hijo, Papa -dijo China Black-. Vigílalo y utiliza tus trucos para confundir a los enemigos de tus sirvientes. Nosotros te prepararemos una comida para demostrarte que te agradecemos que noshayas escuchado. -Me ayudó a ponerme en pie y salimos del hounfor.
-No hay nada gratis -dije mientras nos alejábamos por la senda. Pero sentía una decepción punzante.
China Black se detuvo y me miró fijamente.
-La mayoría de las cosas lo son -dijo-. Lo que pasa es que tú tienes mucho que compensar.
-¿Lo que Legba es para mí y yo para él? -Sonreí al decirlo.
-Exactamente.
Señalé el hounfor, los jardines y la casa con un amplio ademán.
-¿Y la mayoría de esto también fue gratis?
La mirada que me lanzó contenía irritación, sorpresa y un poco de algo que me gustaba menos aún. Sacudió la cabeza y continuó su camino. La seguí hasta la casa.
Me puso a trabajar. Mientras estuviera allí, me dijo, podía ocuparme del sistema eléctrico, que era algo que conocía. Tuve que recordarme que estaban dándome alojamiento y comida gratis, los quisiera o no, y subí al tejado para examinar los paneles solares. Si no hubiera sabido que no me convenía estar mucho tiempo bajo el sol, habría sido una excelente excusa para pasar todo el día allí. Podía ver la isla entera, verde y salpicada de tejados, y la franja plateada y sinuosa del río que la rodeaba. El puente de suspensión parecía un puñado de gallardetes que unía la isla con la ciudad y más allá se elevaba esta, reluciente y geométrica. Había cerrado las puertas y borrado mis huellas. Los archivos estaban a salvo y esperarían a que volviera, como siempre.
Había una imprenta en el sótano. Cómo no. Era manual. Aparte de esto, no sabía gran cosa, porque no era mi especialidad. No obstante, reconocí las cajas de los tipos y los aparatos para componer las páginas. Tuve que estirarme para llegar a la caja de fusibles.
Estaba en el sótano cuando Sherrea asomó la cabeza por la puerta (di un respingo) y dijo:
-Es la hora de comer. ¿Has acabado?
-Mmmm.
-Bueno, puedes parar para comer. No creo que la prensa se marche. Theo ha estado preguntando por ti.
Pensé que Theo podría haber hecho mucho de lo que había estado haciendo yo. Era amigo de Sher, y ella parecía moverse por allí con toda libertad. ¿Había estado antes en la casa? ¿O había estado y seguía allí, intrigado, como yo antes de que el señor Lyle… Claudius, me sorprendiera en la biblioteca?
El comedor, con sus paneles de madera y sus miradores, estaba lleno de gente. China Black y Claudius Lyle, Frances, Mick, Etienne, la anciana que nos había abierto las puertas -¿el día antes? ¿Solo?-, Theo y, ahora, Sher y yo. La mano de Sher se levantó, como si fuera a posarse sobre mi hombro, y volvió a bajar.
-No te preocupes -murmuró-. Yo te protegeré.
-Estoy bien.
-No es así, aunque lo disimulas de puta madre. Nunca te he visto con un grupo de más de tres personas.
Tenía razón, claro. Puede que tuviera que ver con la naturaleza camaleónica que había mencionado antes o puede que yo temiera que si hablaba con más de dos personas al mismo tiempo, luego compararan notas y descubrieran mis secretos. El té del salón había sido, antes de esta, la reunión más concurrida en la que había estado nunca.
-¿Cómo se llama la vieja? -pregunté.
-Loretta.
-¿Y el perro?
-¿Qué?
-¿Cómo se llama el perro? Ya que voy a hacer esto, mejor que lo haga con todas las de la ley.
Sher sonrió.
-Eustace.
-Estás de broma.
-Y una mierda. Tuvieron que pasar seis meses para que pudiera decirlo sin echarme a reír.
La comida estaba sobre el buffet, lo que quería decir que podía ahorrarme el tener que pedirle a los demás que me pasaran las cosas. Las cosas eran las joyas de la corona de la comida sureña: jamón con salsa roja, pan de maíz, Hoppin’ John *, poroto verde y pastel de patata. Como Frances no se diese prisa con su asesinato, no entraría por el ascensor de Ego.
Siguiendo a Sherrea llegué exactamente a donde no quería estar, o a donde estaba deseando estar, según la interpretación de mis propios deseos que utilizara en ese momento. Me senté en una esquina de la mesa, con Sher a la derecha y Theo en el extremo, a mi izquierda. Theo sonrió mientras yo me sentaba y señaló el cabestrillo que tenía en el brazo.
-Los zurdos temporales nos sentamos en los sitios buenos, tío – dijo-. Me dan ganas de pedir orden en la sala.
Me quedé mirando el cabestrillo. No le había contado nada sobre mí. Pero él había salido a aquella escalera y había recibido una bala de uno de los tíos que querían secuestrarme. Ahora las cosas estaban más liadas que nunca pero la balanza de nuestras relaciones estaba desequilibrada. Ayer lo había ignorado. ¿Cómo había sido capaz?
-¿Te duele? -le pregunté.
-Oh, sí. Pero me olvido todo el rato y trato de coger cosas. -Sacó un pitillo liado a mano del bolsillo de su camisa-. Pero, oye, siempre nos quedará la tecnología. -Era una camisa de cachemira amarilla y roja. Me pregunté si sería suya. Probablemente sí.
Me habría ofrecido a cortarle la comida, pero el jamón estaba tan tierno que cedía bajo el tenedor.
Al final resultó que no fui la persona más silenciosa de la mesa. El señor Lyle mencionó que le había recomendado la energía eólica y entablamos una agradable conversación sobre la eficiencia de las células fotovoltaicas viejas y la accesibilidad de piezas en buen estado. La mujer de la puerta, Loretta, estaba sentada frente a mí. Frunció el ceño y sacudió la cabeza.
-Toda la gente del río debería utilizar un sistema de energía eléctrica comunitaria -dijo bruscamente-. Desde el punto de vista de la economía y la eficiencia, no tiene el menor sentido todo este sigilo con una energía que o le pertenece a todo el mundo o no le pertenece a nadie. Aunque tampoco tiene mucho sentido discutir sobre esto, con ese cabronazo de Albrecht diciendo que las cosas son así.
Lancé una mirada de soslayo a Theo, pero parecía concentrado en su plato. Por lo que yo sabía, también él pensaba que su padre era un cabronazo. Pero qué iba a saber yo. No tenía la menor idea de lo que era tener una familia.
-¿Por qué energía hidroeléctrica? -pregunté.
-Liberaría el resto para la gente que no tiene agua corriente cerca. Aunque por tu forma de hablar, cualquiera diría que podrías dirigir un puto salón de baile con piezas de bicicleta y una batería vieja. – Me disponía a replicar cuando vi que me sonreía y decidí que no era necesario.
Yo hablé. Fue Frances la que se mantuvo en silencio. Su rostro estaba pálido y consumido, y a veces su tenedor se detenía a mitad de movimiento y sus ojos enfocaban la nada. No lo entendí hasta los postres. Estaba asustada.
¿Compartía las dudas de Mick? ¿Estaba preguntándose sí era lo bastante rápida y lo bastante fuerte? ¿O solo le preocupaba cómo entrar y cómo salir?
Yo podía decirle el número de peldaños que tenían las escaleras. Pero no me había mirado una sola vez. ¿Le había dicho Theo que yo sabía cosas que podían resultarle muy útiles? ¿Lo sabía él ya?
En aquel momento, Theo estaba apartando su silla de la mesa.
-¿Puedo hablar contigo? -me preguntó.
Los rayos del sol se reflejaban en los cristales de sus gafas.
-Claro. Vamos arriba.
Me fijé en Sherrea mientras me levantaba de la mesa. Parecía complacida.
Theo tenía un cuarto en el segundo piso. Era más grande que el mío pero se parecía mucho: era una habitación de invitados, no una normal.
-Menuda casa más rara -dije para ver lo que respondía.
-Al principio me daba un miedo que te cagas -dijo mientras se dejaba caer sobre la cama y se quitaba las zapatillas con una mano-. Cuando Sher me trajo, justo después de que Frances se te llevara, y la vi, como una vieja mansión embrujada, con relámpagos y todo… Creí que estaba llevándome al Motel Bates, tío.
Sabía que yo entendería la referencia. Yo también la habría utilizado con él, consciente de que compartíamos un mismo y tranquilizador conocimiento. Lo miré a la cara, la cara pálida de un noctámbulo impenitente o un niño rico, y dije:
-No soy un tío.
La luz de sus gafas interfería con su expresión, pero las líneas de su boca no manifestaron gran sorpresa. De repente me di cuenta de que era bastante bien parecido.
-Solo es una forma de hablar -dijo.
-Tampoco soy una mujer.
Guardó silencio durante varios segundos. Entonces dijo:
-Oh, eso explica algunas cosas.
No sé qué esperaba. O quería.
-¿Qué cosas?
-Bueno, una vez, Sher y yo habíamos bebido mucho, y tuvimos una conversación. Le dije que… algunas veces, me sentía atraído por tí, y eso me hacía sentir incómodo. Ella me miró como si estuviera loco y dijo que no entendía por qué, puesto que eras el tipo de persona por la que es fácil sentirse atraído. Yo estaba muy avergonzado y me eché a reír y le dije que puede que para ella sí pero que no eras, en fin, mi tipo. Entonces nos miramos de forma rara y cambiamos de tema. Pero fue en ese momento cuando me di cuenta de que puede que no supiera de qué sexo eras y puede que tampoco Sher lo supiera.
-Ella lo dedujo -dije en voz baja.
-Pues no me lo dijo. -Me lanzó una mirada directa por encima de las gafas mientras lo decía. Quería decir que Sher había respetado mi secreto, y él también al no preguntarlo.
Me senté en el borde del sillón que había frente a la cama. La ventana que se encontraba entre ambos nos iluminaba el rostro a los dos. Se habían establecido las condiciones para una perfecta vulnerabilidad. Así que le conté todo lo que sabía sobre mí.
-Qué fuerte -dijo una vez terminé-. De hecho, es lo más fuerte que he oído en mi vida. Pero, ¿no conoces a nadie que pueda decirte si llevas un Jinete en la cabeza?
Sacudí la parte aludida.
-Me gustaría decir que no lo llevo. Casi podría jurarlo. Pero, ¿cómo voy a saberlo? Al principio Frances pensaba que era Tom Worecksi y no puedo asegurar que no sea así.
-No -dijo Theo en voz baja-. Estoy bastante seguro de dónde está. Se hace llamar Frederick Krueger. Qué malo, ¿no? No lo supe hasta ayer.
Freddy Krueger, armado con cuchillas en los dedos y el poder de retorcer los sueños. Quien moría al final de cada película y volvía a aparecer una y otra vez. Menudo chiste.
-¿Tan malvado es?
-Le tengo miedo. Y creo que mi padre también.
-Y eso que tu padre nunca ha visto Pesadilla en Elm Street. Salvo que se la haya comprado a otro. ¿Sabías que le vendía vídeos?
-Joder, claro. Así es como acabaste en el Underbridge.
Al cabo de un momento dije:
-¿Perdona?
Bueno, ya sabía que no iba a ser indoloro.
Theo debió de entender.
-Lo siento -dijo-. Yo no… Mira, mi padre y yo no nos llevamos bien. O sea, si no fuera más que un tío que hubiera conocido por ahí, no me gustaría. Al contrario de lo que cree todo el mundo, ser el hijo de A. A. Albrecht no es lo mejor del mundo. Me cuido mucho de no decírselo a la gente. Así que no podía presentarme en la oficina de mi padre y hablarte del Underbridge. Y tampoco podía contratarte, de todos modos. El club es de Robby.
-¿Así que le pediste a él que lo hiciera?
-Así que le dije a Robby que tal vez fueras el tipo de persona que necesitábamos y que lo comprobara. Le dije dónde podía dejarte un mensaje.
-¿Sabías todo eso sobre mí?
Extendió una mano hacia un lado. Habría hecho lo mismo con la otra. Vi que se encogía de dolor.
-¡Eras interesante! ¿Vale? ¿Sabes cuánta gente sabe de eso? ¿Electrónica, vídeo y música grabada?
-Somos reliquias. No, tú eres una reliquia. Yo soy algo así como una especie de reliquia futura. Si ese pitillo que me has enseñado abajo contenía marihuana, no me importaría que lo compartieras conmigo.
Se ajustó las gafas y se pasó una mano por su sedoso pelo castaño.
-Te pondrá en órbita. Es una mierda de primera.
-A lo mejor te sorprendo.
-Ya me has sorprendido. Esta vez, preferiría que me petrificaras.
Nos habíamos pasado el porro un par de veces, en un silencio casi completo, cuando dije:
-¿Le has dicho a Frances que sé cómo se entra en Ego?
Aquello pareció ofenderlo.
-Joder, no.
-¿Por qué no?
-Porque pensé que si querías que lo supiera, se lo habrías dicho tú.
-¿Vas a ir con ella?
Sacudió la cabeza.
-Creo que le gustaría pedírmelo. Pero, tío, yo he hablado con Krue… con Worecksi. Y pienso quedarme aquí hasta que todo haya terminado. Tengo una buena excusa. -Le dio unos golpecitos al cabestrillo.
-Te debo un favor por eso -dije en voz baja.
Carraspeó.
-Joder, si no hice nada. Y encima he sacado una preciosa cicatriz.
-Pero lo intentaste. Y no era necesario.
Me miró con la intensidad de una lechuza. Finalmente sonrió.
-Eres gilipollas -dijo alegremente.
-In cannabis ventas. No te duermas con el porro encendido.
-No puedo -suspiró mientras se apoyaba en los almohadones-. Se ha acabado.
-Eres un coñazo -le dije-. Creo que me largo.
La marihuana había conseguido relajarme, pero no aturdirme. Theo se habría sorprendido si hubiera seguido despierto. Finalmente encontré a Frances en el exterior, en el amplio porche cubierto que había frente a la entrada. Estaba sentada en una silla de madera, con los pies en la barandilla del porche y la silla en equilibrio sobre las patas traseras. No se movió cuando salí.
Traje otra silla para mí y la coloqué de espaldas a la barandilla para poder verle la cara.
-Anoche, Mick trató de convencerme para que te acompañara.
-Espero que no perdiera mucho el tiempo. -Su mirada vagaba sobre el lejano extremo de los jardines.
-¿Por qué?
-Porque no te llevaría. Ni a él. Ni a nadie.
Durante varios minutos, estuvimos allí, inmóviles en un silencio lacónico, mientras yo trataba de disuadirme de hacer lo inevitable. ¿De verdad era inevitable? Pensé en Theo, recuperándose en el piso de arriba de la herida que había recibido por mí. Aunque Frances se marchara de la ciudad y dejara tranquilo a Worecksi, nunca podría volver a Ego. Se había interpuesto entre Myra y Dusty -los servidores de Worecksi- y su presa, y ellos no lo olvidarían. ¿Y cuánto tardaría Worecksi en darse cuenta de que Theo conocía su secreto?
Pero si Frances acababa con Worecksi y se marchaba de la ciudad, Theo estaría a salvo. Y yo. Frances se marcharía, Mick también, Myra y Dusty recibirían órdenes de otro y yo podría regresar al simulacro de vida que llevaba antes.
-Si acabas con Worecksi, ¿te marcharás? -le pregunté. Quería asegurarme.
Por primera vez desde que llegara al porche, Frances me miró.
-Si mato a Tom Worecksi, no volverás a verme. Te doy mi palabra de honor, si es que eso significa algo para ti.
Aspiré hondo y exhalé un suspiro.
-El cambio de turno de los guardias de la puerta es a medianoche -le dije-. Luego suelen quedarse dormidos. La única cámara de seguridad que todavía funciona está en la puerta delantera y ya no gira, así que cubre una zona muy pequeña. Las escaleras de incendio son estupendas para salir pero no servirán de gran cosa para entrar. Las puertas están cerradas por dentro en todos los pisos. Así que tendrás que subir por el ascensor, cosa que, mientras vaya contigo, no supondrá problema alguno.
Entornó la mirada.
-Entonces tengo un problema.
-¿Porque no vas a llevarme? Te apuesto cinco pavos, en metálico.
-¿Sabes lo que hará Tom -dijo en voz baja- si averigua lo que eres? Por Dios, le encantaría. Sería horrible. Tú precisamente no vas a venir.
Tampoco iba a ser indoloro para ella.
-¿Qué puede hacerme que Mick y tú no me hayáis hecho ya?
Un músculo de su mandíbula se estremeció, pero no apartó la mirada.
-¿Te ha dicho Theo cómo entrar?
-No ha podido -dijo Frances como si le costara un terrible esfuerzo.
-Yo sí. Por desgracia para ti y para mí, me necesitas para entrar.
Extendió los dedos sobre su frente, como un abanico. Finalmente dijo:
-¿Por qué?
No había querido decir, «¿Por qué te necesito?». Porque algo nos ha enredado a Mick Skinner, a ti y a mí, y el único modo de soltarnos parecer ser seguir adelante. Pero no dije esto.
-Te contaré mi plan. Si tienes alguno mejor, no pienso quejarme.
Se lo conté. Y volví a contárselo a Mick Skinner, para explicarle por qué no podía acompañarnos. Se lo conté a Theo cuando despertó, porque, por muy diferente que fueran nuestras experiencias en Ego, podíamos cotejarlas para comprobar y verificar mis observaciones. Y se lo conté a Sherrea porque insistió en que lo hiciera. Con cada repetición, iba perfilándose cada vez más el contorno del futuro. El plan.
Tuve que pasar la tarde en el sótano, aprendiendo el funcionamiento de los tipos móviles y luego Theo y yo tuvimos que pasar un día y medio de trabajo duro en el Underbridge, tratando de conseguir que ciertos equipos hicieran ciertas cosas para las que no estaban diseñados. Supongo que Frances pasó el tiempo limpiando armas. No se lo pregunté. El miércoles por la tarde volvimos a la casa de la isla. Subí a mi cuarto y traté de recuperar parte del sueño que iba a perder aquella noche.
Cuando estás en un cuarto que no es el tuyo, en un piso inhabitado de una casa que no es la tuya, tratando de conciliar el sueño a pesar de tener un laberinto para ratones en la cabeza y un mal presentimiento en las tripas, descubres que el sentido del oído puede ser extremadamente sensible. Oí que la puerta de Frances se abría y se cerraba y algo -¿unos zapatos?- caía al suelo.
Más tarde (me parecieron quince minutos pero puede que no fueran más que tres) oí unos golpes en una puerta y la voz de Frances. Y luego otra voz. El crujido del suelo y la puerta que se abría. Una voz, otra y la puerta que se cerraba. Los sonidos intermitentes de una conversación en el cuarto de Frances. Luego silencio.
Eso es lo que oí con los oídos. Pero las otras cosas, las que no oí, o puede que oyera con otros oídos, y las que no terminé de ver ni de sentir pero me pareció ver y sentir igualmente…
No soy capaz de describirlo. Puedo explicarlo en parte: Mick había estado en mi cabeza varias veces. Frances solo una, pero también había estado. La propia Frances había dicho que se creaba una conexión entre los Jinetes y sus monturas, un vínculo que seguía existiendo después de que se rompiera el contacto. El hecho de que la conexión se estableciera en aquel momento fue posiblemente un accidente. Al menos eso es lo que quiero pensar. Me cuesta creer que Frances o Mick pudieran odiarme tanto, o ser tan crueles sin ninguna razón.
Permanecí en posición fetal, mordiéndome el labio por dentro, mientras Mick y Frances hacían el amor en el cuarto de al lado. No me moví hasta que Sher llamó a las dos puertas y dijo que era hora de marcharse.
<a l:href="#_ftnref22">*</a>(N. del T.: en castellano en el original)
<a l:href="#_ftnref23">*</a>(N. del T.: en castellano en el original)
<a l:href="#_ftnref24">*</a>(N. del T.: literalmente, «Negra Porcelana»)
<a l:href="#_ftnref25">*</a> (N. del T.: mago practicante del vudú)
<a l:href="#_ftnref26">**</a> (N. del T.: sacerdotisa del vudú)
<a l:href="#_ftnref27">*</a>(N. del T.: en castellano en el original)
<a l:href="#_ftnref28">*</a>(N. del T.: en castellano en el original)
<a l:href="#_ftnref29">*</a> (N. del T.: lugarteniente de Juana de Arco. Tras la muerte de esta fue acusado de toda clase de atrocidades y condenado a muerte)
<a l:href="#_ftnref30">*</a> (N. del T.: plato tradicional de la cocina sureña, consistente en una mezcla de arroz largo, cerdo, judías negras y diversas especias. Suele tomarse en celebraciones)