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Alrededores
El Diablo, al revés
Gray: el alba de un entendimiento espiritual, debilitamiento de las cadenas de la esclavitud provocada por las cosas materiales, conquista del egoísmo y el orgullo.
Crowley: inteligencia renovadora. Su arma mágica es la fuerza secreta, la lámpara. Sus poderes mágicos son el mal de ojo y el sabbath de las brujas. El Hijo de las Fuerzas del Tiempo. Un plan secreto a punto de ser ejecutado.
8.0: donde las serpientes van a bailar
Salí de Del Corazón por mi propio pie, por la puerta de atrás. No fue por orgullo. No había nadie aparte de mí y mi interés por los gestos heroicos había alcanzado su mínimo histórico. Beano se había marchado a alguna parte y el edificio estaba en silencio. No, yo hubiera preferido que me sacaran en camilla pero no había nadie para hacerlo. Y realmente quería marcharme.
Era como si mi cuerpo fuera un fardo que cargase para otra persona. Era pesado y difícil de trasportar, y más a cada minuto que pasaba. Pero tenía que cargar con él, pues si lo dejaba caer tendría problemas. Lo intenté de buena fe durante la mitad de la callejuela, en la oscuridad, apoyándome en las paredes. Hasta mí llegaban los ruidos procedente de las calles que me rodeaban -me encontraba muy cerca de la Feria Nocturna, después de todo- pero la callejuela estaba vacía.
Creo que tropecé con algo, pero el recuerdo que guardo de aquella noche es, por suerte, imperfecto. Puede que simplemente soltase el fardo.
Un poco más tarde, estaba boca abajo, respirando con dificultades. No creo que siguiese en el mismo sitio. Volví la cabeza e inhalé un aire cargado de peste a basura. No recuerdo ningún ruido. Alguien debía de haber quitado el sonido.
Después -o antes. Estas son islas de consciencia en medio de un mar cubierto de niebla y no recuerdo bien en qué orden arribé a ellas o si realmente estuve allí- recuerdo haber sentido un miedo atroz a que Beano me encontrara. Entonces recordé que estaba a salvo de él. Ya le había pagado. Eran mis otros acreedores los que debían darme miedo. Como Cassidy. Ya, estaba muerto. Su fiel de la balanza estaba tan cargado que estaba costándome equilibrarlo. No parecía enfadado por ello. Parecía triste, de hecho, y me pregunté si le habrían contado lo del incendio del apartamento. Quería preguntarle por qué no tenía un agujero en la cara, pero no sé si lo hice ni si él me respondió.
Curiosamente, ninguna de aquellas islas contenía dolor como parte de su ribera. La primera que lo hizo desapareció por falta de aire y se hundió en la oscuridad. Pero ahora había recobrado el conocimiento sobre un suelo liso y duro y un olor a ganado y paja limpia. Oí voces que subían y bajaban en la distancia y, repentinamente, un golpe seco, como de algo que golpeaba contra una superficie de madera muy cerca de mi cara. Me encogí con un reflejo. Lo que, a su vez, indujo a mis terminaciones nerviosas a entablar conversación con mi cerebro. Tengo la casi completa certeza de que el final de aquel recuerdo no es casual. Perdí el sentido.
La voz de Sherrea -¿Sherrea?- gritando, y un ruido fuerte, como un portazo, y una brisa fresca. Abrí los ojos frente a un cielo de satén negro cuajado de estrellas sobre el que se extendía el brochazo blanco de la Vía Láctea. En algún punto bajo aquel cielo estaba mi cuerpo, tan lleno de dolor como una naranja de zumo. Pero no tenía que soportarlo. Reconocí los efectos de algún analgésico y algo más, un pariente lejano del proceso curativo, en el sentido de que aliviaba el sufrimiento de una forma que le estaba vetada a la curación. Volví a cerrar los ojos.
-… roto -estaba diciendo Sherrea, no muy lejos-. ¿Puedes repararlo, Josh? -Aunque hablaba con tono despreocupado, había una pizca de frenesí en sus palabras.
De una forma marginal, fui consciente de que alguien retiraba una tela y de que algo entraba en contacto con una de mis manos.
-Oya -dijo una voz nueva, contenida, como si hubiera algo terrible en ella-. LeRoy, deprisa, saca a Mags de la cama y dile que se prepare. Nos veremos en el quirófano. Sher, los dedos aquí… eso es… controla el pulso. ¿Sabes lo que es una resucitación cardiopulmonar?
Menos mal que no estaba allí. Daba miedo.
Durante un rato, mi mente siguió trabajando mientras mi cuerpo anunciaba su deseo de darse de baja. La memoria, los sueños y las drogas colaboraron para abrir unas puertas a las que, de haber sido reales y haber tenido yo algo que decir al respecto, ni me habría acercado.
Tras una de ellas había una habitación inundada por la que yo nadaba como podía, buscando una salida. No ayudaba mucho que el agua estuviera llena de cuerpos flotando. Estaban desnudos y fláccidos y sus miembros se cimbreaban como algas. Sus ojos estaban abiertos a la nada. Mick, la primera vez que nos vimos, alto y atlético, con un agujero de bala que lo atravesaba de un lado a otro. Dana, con su cabello pálido enredado y revuelto alrededor del rostro, más vivo que ella. Theo, con las gafas en la nariz a pesar del agua, y la cabeza en un ángulo absurdo. Cassidy, seguido por un pequeño reguero de sangre, como una brillante hebra rojiza, y una sonrisa en los labios.
Otra daba a la tercera habitación de mi apartamento, los archivos, con sus preciados contenidos bien ordenados. Al entrar, vi la verdad: los CD fundidos con sus cajas en extrañas curvas medio líquidas. Amplificadores y pletinas ennegrecidos y quebradizos, los chasis retorcidos y los envoltorios infectados de lepra; los libros transformados en ladrillos de ceniza amontonados. El olor de las cosas quemadas era nauseabundo. Entonces, uno tras otro, todos los aparatos se encendieron solos. Los pilotos luminosos y las pantallas digitales se iluminaron como ojos abiertos. Los ventiladores se activaron y, privados de los lubricantes que el incendio había evaporado, empezaron a moverse con chisporroteos y chirridos. El monitor a color fue el último: cobró vida con el tiroteo en la refinería de White Heat, convertido en una escena grotesca y técnicamente imposible por la telaraña de grietas que cubría la pantalla. Las llamas lamían las rejillas de ventilación de todos los aparatos.
Y luego estaba la puerta que daba a Frances -¿Frances?-, sentada a mi lado, acercando un vaso a mis labios y diciendo:
-Tómate el opio, cariño. Hay niños sobrios en África.
Hasta puede que esta fuera real.
Pero lo más extraño de todo fue un mundo llano y blanco, como una hoja de papel, sin nada dentro más que una fila inmóvil de pictogramas, como las de las culturas nativas del sudoeste, figuras estilizadas dibujadas en negro. Me parecía estar viéndolo todo desde arriba. Yo era la figura que había al final de una fila, supe, la que podía ser un perro o un conejo. No podía ver el otro extremo. No sé por qué.
La segunda figura que había al final era una mujer, con los brazosy las piernas doblados en ángulos agudos y un turbante en la cabeza. O quizá un halo de fuego.
-Oh, eres tú -dijo-. ¿Qué haces aquí?
-No lo sé -dijo el perro/conejo/yo.
-Es una era de decadencia -dijo. Parecía asqueada y me recordó un poco a Frances-. No deberías presentarte en la puerta como un pariente pobre. Tendrás que volver.
-No sé cómo.
Chasqueó la lengua.
-Yo podría encargarme, pero es mejor que las cosas sigan su curso. De todas maneras ya es hora de que lo-la conozcas. Te va a encantar esto.
De pronto dejó de ser la siguiente imagen del pictograma. En su lugar había otra, retorcida y convulsa, de cuya cabeza brotaban dos proyecciones que parecían cuernos o plumas. Tenía una flauta en las manos.
-¡Ah! ¡Ah! ¡Ahora no! -dijo, consternada y encantada-. Sí, eres un cachorro mío. O algo así. ¡Pero tu sentido de la oportunidad es horrible! Puedes venir cuando quieras, siempre que solo vengas cuando te llame. Es tu cabeza la que habla. ¡Y ahora largo!
Mientras la superficie blanca se dividía como una señal de vídeo de mala calidad, pensé, probablemente así es como habla mi cabeza.
Un cierto sentido de continuidad se estableció finalmente. Me di cuenta de ello -la sensación de que las cosas que me rodeaban eran hechos reales, sucedidos en orden cronológico- antes incluso de que empezara a recibir comentarios de mis sentidos. Entonces sentí el soplo del aire sobre el pelo, la cara y los hombros y capté una lejana e insólita mezcla de olores a cosas vegetales y alcohol antiséptico. Oí unos pasos y un roce de telas y un tintineo de metal contra cristal y unas voces lejanas.
Para abrir los ojos tuve que hacer un esfuerzo consciente. En cuanto lo hice, supe que la habitación formaba parte de una antigua granja. No sé por qué, salvo quizá porque me recordó mucho al lugar en el que Dorothy despierta al final de El mago de Oz. Incluso teníacortinas de cuadros, abiertas al sol.
Estaba en una cama estrecha, de sábanas gruesas y suaves. Me habían desvestido, lavado y vendado. Probablemente varias veces, comprendí. Esto me provocó una sensación de cierta incomodidad, pero el cansancio era demasiado grande hasta para moverse.
Volví ligeramente la cabeza y tropecé con la mirada inquisitiva de otra persona. Parecía hecha de arenisca roja, y no era especialmente alta pero estaba dotada de una maravillosa rotundidad. Su pelo era blanco y negro a partes iguales y su rostro estaba cubierto de arrugas en la amplia frente, alrededor de los ojos y las comisuras de los labios. Llevaba una camisa de algodón descolorida y arremangada y unos pantalones también descoloridos.
-¿Has recobrado el conocimiento -dijo con una voz sorprendentemente suave en una persona tan grande- o sigues soñando?
Abrí la boca pero no salió nada de ella.
-No, has vuelto. Probablemente por poco tiempo, cosa que no debe preocuparte. Soy Josh Marten, el matasanos jefe de este sitio. Sherrea me pidió que te dijera que está aquí, así como tus amigos Theo y Frances, y que están todos a salvo.
Cerré los ojos con alivio, porque había empezado a preguntármelo y no creo que tuviera fuerzas para formular la pregunta.
Cruzó la habitación y me puso una mano en la frente. Pero era una mano fresca y seca y yo no me sentía con fuerzas para resistirme. Me tomó el pulso en el cuello.
-Parece que por fin vas a dejarme descansar. En respuesta a otras preguntas que seguro que tienes: llevas aquí tres días. No has sufrido daños permanentes, gracias a mí. Y, aunque ahora te sientas más o menos bien, la cosa va a empeorar, porque cuando se te pase el efecto de los analgésicos, voy a dejar de suministrártelos durante el día. Puede que me odies por ello, pero eso es preferible a que desarrolles una adicción al opio. Ahora vuelve a dormir.
Cerré los ojos y salí arrastrándome de debajo de aquella losa de pensamientos.
Cuando volví a despertar, había una vieja silla tapizada junto al pie de la cama y Frances estaba sentada en ella. Tenía los pies sobre el cojín, pegados a uno de los brazos, y las rodillas encima del otro. Su cabeza caía de lado sobre el respaldo. Estaba dormida. Las lunas crecientes de sus pestañas, bajo las cejas negras y rectas, parecían oscuros símbolos matemáticos. Incuso en ese momento, su boca estaba apretada y parecía severa. Una de sus manos estaba cerrada sobre de la rodilla. La otra colgaba sobre el suelo, paralela al costado de la silla. Apuesto algo a que se le habían quedado los pies dormidos.
Entonces abrió los ojos, como si yo hubiera hecho algún sonido.
-Buenos días -dijo, con la voz un poco ronca-. Como ves, no me tiraron por la borda después de cobrar. Aunque supongo que lo preferirías.
Me aclaré la garganta.
-No. ¿Por qué?
Extendió las piernas con un movimiento brusco.
-Entonces supongo que todavía no ha empezado a dolerte.
Se equivocaba. Había pasado el tiempo suficiente para que comprendiera que era eso lo que me había despertado.
-Esperar a la nota fue una mera formalidad. Beano lo habría hecho detodos modos -dije.
-¿Ah, sí? ¿Pero qué pensaba que habías hecho para merecer algo así?
-Comportarme como un capullo unas tres veces más de las necesarias.
-Vaya, vaya. Así que ahora la estupidez se castiga con la muerte.
-Ya te dije que no iba a matarme.
Frances se inclinó hacia mí, con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla entre los dedos.
-¿No? Entonces, ¿qué es lo que ha estado a punto de hacer? El doctor Ladrillo se ha pasado varias horas sobre tu cuerpo, que tenía un aspecto muy poco prometedor, por cierto, diciendo cosas que seguramente le habrán valido la condena eterna en su fe, si es que la tiene. Muchas de ellas te las gritaba a ti. Parecía pensar que no estabas poniendo mucho de tu parte.
-Ojalá hubiese estado aquí. Parece bastante divertido.
Con tono medido, dijo:
-No ha sido nada divertido.
No quise contradecirla. Parecía haberse quedado momentáneamente sin nada que decir.
Al cabo de un rato, comenté:
-Me ha dicho que no va a darme más drogas. ¿Es verdad?
-Sí. Y, antes de que lo preguntes, no estoy aquí para pasarte nada de contrabando. Pero con mucho gusto te distraeré con mis historias.
Debió de aparecer un signo de interrogación en mi cara.
-Lo que había pensado -dijo, respondiendo a la pregunta que cerraba el signo-, es el relato de una parte de El rescate del protagonista de Durance Vile, una tragicomedia. Como yo estoy aquí y Sherrea no, reclamo el privilegio de contarla la primera. ¿No quieres saber cómo saliste de allí?
Pensé en ello. Con una especie de decepción, me di cuenta de que en realidad no quería. Había salido de allí y era gracias a su esfuerzo, cosa que era una suerte. Por mi parte, eso era todo. Pero decidí que sería una grosería decirle que no me lo contara.
Puede que tardara más de lonormal en llegar a esta conclusión. O que se reflejara en mi rostro. En cualquier caso, Frances me dirigió una mirada extraña.
-Si prefieres descansar, me marcho.
-No pasa nada. Cuéntamelo.
Su expresión no se borró del todo, pero a pesar de ello se quedó.
-Bueno. Tras pasar dos horas en la oscuridad, sentada en el blando trono de un barril de alquitrán, respirando una peste a pescado muerto, había trazado mi plan. Le pediría a los contrabandistas que me llevaran hasta el refugio que nos había dicho China Black, donde conseguiría una indecente cantidad de dinero que enviaría, en lugar de la nota, a Beano. Contaba con conseguir cinco mil libras o empezar a repartir tortas… ¿conoces esa canción? Los piratas, por desgracia, se negaron a aceptar cambios en el guión. Solo estaban dispuestos a llevarme al otro lado de los controles y a volver con una nota. Creo que tenían miedo de que, si me quedaba mucho tiempo entre ellos, les convenciera para que me devolvieran el triciclo.
Permaneció un momento en silencio, con las manos juntas sobre el regazo.
-No sabes lo difícil que fue escribir esa nota -dijo con una voz nueva.
-Era muy buena -le dije-. Nada más leerla supe que era tuya.
-No era eso lo que pretendía. La llegada de esa nota daría inicio a algo que yo no quería que pasara. Y lo sabía. Pero no podía hacer nada y quería que supieras que lo había intentado.
-Ya te lo he dicho. Beano lo habría…
-Hecho de todos modos. Aunque sea verdad, eso no cambia lo que sentí en aquel momento. -Se pasó las manos por el pelo-. Así que vine andando hasta aquí, donde me encontré con Sherrea y le dije dónde estabas. Al enterarse, ella completó tu nombre con una selección de imprecaciones. Sabía mejor que yo lo que te iba a pasar. Entonces preparó la Gran Evasión.
»Tendrías que agradecérselo -añadió con un suspiro-. Puede que lo hagas más adelante. Creo que con cosas como estas se escriben las historias de aventuras, pero qué sé yo…
-Bueno, cuéntamelo de una vez.
-Eso está mejor. Empiezas a parecer la misma persona de antes. Sherrea y un tío llamado LeRoy metieron tres becerros bastante asustados en un tráiler de ganado, lo engancharon a una camioneta y salieron a la I-94. Nadie les prestó especial atención puesto que querían entrar. Fueron a Del Corazón, te encontraron y te escondieron en un falso fondo del tráiler. A continuación, les pusieron a los becerros unas llagas de látex increíblemente realistas y se dirigieron al control de la avenida Cedar.
En este momento se detuvo y me lanzó una mirada expectante.
-¿Llagas? -pregunté.
-Anthrax -respondió saboreando las sílabas-. Se propaga como un incendio, es letal y se transmite a los humanos. Nadie registró el tráiler. El único problema fue que cuando quitaron las llagas, se llevaron también el pelo que había debajo. En este momento, los becerros están en los pastos, lanzando miradas acusadoras a todo el que se acerca.
-Tienes razón -dije-. Es digno de una película de aventuras.
Frances se inclinó hacia mí y volvió a mirarme de aquella manera extraña. Entonces se levantó.
-Duerme un rato.
Esta vez no funcionó. Para empezar, me dolía casi todo el cuerpo. Y me carcomía por dentro la sensación de que Frances esperaba una respuesta completamente diferente a la que había conseguido. No se me ocurría lo que podía ser -me había portado con educación, había escuchado atentamente y había respondido con optimismo, aunque no con mucho entusiasmo- pero no pude dejar de intentarlo.
La semana siguiente transcurrió como una larga serie de incapacidades y concesiones asociadas a estas. No recordaba haber guardado cama nunca, ni haber tenido alguna enfermedad grave, así que fue todo nuevo para mí. Lo más desagradable era ir al baño. Me empeñé en cruzar por mi propio pie el espacio que separaba mi cama del baño antes de estar en condiciones de hacerlo, aunque para ello tuviera que apoyarme en alguien hasta llegar a la puerta. La alternativa, a fin de cuentas, era mucho peor.
La comida suponía todo un desafío. Tenía un diente suelto y varios puntos en la parte izquierda del interior de la boca. No permití que nadie me bañara desde que volví en mí. Al principio, hasta que recobré las fuerzas suficientes, pude dejar que Josh me cambiara. Después empecé a hacerlo sin su ayuda. Nunca me había fijado en la gran cantidad de movimientos diferentes que hacen falta para vestirse hasta que tuve que enfrentarme al hecho de que ninguno de mis músculos se movía sin causarme dolor. Pero lo hice a pesar de todo.
Josh se empeñaba en que lo llamara así. Me dijo que ya que él sólo podía llamarme «Gorrión», se veía obligado a renunciar a las debidas formalidades de la relación médico-paciente. Me explicó que había aprendido el oficio con una mujer que había ido a la facultad y había trabajado como cirujana antes del Bang. Luego me contó que su mujer había muerto hacía dos años; que tenía tres hijos, de dieciséis, diecinueve y veintiuno; que prefería plantar verduras a flores; que de lo que estaba más orgulloso era de haber aprendido a tocar la guitarra a la edad de cuarenta y seis…
En resumidas cuentas, que desplegó su vida entera delante de mí sin que pareciera consciente de que lo había hecho. Yo me sentaba allí y escuchaba con paciencia mientras aquella cascada de información caía delante de mí, tratando de olvidarla en cuanto las palabras dejaban de resonar en el cuarto. Tenía que hacer con su historia lo mismo que él había hecho con los nombres: igualarnos, alcanzar una paridad, equilibrar las deudas y los haberes en la contabilidad del Negocio.
No pude. El anillo de su mano izquierda me recordaba a la esposa que nunca llegaría a conocer. Alguna habilidad que exhibía de pronto hacía que me preguntara si la había adquirido trabajando con la cirujana. Unas flores que había al otro lado de la ventana me recordaban a él. Estaba produciéndose una lenta corrupción de mis principios, una corrupción que podía sentir pero que era incapaz de detener.
Nunca mencionó lo que sabía de mí, cosa que no comprendí. Me había examinado cuando Sher me trajo y sabía que yo me había dado cuenta. Esa sección del muro de mi privacidad se había derrumbado ya. Y sin embargo él nunca sacaba el tema, como si siguiera siendo privado, como si todavía estuviéramos a ambos lados de aquella pared. ¿Qué valor creía que tenía aquella información, cuando los dos la poseíamos ya?
Theo vino a visitarme varias veces. Descubrí que me resultaba casi imposible hablar con él. Lo recordaba sentado en su cuarto, en casa de China Black, y recordaba haber sentido que éramos las dos únicas personas del mundo capaces de comprender la lengua que estábamos utilizando aquel día. Habíamos trocado secretos y penosas verdades en aquella lengua. Ahora, al mirarlo, me sentía como si alguien me hubiera arrancado el vocabulario de la cabeza. De todos modos, no creo que hubiese palabras para explicar lo que me había pasado. Cuando la conversación languidecía, Theo parecía dolido. Al cabo de algún tiempo, dejó de venir.
Cuando me recobré lo suficiente, empecé a salir al porche de la granja. Las vistas bastaban para mantener mi mente ocupada y cuando no era así, normalmente dormitaba.
El porche delantero estaba orientado a una improvisada plaza sin esquinas. En el centro había un árbol grande y otros más pequeños. También había un pozo y una bomba, algunos bancos y una ennegrecida barbacoa de ladrillo. Y flores, menos tupidas que en el jardín de China Black, y menos disciplinadas también, pero parecidas a pesar de ello. Era muy bonito y casi siempre había algo que ver: alguien cuidando de unas flores o sacando agua o acunando a un bebé.
Otras casas rodeaban la plaza, en una mezcolanza de estilos y tamaños. Algunas las habían construido en el sitio y otras las habían traído desde otros lugares. Tras aquel primer anillo de casas, parcialmente visible desde mi silla, había otro. Los edificios de aquel segundo anillo también formaban un confeti de estilos y materiales, incluidas algunas cúpulas de tela y estructura de varillas y tiendas de aspecto complejo. Calculo que las casas que alcanzaba a ver sumaban unas dos docenas. Puede que hubiera más, pero a mí me daba igual.
Una tarde vino Sherrea y se sentó conmigo. Me había visitado con regularidad mientras estaba en cama. Más aún, había ejercido de enfermera voluntaria, puesto que sus manos, por razones desconocidas, eran de las pocas que podía tolerar en aquellos servicios relativamente impersonales. Pero las conversaciones que habíamos entablado allí habían sido cortas y siempre habíamos pasado de puntillas sobre los temas importantes.
En esta ocasión me saludó y se sentó en el suelo del porche, a mis pies, rodeándose las rodillas con los brazos y con una taza medio vacía en una mano. Capté el aroma del té, pero no reconocí la variedad. La indisciplinada masa de su oscuro cabello empequeñecía su carilla de afilados rasgos. Llevaba una enorme camisa de algodón de cuadros, ceñida a la cintura por tres pañuelos diferentes, medias negras con agujeros en ambas rodillas y zapatillas con la parte delantera abierta a tijeretazos. Toda una concesión a la vida campestre. A fin de cuentas, no arrastraba nada por el suelo.
No me había dado cuenta de que estábamos en completo silencio hasta que Sherrea dijo:
-¿Has hecho votos de no preguntar o qué?
-¿Eh?
-Oh, esa sí que es una pregunta. ¿No quieres saber dónde estás, quiénes son estas personas, por qué te hemos traído aquí ni nada de nada?
-Claro. Si me lo quieres contar.
Apoyó la barbilla en las rodillas y me miró fijamente.
-¿Qué te ha pasado en la cabeza, Gorrión? -dijo-. ¿Qué pasa ahí dentro, que ya nunca sale nada? ¿O es que no hay nada dentro?
-Mi cabeza está perfectamente. -Un pensamiento salió disparado a la superficie: lo sé mejor que nadie. Me la han presentado. Pero desapareció antes de que pudiera echarle un buen vistazo.
-No es verdad. Antes hablabas poco pero al menos tenías personalidad. Ahora no tienes ni eso. ¡Soy tu amiga, so idiota! ¡Puedes ser desagradable conmigo!
Cerré los ojos y me recliné en la silla. Era un día caliente y húmedo, e inhalar era como respirar sopa.
-No tengo ninguna razón para ser desagradable contigo. Y si he olvidado algo, no ha sido a sabiendas.
Suspiró.
-Puede que sea así. Puede que no sepas que lo has hecho. En cuyo caso, será así porque parte de ti tenía que hacerlo. En cuyo caso, tienes un sentido de la propiedad personal aún más absurdo de lo que pensaba.
-No sé por qué dices eso -dije, sonriendo.
-Y una mierda. ¿Tú qué dirías que posees?
Un reguero de sudor resbalaba por debajo de mi camisa, frío como agua helada.
-Nada.
Al cabo de un momento, dijo:
-A eso me refiero. Posees exactamente lo mismo que los demás. Tu cuerpo, para empezar. Nadie tiene ningún derecho sobre él, salvo tú. Puedes optar por ceder parte de ese control a otra persona, temporalmente, como hiciste en la ciudad. Cosa que, por cierto, demuestra más huevos que sentido común. Muchos huevos. Pero a pesar de ello, tu cuerpo sigue siendo tuyo y no has renunciado a tus derechos.
»Luego está tu mente. Todo lo que piensas es propiedad tuya, por mucho que lo escondas detrás de una valla. Nadie puede atravesarla, nadie puede hacer que cambies nada de lo que hay tras ella y nadie puede hacerte daño allí, a menos que se lo permitas. Sea lo que sea lo que Beano le hizo a tu cuerpo, rebotó contra tu mente y no te dejó ni un rasguño. A menos que le dejases traspasar la línea de propiedad.
Había abierto los ojos y estaba mirando la techumbre del porche.
-Deberías hablar de esto con Frances. Probablemente, la perspectiva de un Jinete sea un poco diferente.
-Ya lo he hablado con Frances -respondió ella con tono cáustico-. Pensé que alguien debía hacerlo. Lo más gracioso es que está de acuerdo conmigo. Según ella, las mentes de la gente son muros impenetrables. Puede ver sus recuerdos, pero solo como si fueran grabaciones. No es la persona, solo lo que esta recuerda en ocasiones. Me dijo que si quisiera conseguir que alguien detestase el azul o le cogiese gusto al ruibarbo o quisiera liquidar a su perro, no podría. Puede matar las mentes pero no puede cambiarlas.
-Pero puede robar cuerpos. Y eso contradice la primera parte de tu teoría.
-Y yo podría estrangularte donde estás ahora mismo. Eso también sería robarte el cuerpo. Acepto que los Jinetes suponen una cierta excepción, pero repito lo que he dicho: pueden matarte pero no pueden poseerte. Y hasta que mueras, te perteneces a ti y nadie puede cambiarlo. No tienes que encerrar tu mente en una caja fuerte para asegurarte de eso.
Al ver que había terminado de hablar, bajé la mirada del techo hasta su cara.
-Vale.
Tiró la taza al césped y salió del porche hecha una furia.
A medida que recobraba la resistencia y la flexibilidad, empecé a dar paseos en lugar de quedarme allí. Detrás del segundo anillo de casas (mis cálculos se habían quedado cortos; había treinta y nueve), encontré cobertizos, cabañas, establos y talleres. Más allá, pastos y campos de cultivo. El grano interpretaba allí su baile con el viento, como siempre sin despegar los pies del suelo. Las plantas de judías meneaban sus largos dedos, verdes o púrpuras o amarillos. Las calabazas maduraban furiosamente en medio de un molinete de vegetación tropical. También allí había gente siempre, cultivando, plantando, abriendo algo, trillando algo, podando, recogiendo. Parecía un acto tan ritual como una misa católica de antes del Bang, e igualmente ininteligible para los no iniciados.
Una mañana en que había llegado más lejos que de costumbre y estaba empezando a sentir los efectos de la fatiga, me senté a la sombra de un árbol, junto a un campo. Cinco personas estaban abriendo surcos con la azada y plantando algo que no reconocí. Una de ellas, al llegar al extremo del campo más próximo a mí, levantó la mirada, sonrió y se me acercó.
-Hola -dijo mientras se sentaba a mi lado-. ¿Eres Gorrión, no? Me llamo Kris. -Se quitó el sombrero de paja, bajo el que apareció una mata de cabello de color paja. Sacó un pañuelo de su bolsillo y se limpió la cara con él. A continuación cogió una cantimplora que llevaba al cinto y vertió un poco de agua en el pañuelo. Se cubrió la cabeza con él, como si fuera un velo, y volvió a ponerse el sombrero-. Seguro que tengo una pinta horrible -dijo con una sonrisa, al ver que la estaba observando-. Pero funciona. El agua, al evaporarse, te refresca la cabeza.
-Parece un trabajo muy duro -dije, señalando el sol con un gesto de la cabeza.
-Dios, sí. Especialmente en esta época del año. La cosecha no es más fácil pero sí más divertida y al menos te compensa de forma inmediata. Todos los años, a estas alturas empiezo a desear que llegue el invierno.
Era un rumbo bastante razonable para la conversación, nada personal.
-¿Qué estáis plantando?
-Remolacha azucarera. Este año hemos votado sustituir el tabaco con ella, gracias a Dios. No me malinterpretes: me encanta fumar. Pero si por mí fuera, pagaría por el tabaco de mil amores. Da mucho dinero, pero el trabajo es matador y, por mucho cuidado que pongamos, siempre tenemos problemas con los tomates. Parece ser que con la remolacha podemos ganar lo mismo, así que podré permitirme el tabaco.
-Oh -dije. Hasta la última palabra de aquel discurso había tenido perfecto sentido, pero yo seguía sin saber qué había pasado.
Su sonrisa volvió a aparecer.
-Es verdad, Sher dijo que eras cien por cien de ciudad. Y se supone que debemos ser pacientes cuando pises la albahaca y te caigas en las flores.
-De momento habéis tenido suerte. En mi estado, las flores podrían haber acabado conmigo.
-Sí. ¿Qué dice Josh? ¿Vas bien?
Culpa mía. Yo había sacado el tema.
-Muy bien. -Me levanté-. Creo que debería volver.
-Y yo. Hay que seguir cavando. ¿Vas a venir al Yuju esta noche?
-¿Yuju?
-A nadie se le ha ocurrido un nombre mejor. En la plaza del pueblo. Habrá un poco de música y baile ycanciones y gritos y comida, y una fogata y… ya sabes. Un Yuju.
-No creo que me convenga bailar.
Me enseñó una dentadura muy blanca.
-Fingiremos que eres uno de los ancianos. Puedes sentarte junto al fuego. Te daremos de comer y podrás pedir las canciones que quieras.
-Ya veré -dije.
No tenía ganas de ir. Pero cuando regresé a la granja, encontré lacocina sumida en un estado de jubiloso caos y a sus moradores conjurados respecto al tema de mi presencia aquella velada.
-Será mejor que te lo tomes con calma si no quieres cansarte antes del Yuju -dijo Mags, que estaba haciéndole agujeros a una base de masa. Era una latina gordinflona, de grandes ojos y nariz bulbosa. Yo le habría echado dieciséis años si Josh no me hubiera dicho que su hijo tenía doce. El niño, Paulo, estaba pelando judías en la mesa. Era alto para su edad, moreno y delgado y me miraba con mucha solemnidad siempre que me veía aparecer.
-Está bien. Creo que me quedaré aquí.
-No seas idiota. No puedes quedarte aquí y, además, si lo haces tampoco podrás descansar. Va todo el mundo que no se está muriendo. Si te quedas, pensarán que tienes la lepra. Paulo, pon eso a hervir, gallito *. Oh, y córtame esos pimientos en aritos, por favor.
-Tiene razón -dijo Josh desde algún lugar situado detrás de la puerta enmallada-. ¿Quieres que piensen que, a pesar de haber hecho todo lo que he podido, he fracasado? -Abrió la puerta y la cerró dando un portazo. Tenía la cabeza y loshombros empapados de agua del pozo y traía una barra de mantequilla-. Mientras no te dediques a bailar la polka, todo irá bien.
El entusiasmo reinante resultaba opresivo. La seguridad con la que parecían asumir que no había en mí nada diferente a todos los habitantes de aquel lugar salvo, quizá, mis lesiones, era alarmante.
-A nadie le importará -dije-. Realmente no soy miembro de esta comunidad.
Josh volvió la cabeza y me miró, como si estuviera tratando de leerme como a un termómetro. Entonces dejó la barra, cogió un montón de cuencos de fondo plano de una estantería y empezó a llenarlos de mantequilla.
-Si tú lo dices -replicó- será verdad. Pero, ¿sabes?, hay una diferencia entre ser miembro de una comunidad y reconocer que eres miembro del conjunto de la experiencia de esa comunidad.
»Sé que esto te parecerá una locura, pero si apareces esta noche, aunque solo sea un rato, y comes un poco de nuestra comida y compartes nuestro fuego, todos lo verán como una expresión de gratitud. No es que te pidan que lo hagas, pero sería un bonito gesto.
-Os doy las gracias -dije, sintiendo una punzada de vergüenza-. Me habéis salvado la vida.
Las manos de Josh se detuvieron sobre la mantequilla. Levantó las cejas, abrió la boca, volvió a cerrarla y entonces dijo:
-No, es igual. Discurso equivocado y momento equivocado. ¿Vas a venir esta noche?
Traté de imaginar a qué estaría comprometiéndome. ¿Sería como una velada en casa de China Black o una noche en la Feria Nocturna? Cualquiera de las posibilidades parecía igualmente aterradora.
-Sí -dije, porque sabía que no tenía alternativa.
-Bien -dijo Mags-. Entonces mete esto en el horno para mí, ¿quieres? Ponle una bandeja debajo, porque gotean. Josh, será mejor que quites toda esa ropa de en medio.
Seguí el consejo de Mags y fui a echar una cabezadita en el dormitorio trasero, que había pasado, en el lenguaje de la casa, de ser la habitación del enfermo al cuarto de Gorrión. Me pregunté qué pasaría si aparecía otro inválido.
Las sombras eran alargadas y los rayos del sol, de un dorado intenso, cuando alguien llamó a la puerta. Abrí y vi que era Mags, quien depositó un montón de ropa limpia en mis manos.
-Acabo de acordarme de que no tienes mucha variedad en tu guardarropa. Puedes ponerte esto esta noche. De hecho, puedes quedártelo. Gran Bob dice que la única forma de que pueda volver a meterme en estos pantalones es que deje de comer por completo.
-No puedo…
-Sí, sí que puedes. Da las gracias y cierra la puerta.
-Gracias -dije-. Muchas gracias.
Dejé la ropa en la cama y la miré. No tenía la intención de quedármela, pero no veía el modo de librarme de ponérmela aquella noche. Era una lástima. La ropa que llevaba era de Josh, lo que significaba que me estaba enorme, y además lo habían lavado y lavado hasta que había quedado tan suave como la lanilla. No me apetecía ponerme ropa incómoda. Cogí la primera prensa del montón.
Eran unos pantalones negros, con cordeles en lugar de botones y un pliegue en la cinturilla, hechos de tela asargada. Debajo había una camisa de algodón, como las que se veían en las películas de indios. Tenía el cuello abierto, la yunta baja y amplias mangas abullonadas. La camisa era de color vino y los botones de los puños y de la parte delantera eran de plata. Transmitía un aire festivo y contenido al mismo tiempo, y cuando terminé de vestirme me sentí como si llevara un pijama. Mags había pensado en mi estado.
Ojalá esta gente dejara de entenderlo todo, pensé con irritación. Sentí algo en la garganta, pero tragué saliva y desapareció.
La plaza del pueblo -el círculo, más bien- estaba iluminado con linternas colgadas de las ramas más bajas de los árboles, velas sobre las mesas y una gran fogata central. Mirando desde las ventanas de la fachada parecía haber luz suficiente para leer. Fui a la cocina, salí por la puerta trasera y me apoyé en un pilar del porche, en la mitad oscura de la noche.
-¿Tienes miedo? -dijo Josh. No lo había visto, pero estaba sentado en los escalones.
-En… en realidad sí.
-Sher ya me dijo que no eras una persona muy sociable.
Mis manos se abrieron y cerraron sin encontrar nada. Las palabras salieron a la fuerza entre mis labios, incontenibles y no deseadas.
-Puede que sí lo sea, solo que por aquí no haya nadie como yo.
-¿Y qué clase de persona eres tú? -preguntó Josh. Parecía un poco sorprendido.
Inhalé con los dientes apretados. El aire hizo un siseo al pasar.
-Ya lo sabes -susurré.
-¿Qué crees ser? No. Sé lo que yo creo que eres.
-¿Que es…?
-Un ser humano hecho a medida.
-Vaya -dije-. Qué fácil.
Se puso en pie. Yo estaba en el porche y él en el suelo. Tuvo que levantar la cabeza para mirarme a los ojos.
-Es que es fácil -dijo-. La magia de la identidad es la más antigua y fácil de todas. Para eso sirve el lenguaje.
-¿Alguien me ayuda a llevar todo esto? -gritó Mags desde la cocina, a un volumen suficiente para que se la oyera dentro y fuera de la casa.
-Joder -dijo Josh. Y luego, en voz alta-. ¡Ya voy!
Subió la escalera del porche a grandes zancadas, pasó a mi lado y entró en la cocina.
Paulo y yo tuvimos que llevar un pastel cada uno. Josh llevó la cazuela de las alubias, envuelta en trapos. Nos acercamos a las mesas de borriqueñitas atravesando el césped y dejamos nuestra contribución junto a las de todos los demás.
La gente me sonreía, saludaba y se presentaba. Era como la casa de China Black y la Feria Nocturna a la vez. No pude decidir si tenía lo peor de ambas o no. Gran parte de la gente que se presentaba me contaba lo mucho que hacía que conocía a Sherrea, o cómo había llegado a conocerla, o me preguntaba cómo nos habíamos conocido nosotros. Sher, según parecía, era universalmente conocida allí. Era la primera vez que me preguntaba cómo había llegado a conocer aquel lugar y lo que significaba para ella. Me comporté con la máxima educación con todo el mundo.
Mientras me dirigía hacia la fogata, pensé que ojalá supiera cuánto tiempo tenía que quedarme. Entonces, un destello de luz sobre un rostro en una esquina de mi campo de visión me sobresaltó y me volví hacia allí.
Theo caminaba a mi lado y la luz que había visto se había reflejado en sus gafas.
-Eh -me dijo.
Me detuve. Llevaba toda la velada hablando con extraños. Podría con aquello. Solo tenía que recoger mis gastados modales y ponerlos a trabajar de nuevo.
-Hola. ¿Qué tal te están tratando?
-Estupendamente. Creo. Solo que no hay nada que hacer. No dejo de pensar si Robby podrá sobrevivir sin nosotros.
Ignora la extraña sensación en el estómago: concéntrate en tus modales.
-Espero que sí. Y tú podrás volver dentro de muy poco, ¿no?
-¿A qué? -preguntó Theo-. ¿A trabajar para Tom Worecksi?
Fruncí el ceño.
-Pero eso es lo que hacías antes de venir.
-No… Da igual. Mañana voy a preguntar si por aquí hay algo que hacer relacionado con la electrónica. ¿Quieres que les hable de ti?
-No. -Estuve a punto de dar media vuelta y marcharme, pero entonces me acordé: modales-. No, gracias. Ya no me dedico a eso -Entonces me marché.
Tom Worecksi había ordenado que quemaran mis archivos. Eso había dañado una parte de mí pero no la había matado. El responsable de eso era otra cosa, algo a lo que no podía dar nombre, algo que había destruido la conexión entre lo que yo era y lo que sabía. Seguía entendiendo de electrónica, seguía poseyendo los conocimientos, todas las cosas con las que había despertado en aquella parodia de nacimiento de hacía quince años. Pero ya no me pertenecían. Nada, le había dicho a Sher. Yo no poseía nada. Mi cuerpo era un préstamo del pasado, una máquina que había alquilado y cuya documentación había extraviado, y no tenía la menor idea de dónde procedía mi mente. Todas las cosas que conocían podían haberle sido robadas a otro.
Logré mantenerme en movimiento, y así evité tener que hablar con nadie más. Vi a Frances un momento, al otro extremo de una mesa. ¿Qué, me pregunté, pensaría de ella toda esa buena gente? Es muy amable; encantadora, de hecho, para ser una asesina de masas. Respondió a mi mirada con expresión grave y penetrante y seguí mi camino.
No vi a Sher hasta mucho después. Había música junto a la fogata: guitarristas, cantantes, un violinista, una mandolina, alguien con un clarinete y un grupo de percusionistas que tocaban como si llevaran haciéndolo juntos desde el vientre de su madre. Alguien me ofreció unas maracas, pero las rechacé. Al borde de la luz, había gente bailando.
Al otro lado del variopinto círculo que formaban los músicos y su audiencia, vi a Kris, la mujer del campo de remolachas. Estaba sentada en la hierba, rodeando con el brazo a otra mujer. Estaban las dos sonriendo, a los músicos y entre sí. Se susurraban cosas al oído; apoyaban la cabeza en el hombro de la otra; la mujer besó a Kris en la mejilla, a medio camino entre el pómulo y la mandíbula. Josh me había quitado los puntos en el interior de la boca unos días atrás, más o menos en aquel punto.
Me levanté bruscamente y me encaminé a la oscuridad. Me detuve al llegar al otro lado del gran árbol, me apoyé en el tronco y levanté la mirada hacia las ramas. Las lámparas que colgaban de allí casi se habían apagado. Me concentré en la respiración, en dejar que mi pecho subiera y bajara, en ver si podía exhalar exactamente la misma cantidad de aire cada vez. El día y todo cuanto había contenido parecían haber conspirado contra mi aplomo. Pero había sobrevivido y, con un poco de atención, seguiría haciéndolo. Había sido una pequeña prueba para la vida real, nada más.
-No pasa nada -dijo Sher junto a mí, con una voz distorsionada que nunca le había oído-. Nadie quiere hacerte daño. Lo que pasa es que parece tan extraño… Eres tan diferente… Pero si tienes que elegir entre cerrarte a todo o romperte, ciérrate.
Me tapé la cara con las manos un momento. Entonces las bajé.
-Lo siento -dije-. No sé qué quieres decir.
Oí la inhalación desigual de sus pulmones.
-No importa. No te preocupes.
La granja estaba cerca, pero la habría encontrado aunque no fuera así. Aquel cuerpo prestado que yo utilizaba había tenido buena visión nocturna. Cerré la puerta de mi cuarto, doblé la ropa que me habían dejado y después de algún tiempo acabé por dormirme.
Al día siguiente recorrí los campos hasta encontrar a Kris y le pedí que me pusiera a trabajar. Esta vez se encontraba en una de las huertas pequeñas, una franja de tierra alargada y recta situada entre la lechería y la explanada de los caballos.
Ella estaba de rodillas. Se levantó y dio unas palmadas para limpiarse las manos de tierra.
-Claro. ¿Qué se te da bien?
-Nada -dije. Últimamente estaba usando mucho esa palabra-. Van a tener que enseñarme.
Kris sonrió y señaló los surcos.
-Entonces no te queda más remedio que aprender a arrancar las malas hierbas. Ven. -Señaló-. Eso es una cebolla. No hay que arrancarla. Cualquier cosa que no se parezca a ella, como esa, o esa otra, es una mala hierba. Al menos en este surco. Ya has aprendido. Hala, vete.
En cuestión de media hora, la incómoda posición, que era nueva para mí, había conocido a mis heridas y se había aliado con ellas para obligarme a abandonar. Además, estaba sudando, a pesar de que no era un trabajo agotador. Pero eso era precisamente lo que quería. El trabajo ralentizó mis pensamientos y los obligó a aventurarse por caminos desconocidos, caminos que la vida que había llevado hasta la fecha no había sembrado de minas. Me llevé una gran sorpresa cuando, al pasar junto al último brote de cebolla, descubrí que realmente era el último.
-Buen trabajo -dijo Kris-. En el siguiente surco hay lechuga. Se parece a esto.
Un minuto después, Kris señaló lo que yo tenía en la mano.
-Eso es una lechuga.
-Oh -dije. Después de eso, lo hice mejor.
Al cabo de algún tiempo, pude discernir sin ayuda cuáles eran las malas hierbas. Entonces, Kris se trasladó a la huerta siguiente y me dejó a solas en la que estaba trabajando. Era un trabajo hipnótico, dotado de un ritmo suelto y un juego de técnicas físicas que eran al mismo tiempo precisas y triviales. Como saber que un movimiento lento y suave extraía la hierba de raíz mientras que un tirón brusco arrancaba solo la superficie. O que con los dientes de león había que tirar de todas las hojas al mismo tiempo. La maquinaria de mi brazo moviéndose adelante y atrás, extensión, sacudida, tirón. Eso podía hacerlo. Sabía de dónde procedía la habilidad y a quién le pertenecía. A mí, a mí. Mientras el resto de lo que sabía era robado, aquello me pertenecía.
Por mediación de Kris, que era quien me lo había enseñado. Entonces, ¿le pertenecía a Kris, a fin de cuentas?
Y alguien debía de haber limpiado también el jardín de China Black. Quienquiera que fuese, compartía conmigo aquel conocimiento.
Me había detenido a mitad de movimiento, todavía en cuclillas y con la última hierba que había arrancado en la mano. Era una plantita de escapos largos con hojas cortas y ovaladas que crecían a pares desde el tallo. En la cúspide tenía un racimo de flores con forma de estrella, de un color magenta tan intenso que casi resultaba doloroso.
Había arrancado una igual antes… en el jardín de China Black.
-¿Gorrión? -La voz de Sher llegó hasta mí desde el otro extremo del surco.
No podía respirar, salvo en pequeñas exhalaciones bruscas que parecían atascárseme en la garganta. Había arrancado una de aquellas después de una discusión con Sherrea, mientras, sin que yo la escuchara, me decía: no les perteneces. No les perteneces ahora ni les pertenecías antes.
El origen de mi cuerpo y de mi mente no importaba. Yo, la parte de mí que aprendía, que revivía los recuerdos, que sabía que había arrancando una planta como aquella antes, tenía quince años de edad, y era inocente de todo bien o todo mal. Neutral. De aquel momento en adelante, era como una cinta virgen: lo que podría grabarse en ella, y cuándo, y por qué, solo era cosa mía.
No podía respirar. Había soltado la planta. Me cubrí la cara con las manos mugrientas, como si pudiera encontrar y arrancar lo que impedía entrar al aire. Mi cuerpo entero, retorcido, se estremecía con los jadeos y los sonidos agudos de las inhalaciones.
-Oh -dijo Sherrea, muy cerca de mí-. Oh, joder. -Sentí que su brazo me rodeaba, suavemente al principio, y luego con mucha fuerza.
Estaba llorando. Cuando lo comprendí, la cosa empeoró, hasta que no pude contenerme, hasta que me pregunté si se podía morir de llanto. Estaba poniéndome al día por todo aquello que no había llorado antes: por Cassidy; por Dana; por mi propio dolor; por los archivos y su gloriosa y brillante ventana al pasado; por la expresión perdida y desesperada que había visto en el rostro de Frances cuando había creído que era el final de su vida; por Theo, apartado de su casa y de su padre. Lloré porque Josh seguía extrañando a su mujer y porque Sher estaba llorando. Lloré porque todas las cosas que no había sentido antes habían aparecido de pronto y se habían instalado en mi interior, y como la superficie era nueva y delicada, todas ellas me hacían daño.
-Gorrión -dijo Sher sorbiendo por la nariz-. Está bien. Está bien.
Tenía razón, de hecho. Pegué el rostro a la tela de su hombro y seguí llorando.
<a l:href="#_ftnref32">*</a> (N. del T.: en castellano en el original)