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CARTA 7

Miedos

Diez de espadas

Waite: muerte, dolor, desolación. Ventaja, beneficio, éxito, poder y autoridad, pero todos ellos pasajeros.

Douglas: desolación y ruina, pero con la idea de que se trata de una tragedia comunitaria y no individual.

Crowley: razón enajenada, mecanismo desprovisto de alma, la lógica de los lunáticos y los filósofos. Razón divorciada de la realidad.

Case: fin del engaño en materia espiritual.

7.0: vamos a ver al mago

-Bueno -dijo Frances-, ¿se nos olvida algo? Perritos calientes, pepinillos, ensalada de patata, hormigas… ¿Has traído las hormigas?

-Frances -dije, no por primera vez-, ya basta.

El triciclo estaba aparcado frente a la puerta de un garaje abandonado, en la vía de servicio entre Loondale y el Gilded West, un rascacielos abandonado. Es decir, cerca de nuestra ruta de huida. Habíamos rodeado Ego a pie y ahora nos encontrábamos al otro lado, frente a la puerta principal, donde se encontraba el puesto de guardia. Faltaban cinco minutos para la medianoche.

-Supongo que tendremos que pasar sin las hormigas. -Inclinó la cabeza y dirigió la mirada hacia la cima de la torre, donde brillaba con arrogancia el anillo de luces y una corona de nubes iluminada por los rayos de la luna hacían que la imagen pareciera la primera secuencia de una película de terror-. Úsala mientras puedas, Tom. Lo mismo haré yo. Y que gane el mejor demonio.

-¿El mejor demonio es el más demoníaco o el menos?

-Cuando todo esto haya terminado, tienes mi permiso para decírmelo.

-Si todavía puedo hablar.

Me miró y abrió la boca en una sonrisa cadavérica.

-Si todavía oigo.

-Al oír la señal… es la hora. -Me dirigí a la puerta mientras Frances se ocultaba en las sombras de la puerta. Llevaba algo oscuro y cómodo, con un chaleco del mismo tejido lleno de bolsillos. El tejido no hacía el menor ruido al rozar. Inmóvil, sin ninguna fuente de luz directa sobre sí, Frances desapareció.

Abrí la puerta y, bajo la solitaria bombilla de la entrada, dirigí la mirada hacia el puesto de guardia. Había dos hombres allí, conversando. Era el cambio de turno. A uno de ellos no lo había visto nunca: un jovencito de aspecto serio y cabello rubio y muy corto. El otro, un hombretón de barba roja y una barriga digna de Papá Noel, sentado en la silla de la entrada, era un habitual del turno de noche. Estuve a punto de sonreírle. Como guardia no valía nada.

-¡Eh, mira quién ha venido! -dijo mientras se echaba hacia atrás. Las patas de la silla chirriaron sobre el suelo-. ¡Es el manitas! Albrecht vuelve a necesitar tus servicios, ¿eh?

-Eso tendrás que preguntárselo a él -dije.

El tipo rubio apretó los labios, no sé si por mí o por su compañero. Al verlo, decidí intentar un tiro a ciegas:

-¿Eso que llevas ahí es una porra o es que te alegras de trabajar con este tío? -le dije.

Su gesto se convirtió en una mueca de desprecio. Se volvió hacia el guardia de la barba pelirroja.

-Tengo que irme, Shoe. Tengo una cita en el puerto.

-Salúdale de mi parte -le dije al rubio mientras salía. Shoe lo encontró gracioso.

Bien. Uno menos. Ahora había que librarse del otro.

-¿Quieres llamar al señor A. y decirle que estoy aquí?

-¿Y quién le digo que ha venido, chico?

-D. W. Griffith -que era el nombre por el que me conocía Albrecht-. Dile que tengo lo que buscaba. -Llevaba en la mano una caja sin distintivo alguno, algo que nadie podría identificar como un contenedor para videocasettes. Como siempre. Todo tenía que ser como siempre.

-Claro, claro -dijo Shoe. Salió por una puerta que había detrás de la mesa. Tenía un pequeño panel de cristal que le permitía verme desde allí pero la puerta me impedía oír lo que estaba diciéndole a la persona del piso de arriba.

Dejé caer el videocasette. Soltando una imprecación, me arrodillé delante de la mesa y la empujé hacia dentro. A continuación, alargué la mano por debajo de la mesa y tiré del cable coaxial de la cámara, conectado a través de un enchufe con el monitor del piso de arriba. Puse mucho cuidado en no arrancarlo del todo. Quería rayas y nieve, no una pantalla en blanco. Frances entró por la puerta como un banco de niebla negra, pasó por debajo de la ventana del centinela y se dirigió al ascensor que había al otro lado de la esquina. Volví a enchufar el cable coaxial. Nunca utilices enchufes rápidos para el equipo de seguridad, pensé mientras, sonriendo, salía de debajo de la mesa con mi inofensiva caja en la mano. Hasta tuve tiempo de limpiarme el polvo de las rodillas y arreglarme el cuello de la camisa antes de que regresara el guardia.

-Bueno, ¿y qué hay en el paquete?

-Eso también tendrás que preguntárselo al señor A., ¿no crees? -Confiaba en que mi voz fuera firme y agradable. ¿Iban a dejarme pasar? ¿Sabían de algún modo que iba a producirse un ataque? Si aquel ascensor se movía sin autorización, se desataría un infierno en forma condensada.

-Puede que lo haga. Puedes subir. Ya conoces el camino.

La liberación del miedo fue casi más difícil de soportar que la incertidumbre. No fui capaz de responderle, ni con ironía ni sin ella. Me encaminé, a un paso esperaba que tranquilo, hacia el pasillo y doblé la esquina.

Frances se materializó junto a la superficie a la que se había adherido. Pulsé el botón y las gastadas puertas de bronce se abrieron. Antes había montones de ascensores. Sus puertas selladas eran lo único que quedaba. Frances entró a hurtadillas en cuanto pulsé el botón del último piso.

Cuando se cerraron las puertas me dejé caer sobre la pared. Sentía cómo bajaba un reguero de sudor por mi columna vertebral y mi caja torácica. No se me ocurría nada que decir que no fuera una blasfemia.

Frances llevaba una pistola en la mano. Con movimientos rápidos, le colocó un silenciador.

-Si yo fuera tú, esperaría a luego para sufrir un desplome emocional. Esta ha sido la parte fácil.

-Puede que para ti.

-¿Han podido verte cuando has dejado caer la caja?

-¿En el piso de arriba, quieres decir? No. La cámara solo cubre la zona de la puerta.

-Entonces es imposible que te relacionen con la nieve del monitor. Bien. -Pareció quedar satisfecha con el arma pero no se la guardó en el chaleco-. ¿Qué probabilidades hay de que arriba nos espere otro guardia?

Tenía razón. Esta había sido la parte fácil. Me había olvidado.

-Cincuenta por ciento. Las últimas veces no lo había. Supongo que me consideran una persona de fiar.

-Bien. Cuando se abran las puertas, no corras, pero tampoco pierdas el tiempo.

Por primera vez se me ocurrió que si todo se iba al Infierno, podía decir que Frances me había obligado. Me pregunté si lo haría. ¿Qué me recomendaría Sherrea? ¿Diría que la vida es preciosa y que debía salvar la mía si tenía ocasión de hacerlo? ¿O diría algo sobre el honor, el compromiso y el bien general?

¿O diría, con una voz que no era la suya, algo así como, debes aprender a servir y dejar que tu yo sea alimentado por los espíritus? Había dicho algo sobre que tenía que enmendarme. Bueno, Sher, aquí estoy. Ojalá hubiese encontrado algo menos drástico.

-Prepárate -murmuró Frances y traté desesperadamente de recordar, y recrear, cómo habían sido las cosas cuando no era una cuestión de vida o muerte.

Se abrieron las puertas y salí. Nadie. Ni un alma. Tanto alivio iba a ser mi ruina. Frances salió y me tocó en el hombro. Ya no podíamos hablar. Habíamos diseccionado el plano del piso en la isla. Asentí. Desapareció por el pasillo mientras yo llamaba a aquella puerta tan conocida: madera oscura, pesada y pulida. Una voz llamó desde el interior. Giré el frío picaporte de cromo y entré.

La habitación era la misma, oscura y agobiante, con su escritorio y sus cortinas cerradas y su silla de respaldo alto. La luz, pulcra y constreñida, caía sobre la mesa. Las blancas manos que había en la luz eran las de Albrecht y el rostro pálido y carnoso que se veía difuso sobre ellas, también.

¿Cómo lo había hecho en otras ocasiones? ¿Había una rutina, una serie de acciones que conformaban el baile de los negocios? Me quedé allí, con la caja en la mano, la mente en blanco y el corazón golpeándome las costillas. La caja, la caja. La levanté, la dejé sobre la mesa y, con el dedo índice, la empujé hacia Albrecht sobre la madera.

-¿Qué es eso? -preguntó.

-Lo que me pidió. Ábralo.

Me di cuenta en ese momento de que no hubiera sido necesario hacer que la cinta pareciera un original. Si estaba en lo cierto, a él le habría bastado con una copia y sería razonable decir que no había podido encontrar otra cosa. Pero abrió la caja (esta vez de cartulina) y yo escudriñé sus manos y su rostro en busca de algún indicio de que me hubiera descubierto.

Bajo la tenue luz de la lámpara de mesa, pensé que parecía convincente: el título en letras rotundas, la duración, el nombre del distribuidor, la etiqueta medio borrada por el contacto de los dedos… Ni siquiera olía el pegamento de la etiqueta. Me había equivocado de profesión. Debería haberme dedicado a la falsificación. Cuando Albrecht pusiera la cinta, vería una secuencia de títulos que, sorprendentemente, no daba indicios de su origen primitivo, y cinco minutos de escenas extraídas de seis películas de terror de serie B. Hacia el minuto siete, calculaba yo, sabría que no era la película por la que había pagado. Para entonces, yo ya me habría marchado.

Cerró. Sus manos no mostraban la codiciosa flexión de pasadas ocasiones. Pero, claro, si yo estaba en lo cierto, no era mera codicia lo que lo había impulsado a buscar aquella cinta.

Frances, ¿has encontrado ya a tu condenado monstruo? Tendría que dejarla allí. Si me marchaba sin ella, antes de que hubiese encontrado a Worecksi, podría salir sin ningún problema y nadie me relacionaría con lo que estaba a punto de ocurrir. La reputación que había hecho posible el plan se evaporaría. Nunca volvería a venderle una película a Albrecht. Tendría que marcharme de la ciudad por algún tiempo. Pero sobreviviría. En cualquier momento, Albrecht abriría el cajón de su mesa y sacaría la bolsa de cuero.

Se levantó.

-Venga conmigo.

La lengua se me pegó al paladar.

-¿Por qué? -pregunté.

Su expresión era tan neutra como la de cualquier buen negociante.

-No pensaría que iba a dejar esto aquí, ¿verdad? Acompáñeme.

Adiós a nuestra rutina. No había nada que hacer, salvo seguirlo y permanecer alerta. Giró el picaporte que había en los paneles de detrás de la mesa y apareció una línea de luz a su alrededor. Entorné la mirada y entré.

-¿Cariño? -dijo una voz que yo conocía, una voz de mujer-. ¿Ya habéis…? ¡Gorrión!

Llevaba un vestido estrecho de seda azul medianoche que fluía como el agua sobre su piel. Tenía los labios pintados de rojo coral y los párpados de color humo. El brillante cabello rubio le caía sobre los hombros y el cuello levemente bronceados.

-Hola, Dana -dije, y me sorprendió que mi boca funcionara-. Qué sorpresa encontrarte aquí.

Su mirada voló hasta Albrecht.

-Cariño, ¿qué…? ¿Es que…? ¿Qué pasa?

-Solo un asuntillo de negocios, amor -dijo él, sin apartar la mirada del armarito que estaba abriendo-. No te preocupes. -Pero ella me había llamado por un nombre que nunca había oído. ¿O sí? Myra y Dusty lo conocían.

Era una habitación grande y decorada con gusto exquisito. Dana estaba sentada en una pose que sugería que había estado tendida hasta hacía un momento, sobre un sofá de color crema. Había dos, formando una L. Frente a ellos, una mesa china tallada, llena de cosas: una botella de vino tinto y dos copas medio llenas; los restos de una comida para dos; un líquido blanco en un pequeño frasco con tapón de plata; un pesado collar de plata y medallones de turquesas. La luz entraba por varios vanos del techo. En el suelo había una alfombra azul turquesa de seis centímetros de grosor y un equipo de música y vídeo con un monitor de veinticinco pulgadas.

Tras el equipo estéreo había otra puerta de madera brillante y, delante de esta, un hombre. Al principio no lo reconocí. Llevaba una chaqueta blanca de cuello alto y pantalones negros. Se había peinado el cabello rubio hacia atrás y parecía más cadavérico de lo habitual en él. Estaba haciendo un esfuerzo desesperado por no mirar a ninguna parte y se notaba que el esfuerzo era casi más de lo que podía soportar. Cassidy. Uniformado, sin duda empleado por Albrecht, estaba teniendo que presenciar cómo seducía su jefe a la mujer de la que estaba enamorado. Me volví hacia Dana y descubrí que estaba observándome.

-¿Es uno de vuestros jueguecitos? -pregunté. Me temblaba la voz, aunque no demasiado-. ¿O has usado sus contactos para conseguir el trabajo? -Contactos. Ya sabía que Dana los tenía. Lo que no sabía era que llegaran tan lejos.

Dana se ruborizó.

-Cariño… -Sacudió la cabeza.

Volví a mirar a Albrecht, que estaba sirviéndose una copa de una jarra que había sacado del armarito, y luego a Cassidy. Tenía los ojos muy abiertos, más aún de lo que exigía la situación, y estaba mirándome fijamente. Por un instante no entendí. Entonces hice lo que debiera haber hecho hacía rato. Me volví.

Había una quinta persona en la habitación. Estaba apoyada en la pared, con gesto desenvuelto, donde la puerta de la oficina la había ocultado cuando habíamos entrado. Era alto y esbelto y tenía un cabello castaño que le caía sobre unos ojos de color tan claro que eran casi incoloros. Llevaba la camisa blanca abierta sobre unos pantalones de algodón de color perla, y los pies descalzos. Su sonrisa revelaba unos dientes grandes y rectos.

-¿Qué tal? -dijo-. Tú debes de ser Gorrión.

Frances, pensé durante un prolongado momento en el que no pude hacer mucho más que tragar saliva, he encontrado al monstruo.

Mick me había dicho que era fuerte y rápido y que estaba como una cabra. Podía verla, sentirla, olerla en su interior, la locura que seguro que cuando quería podía disfrazar de otra cosa. Solo que ahora no quería.

Cruzó el espacio que me separaba de la pared en tres zancadas, me cogió la tiesa mano derecha con las dos suyas y me la estrechó con fuerza.

-Es un gran placer conocerte después de tanto tiempo. He oído muchas cosas sobre ti. Joder, había llegado a pensar que ya no íbamos a conocernos, pero aquí estás. -Su sonrisa se hizo más grande todavía, si tal cosa era posible, y se volvió hacia Dana-. Tu amigo no habla mucho. Eso no me lo habías dicho.

-Lo siento. No tengo nada que decir -dije. Apenas reconocí mi propia voz. Parecía la de alguien que estuviera hablando con un perro furioso-. He olvidado tu nombre.

-No, nada de eso. -Su sonrisa había cambiado. No iba a conseguir engañarlo-. No te lo he dicho. Pero ya lo conoces, ¿no? Estos tíos me llaman Fred, pero quiero que me llames por el nombre que me puso mi mamá. -Aún no me había soltado la mano. Apretó con más fuerza-. Adelante. Di mi nombre. -Apretó hasta que me crujieron los huesos.

-Pero es que no… -Más fuerte. Un pequeño sonido escapó de mi garganta. Atisbé un movimiento desde la posición de Dana, que puede que fuera su mano tapándole la boca.

-Dilo -dijo el monstruo con la cara muy próxima a la mía.

-Tom Worecksi -dije. Me soltó la mano. No me atreví a cerrar los dedos, por miedo a que se diera cuenta de que no me la había arrancado de la muñeca.

-¡Muy bien! Ahora ve a sentarte en ese sofá. Cariño, ven a darnos un beso.

Al pasar a mi altura por el otro lado de la mesa, los ojos de Dana se apartaron de los míos. Se acercó a Tom y lo rodeó con los brazos. Él no volvió el rostro, pero ella le besó en la mandíbula, el cuello y el hueco entre las dos clavículas mientras él me sonreía. No era la amante de Albrecht. Era la de Tom. Me pregunté si a alguien le importaría que vomitara sobre la alfombra.

Albrecht dejó el vaso en el armario.

-Maldición, Krueger, ella no es…

-A. A., si cierras esa bocaza ahora mismo, no solo te dejaré vivir, sino que es posible que no te lleve al mercado Nicollet como tu madre te trajo al mundo y con el rabo por delante. ¿Está claro?

Tom había alzado la voz. El rostro de Albrecht, tan pálido como si nunca hubiera recibido la luz del sol, adoptó una tonalidad magenta y luego perdió todo el color.

-Me necesitas. Mi gente no te obedecerá.

-Ya hemos pasado por esto antes. Te necesito tanto como un perro necesita unos putos zapatos, A. A. Pensé que si te dejaba dirigir este pequeño circo, me dejarías tranquilo. Pero eso ya no funciona. Puedo encontrar a cualquier capullo para dirigir el circo. Así que quédate sentadito detrás de tu escritorio, comprando películas que te ayuden a librarte de mí y no incordies, joder.

Estaba acariciando a Dana con aire ausente, como si fuera un gato sentado en su regazo. Ella tenía la cara pegada a su hombro. Ninguno de nosotros podía ver su expresión. Albrecht observaba a Tom con una expresión que me recordó a Cassidy. Me alegré de estar de espaldas a Cassidy.

-No es Jinetes del Infierno -le dije a Albrecht.

-Nadie creía que lo fuera -dijo Tom-. Pero no queríamos desalentarte desde el principio, si creías que necesitabas una excusa para subir. -Frunció el ceño por encima de la cabeza de Dana y recorrió la habitación con la mirada como si le faltara algo-. ¿Y dónde está Su Alteza?

-¿Perdona?

-No me toques los cojones. Ya sabes de quién estoy hablando.

En un movimiento reflejo, mis manos se cerraron sobre mis rodillas. La derecha me dolía.

Él se dio cuenta. Volvió a animarse.

-Bueno, joder, Myra y Dusty trabajan para mí, ya lo sabes. Cuando Franny le gastó su pequeña bromita a Myra la otra noche, ¿esperabas que no me lo contara?

-¿Te dijo quién era?

-No hizo falta. Dusty me contó parte de las cosas que Myra dijo cuando no era ella misma y lo supe al instante. Nadie larga como Franny.

Eso no explicaba cómo sabía que yo trabajaba con ella o que no había venido para traer la cinta de A. A. Albrecht. Lo único que podía explicar eso…

-Supongo que estará escuchando al otro lado de la puerta -dijo Tom con voz alegre. Me miró fijamente mientras añadía, levantando la voz-: ¿Y bien, Fran? Entra si no quieres que le parta el cuello al chico. Ya sabes que soy capaz.

Puede que no le importara. Pero pensé que debía decirle, al menos, que aún no había empezado.

-Eso sería muy desagradable -dije-. Además, aún no has acabado con mi mano. -Empate. Has perdido la ventaja de la sorpresa, Frances. Al menos escoge tu momento.

-Vamos -dijo Tom en voz alta-, entra y coge una silla. Joder. Somos tantos que podemos dar una fiesta.

Me volví. La puerta que había junto a Cassidy se abrió lentamente y al otro lado apareció Frances, sola, con su arma. ¿Por qué no había disparado…? Ah, claro. No estaba allí para matar el cuerpo de Tom. La lucha mental ya había empezado. Se veía en la tensión de los labios de Frances y en la red de arrugas que rodeaba los ojos de Tom.

Me hubiera gustado conocer el alcance de los poderes de un Jinete, porque se me había ocurrido otra solución para aislar a Tom Worecksi. Frances podía eliminar sus opciones para cambiar de cuerpo. Bang, bang, bang, bang. Puede que ese fuera su plan desde el principio y la mala fortuna hubiera hecho que yo acabara allí, como una de las opciones de Tom.

-Alguien nos ha vendido -le dije a Frances.

-Estaba empezando a pensarlo. Todo iba de acuerdo a lo planeado. -No apartó los ojos ni la pistola de Tom.

Por lógica, alguien tendría que habérsela quitado ya de la mano. No, si alguien se le acercaba, alguien que no fuera Tom, podía dispararle. Pero Tom podía ordenarle a alguno de ellos que lo hiciera. Empecé a pensar que debía hacer algo más que sentarme y mirar, pero ¿el qué? Yo no debía estar allí. No formaba parte de aquella batalla. No tenía nada que ver conmigo. Me habían atrapado en su guerra.

-Ve a sentarte con tu amigo, cariño -dijo Tom, y Dana lo soltó. Cuando estuvo de espaldas a él, el miedo invadió sus facciones. Se sentó a mi lado y se pegó a mi camisa, donde Tom no pudiera verla.

-Bájala, Franny. No va a servirte de nada.

-Oh, no sé. Un poco de ruido, unas manchas… Como mínimo tendría un cierto valor nostálgico. -No hacía calor en la habitación pero Frances tenía una leve película de sudor en la frente.

-Ja. Yo guardo un buen recuerdo de los viejos tiempos. Pero supongo que te has metido en la religión o algo así. Con lo mucho que nos divertíamos y ahora estás aquí, como un puto justiciero, para volarme la tapa de los sesos por ser tan malo como tú. -Dio un paso hacia ella, sonriendo, apretando intermitentemente los dientes-. Y tú sabes que es verdad. Nunca he hecho nada que tú no hicieras.

Mick ya había dicho algo parecido sobre ella. Frances lo había negado. Y yo no había olvidado a qué se debía la sentencia de muerte de Tom. Debí de moverme. Tom dirigió la mirada hacia mí un instante antes de concentrarse de nuevo en Frances.

-¿No se lo has contado a nadie? -dijo-. Oh, vaya. Que el que esté libre de pecado tire la primera piedra.

Frances esbozó algo parecido a una sonrisa. Al igual que le ocurría a Tom, el gesto se debía, al menos en parte, a la tensión.

-Si hubiera empezado por lavar mis propios pecados, no habría podido hacerlo con los demás.

Tom resopló.

-Pero si te encantaba. Siempre pensaste que tenías derecho a gobernar el mundo. Creías que formar parte del comité que iba a reventarlo era lo que merecías, ni más ni menos. Querías darle una lección a esos bastardos que no habían tenido la sensatez de elegirte Diosa.

-Eso no es verdad. -Lo dijo sin acaloramiento, como si Tom se hubiera equivocado de verbo y estuviera corrigiéndolo. Pero el calor estaba allí, subyacente, tácito, una marea lenta de él-. Tuviste que mentirme para conseguir que te ayudara. Nunca tuviste la intención de chantajear al país, pero eso era lo que yo creía. Creía que estábamos trabajando por la paz. Puede que fuera criminalmente estúpida y estuviera tan ciega como un pez abisal, pero nunca creí que fuéramos a hacerlo de verdad.

-Joder, Franny, entonces debías de ser la única.

-Una solitaria hasta el final. -Su mano derecha temblaba de forma casi imperceptible.

-¿Será verdad? -Tom lanzó la pregunta al aire-. ¿Realmente era tan pura como la nieve recién caída, a pesar de que ejecutó la mitad de la puta secuencia de lanzamiento con sus propias manos?

-Se suponía que debíamos esperar hasta el último segundo para abortar -repuso Frances con la cara blanca. Parte de ello se debía sin duda a lo que Tom estaba haciéndole en la cabeza. Pero parecía una mujer reviviendo su peor pesadilla. Lo había hecho. Había vivido con ello todas estas décadas. Y se había dedicado a asegurarse de que la gente con la que compartía la culpa no siguiera viviendo. Con razón le había tenido miedo desde el principio.

-Yo diría que el jurado ha terminado de deliberar -dijo Tom-. Es una pena que no haya conseguido doce miembros, pero supongo que basta con uno, siempre que sea bueno. ¿Tú qué dices, Skin? ¿Culpable o inocente?

Entre las sombras del despacho de Albrecht, alguien se movió con paso vacilante hacia la puerta. Era Mick Skinner.

Frances dio un paso hacia él -no, se tambaleó, tratando de no perder el equilibrio- y se llevó la mano izquierda a la cara. La pistola tembló en su mano y cayó. Cassidy, con una mirada de soslayo hacia Tom, se movió hacia ella. Pero entonces la mano que había tapado el rostro de Frances cayó y dejó ver la negrura de los ojos y los dientes apretados. El extremo del silenciador apuntó a Cassidy. Oí que Dana contenía el aliento pero Cassidy retrocedió un paso.

Tom había utilizado a Mick, la sorpresa de su aparición, para romper la concentración de Frances. A continuación había atacado con la fuerza suficiente como para arrebatarle por un momento el control de su propia musculatura. Pero ahora Frances había recobrado un frágil control y Tom estaba relajado por vez primera desde que irrumpiera en la habitación. Había golpeado y la había soltado. Era un gesto de triunfo y desprecio.

Mick tenía el aspecto de alguien que ha soportado la embestida de un desastre natural. Sus pulcras trenzas estaban sueltas, tenía el pelo pegado a la frente y a la mandíbula por el sudor y sus rasgos de líneas claras estaban ahora arrugados por la fatiga y las emociones. El pecho de la camiseta que llevaba estaba salpicado de sudor. Debía de haber llegado desde la isla a pie, corriendo. Obedeciendo las órdenes de Tom. Sus puños se abrían y cerraban a ambos lados del cuerpo.

-Culpable -dijo en voz baja, mirando a Frances. Y, como un eco de sus propias palabras-. Mi familia vivía en Galveston.

-Iba a decírtelo -dijo Frances. Sus ojos lo miraban. Hablaba con voz baja y temblorosa-. Con mis actos, si no con palabras. Puedes hacerme todos los reproches que quieras, pero nunca serán tantos como los que yo me he hecho. A fin de cuentas, he tenido más tiempo. Pero ¿qué me dices de ti? ¿No tienes nada que reprocharte?

-Mereces morir -replicó Mick con voz estrangulada.

-Lo mismo que tu amigo, aquí presente. No te metas. No avisaste a Tom de mi llegada por afán de justicia. Jesús, ojalá lo hubieras hecho. De ser así, no habrías permitido que estos civiles sufrieran las consecuencias. Además, Tom no te había dicho que yo fui uno de los responsables del Bang, ¿verdad? Quería que me incriminara sola. Sabía que así te haría más daño. Así que, ¿por qué le dijiste que veníamos? ¿Qué idea superior te ha obligado a advertir a la serpiente de la llegada del escorpión?

Mick guardó silencio.

-¿O no fue por ninguna idea? -Bajó la voz-. Puedes alejarte de él, Mick. Ahora mismo. Puedo contenerlo el tiempo necesario. Coge a Gorrión y largaos de aquí. No puede hacerte nada. Si te ha dicho lo contrario, era mentira.

-Para ti es fácil decir eso -intervino Tom con voz alegre-. La experiencia del viejo Skin dice otra cosa.

-Lo he intentado -dijo Mick-. Envió a Myra y a Dusty a por mí. Dejé mi cuerpo y monté en Gorrión, creyendo que así podría permanecer escondido hasta que las cosas se enfriaran. Pero me encontraron. Logré despistarlos, pero creo que fue porque me dejaron. Puede encontrarme siempre que quiera, Fran, y ahora también a Gorrión.

-No -dijo Frances, y en su voz había la misma tristeza que cuando le había dicho a Dusty, «tengo una memoria muy buena»-. Solo te tiene bajo su influjo. Y cuanto más tiempo te quedes a su lado y más trabajos sucios hagas para él, más fuerte se hará.

Pero yo, sin poder evitarlo, había levantado la mirada hacia Tom.

-Es cierto -me dijo este-. La primera vez que envié a mis chicos, te salvaste gracias a Mick. Te aseguro que Mick y ellos no se tienen demasiado cariño. La segunda vez fue cosa de Franny. Pero entre las dos, fui yo quien envió a Mick.

Mick, en los archivos, diciendo «he venido a buscar mi chaqueta».

-Bastardo, eso no es cierto -dijo Mick-. No me enviaste tú.

-La cosa se torció un poco -dijo Tom como si Mick no hubiese hablado-. Aunque al final fue para bien. Hasta ahora, nunca había conseguido introducir a nadie en esa puta isla.

Esta vez Mick no protestó.

-Dios mío -suspiró Frances-. ¿Es que no te oyes? Hablas como el Implacable Ming, contándole tu plan genial al héroe prisionero.

Puso cara de sorpresa.

-¿Quién dice que tú eres el héroe?

-Yo. ¿Cómo puedes ser tan insignificante, Tom O’Bedlam? ¿Cómo puedes haber vivido tanto tiempo y seguir siendo tan insignificante?

-Gobierno una ciudad -repuso él con una mueca-. Tú no eres más que una pequeña asesina.

Sus palabras parecieron ofenderla.

-Yo busco venganza para todo el hemisferio occidental. Creo que eso es grandioso.

Tom se apoyó en los cojines del sofá y sonrió.

-Joder, Franny, te he echado de menos. Yo sí te habría elegido Diosa.

-No empieces -dijo Frances en voz baja.

-No pierdo nada por preguntar. Hay suficiente para los dos. – También él había empezado a hablar en voz baja. Albrecht, que estaba sirviéndose otro trago, hizo un pequeño ruido y se volvió-. Fran, te conozco. Te conozco mejor que nadie. Sé que Skin cree que es importante para ti, pero no es más que tu perrillo faldero. -Esto hizo que Mick se encogiera y mirara a Frances-. Podría volver a ser como en los viejos tiempos. Sé lo que quieres, Franny.

Su voz y su rostro habían adquirido una dulzura sorprendente. Frances lo observaba gravemente, con la línea de sus oscuras cejas recta y los labios apretados. La lucha mental había terminado. Aquella era la limpia e insidiosa presión de las palabras y el pasado mutuo.

El resto de nosotros permanecimos en silencio, sentados o de pie, mientras nuestro futuro se decidía por nosotros. Había visto la expresión de Albrecht cuando Tom había ofrecido la mitad de su ciudad como dote. Había visto la cara de Mick. Mick, que pocas horas antes había hecho el amor con Frances. La expresión de Cassidy era de ciega e interminable desesperación, la mirada de un hombre que no cree que las cosas vayan a mejorar nunca. Y Dana, a mi lado, parecía una estatua de hielo. No había levantado los ojos de la mesa china desde que la pistola de Frances apuntara a Cassidy. No había una sola gota de sangre bajo su tenue bronceado y sus dedos retorcían la seda de su traje sobre sus rodillas.

Chango, ¿iba a dejarme llevar al matadero en silencio? Era mi equipo el que tenía la pistola. Si es que mi equipo seguía siendo mi equipo. Quería salir de allí. Frances quería… algo.

-No lo entiendo -dije con un tono lo más despreocupado posible. No sabía muy bien lo que pretendía conseguir, aparte de un cambio de tema-. ¿Por qué me habéis metido en esto?

Tom se aproximó lentamente al otro sofá y se sentó. Ahora estaba en ángulo recto con respecto a mí y su rodilla derecha me rozaba la izquierda. Una sonrisa fue apareciendo en su cara, paso a paso.

-Porque Mick me habló de ti. ¿Te han contado Frances y él lo bien que lo pasábamos antes? Tenía ganas de probarte.

-Prueba esto -dijo Frances con calma. Levantó la pistola con las dos manos y se preparó para disparar. El silenciador tenía un ojo negro perfectamente redondo que miró los míos.

Quise gritar. En lugar de hacerlo, me moví. Antes de saber siquiera lo que eso significaba, me vi rodando por detrás del sofá y abalanzándome hacia la puerta protegida por Cassidy. La pistola emitió un sonido feo, apagado.

Cassidy llegó primero a la puerta… y la abrió de par en par. «¡Vete!», se dibujó en sus labios. Su rostro demacrado estaba retorcido de angustia, como el de un hombre frente a la medusa. Tenía que llevármelo conmigo. De lo contrario, Tom Worecksi lo disecaría vivo y él lo sabía. Lo cogí por el brazo al llegar a la puerta.

El miembro se convirtió en una serpiente, fuerte y hostil. No, seguía siendo un brazo, pero retorció el mío y le dio un tirón que hizo que me ardiera la articulación. El otro me atenazó la mandíbula. Oí una risilla junto a mi oído.

No podía verlo, pero sí parte de la habitación que acababa de abandonar. Frances seguía allí, sin apuntarnos del todo con la pistola y con una expresión pareja a la de Cassidy. Dana, acurrucada en el sofá, nos miraba con los ojos muy abiertos. Albrecht se había pegado a la pared y se tapaba la cara con las manos. Mick seguía junto a la puerta de la oficina, con un brazo extendido, como si pudiera impedir lo que estaba sucediendo. Y Tom estaba sentado, vacío, en el sofá.

Vacío.

La voz de Cassidy dijo, junto a mi cabeza:

-Ya te lo dije, Franny. Podría partirle el cuello al chico. ¿Quieres verlo? -Entonces inhaló entre dientes, como si algo lo hubiera golpeado.

Traté de soltarme pero solo conseguí hacerme daño. Aun así, no dejé de intentarlo. Si hubiera podido arrancarme el brazo por el que me sujetaba, lo habría hecho.

-Dices que sabes lo que quiero -dijo Frances con voz vacía, como si hubiera enviado las palabras a sus labios sin instrucciones referentes al tono-. Después de todo este tiempo, de toda esta vida demasiado larga e indulgente, solo quiero una cosa. Y lo más antinatural de toda la creación de Dios es que pueda estar aquí, con una pistola en la mano, y a pesar de todo se me niegue esa única cosa.

Los ojos de Frances eran redondos y negros como la pez, como si las pupilas se hubieran tragado el iris. No creo que pudiera vernos. Pensé que debía de estar recorriendo un paisaje desierto de pesadilla en el interior de su cabeza, donde convergería sobre Tom Worecksi con toda su mente consciente, su inteligencia y su poderosa voluntad. El cuerpo de Cassidy seguía inmóvil, rígido como una piedra. También Tom caminaba por aquel paisaje. El cañón de la pistola se movía de un lado a otro y volví a ver la boca del silenciador.

Creo que no oí el arma. Habría sido algo dramático, pero, por muy dramático que fuera el momento, no creo que incluyera aquel detalle. No, no oí, vi ni sentí nada. Perdí el sentido…

… y lo recobré a cuatro patas, mientras la voz de Tom atronaba en la habitación:

-¿Qué es eso? ¿Qué coño es eso?

-¿Cass? -dijo la voz de Dana, débil, desde el mismo sitio. Y entonces, con más fuerza-. ¿Cass?

Sentí algo raro en la camisa, a la altura del hombro y de la espalda. Se me pegó a la piel. Volví la cabeza y me encontré con el brillo de la sangre debajo de la barbilla. No podía respirar. Tenía miedo de mirar atrás.

-¡Cassidy! -gritó Dana finalmente. Cruzó la alfombra tambaleándose y cayó de rodillas junto a él. Junto a su cuerpo, a mi lado. Había que saber con antelación que era Cassidy para reconocerlo. Me estremecí, una, dos veces, y entonces comprendí que no iba a parar.

-Bastardos -dijo Dana con voz entrecortada-. ¡Putos bastardos!

-¿Quieres intentarlo de nuevo, Franny? -dijo Tom desde el sofá con voz áspera-. ¿Quieres comprobar cuántos civiles eres capaz de liquidar antes de que me canse y te saque las tripas por la boca?

Frances se detuvo frente a mí, con laspiernas separadas y apuntando con la pistola al suelo. Miraba a Tom como si sus ojos no pudieran volver a moverse.

-Déjala, Tom -dijo Mick con voz casi inaudible. Puede que si hubiera levantado más la voz hubiera perdido el control-. Déjalos a los dos. Ya has demostrado que podías vencerla. No puede detenerte. Deja que se vayan.

-¿Qué coño es esta cosa, Mick? Tú la has montado. No me habías dicho nada.

-… es un cheval.

-¡Y una mierda! Pero si notienen cerebro.

Me puse lentamente en pie. Dana estaba en cuclillas junto al cuerpo de Cassidy, llorando: grandes sollozos temblorosos sin el menor atisbo de consciencia. Se tapaba la cara con las manos. Ahora que no había nadie para sentirlo, no lo tocaba.

Mick exhaló un suspiro tembloroso.

-Es una larga historia, Tom. Por favor, deja que se vayan. Te lo contaré todo. No te interesan para nada.

-¿Ah, no? ¿Es una historia muy larga, Skin? -Sacudió la cabeza en dirección a Frances-. Ve a quitarle la pistola.

Mick se aproximó lentamente, temblando. Creo que esperaba que Frances le disparara. Pero ella se limitó a mirarlo fijamente, con el arma aferrada con ambas manos. Entonces le quitó el cargador y se la entregó a Mick. Tom se echó a reír.

-Muy bien. Y ahora, la cosa va a ser así: Skinner va a contarme esa historia tan larga. Entonces decidiré lo que hago con vosotros e iré a buscaros. ¿Tú qué piensas, Skin? ¿Quince minutos? ¿Es tan larga tu historia? -Echó la cabeza atrás y se rió-. Jesús, Skin, si Scherezade llega a tener esa cara, su viejo la habría liquidado la primera noche.

Entonces se volvió hacia Frances y hacia mí. No parecía un hombre que acababa de reír a carcajadas.

-¿Habéis visto alguna vez a un conejo cuando lo atrapa un perro? Corred, conejitos. Estaré justo detrás de vosotros.

7.1: uno recibe lo que paga

De haber sabido que Tom era, al menos en esto, totalmente sincero, habríamos cogido el ascensor.

Pero lo que hicimos fue correr, tal como nos había ordenado. Nos lanzamos por la escalera de incendios en la oscuridad casi total de las luces de emergencia y el calor reconcentrado del día pasado. Al principio parábamos en los descansillos, esperando una emboscada o el sonido de un disparo. Dejamos de hacerlo después de doce pisos. A fin de cuentas, ¿de qué nos serviría? ¿Para tener la ocasión de devolver el fuego? ¿Con qué? Pero la tensión sobre nuestros nervios era tan grande como sobre nuestras piernas y pulmones.

Cuando llegamos al primer piso, estábamos sudando. Frances había estado dos veces a punto de caerse. Se apoyó en la puerta que había al final de las escaleras, con la cabeza atrás, inhalando y exhalando atropelladamente.

-Lo siento -dijo-. Quería decírtelo mientras tuviera laoportunidad.

-Da igual. -Y la verdad es que era así. Había matado a… ¿mi amigo? No lo sabía, no podía asegurarlo, desconocía lo que era un amigo. Podría haberle preguntado a él si éramos amigos de no ser porque… Pero ella no era responsable: los gatos matan pájaros y las serpientes de cascabel muerden, es su naturaleza. Ella había dicho que solo quería una cosa en el mundo. Me pregunté si ahora querría algo.

-¿Qué hay ahí fuera? -preguntó-. ¿Debería prepararme para algo raro?

-No lo sé. Puede que no. Es el Salón de los Cristales Rotos.

Un fino chorro de carcajadas.

-La Corte de Cristal. ¿Qué le pasó?

-No lo sé -volví a decir-. El primer piso está totalmente vacío, con la excepción de la mesa del guardia. Creo que la estructura se ha dejado como una especie de tierra de nadie. Estaremos expuestos cuando la crucemos.

-Bueno, al menos eso será un cambio. Vamos allá.

Salimos rápidamente de la escalera. Yo iba delante porque sabía dónde estaba la puerta. Frances sabía dónde debía estar. Unos círculos de luz débil se confundían entre los azulejos rotos del suelo y los fragmentos de cristal y plástico, y se colaban por los huecos de lo que en el pasado habían sido escaparates, cubiertos por los restos quebrados de las cristaleras. En el centro de la sala se levantaban los restos ruinosos de una escalera mecánica que se había soltado del balcón del segundo piso y había quedado apoyada sobre el suelo como la columna vertebral de un dinosaurio de metal. Yo tenía un fragmento mal conservado de un antiguo programa de televisión en el que se veía aquel espacio lleno de gente y la escalera subiendo y subiendo. Lo había visto una vez y nunca más.

El suelo crujía y tintineaba bajo mis pies mientras corría, ruidoso como una sirena. Oía a Frances detrás de mí; pero, de repente, dejé de oírla. Había resbalado y caído de rodillas. Me detuve, volví, la cogí del brazo, la obligué a levantarse y me la llevé. Logró ponerse en pie justo antes de que tuviera que arrastrarla.

Dos disparos, pensaba mientras la puerta se iba acercando. Uno para ella y otro para mí. Voy a oírlos en cualquier momento. Ya se ha divertido suficiente. Entonces cruzamos la puerta y nos encontramos con un aire cálido y húmedo que olía a comida y vapores de alcohol, sudor y humo de cocina, nada que ver con las habitaciones del último piso de Ego. El triciclo seguía allí.

-Es una locura -dijo Frances mientras sus manos temblorosas trataban de abrir la cerradura-. En cuanto arranquemos, nos perderá de vista. No puede… Oh, Dios. -Se frotó la cara con las dos manos. Los dedos le pintaron las mejillas con pequeños regueros de sangre. Debía de haberse cortado al caer al suelo en el Salón de los Cristales Rotos-. Pues claro: a Tom no le importa un pimiento que desaparezcamos. No podemos hacerle ningún daño. ¿Por qué debería importarle que escapemos? Ahora mismo debe de estar riéndose con ganas.

Me ayudó a subir a la parte de atrás y ocupó el asiento del conductor. Al margen de lo que pensara que Tom estaba haciendo en aquel momento, no se movía con menos rapidez. En cuanto a mí, la ciega fuerza que me había sacado de Ego se agotó en cuanto la capota del triciclo se cerró sobre mi cabeza. Un temblor recorría mi cuerpo a oleadasy para no pensar en Cassidy tuve que dejar de pensar por completo.

Dios, ni siquiera había tenido una última línea decente. No había tenido última línea punto. Ya no habría más acciones confiadas, sencillas, mal concebidas; ni momentos escasos en los que aquella notable mente asomaría por una abertura de los vapores del alcohol. Aquella notable mente estaba ahora pegada a la pared de Ego…

Deja de pensar.

Y luego estaba Dana, que seguía viva, todavía allí, que podía acabar por envidiar a Cassidy, porque nadie puede permanecer para siempre en el lado bueno de un loco. Y cuando se encontrara hundida hasta las rodillas en la pesadilla, ¿quién podría sacarla de allí? ¿Qué amigos le quedaban…?

Basta.

El triciclo se había puesto en marcha. Los edificios pasaban sobre nosotros. Frances tenía los hombros alzados, como si estuviera esquivando algo. Al cruzar una intersección vi que unos faros se encendían detrás de nosotros y nos seguían.

-Dios te salve María *-escupió Frances-. Dime que es una coincidencia.

Giró y giró y cogió un peligroso atajo por los restos del aparcamiento cubierto de un viejo hotel. Salimos casi volando a la calle y doblamos la esquina. Algunas calles después, los faros volvían a estar detrás de nosotros.

A la tercera vez, nos habíamos desviado al sur hasta llegar al Palacio de Exposiciones. Frances ganó un pequeño respiro acelerando por la rampa de salida de una autopista -el encargado del peaje nos vio venir y salió corriendo de la garita- y, con un derrape, atajando por la hierba alta del terraplén y saliendo a la calle. No pude entender lo que decía por culpa del ruido del motor, pero su tono transmitía furia y pánico a partes iguales.

Más adelante, la oscura silueta de Ego se alzaba sobre sus torres gemelas, coronada por un anillo de luz y con las dos antenas elevándose desde el tejado como dos cuernos…

-¡Radio!

-¿Qué? -gritó Frances.

-¡Tienen radio! Son los únicos porque nadie puede permitirse la energía que necesita un transmisor. ¡Pero Albrecht controla las emisoras comerciales! Algunos vigías con binoculares, conectados a un punto central, más los receptores en los coches…

-Oh, Dios -gimió-. Empezaba a acostumbrarme a que la civilización hubiese muerto. Supongo que no sabrás cómo interferir su señal.

-Claro. Con un buen pulso electromagnético… ¿Tienes una bomba nuclear? -dije con innecesaria fuerza.

-Muchas gracias.

-Bastaría con transmitir en su misma frecuencia, pero tendría que saber su vataje y la altitud de la antena. No hay nada que hacer.

-Y con este tráfico no puedo despistarlos -dijo Frances amargamente, señalando las calles vacías que nos rodeaban.

-No -respondí lentamente, porque no sabía si había tenido una buena idea-. Pero si puedes mantenerlos a raya el tiempo suficiente para llegar a la Feria Nocturna, apuesto a que allí no pueden seguirnos.

Pasó un momento. Entonces dijo:

-Y a partir de allí puedo coger la vieja I-394 y dejarlos atrás.

Pensar en otra cosa era tan bueno como no pensar en nada. Solo tenía que asegurarme de que no se me acabaran las otras cosas en las que pensar.

-¿Cómo andamos de suelto?

No respondió. Estaba ocupada en una pequeña maniobra mareante. Pero, a juzgar por la calidad de su no-respuesta, debía de ser una pregunta muy estúpida.

Así que añadí:

-Gastos de rutina. Quiero parar en mi casa para coger un par de cosas.

-Te dejaré mi cepillo de dientes.

-¿Y me dejarás tu CD de Sargent Pepper intacto?

-Ajá. Gracias por iluminarme. Pero, ¿cómo impedimos que nos encuentren entre aquí y la Feria Nocturna, oh sabio Salomón?

-Los garajes subterráneos -respondí.

Hizo un giro de 180 grados en las mismas narices del guardabarros del vehículo que nos perseguía en aquel momento y aprovechó un segundo de respiro para lanzarme una mirada.

-Me asombras. Pero antes tenemos que amputar. Reza para que no haya perdido la memoria.

No entendí lo que quería decir hasta que lo hizo. Giró bruscamente y entró, sin frenar, en un garaje que se abría entre dos edificios de apartamentos… solo que no era un garaje. Era una callejuela lo bastante amplia para que pasaran dos personas juntas, una o más bicicletas o el triciclo. Pero no el coche que nos pisaba los talones, cuyo conductor debía de haber visto la antigua entrada de coches y había dado por supuesto que era lo que parecía ser. El estrépito fue espantoso.

Frances apagó los faros y recorrió el equivalente a dos manzanas de callejuelas sinuosas.

-Bien -dijo-. Seguía ahí.

-¿No lo sabías?

-No estaba segura. ¿Por cuál de las rampas quieres que entremos?

Me arranqué de los pensamientos la muerte de la que acabábamos de librarnos y me puse a ejercer de copiloto.

Atravesamos las Profundidades pasando de las raíces de una torre a la siguiente. Entre torre y torre, cuando teníamos que cruzar alguna calle, poníamos el motor en punto muerto y nos dejábamos llevar. En una ocasión, bajo el edificio de la familia Dayton, tropezamos con una fiesta, una mezcolanza de niños de la noche y basura de las calles que bailaban, bebían y ligaban bajo las luces y los techos bajos de hormigón. Se dispersaron al vernos y pasamos entre ellos como una aguja por un pedazo de arpillera. El grupo ni siquiera dejó de tocar.

Finalmente, salimos a la superficie frente a una de las puertas de la Feria Nocturna, la misma a la que me había llevado el primer día. Frances paró el vehículo a la sombra de un saledizo y estudió la calle. No estaba vacía. La Feria no había terminado aún de expulsar las sobras.

-Cuidado -dijo. A sí misma, creo-. A estas alturas deben de estar frenéticos. Ya le habrán dicho que nos han perdido y él…

-¿Qué? -pregunté.

-Tenemos que salir de aquí, en serio -dijo sin más-. Porque si no lo hacemos, meterá una caña con la mejor carnada que sea capaz de encontrar y empezará a moverla. Como, por ejemplo, nuestros amigos.

Abrí la boca para decirle que no tenía la menor intención de cambiar mi vida por la de Dana y volví a cerrarla. Supongo que lo habría dicho de haber sabido con certeza que era cierto o que no lo era. Pero lo único que dije fue:

-Mick nos ha vendido.

-Bueno, acuérdate de todo lo que le he dicho. Seguro que él lo hace. «Y ahora, soldados, marchemos…»

Encendió el triciclo y cruzamos la calle con el máximo sigilo que permitía el motor.

En la Feria reinaba la conmoción y el grado de frenesí que era posible alcanzar en el transcurso de una noche. Nunca me había preguntado cómo era posible que me sintiera tan bien allí y tan mal en un grupo de cuatro personas. La respuesta, ahora que lo pensaba, era obvia. Las calles y los puestos de la Feria Nocturna eran lo opuesto a la intimidad. Formar parte de un grupo de cuatro era ser un punto focal. Formar parte de un centenar era como ser un grano de arena en la playa.

-¿Es siempre así? -preguntó Frances, sorteando por poco un camión de agua.

-Oh, sí… -pero no lo era. La densidad de gente era la misma pero las corrientes galvánicas que la atravesaban, el ruido de las voces, la intensidad del movimiento, todo esto era diferente. Ahora decían, «alerta, alerta, algo necesita su atención, fallo del sistema».

Tanto Mick como Dana sabían dónde estaba mi apartamento. Y Mick sabía lo que contenía.

-Aprisa -dije.

Frances me miró. Sea lo que sea lo que vio, bastó para convertir su vehículo en un instrumento del caos.

No pudimos acercarnos a más de media manzana de mi edificio. No hizo falta. El último piso era una antorcha que posiblemente pudiera verse desde la isla.

Abrí la capota de una patada y salí a las abarrotadas calles pasando por encima de Frances antes de que pudiera detenerme. Fue tras de mí y me alcanzó. Luché con ella y chillé hasta que, con fuerza y una economía de movimientos fruto de la experiencia, me propinó un puñetazo en el estómago. Me retorcí y caí al pavimento en medio del pequeño claro que habían formado los curiosos. Mi propio desastre personal. ¿Se habían parado a pensar los responsables en las personas que vivían allí? El viejo que cantaba tan mal, la gente que cenaba coliflor… ¿estaban todos muertos? Pero es que tenía que ser un incendio. Lo único que podía dañar los archivos era el fuego.

Me faltaba el aire e inhalé una mezcla de humo, chispas y cenizas flotantes. El fuego era ruidoso, más ruidoso que la multitud. Hubo un crujido explosivo y alguien que había sobre mí dijo:

-¡Ahí va una viga! -y las voces y comentarios que se elevaron por todas partes me confirmaron que el último piso se había desplomado. Levanté la mirada… y vi, medio tapada por la gente que me rodeaba, una cabeza de cabello revuelto, teñido de rosa claro a la luz del fuego. La multitud se movió: lo vi de cuerpo entero por un momento, con su traje gris y sus gafas de espejo, sonriendo a las llamas como un ángel ciego. Su compañera también sonreía, mientras, con aire ausente, le pasaba los dedos por el vello de la nuca. Dusty y Myra Kincaid. Saciados, al menos de momento, de crueldad.

Frances me cogió por el codo, me obligó a ponerme en pie y regresamos a trancas y barrancas al triciclo. Me aferré a él cuando lo encontré bajo mis manos. Había dos camiones bomba en la calle y sus dotaciones se afanaban como galeotes, pero el agua que expulsaban las mangueras solo alcanzaban el cuarto piso. Si el fuego seguía su curso actual, pronto llegaría a la azotea. Frances me pasó un brazo alrededor del hombro. Me aparté.

-Vale -dijo-. Lo olvidaba. Pensé que esta vez… ¿Puedes ponerte en pie?

Podía. Lo había dicho con voz templada, así que, al levantar la mirada hacia ella, que se encontraba junto al vehículo, me sorprendió ver que una fina línea de lágrimas atravesaba la mugre y el hollín de cada una de sus mejillas. Me llevé los dedos a la cara para comprobar si estaba húmeda, si era algo que estaba cayendo del cielo en lugar de lágrimas, pues, ¿por qué iba a llorar Frances por aquello? Pero tenía la cara seca. Es lógico. El fuego evapora el agua. El interior de mi cabeza estaba seco y en silencio.

Me dijo varias cosas mientras volvíamos a subir al triciclo: que estarían buscándonos y que teníamos que irnos ahora mismo si queríamos escapar. Sonaba sensato. No sé si esperaba una respuesta.

Lo siguiente que dijo fue un comentario escatológico.

-Un bloqueo de carreteras -añadió. Vi que estábamos bastante lejos de la Feria Nocturna, y que tenía razón. Y que no era el único.

Un tiempo después, estábamos aparcados en un sitio oscuro. Frances estaba sentada en el asiento del conductor como si hubiese recibido un balazo en las tripas y tenía los brazos alrededor del torso.

-Mientras nosotros corríamos por las calles como iconos de un videojuego, él ha clausurado la ciudad -dijo. Su voz era una caricatura de la que yo conocía-. Quizá podríamos salir a pie. Es posible, pero no llegaríamos muy lejos. Dios mío, Dios mío, ¿por qué no dejaste que lo matara? -Entonces se sacudió y se puso derecha-. Ya basta. Bueno, Horacio, necesito otra idea. -Volvió la cabeza.

Quería que yo pensara. Sacudí la cabeza para decirle que no podía, que la causa, el efecto y su manipulación me estaban vedados en aquel momento porque formaban parte del transcurso del tiempo y ese era un lugar al que no quería ir. Puede que ella pensase que no se me había ocurrido ninguna idea. Para el caso, lo mismo daba.

Permaneció allí sentada, inmóvil, largo rato. Entonces encendió el triciclo.

-Hay que volver a la isla, si podemos. Tal vez China Black nos entierre en el sótano un año y un día, o el tiempo que haga falta para que Tom encuentre una distracción que no seamos nosotros.

Ignoro por qué no había ordenado Worecksi que levantaran el puente. Puede que alguna propiedad de la isla lo impidiera. O puede que hubiera puesto un control en la sección que conectaba la isla a la otra orilla, donde no habría sitio al que huir ni forma de escapar. Pero cuando llegamos al otro extremo del puente, la salida estaba expedita. Frances condujo muy despacio, moviendo la cabeza de un lado a otro, hasta que finalmente dijo:

-Allí -y giró. O había alguien esperándonos, o ella había encontrado la calle por pura fuerza de voluntad.

La puerta de China Black parecía diferente en la oscuridad, los viejos tablones más altos, más pegados unos a otros, más imponentes. Frances avanzó otros veinte metros, maldijo y dio marcha atrás. La puerta no se abrió cuando paramos delante. Frances dejó el motor en punto muerto y salió del vehículo, llamó a la puerta y luego la aporreó. No hubo respuesta.

Se apartó un paso de la puerta y se dirigió a ella en una voz clara y firme, tan brillante como el cromo pulido:

-Entiendo vuestras reservas: yo tampoco querría estar cerca del idiota con el palo después de que hubiese golpeado el avispero. Pero al menos podríais tener la decencia de haceros cargo de una de las víctimas.

Funcionó como un sortilegio. Tras un instante, la hoja izquierda de la puerta se abrió lentamente hacia dentro. Fue la propia China Black quien la abrió. Sus cejas reflejaban las luces cuando miró a Frances. Entonces cruzó la puerta y la cerró tras de sí. La prenda negra de cuello alto que llevaba, decidí, era una túnica.

Llegó junto al triciclo en pocos pasos y me miró.

-¿Te han herido? -Alargó una mano hacia mi hombro.

Claro. La sangre. Había olvidado que llevaba los colores de Cassidy sobre la camisa.

El desapasionado y cínico observador que gobernaba mi cabeza no estaba al mando de mi cuerpo. Me sorprendí tanto como cualquiera de los presentes al ver que me apartaba de ella bruscamente, me encogía en el asiento del copiloto y me llevaba las manos a la cara como si quisiera bloquear todos los sentidos que se originaban allí.

-No -dijo Frances y sentí que China Black apartaba la mano-. No es de e… La sangre no es de Gorrión. Pero sí, es la víctima. Lo único que quiero es salir de la ciudad, o un sitio para refugiarme hasta que se calme el embrollo que he organizado.

La estúpida reacción física había pasado ya.

-No tendrías tantos problemas -murmuré mientras me enderezaba con cuidado- si no hablaras de mí en tercera persona.

Pero China Black ya estaba sacudiendo la cabeza.

-No puedo. La isla solo es segura porque a él no le interesa. No tenemos defensa contra la fuerza que podría desencadenar contra nosotros. Somos muy pocos y ese no es nuestro campo. Aquí no podemos protegeros. Lo único que haríamos sería morir a vuestro lado. Y, perdóname por decir esto, pero no es nuestra guerra.

Frances levantó la barbilla.

-Según parece, las noticias viajan deprisa. Pensé que ya no quedaban teléfonos en los coches.

-Los rumores viajan deprisa. El hecho de que estés aquí, desesperada, los confirma, ¿no?

-¿Puedes al menos ayudarnos a salir?

Otra negativa.

-No sé lo bastante. Lo siento. Tened cuidado con el río. Podrían atraparos en las antiguas esclusas y compuertas y es posible que estén vigilando también los puentes. Pero si lográis escapar, hay un lugar al que podéis ir. -Nos dio la dirección como quien recita una lección: al sur, más al sur de lo que yo había estado desde que llegara a la ciudad por primera vez.

-No nos advertiste sobre Mick.

-No estaba segura hasta anoche, cuando descubrí que se había ido. Lo siento.

-¿Sherrea sigue aquí? ¿Y Theo? Me gustaría despedirme -dije.

Puede que fuera una estupidez, pero ninguna de ellas me miró como si lo fuera.

-Se han ido los dos -dijo China Black-. Ellos también están en peligro, porque los vieron contigo. Se marcharon poco después que tú.

-Claro. -No tenía nada más que decir.

Frances estaba muy tiesa, con una mano apoyada en el triciclo.

-Siento haber respondido así -le dijo a China Black-, cuando lo que tendría que haber hecho es darte las gracias por haberme acogido. Algún día, alguien librará a Tom y al resto del mundo de su miseria. Hasta puede que lo haga él mismo. Pero yo no tendré otra oportunidad.

-La vida está llena de segundas oportunidades -dijo China Black con severidad.

-No digo que no. Pero gracias, de todos modos. -Volvió a montar y cerró la capota detrás de sí. China Black retrocedió un paso cuando se encendió el motor. Frances la saludó con la mano y se alejó de allí.

El este estaba tiñéndose de blanco, un blanco lechoso. La luz iluminaba el puente mientras volvíamos a cruzarlo, en dirección al primer refugio que pudiéramos encontrar. Otro amanecer en compañía de Frances. Había pasado más tiempo consecutivo con ella que con Sherrea. No me parecía que eso, por sí solo, constituyera una amistad.

Esperaba que Sherrea estuviera sana y salva. Al menos ella lo había intentado. Me había dicho que cambiara la mala vida que llevaba hacía mucho… hacía días. Una eternidad. Que me olvidara de mí y sirviera a lo que me saliese al encuentro. Ya quedaba muy poco que olvidar. Pero sí algo, supongo, a lo que servir. ¿Cuántos días hacía de aquello? ¿Cinco? ¿Seis? La había llamado desde Del Corazón y había amenazado a Beano con… Sí, había sido…

-¿Qué día es hoy? -pregunté a Frances.

Una pausa.

-Jueves, creo. No, ya es mañana: viernes.

-Gira a la derecha en la siguiente calle.

Me miró un instante.

-¿Eso es una máquina de tomar decisiones?

-He tenido una idea. No, por ahí. Y ahora sigue recto.

Tras un trecho corto y lleno de cautela paramos en las sombras de la calle trasera de Del Corazón. Puede que fuera tarde. Pero no podía ser: eso sería cerrar la última puerta, la injusticia definitiva en un mundo injusto. Quince años de vida tirados, borrados de un plumazo. Si resultaba que llegaba quince minutos tarde para la única cosa generosa que había querido hacer en toda mi vida, sería más de lo que merecía. Tiré del cordel de la campanilla, esperé y volví a tirar.

La puerta se abrió de par en par y el marco protestó con un chirrido metálico. Beano estaba al otro lado, blanco como la leche diluida, ataviado con unos vaqueros ajustados y rotos y una camiseta que parecía morir de cansancio cruzando sus pectorales. Frunció el ceño al verme. Empezó a cerrar la puerta.

-No -dije con la voz rota-. Escucha primero el trato. Luego toma la decisión que quieras.

-¿Un trato? -preguntó Beano-. ¿O un chantaje?

-Un trato. ¿Podemos pasar?

Creo que no se había fijado en Frances hasta entonces.

-¿Quién es?

-Un paquete que quiero entregar.

-Cerrado con cinta aislante -dijo Frances sin demasiado entusiasmo-, y no con cuerda. A mí no me mires. No tengo ni la menor idea de lo que está pasando.

-¿Podemos pasar? -repetí.

Después de un momento, Beano dijo:

-Estoy ocupado.

-Lo sé. Por eso estoy aquí. -Y aguanté la mirada furibunda y teñida de rosa que me dirigió.

-Así que es un chantaje.

Sacudí la cabeza.

Creo que nos dejó pasar por genuina curiosidad. Nos llevó apresuradamente por las habitaciones traseras hasta la tienda, que olía a incienso viejo y nuevo. Frances se sentó, con el tobillo de una pierna apoyado en la rodilla de la otra, en la esquina de una mesa repleta de pantalones vaqueros. Habría sido una pose de despreocupación muy convincente si no la hubiera arruinado mirándome fijamente. Tras ella, colgado de un gancho, había algo hecho de hilo de seda, como la tela de una araña opulenta. Beano se colocó detrás del mostrador y se apoyó sobre él. Lo hizo para dejar claro cuál era mi posición. Estaba allí como suplicante. Mi oferta y yo íbamos a ser sometidos a juicio.

-¿Y bien? -dijo.

Por costumbre, y por un deseo inconsciente de que las cosas volvieran a la normalidad, empecé a pensar cómo pedirle lo que quería sin demostrar lo mucho que lo necesitaba o lo mucho que valía. Me detuve y me tragué todas las palabras que había preparado. No era el momento.

-Hemos cabreado al jefe de la ciudad -dije frente a la poco receptiva expresión de Beano, porque no creo que hubiese podido explicarle lo de Tom Worecksi-. Y tiene tantas ganas de pillarnos que se bebería el río si creyera que estamos en el fondo. Quiero comprar un billete para ella -señalé a Frances- hasta otro lado de los controles de carreteras, fuera de la ciudad.

-¿Y tú qué? -preguntó Frances con voz tensa.

-¿Y cómo esperas que lo haga? -preguntó Beano. Ambos ignoramos a Frances. Puede que no le gustara pero confiaba en que lo aceptase.

Aspiré hondo. Era posible que hubiera llegado tarde…

-En este mismo momento, en algún lugar cercano, hay gente descargando barriles de metanol que jamás han pasado por las manos de un recaudador. Como todos los viernes. Ella puede salir por el mismo camino que usan los barriles para entrar.

Beano estaba relajado cuando yo había empezado a hablar. Ya no lo estaba.

-¿O si no la ciudad se enterará de lo del metanol? La cosa no funciona así. La ciudad está ahí fuera. Tú sigues aquí. -Se puso derecho y, de repente, sus hombros y su pecho parecieron ocupar toda la pared.

-Ya te he dicho que no era ningún chantaje -repuse-. Si la sacas de la ciudad, te pagaré.

Su mirada se relajó. Su cabeza se inclinó hacia mí, ladeada, como un pájaro buscando insectos en la hierba.

-¿De veras? -dijo. Tenía los ojos inyectados en sangre y los párpados entrecerrados, como un vampiro después de un atracón.

Asentí, pero lo hice sin apartar la mirada, y eso era suficiente.

-Tengo una pregunta en espera -dijo Frances.

-Solo tú -le dije. Supongo que también debería haberla mirado a los ojos.

Respondió con voz templada:

-Y una mierda.

Podía mentirle. Podía decirle que tendríamos más posibilidades si nos separábamos, que podía encontrar una salida por mi cuenta, o un lugar para esconderme. Como toda buena mentira, contendría una parte de verdad. Sería más fácil sacar a una persona que a dos. Hacía falta menos espacio y menos gente a la que convencer. Así que podía decírselo. Ella podía tragárselo y marcharse sin rechistar.

-Vamos a hacerlo así -le dije.

-¿Por qué?

Maldita mujer. Era capaz de poner más ironía, más fuerza de voluntad, más amenazas y promesas y angustia personal en aquellas dos palabras que nadie que hubiera oído.

-Alguien tiene que quedarse. Yo no tengo nada que perder. Todo lo que tenía que ofrecer, todo aquello a lo que le había dedicado mi vida y mis sentimientos, ha desaparecido. Se acabó, he terminado con eso. Nunca debería haber empezado, eso ya lo sabes.

-Es tremendamente conmovedor, pero te dejas una cosa importante fuera: ¿por qué tiene que quedarse alguien?

Aspiré hondo.

-Porque alguien tiene que pagar.

Frances frunció el ceño. Entonces algo cambió en su cara, bajó de la mesa y se dirigió a Beano:

-El triciclo que hay aparcado atrás es mío. Lo he construido yo misma. Todo funciona. Está lleno de cacharros de antes del Bang que no encontrarás en otra parte y estoy dispuesta a apostar la vida a que funcionan. Vale un billete de salida para dos y mucho más. Te lo ofrezco como pago.

Beano le sonrió.

-Me alegro. Los chicos de los barriles también querrán algo. Pueden quedarse con el vehículo.

-Si no lo hubieras mencionado -le dije a Frances con exasperación-, puede que no hubiera pensado en él.

Frances se volvió hacia mí. Estaba pálida.

-No puedes hacerlo. No puedes.

-Por supuesto que sí. No es asunto tuyo. -Miré a Beano y le dije-: Un billete de salida para ella. ¿Hay trato o no?

-Voy a comprobarlo. -Se detuvo en el umbral de la puerta trasera y dijo-: No te vayas.

Cerró la puerta.

-Tú lo has convertido en asunto mío.

Mi mirada se posó en el sitio al que no había querido ir mientras Beano estaba en el cuarto: los estantes del expositor. El juego de agujas de hueso seguía allí.

-No, nada de eso. Ojalá hubiera mentido sobre eso.

-No pienso hacerlo.

-Joder, ni que me fueran a matar.

-¿Y no es así? -dijo, y me miró de tal modo que retrocedí un paso. De repente comprendí que ella no necesitaba que cambiara de idea. Podía obligarme. Podía salir de allí en mi cuerpo, cargada con el suyo debajo del brazo. Y si yo lo sabía, indudablemente ella también.

Así era. Lo vi en su cara. Entonces cerró los ojos y apretó los párpados. Se pasó los dedos sobre la nariz y la boca, se volvió y se hundió en las sombras que había junto a la entrada.

-Sería algo digno de Tom, ¿no? -dijo con voz afable-. Podría usar la fuerza para obligarte a hacer lo que quisiera.

-No saldríamos de la ciudad.

-Probablemente. Supongo que el resultado sería el mismo en ambos casos. Pero, ¿sabes? -dijo, bajó las manos y me miró con apenas un jirón de autocontrol-. Había olvidado cómo era Tom. Un mal retorcido que te atrae, que desvía la luz, que se declara el centro del universo y te declara a ti, que estás ahí, sufriendo, una impureza… No, no es así. Dicho así parece algo exclusivo de Tom. No sabía si había cambiado, Gorrión, porque no tenía a uno de los míos para medirme. -Se detuvo. No sé si se obligó a hacerlo o no pudo obligarse a continuar.

Tuve que intentarlo tres veces para poder decir algo.

-Así que puede que no tires la toalla, después de todo.

El silencio duró cuatro latidos. Los conté.

-Ah. No esperaba que te dieras cuenta.

-Cualquiera que estuviera prestando atención se habría dado cuenta de que has estado liquidando a todos los Jinetes que ayudaron a apretar el botón. Llevas toda la noche dejando pistas.

Exhaló un suspiro irregular que podría haber sido una carcajada.

-Y estabas allí cuando le dije a China Black que había tenido que dejar a uno vivo.

-Sí, pero creo que escogiste al que no debías.

Salió de nuevo a la luz y se detuvo a un brazo de distancia. Yo me quedé donde estaba.

-¿Es esta -dijo- tu forma de intentar que reconsidere mi decisión?

La conversación era demasiado intensa y llevaba siéndolo mucho tiempo. No podía más.

-Sí. No. No lo sé.

Beano abrió la puerta trasera de la tienda.

-Están de acuerdo -dijo-. Trato hecho.

Ya sabía que iba a ser así. Sabía que Beano los convencería.

-Estupendo -le dije-. En cuanto ella esté fuera, recibirás tu pago.

Beano frunció el ceño al oír esto, pero lo miré con cara de pocos amigos y finalmente se encogió de hombros.

Frances levantó las manos y las dejó caer.

-No será fácil vivir con esto que me pides -dijo, de nuevo con duda en la voz.

-Tienes mucha práctica -le recordé-. Sobrevivirás. -Y me dirigí al último cuarto de la trastienda para esperar.

La ciudad se levantaba sobre una red de túneles de mantenimiento, varios de los cuales databan de principios del pasado siglo. Algunos de ellos se habían utilizado para almacenar residuos radiactivos durante los años en los que esta política parecía una buena idea. Otros se usaban como corredores para las conducciones de vapor y el tendido eléctrico. En total, junto con los desvíos que sorteaban las secciones colapsadas y bloqueadas, se extendían desde la Feria Nocturna hasta el río. Por allí entraba el alcohol y por allí saldría Frances, hasta el río y una embarcación con una cubierta falsa. Normalmente los contrabandistas hacían el viaje de regreso con la bodega llena de mercancías legales e ilegales. Frances supondría un recorte en su margen de beneficios. El triciclo lo compensaría.

Todo esto me lo contó Beano al llegar al cuarto de atrás, con un pedazo de papel doblado y lacrado en la mano. Yo había asistido al paso del día a través del ventanal que había sobre el dintel de la puerta trasera. El cristal se había teñido de un blanco cegador y el aire se había vuelto caliente e inmóvil. Seguía haciendo calor, pero la luz del ventanal estaba extinguiéndose. Beano me dio el papel.

El lacre tenía la impresión de un pulgar, y las letras «FR» trazadas con una uña. Pasé un momento de confusión hasta que recordé que el apellido de Frances empezaba por «R». Rompí el lacre.

La letra del mensaje era pequeña y angulosa y la tinta, muy negra. Rezaba:

¿Qué colinas, qué colinas son esas, amor mío,

esas colinas tan hermosas y altas?

Esas son las colinas del cielo, amor mío.

Pero no para ti y para mí,

Ni tampoco las otras. Al menos, aún no.

frances

Era una firma más característica que las iniciales y la huella del pulgar. Estrujé el papel y se lo di a Beano.

-Será mejor que quemes esto. Si se enteran de que ha estado aquí, no vivirás para ver cómo acaba la historia.

Tomó mis palabras al pie de la letra. Encendió la lámpara de petróleo de la mesa y quemó el papel sobre ella. Luego se acercó y se sentó en cuclillas junto a la silla en la que yo había pasado la mayor parte del día. Su rostro estaba cubierto de una película de sudor que lo hacía brillar como si fuera mármol mojado. La piel de sus párpados inferiores tenía un leve rubor rosado, como una coloración de fiebre. Llevaba la misma ropa con la que había abierto la puerta aquella mañana: la camiseta estaba manchada de sudor por todo el pecho y en las axilas.

-Te has metido en un buen lío -dijo en voz baja. Uno de sus lagos dedos se posó sobre la sangre de mi camisa. Sentí que la uña atravesaba la tela y se me clavaba lentamente en la carne.

Decidir no es lo mismo que asumir. Y asumir no es lo mismoque aceptar. En el aislamiento impuesto de todo aquel día, con la única compañía de pensamientos que no podía sofocar, había tenido tiempo de asumir lo que me esperaba. Pero a pesar de ello se me revolvieron las tripas y mi corazón se aceleró para respaldar al resto del organismo en cualquier medida desesperada que decidiera adoptar. Me puse en pie. Beano, media cabeza más alto, una montaña de músculo, también.

-Es el Negocio -dijo.

Se lamió los labios… inconscientemente, creo.

-No hay nada gratis -asintió.

Cerré los ojos, esperando a que ocurriera lo que iba a ocurrir. Al ver que no pasaba nada, volví a abrirlos.

Beano estaba sonriendo.

-¿Qué te parece si tratas de escapar?

-¿Por qué? -susurré.

-Porque así es más divertido. -Se volvió y caminó parsimoniosamente hacia la parte trasera.

Tenía la intención de pagar mi deuda honorablemente, sin protestar. Pero no pude resistir aquel último atisbo de esperanza. Corrí hacia la tienda y la salida.

Me atrapó allí, me empujó contra la pared y me inmovilizó pasándome una mano alrededor del cuello. Los dedos de su otra mano bajaron por una de mis mejillas, recorrieron la mandíbula y descendieron por el cuello como una caricia.

-¿Qué es esto? -preguntó. Levantó el colgante de Sherrea y me lo puso delante de la cara-. ¿Un regalo de tu mamá?

Su presa me impedía respirar. No pude responder. Le dio una vuelta a la cuerda alrededor del puño, tiró y la cuerda se partió. Oí que el colgante caía al suelo.

Descubrió, al cabo de un rato, que yo no era como los demás. No pareció importarle demasiado.


  1. <a l:href="#_ftnref31">*</a> (N. del T.: en castellano en el original)