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Desenlace
La Torre
Waite: la ruina de la Casa de la Vida cuando el mal ha prevalecido, el quebrantamiento de la Casa de una Falsa Doctrina.
Cray: cambio y catástrofe. Libertad obtenida a un alto precio.
Crowley: su arma mágica es la espada. Sus poderes mágicos son obras de cólera y venganza.
10.0: danzar por un arco-iris, sudar por el sol
Aquella noche soñé, creo que la noche entera. En varias ocasiones sentí deseos de despertar, y es posible que lo intentara. Pero no hubiera podido despertar del mundo que recorrí aquella noche, como tampoco podría haberlo hecho en el mundo real.
Lo siento. Ha sido una expresión mal elegida. Lo diga como lo diga, no habría podido despertar.
Empezaba con los pictogramas, en blanco y negro. Los había olvidado, o al menos había olvidado mencionárselos a nadie. Volvía a estar al extremo izquierdo de la fila, y a mi lado, la mujer del turbante decía:
-No hay tiempo. No es culpa tuya. Tampoco es culpa tuya que haga viento y llueva, pero lo sufres igualmente. No se te puede enseñar la danza en un puñado de soles, y menos en este pequeño reducto de oscuridad.
La criatura que tenía la lira a su lado respondió:
-¿Qué hay que enseñar? Paso, pasito, cha-cha-cha. Todas las criaturas vivas la conocen ya. Oye -me gritó-, ¿sabes esos bichitos que tienes dentro? ¿Los pequeños que le dicen a todo lo demás lo que tiene que hacer? ¡Diles de mi parte que empiecen!
-Por una vez, podrías tratar de no ser un estorbo -dijo ella-. Viejo mentiroso.
-Tú -replicó él con repentina dignidad- eres un coñazo. Estando de ese humor, ¿a qué viene hablar de baile? Vete a un bar. Qué pérdida de tiempo. Estamos aquí fuera. ¡Música, música, música!
Tres dimensiones. No fue una transición brusca, pero hasta entonces había sido un mundo plano, como una hoja de papel. Lógica onírica. La criatura de la flauta, que estaba aún allí, y al mismo tiempo ya no estaba, me cogió por la muñeca y me arrojó a un lado. Alguien me cogió y volvió a lanzarme. Oía la flauta pero no podía verla. Pero además de la flauta, oía tambores y las voces bruscas y repetitivas de los tambores de la plaza del pueblo. Veía a quienes los tocaban, hombres y mujeres, empapados de brillante sudor, con los hombros desnudos y los labios contraídos en sonrisas de fatiga y deleite. Alguien más me cogió del brazo.
Turbadores. Yo era el eje reacio de su rueda. Movían los pies y daban palmas al ritmo de los tambores, mientras sus ojos giraban dentro de sus órbitas. «¡Paso! ¡Paso! ¡Paso!», cantaban. Sus brazos flacos y sus huesudos codos eran como las ramas desnudas de los árboles, zarandeadas por el viento del ritmo. Me derribaron. Los tambores me golpearon como martillos, me cortaron la piel, pusieron sus huevos de ritmo en las sanguinolentas heridas y las cerraron para esperar a que eclosionaran. Esa fue la primera vez en que quise despertar con todas mis fuerzas.
Los Turbados hacían cabriolas a mi alrededor, recorriendo la iluminada noche de las Profundidades. Los edificios estaban iluminados como en las escenas callejeras de las películas musicales, con marquesinas iluminadas y carteles de neón, con un despliegue despreocupado de electricidad por todas partes. Era un musical; un reparto de miles de actores saltó y se contoneó y brincó de forma caótica por un mercado Nicollet convertido en escenario. Los dos Mick Skinner estaban allí, o al menos sus dos cuerpos. También estaban Dana y Cassidy. Pasó un esqueleto con un sombrero de seda y un chaqué y se detuvo un solo instante para lanzarle el cráneo al círculo de Turbados y castañetear los dientes en mi dirección.
Yo había estado mirando a los Turbados de forma equivocada. Había estado pensando en ellos como gente enferma y subalimentada. Eran cadáveres maravillosamente bien conservados. Qué estupidez. Bailaban muy bien.
Dos manos de largos dedos, rosadas y pardas, se levantaron junto a la piel grisácea de los Turbados, separaron el borde de su rueda y llegaron hasta mí. Dejé que me tomaran por las muñecas, que me sacaran del círculo.
Las manos pertenecían a una mujer, cuyo pelo negro caía sobre sus hombros y llegaba hasta sus tobillos. Estaba desnuda. La miré fijamente, sin poder evitarlo, porque allí, en la calle onírica, no podía apartar la mirada ni marcharme como podría haber hecho en la vida real. Su cuerpo era muy extraño. La blanda y sustancial carnalidad de los pechos, que se bamboleaban y temblaban cuando se desplazaba; el suave relleno del estómago, los muslos y las amplias caderas. No estaba gorda, pero al mirarla, pensé en mantequilla y crema y melaza y otras cosas suculentas: seda y satén, oro derramado bajo una luz tenue, la caricia del agua templada sobre la piel. Se aproximó a mí y me dio un beso en los labios.
Luego se apartó y una figura apareció detrás de ella. Era un hombre, de tez oscura y desnudo también. Sus hombros eran tan rectos como los míos, solo que más anchos bajo la capa roja que colgaba de su cuello. Sendas losas de músculo contorneaban el pecho bajo una fina mata de pelo negro y rizado. No poseía cintura discernible. Su cuerpo se estrechaba desde el pecho hasta las caderas, ahusado y recortado como la hoja de un cuchillo, y el vello que lo cubría menguaba hasta convertirse en una franja fina a la altura del abdomen y se volvía más tupido en la entrepierna. El pene colgaba relajado de la negra mata, fláccido y bamboleante. Las piernas estaban cubiertas de pelo negro y tenían rodillas huesudas. No me imaginaba caminado en aquel cuerpo. No me imaginaba caminando en el de ella.
Los había visto antes. ¿Dónde…? Ah. Estilizados, en las paredes del hounfour deChina Black.
También él me cogió las manos, me atrajo y me besó en los labios. Entonces la imagen dio un salto, como si alguien hubiera empalmado demasiadas tomas en la secuencia. Una mano grande y blanca como la leche se cerró alrededor de mi cuello hasta que no pude tragar saliva, hasta que mi respiración empezó a sonar como una sierra cortando una pared, y me empujó contra la pared. Y Beano dijo:
-No hay nada gratis… -y aunque en realidad no sentí ningún dolor, fue la segunda vez que quise despertar, y con más urgencia que la primera.
La continuidad, incluso la que imponía la lógica onírica, se quebró, como si el encargado del proyector hubiera puesto el rollo equivocado. Me encontraba en una de las huertas, a solas, en medio de un silencio perfecto que nunca hubiera existido en un campo de verdad. El surco que había a mis pies estaba a medio plantar. Me arrodillé y reanudé el trabajo. Extender, tirar y arrojar. Extender, tirar y arrojar. Tenía su ritmo. Tenía sonido, una serie de sonidos… y empecé a oír los tambores, desde algún lugar lejano, respondiendo al movimiento de mi brazo.
Me levanté (y mientras lo hacía lo oí también y le hice un hueco en el ruido de los tambores) y eché a andar hacia la plaza del pueblo. Cuando llegué allí la oscuridad era completa, pero las antorchas, las lámparas y la fogata la dividían en agradables secciones. Los tamborileros formaban una parte del círculo y tocaban violentamente, con los tambores grandes entre las rodillas y los más pequeños apoyados en los muslos. El resto del círculo daba palmas y se balanceaba y respondía con cantos a una voz fuerte cuyo propietario yo no veía.
Los bailarines estaban en el centro, golpeando el suelo con los pies, sacudiendo la cabeza, agitando los hombros. La voz fuerte era, descubrí, la de Sherrea, que cantaba en una lengua que yo no conocía.
Y eso que conocía muchísimas. El círculo de testigos había retrocedido detrás de mí. Ahora solo me rodeaban los bailarines. Ninguno de ellos me tocaba, pero tampoco tenían que hacerlo. La fuerza de sus movimientos y el ritmo con el que se movían era como un asalto.
Sentí que el ritmo se prendía de mis músculos. Sentí que la cabeza se me echaba hacia atrás y mi cuerpo se arqueaba como si alguien me hubiera atado una cuerda a la columna y estuviera tirando de ella. Tenía las piernas débiles y no respondían las órdenes de mi cerebro.
Y en todos los cortes de mi piel, en la sangre que circulaba por caminos cerrados debajo de ella, en los huesos rectos y sólidos de mis brazos y mis piernas y en el caparazón de hueso de mi caja torácica, los huevos del ritmo estaban eclosionando.
Esta fue la tercera vez, y la más intensa. De lo que habría escapado entonces no era del dolor. Era de la llegada de la cosa que llevaba toda la noche esperando, la cosa de la que Sherrea no me había hablado. El número del vudú es el nueve, porque nueve es tres veces tres y el tres es el núcleo de todo. Alguien dijo esto, como en un aparte. Yo no estaba prestando demasiada atención.
Los huevos eclosionaron formando un chorro de… no lo sé, no lo sé. ¿Cómo se siente el controlador de carga cuando la corriente llega por el cable desde el generador eólico, hidroeléctrico o fotovoltaico y él lo acumula y empieza a dispensárselo a la batería? ¿Es así de caliente, espeso y caliente y dulce en la boca y en los músculos? ¿Es claro y brillante como una bocanada de ozono después de un rayo? Qué estupidez. Es una máquina. No sabe nada. Yo sí supe.
Levanté un pie y la potencia me atravesó como si una turbina se hubiera puesto en movimiento. El menor movimiento lo provocaba. Un paso, un salto, una torsión, como la punta de una lengua de llama. Cualquier movimiento. ¿Funcionaría en alguno de aquellos cuerpos, el masculino y el femenino? Imagino que no. En esos trajes de carne prestada no. Solo en este recipiente de energía pura, engullido y cegado en un maremoto de luz blanca.
Sherrea estaba frente a mí, vestida de blanco. Cantó un verso y todas las voces que me rodeaban respondieron. Me eché a reír y caí de rodillas delante de ella. Sacó un espejo.
Conocía mi cara. Siempre había utilizado espejos para asegurarme de que era vulgar, para asegurarme de que me parecía lo más posible a la gente que me rodeaba. Así que conocía mi cara, aunque no por sí misma, sino como un reflejo y una copia imprecisa de otros. Ahora sabía que tenía que registrar aquel reflejo en busca de la piel y los huesos, los ojos, la nariz y la boca reales. Utilizando, como había dicho Sherrea, la mente entera…
Cuando lo encontré, construí una réplica en mi memoria, para poder volver a encontrarme sin el espejo. Una frente alta y suave delimitada por un cabello abundante y negro; cejas negras, elevadas y rectas sobre unos ojos grandes, negros y de largas pestañas; una nariz delgada, con un puente elevado, y una boca fina y alargada. Mandíbula y barbilla angulosas y sin casi carne. Huesos y rasgos, huesos y rasgos y poco más. Sin extras ni ornamentos. Los huesos estaban cansados de su inmovilidad.
Vi una chispa en mi ojo derecho. Un reflejo en el negro estanque de la pupila, una luz; una pequeña escena. Abrí el ojo de par en par y me aproximé al espejo.
La orilla de un río, y un reflejo sobre algo metálico: había una figura tendida en la orilla del río, con los brazos y las piernas abiertas. Varias espadas, metal blanco brillante a la luz del sol recién salido, la atravesaban. Sobre la arena se extendía la melena rubia como los brazos de una estrella de mar, mojado y cubierto de tierra. Una espada larga y brillante asomaba por la boca abierta, bajo los ojos llenos de asombro y abiertos de par en par.
Era Dana.
Me había incorporado antes de despertar, temblando. Si había hecho algún sonido, no había bastado para despertar a nadie.
Era ya media mañana y no se oía nada en la casa. Probablemente Josh, Mags y Paulo hubiesen salido a ocuparse de sus cosas. Hacía calor y el aire me pesaba como una losa. Me levanté y volví a sentarme. Oh, qué resaca más estupenda. Y encima me dolía toda la cara, la piel y los huesos. Había pasado algún tiempo desde mi última resaca, pero nunca me había provocado pesadillas.
Me vestí y fui a la cocina. A medio camino oí que alguien llamaba a la puerta de la calle, así que apreté el paso.
Era Sherrea.
-Hola. ¿Acabas de levantarte? -me preguntó desde el otro lado de la pantalla.
-Hum. ¿Quieres desayunar?
-No. Mira, ¿podrías saltarte el desayuno y salir un minuto? Quiero decirte algo.
Yo acababa de abrir el frigorífico. Volví a cerrarlo.
-¿Pasa algo?
-En realidad no. ¿Puedes salir?
Cuando salí al porche trasero, sus ojos se abrieron de par en par.
-¿Qué pasa? -dije.
-Pareces… no lo sé. Tienes una pinta rara. O sea, no rara sino… -se encogió de hombros-. Olvídalo.
El cielo era azul y claro y estaba cubierto al sudoeste con desordenados jirones de nube. En la parte delantera, sobre las escaleras, nos encontramos con Theo y Frances. Me pregunté si sería una conspiración o también ellos se habrían quedado sin desayunar a petición de Sher. Me miraron y Theo arrugó las cejas. Frances se me quedó mirando, con los labios entreabiertos, como si se hubiese olvidado de ellos, y al cabo de un instante dijo:
-¿Qué has…? -y se detuvo.
-Bueno, ¿qué pasa?
-Pareces tú -dijo lentamente-. Más que nunca.
-Lo mismo digo. ¿Es que vosotros nunca habéis tenido una mala resaca?
-Parad -dijo Sher- o se me olvidará algo. Y creo que como eso pase será una mierda. -Aspiró profundamente-. Muy bien, esta noche he tenido un sueño. Y tengo que contároslo a todos a la vez para asegurarme de que no olvido nada.
Theo, Frances y yo intercambiamos una mirada, pero no éramos tan tontos como para decir nada.
-Estaba en las Profundidades -empezó Sher-. Era primera hora de la mañana y las calles estaban llenas de sombras. Se ven nubes negras entre los edificios y algunos relámpagos entre ellas. Estoy junto a Ego cuando una mujer se me acerca por Nicollet. Está casi corriendo. Cuando se aproxima veo que tiene el ceño fruncido, como si estuviera preocupada. El viento arrecia de repente y empiezan a volar papeles y hojas por todos lados. Se me acerca y dice: «no hay tiempo. Vete a casa y dale esto a tu amigo». Y me entrega una postal.
»Se parece a las que encontramos ayer, con los edificios iluminados, y el Gilded West en medio. Pero el edificio por el que preguntó Theo… Tú conocías el nombre, Frances…
-El Multifoods.
-Justo. Ese no estaba.
Se detuvo.
Esperamos.
-¿No lo veis? Es ahora, solo que los edificios están iluminados.
-Vale -dijo Theo. Yo pensé lo mismo.
-¿Por qué nosotros? -preguntó Frances.
-Porque -dijo Frances, totalmente exasperada- me dijo «tu amigo». Pero no dijo cuál.
-¿Y pensaste que podíamos saberlo nosotros cuando nos contaras la historia?
-Supongo que, si creía eso, estaba equivocada. Mierda puta.
Desde el otro lado del pueblo, donde estaba la carretera del noroeste, oímos el sonido ronco de un motor.
-Hum -dijo Sher-. Tenemos compañía.
-Qué raro -dije.
-Lo que pasa es que no te habías fijado hasta ahora. A veces pasa algún vecino para intercambiar algo o para traer noticias. Ese parece el camión de Skip Olsen.
-Puede que hubiera viento anoche -dije-. Fue una noche de sueños.
-¿Tú también tuviste uno? -preguntó Sher, muy seria.
-Un montón. Terribles. En el mío también había gente con mucha prisa.
Al otro lado de la plaza, dos personas caminaban hacia nosotros. Una de ellas era Josh. El otro era un hombre de pelo blanco, unos diez años más joven, con un sombrero de paja de cowboy. Llevaba algo en una mano.
-¡Gorrión! -gritó Josh cuando estuvo lo bastante cerca para hacerse oír-. ¡Te presento a Skip Olsen!
Para entonces se encontraban ya junto a la barandilla del porche. Olsen me tendió una mano morena y venosa. Yo extendí la mía y se la estreché. Tuve que esforzarme para hacerlo. Olsen estaba sonriendo.
-Nunca había oído hablar de ti -dijo- pero esto lo han enviado al pueblo, así que supuse que si venía y preguntaba, todos te conocerían. -Se echó a reír y Josh hizo lo mismo. Alargué la mano y cogí el paquete que Olsen me ofrecía.
Era una caja de cartón blanco llena de rozaduras, parecida a una caja de regalo, un poco más corta que mi antebrazo y la mitad de gruesa. Estaba atada con bramante marrón. Sobre ella, alguien había escrito a bolígrafo:
A Gorrión
El zoo
Apple Valley
Por supuesto, no había remitente.
Josh se llevó a Olsen a su casa para tomar una taza de té. Yo me quedé mirando la caja. No pesaba mucho.
-No la abras -dijo Frances con voz tajante.
-¿Por qué no?
-Gorrión, no seas imbécil. No la abras.
Pero yo ya había quitado el bramante. Abrí la tapa.
Como todos los regalos, tenía papel de seda en su interior. Lo doblé y lo guardé. Dentro había una gruesa cola de pelo rubio, atado con una serpentina muy fina de terciopelo negro. Uno de sus extremos era irregular; el otro era recto y parecía recién cortado. Los primeros seis centímetros de este lado estaban empapados de algo que, por mucho que uno se empeñara, no hubiera podido negar que era sangre.
No se me cayó la caja porque casi no pesaba. Me acerqué con mucho cuidado al primero de los escalones y me senté, con la caja todavía entre las manos, mirando su contenido.
Como ni Theo ni Sher lo entenderían y puede que Frances no se acordase, dije:
-Es de Dana.
Mi voz pareció llegar desde el otro lado del pueblo.
Frances se inclinó con el brazo extendido sin llegar a tocar el extremo manchado de la cola.
-¿Y eso de quién es?
-Nunca lo sabré, ¿no? -dije, mirándola-. A menos que vaya a averiguarlo.
Su mano se apartó bruscamente.
-No. Puede quedarse sentado como una araña en medio de su tela y morirse de hambre, o prosperar, o hacer lo que le dé la gana. Si yo no voy, no va nadie.
Levanté la tapa de la caja y se la enseñé.
-Entonces vendrá él. ¿Te parece mejor?
-¿Cómo se ha enterado? -preguntó Theo.
-Nunca hemos sido un secreto -dije con la voz quebrada-. Alguien lleva las calabazas al mercado, cuenta algunas cosas, alguien las escucha o se las cuenta a otro… Probablemente lo sabe hace semanas.
-Iré yo -dijo Frances con los labios fruncidos.
Me volví hacia ella.
-No te han invitado.
Vi cómo cambiaban sus ojos al comprender que yo tenía razón. La caja llevaba mi nombre y la amenazada era amiga mía.
-No puedes -dijo, igual que había dicho en Del Corazón-. No puedes. Por Dios, si hasta puede que ya no esté viva.
-Solo hay una forma de averiguarlo. -Tapé la caja cuidadosamente. Había soñado con Dana. Con el Diez de Espadas, destinado a mí. Puede que ese fuera el significado de tanta premura.
-Necesitamos otro plan, joder -dijo Sherrea.
-Preferiría que no usarais el plural. No necesito un plan para entrar. Esta vez sé que me estará esperando. Probablemente me deje una luz encendida.
-Espera, espera. -Frances se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y se pasó los dedos por el pelo-. ¿Qué esperas conseguir?
Pensé en ello mientras los demás, como por milagro, guardaban silencio y me dejaban hacerlo.
-Quiero salvar a Dana. Si me preguntas lo que me gustaría por mi cumpleaños, joder, me gustaría que Theo pudiera volver. Y que Tom Worecksi no pudiera volver a hacer nada como esto.
-Entonces tendrás que matarlo -dijo Frances.
-¿Ah, sí? La experta eres tú. -Me sentí mal al ver que su rostro perdía el color. No pretendía hacerle daño.
-Gorrión -dijo Sher de repente con una voz espantosa-. ¿Qué has soñado?
Traté de contarlo con tanta objetividad y claridad como ella, pero no tenía un original tan coherente como el suyo. Cerró parcialmente los ojos, levantó las rodillas y apoyó la cabeza en ellas cuando terminé.
-Oh -dijo, apagada-. Oh, no. La he jodido. Se nos ha agotado el tiempo. Lo siento -dijo, y levantó los ojos. Los tenía inyectados en sangre-. No sabes nada porque he tardado demasiado en empezar y ahora hay que actuar, estés como estés. Te matará. Oh, ¿a qué día estamos, joder?
Los demás permanecimos sentados, amedrentados por aquel discurso terrible e ininteligible. Pero la voz de Josh, desde la puerta principal, dijo:
-Veintitrés de junio. La víspera de san Juan.
-Que me maten -dije-. Es mi cumpleaños. Qué coincidencia.
-¿No lo entiendes? Aquí no hay coincidencias. Los loa te hicieron para esto. Todos los demás tienen un alma que forma parte de la continuidad. La tuya es totalmente nueva. Eres un objeto hecho a medida para eliminar un atasco en el flujo de energía y este es el atasco y el momento. Mañana es el solsticio. La conmemoración del sol, la fuente de energía. Por supuesto que ha de ocurrir entonces. ¡Y aún no ha concluido tu preparación!
Volvió a enterrar la cara entre las rodillas.
Josh salió al porche y le puso las manos en los hombros.
-No cargues con todo.
-¿Y con quién se supone que voy a compartirlo? -gimió ella, pero levantó la cabeza y se secó los ojos-. Tienes razón. Así no conseguiré una mierda.
De hecho, sí que había conseguido algo.
-De esto iba la lección de la otra noche, ¿no, Sher? La que me dijiste en la ciudad. «Habrá sangre y fuego y los muertos bailarán por las calles». ¿Verdad?
Asintió, con lentitud, probablemente porque no le gustara mi tono de voz. A mí tampoco me habría gustado.
-Soy buen estudiante. Veamos si he entendido bien. Estás diciendo que los loa dieron vida a un cheval para usarlo, en algún momento, para acabar con algo… -mientras lo decía, se me ocurrió la respuesta-. El monopolio de Albrecht, ¿no? Y me soltaron para que creciera y me preparara para esto. Ahora están aquí. Y el mensaje es: «nosotros te creamos. Nos lo debes».
Sher sacudió la cabeza.
-Claro que sí. Has dicho que esto podía matarme. Pero tienen derecho a hacerlo, porque les pertenezco. Yo tenía razón, Sher, y tú mentiste. No poseo nada. Y no existe nada gratis.
Frances y Theo estaban mirándonos. No sé si algo de lo que estaban oyendo tenía sentido para ellos. Pero no estaba hablando con ellos.
Sher recuperó el habla al fin.
-Estamos leyendo el mismo libro, pero tu traducción es un asco. Vale. Si lo que dices es cierto, no tienes elección. Pero vas a descubrir que nadie te obliga a hacerlo. Estoy tratando de conseguir que quieras hacerlo, porque si supieras lo que deberías saber a estas alturas, querrías hacerlo. Santos, la única persona que está tratando de presionarte es Worecksi. Pero tu estúpida vida fue un regalo, joder. Cuando anoche dije que la única razón para hacer algo era el amor o creer que había que hacerlo, lo decía en serio. -Se levantó, con los hombros muy rectos-. Si decides ir a Ego, por Dana o por Worecksi o por lo que sea, avísame. Te ayudaré. Por amor y porque hay que hacerlo.
Había bajado los escalones y se había alejado seis pasos más antes de que pudiera moverme o supiera que quería hacerlo. Salté la barandilla, caí sobre las flores y la cogí del brazo.
-Lo retiro. Aún no puedo reemplazarlo con nada, pero lo retiro.
-¿Por qué? -dijo con el rostro crispado.
-Porque… porque no sé nada sobre tus malditos loa y no sé si serían capaces de hacer lo que acabo de decir. Pero no creo que tú pudieras.
Se me quedó mirando, con la respiración alborotada.
-No es mal razonamiento -dijo finalmente- para un pedazo de mierda. Cuando te eché las cartas… apareció la Muerte. ¿Te acuerdas?
-Sí.
-En el Tarot no significa morir. Significa cambio, transformación. Creo que eso es lo que hay en el Gilded West y por eso se hizo con él la familia de Theo y lo cerró.
-Una barrera simbólica frente al cambio.
-Joder, no: una barrera real. La magia de los hoodoo opera en el nivel simbólico para conseguir cosas en el real. Creo que el cierre del Gilded West fue una obra de vudú. Y creo que mi sueño me pide que la deshagamos. Que volvamos a encender el edificio.
Theo, detrás de mí, dijo:
-Yo podría hacerlo.
-¿Qué?
-Podría encender el Gilded West. Está todo allí. Lo único que necesito es una fuente de energía para activarlo.
-No -dije-. Tú no vuelves a la ciudad.
-No voy a volver a Ego. No tengo por qué. Salvo para conseguir un poco de electricidad. Puede que tenga que robar un poco de energía de la puerta de al lado.
-Frances -dije-. ¿Cómo puedo detener a Tom?
-Lo sabes perfectamente. Lo encierras en su cabeza y matas esa cabeza.
-¿Y si se quedara aislado fuera?
-¿Cómo?
-¿Viviría si no tuviera un cuerpo en el que cabalgar?
-Por supuesto que no. No es un fantasma, joder. Pero ¿cómo esperas hacer eso?
-No lo sé -dije-. Y tampoco sé cómo conseguirle a Theo la energía que necesita sin sacarla de Ego. Pero eso no me gusta, ni me gusta la idea de matar a alguien más para llegar a Tom Worecksi.
-Probablemente ya haya matado la mente del huésped -repuso Frances, al tiempo que Sher decía:
-Por supuesto. Eso se cargaría el simbolismo.
-¿Cómo? -preguntó Theo.
-Si el vudú opera al nivel simbólico -dijo Sher, impaciente-, ¿qué significa, desde un punto de vista simbólico, que le robes la potencia a la cosa de la que quieres librarte para alimentar el proceso con el que te libras de ella? Y no puedes matar el cuerpo que ocupa Tom porque no tienes más derecho a decidir lo que se hace con él que el propio Tom. No te librarías de él, te convertirías en él.
-Probablemente de forma literal -dije-, basándose en pasadas experiencias.
-No te olvides de los que estamos aquí -intervino Frances con voz afable-. Guarda un poco de ese veneno para mí.
Sherrea, para gran asombro mío, se puso colorada.
-Es absurdo olvidar que yo también soy uno de ellos -añadió Frances. Abstraída, se miró las manos, antes de decir-. La he asfixiado. Ha sido como asfixiar a un niño con una almohada, aunque he tardado más. He pasado cuatro años en su cuerpo y no era, que Dios la ayude, un alma fuerte.
-Tienes razón -dijo Sher-. Lo había olvidado. Pero puedes pasártelo en grande flagelándote más tarde. Para lo que tenemos que hacer, es irrelevante.
Frances enarcó una ceja desalentadora.
-¿Y dónde estábamos? Con las ruedas metidas en un socavón simbólico. A menos que uno de vosotros tenga una pala metafísica.
Detestaba aquella situación. Se notaba. Ni siquiera tenía la misma tolerancia para el vudú que yo. No había pasado años en las calles rodeada por él, haciendo tratos con él, usando sus formas como elegantes ficciones sociales y sus principios como juramentos. Si las divagaciones de Sher sobre la energía contenían algo de verdad, el poder de Frances procedía del pasado que le había dado a luz. Nunca pensaría en pedirle favores a los loa.
-Oh -dije débilmente-. Bueno, claro.
-Me alegra que tú precisamente pienses eso -dijo Frances-. Pero podrías iluminarnos un poco a los demás.
-¿De qué sirve tener un dios en la máquina si no le pides que te ayude de vez en cuando? Sher, si los Ingenieros hoodoo sonalgo más que una experiencia de vida en comunidad… ¿Lo son?
-Termina la frase -dijo con brusquedad.
-¿Pueden actuar sobre el clima?
-Es un proceso lento.
-¿Y podéis pedirle favores a los loa? ¿Os los conceden?
-Santos, Gorrión, ¿qué…?
-¿Podrían, por ejemplo, crear una tormenta increíblemente melodramática en el momento justo y en el sitio adecuado si se les pide con amabilidad?
Sher seguía mirándome fijamente, pero Theo silbó y dijo:
-¡Acojonante! Hasta podría funcionar. Solo que… ¿Cuánto tiempo tenemos?
-Un día entero -respondió Sher secamente.
-Mierda. No podría montar un molino de viento ahí arriba sin una docena de personas. Y además podrían verlo desde Ego.
-O sea, que necesitamos un molino realmente pequeño -dije.
Theo sacudió la cabeza.
-Las aspas serían demasiado pequeñas. Necesitaríamos un tornado.
-Ya que vamos a pedir, ¿por qué no pedir a lo grande? Déjame pensar. -Me froté la frente con las dos manos-. Si… si conseguimos el viento… Necesitaríamos una turbina de helicóptero, de las que giran alrededor del eje vertical, y tendríamos que montarla en… Chango, tendríamos que construirla primero, porque no sé dónde conseguir una.
-New Brighton, Hopkins o el parque Saint Louis -dijo Frances.
-¿Qué? -dijimos Theo y yo, más o menos al unísono.
-Honeywell estaba construyendo turbinas Darrieus para el Ejército, para los puestos de escucha del ejército. De helicóptero, ¿no? Fibra de carbón y plástico, y pequeñas, para que no pudieran detectarlas desde el aire. Puedo deciros dónde estaban las plantas. Mejor aún, puedo llevaros allí.
Miré a Theo.
-¿Hemos tenido una turbina de helicóptero en el vecindario todo este tiempo?
-Alguien podría habérsela llevado ya -dijo Theo, incrédulo.
-Si hubiésemos sabido que estaba ahí, lo habríamos hecho nosotros. ¿Puedes conseguir que funcione?
-Si podemos sacarla de allí -dijo-. Si puedo montarla… Sher, ¿me cargaría el simbolismo si traigo algunas cosas del Underbridge?
-Tres hurras por Tom Swift y sus muchachos -dijo Frances-. Y ahora, ¿qué pasa con Worecksi?
-No sé. Esa no es mi especialidad. -Me volví hacia Sher-. ¿Qué se usa para contener a un espíritu?
Sher lo pensó.
-Un govi. Una vasija de almas. Cuando alguien cree que está siendo atacado con vudú, le pide a los houngan que guarden su espíritu en una botella y la escondan. Yo creo que es una gilipollez.
-Bueno, ya conoces mi punto de vista sobre ese tema.
Se ruborizó.
-Gracias.
-No, mi punto de vista es que no tenemos la menor idea de lo que está pasando, así que puedo utilizar cualquier cosa que alguien crea que puede funcionar.
-No sé si funcionará. No sé si tenemos tiempo de prepararlo. Mierda…
Extendí las manos y toqué las suyas.
-Oh, vamos. Siempre es posible que nos reencarnemos.
-Espero que no -me espetó, y se alejó cruzando la plaza del pueblo.
-Será mejor que me marche -dijo Theo-. Tengo que ir a buscar el equipo. ¿Puedes prestarme a Frances un rato para que me ayude a conseguir la turbina?
-Espera un segundo -dije con sorpresa-. No hemos…
-Sí, sí que lo hemos hecho. Sher se ha ido a hacer su parte. Yo tengo que irme a hacer el mío. Quiero decir, me ha parecido entender que nos queda poco tiempo.
-Theo, si… Mira, algo va a fallar. Puede que todo. Te arriesgas a perder mucho si se te cae todo encima. Creo que será mejor que no te metas.
-Ya he perdido un montón. -En su bonito rostro había aparecido una mueca dura que confiaba no fuera permanente-. Quiero hacer algo para recuperarlo.
-Puede que este no sea el modo.
-¿Quieres hacerlo tú en mi lugar?
Me tenía. Y lo sabía. Lo vi en sus ojos.
-Esto no es Los siete magníficos, Theo. Es la vida real.
-¿Lo es? Cuando te oigo, me recuerdas a Por un puñado de dólares. Adelante, dime que vas a limpiar el pueblo sin ayuda de nadie.
No tuve más remedio que bajar la mirada.
-No puedo. Soy incapaz de estar en dos lugares al mismo tiempo.
Por supuesto. Había que hacerlo. Theo, que no parecía tener religión, se había regido siempre por este principio.
-Pero… Por Dios, Theo, no te acerques a Ego.
-Lo intentaré -dijo. Luego me estrechó la mano rápidamente y se marchó en la misma dirección que Sher.
Lo que dejaba solo a Frances.
-¿Y yo qué hago, jefe?
-Ayudar a Theo a encontrar una turbina, supongo.
-¿Y luego?
-Volver aquí.
-No, de eso nada.
Ya me lo esperaba.
-¿Para qué coño tiene amigos la gente? -estallé.
Ella no malinterpretó mis sentimientos.
-Como sin duda diría Theo, es una jodienda. Pero no puedes salvarnos de nuestro futuro, como no puedes salvarte del tuyo. Dispón tus tropas.
Suspiré.
-En realidad me sentiría mejor si te quedaras con Theo. Necesitará ayuda con la instalación y si se mete en líos… -me encogí de hombros-. No es precisamente John Wayne.
-Por suerte para ti, yo tampoco. John Wayne era un actor. Muy bien, haré de perro guardián para Theo. Lo que significa, creo, que esto es todo… perdona, au revoir.
-¿No vas a volver?
-Te avisaremos si encontramos la turbina. Pero si lo hacemos, será mejor que vayamos directamente a la ciudad.
Se quedó frente a mí un momento. Entonces, suavemente, me rodeó con los brazos y me soltó. Miró al cielo y dijo con fiereza:
-Y como te plazca, Dios mío, dispón el día.
Luego se marchó.
Era la víspera de san Juan. Era mi cumpleaños. Era, estuviera en condiciones o no, me gustara o no, el día de mi presentación al amo de mi cabeza, mi maît-tête, mi patrono en el sistema.
Me había tendido con los ojos tapados en un cuarto que no era el mío. No había comido nada en todo el día. Vestía de blanco. Lo sabía porque me había vestido a solas, siguiendo las instrucciones de Sherrea. Lo mío era la electrónica, no las almas. No podía hacer otra cosa que seguir instrucciones.
Fuera tocaban unos tambores y llevaban haciéndolo una hora.
Escuché pasos, varios, y sentí unas manos sobre mis hombros y debajo de mis rodillas. ¿De quién eran las manos? Oh, dioses pequeños y grandes, ¿de quién eran las manos a las que me estaba entregando? Podía apartarme, podía arrancarme la venda de los ojos, podría decir que no. Sherrea no me había mentido aquella mañana. Podía decir que no.
Contuve la sílaba en el fondo de mi garganta hasta que no fue más que un sollozo, una rigidez entre los pulmones y la boca. Me levantaron en volandas y me llevaron fuera, al aire caliente y en calma y el incesante canto de los grillos. Los tambores me envolvieron como una tela suave.
Quienes me transportaban me apoyaron de repente sobre los pies descalzos, con un redoble de los tambores, y yo me tambaleé. Estaba sobre la hierba. Olía a cera de vela, madera quemada y gente. Me sostenían por los antebrazos. Me empujaron hacia delante, me sujetaron y me volvieron a empujar. Estaban transportándome, comprendí, por una doble fila de manos.
No erandesconocidos. Ninguna de las personas que estaban participando, que me transportaban de un lado a otro, me eran desconocidas. Josh, cuyas manos habían sostenido mi vida y no la habían dejado caer y luego me la habían devuelto sin pedir nada a cambio, estaría allí. Puede que aquellas manos fuesen las de Kris, con tierra debajo de las uñas y una sonrisa deslumbrante. LeRoy, quien había recogido mis pedazos y los había llevado hasta allí, y Mags, quien me había alimentado y me había vestido. Esas eran las personas que me habían levantado y me habían transportado desde mi antigua vida a la nueva. Podía confiar en que me transportaran sin hacerme daño una vez más.
A pesar de la venda, me di cuenta de que la luz había aumentado. Escuché el chisporroteo de las fogatas. Una leve presión en los hombros me indicó que debía ponerme de rodillas, y luego tenderme de bruces, sobre la hierba. Sobre mí, pero no muy lejos, como si estuviera arrodillada, oí la voz de Sherrea. Era la voz de una bruja de primera. Mi amiga Sherrea parecía una mendiga y hablaba como una gobernanta metida a criminal. Lloraba cuando le hacías daño. Ya no estaba allí. Aquella era una bruja.
-Cierra el círculo. Legba Attibon, deja que se cierre y siéntate junto a la puerta. Igual que te invitamos, pasa tú. Legba el del bastón, siempre eres bienvenido.
Por todos lados, respondieron voces en una lengua que no reconocí.
-¿Quién conoce a esta persona? -preguntó Sher.
-Yo -respondió un coro de voces fuertes y roncas. ¿Qué persona? ¿Yo?
-Guardad lo que sabéis en vuestras cabezas, entonces, tanto lo bueno como lo malo. Guardadlo allí, clavadle la vista, miradlo con claridad desde todos lados. Porque esta persona está condenada a la muerte, donde el yo se marchita y se diluye, donde hasta los nombres son desmenuzados y devorados. Esta persona va a atravesar el río que nunca discurre y al otro lado, si no podéis devolverle el alma con vuestro recuerdo, estará completamente muerta y vagará para siempre en la oscuridad, sin nombre.
Volví a sentir unas manos y me levantaron. Estaba sudando a causa del calor del fuego y de la noche, y sentía confusión y debilidad por culpa del hambre y el miedo. Las manos me empujaron y metí un pie en agua helada. Perdí el equilibrio. El otro pie se unió al primero y caí de rodillas en un frío tan intenso que, sencillamente, me heló los nervios. Aunque hubiera sabido lo que tenía que hacer a continuación, lo habría olvidado.
Entonces algo cálido en los brazos -¿unas manos?- me empujó hacia delante. Mis dedos se cerraron sobre la hierba. Me arrastré, con los pies tan inútiles como si fuesen de granito sin desbastar, y caí de bruces una vez más.
Estalló el ruido de una guerra a escala total. Gritos, tambores, todos los sonidos que pueden hacerse con los dedos y las palmas. Era muy agradable estar caliente. Era maravilloso estar en el suelo, como un papel de periódico húmedo y a punto de ser impreso, incapaz de levantarse y sabiendo que la condición era temporal.
De hecho, casi al instante tuve que sentarme, con las piernas debajo y la cabeza erguida. Las manosinsistieron. Me acariciaron y me cepillaron el pelo. Allí donde pasaban, me secaban y el frío desaparecía. Mi piel parecía rehecha y reinstalada sobre mi cuerpo. Mi corazón dio un único y fuerte zambombazo y empezó a latir poderosa y regularmente. Me pregunté si se habría detenido sin que me diera cuenta. Al fin, los dedos que recorrían mi cabello y mi cara me quitaron la venda.
La luz me lastimó los ojos y me hizo llorar. La fogata estaba detrás de mí. Delante se erguía el gran árbol del centro de la plaza, rodeado por una muralla de velas. Había velas también en las manos de las personas que formaban el círculo que me rodeaba. Eran tantos que puede que estuviesen todos los habitantes del pueblo. No había nadie lobastante cerca comopara haberme quitado la venda, que yacía abandonada sobre mis rodillas. En toda la plaza circular no había ningún charco en el que pudiera haberme metido.
-Has nacido a la luz -dijo Sherrea, y la vi al fin. Estaba cubierta de tela blanca de los hombros a los tobillos, con la excepción de los brazos desnudos. Tenía el pelo suelto y amasado como una tormenta de nubarrones en lo altode la cabeza, alrededor de su rostro severo. El rostro severo de un mendigo, con un lugar dentado en la comisura de los labios, como si hubiera una sonrisa almacenada allí, con un enarcado en las cejas que decía, «¿no te parece increíble? ¿No te parece alucinante?»-. Vosotros, que habéis mantenido el alma y el espíritu abiertos, venid y dejadlos de nuevo en su lugar -le dijo al grupo en su conjunto.
Había una gran marmita de cerámica negra a sus pies. Una por una, las personas abandonaron el círculo y empezaron a poner cosas en su interior. Fue una procesión singular y asombrosa.
Josh fue el primero. Llevaba una camisa africana tan grande que podría haberla utilizado para tapar el corral de las ovejas. De algún lugar de su interior, extrajo la copia de Historia en dos ciudades queyo había estado leyendo en la mesa de su cocina. La dejó en la marmita mientras me lanzaba una mirada tan repleta de cosas mezcladas que no pude ni empezar a interpretarlas.
Kris fue la siguiente, con… sí. Estuve a punto de echarme a reír a carcajadas. Una hoja de lechuga, y un guiño.
Vino Paulo, con algo entre las manos. Puso las manos sobre la cazuela y las abrió, pero lo que contenían, en lugar de caer, ascendió, y brilló un instante, dorado y verde contra el cielo oscuro. Una luciérnaga. Por un instante pareció desanimado y entonces nuestras miradas se encontraron. Por primera vez, que yo recordara, puso una cara que era el polo opuesto a la solemnidad.
LeRoy dejó unos circuitos que le había hecho para la camioneta. Y dijo:
-Tengo un recuerdo que no es mío.
-Dalo -dijo Sher.
LeRoy sacó un cassette de vídeo-8 de un bolsillo. No pude leer la etiqueta, pero conocía los colores y la disposición. Me resultaban dolorosamente familiares. Dos hombres y un destino, la mejor película de colegas de toda la historia. Theo, Theo. Oh, santos, iba a llorar, y delante de todo el mundo.
Entonces Sherrea se inclinó con algo en la mano. Un pedazo de papel… No, una carta. La sota de espadas, con su pelo de muchacho y su armadura de hombre, bajando la mirada hacia el Infierno y levantándola hacia el Cielo. La carta se dobló, revoloteó y desapareció en la boca de la cazuela.
-Has renacido y te has rehecho -dijo Sherrea-, y solo los más fuertes y fieles han participado en ello. Ahora tienes que despertar. Levántate y recibe el espíritu de tu cabeza.
Tenía que hacerlo sin ayuda. Estaba débil. Me temblaban las manos y las piernas. Pero lo hice. Sherrea se me acercó -qué pequeña era para ser una bruja de primera- con un cuenco lleno de algo transparente. ¿Agua? Ella mojó los dedos en el líquido y el olor ascendió hasta mi nariz: alcohol. Usando un dedo, dibujó algo sobre mi frente.
Alguien debió de alimentar la fogata, porque la luz me cegó. Una blancura vacía se levantó a mi alrededor, ascendiendo desde mis pies hasta mis rodillas (vi el rostro de Sherrea un último instante entre el creciente resplandor) y finalmente se cerró alrededor de mi cabeza.
Yo, el perro/conejo, paciente y estúpido en blanco y negro. El flautista danzarín con las dos plumas, o antenas, u orejas. La mujer con el halo de fuego. No estaba la fila de pictogramas. Sentí la falta de dimensiones con más intensidad que nunca.
-Si quieres algo -dijo el flautista-, silba. Sabes silbar, ¿no?
-Ese ya me lo sé -dije.
-No sabes nada, joven. Tú silba. Me vas a echar de menos cuando me haya ido pero no acepto sustitutos. Junta los labios y silba. No dejes que se te arruine el negocio.
-Vaya, eso casi ha tenido sentido.
-Muy pronto lo tendrá. O, si no, serás carne muerta.
-¿Dónde están los demás? -pregunté.
-¡No tenemos más tiempo! ¡Sintonícennos la semana que viene!
«La semana que viene es posible que haya muerto», traté de decir, pero era demasiado tarde.
Abrí los ojos y vi el suelo, donde me había desplomado en lo que reconocí, retrospectivamente, como un desvanecimiento completo y repentino. Ninguna de las personas que me rodeaban parecía pensar que debía sentir vergüenza por lo ocurrido. Tuve la vaga impresión de que hacían algo, un ritual, muy deprisa. Entonces Josh y Kris me cogieron de un brazo cada uno y me ayudaron a regresar a la granja. Poco después de que me hubieran metido en la cama, Sher asomó la cabeza, y luego el resto, por la puerta. Volvía a llevar los leotardos rotos. Me sentí mucho mejor.
-No sé si esto servirá de algo -dijo-, pero lo has hecho de puta madre. Una iniciación preciosa.
-Supongo que eso es un cumplido.
-Aunque normalmente las hacemos con pronombres.
Tardé un momento en comprender lo que quería decir. Entonces me eché a reír.
-Hemos tratado de fijar tu identidad a tu cuerpo para que te resulte más fácil resistir a Tom. Y hemos hecho esto. -Levantó una cuenta de vidrio oblonga del tamaño de mi dedo pulgar-. No es exactamente un govi. Es una especie de «otro yo».
-Tiene un gran parecido, sí.
-Es tu otro yo psíquico, idiota. La cuestión es que tú te resistirás a Tom, y esto no. Lo atrapas aquí y lo rompes. Es como un señuelo.
-¿Crees que funcionará?
Se sentó bruscamente en el borde de la cama.
-No. Pero no se me ocurre nada más. Santos, ojalá tuviéramos más tiempo.
-Solo disponible por tiempo limitado -dije, con voz soñolienta.
-¿Qué?
-Nada.
-Han encontrado la turbina. Theo envió una nota hace una hora. Dice que te verá en Oz.
-Ja, ja, Theo. Sher. En el… eso, lo de esta noche. No había nada de Frances.
-Me dijo, con un acento que creo que era irlandés, que solo había una cosa que le hubieses dado, que le cupiese en las dos manos y que no se hubiese comido. Y que sería perfecto para la cazuela pero que también era la primera cosa que le habías dado y pensaba que le sería más útil a ella por razones sentimentales que a ti como elemento de identificación.
Volví a reírme.
-Muy típico de ella. Sher, ¿por qué tiene China Black cejas de plata?
-Dice que una vez se metió en un líoporque se le movieron. Tenía miedo de que pudiera volver a ocurrir.
-Qué bobada -dije, y me fui a dormir.
10.1: quien busca venganza
debe cavar dos tumbas
El viento había extendido una cúpula de nubes sobre la noche hasta donde alcanzaba la vista. Lo que, gracias a las torres que había en medio, no era mucho. Pero durante el viaje a la ciudad, yo había visto que todo el firmamento estaba igual. En la Feria Nocturna, los vendedores estarían mirando el cielo de soslayo, con una mano en los postigos de las ventanas y las manivelas de los toldos. Si el viento no se llevaba las nubes, habría lluvia. Lo que no garantizaba que hubiera un vendaval.
LeRoy me había llevado en su camioneta hasta el borde de las Profundidades. Yo me había pasado todo el viaje mirando por la ventana de la camioneta, para no tener que hablar con él. A pesar de ello, era consciente de que cada poco tiempo, cuando el estado del pavimento le daba un momento de respiro, me lanzaba una mirada de soslayo. Fuera lo que fuese lo que quería -preguntar si podía acompañarme, pedirme que abandonara, regañarme por volver al sitio del que tanto le había costado sacarme- yo no tenía fuerzas para afrontarlo. Así que mantuve la cara pegada al cristal, frente a la creciente oscuridad, confiando en que las nubes significaran que los Ingenieros, o el puro azar, iban a concedernos lo que necesitábamos.
Josh también había querido acompañarme. Había conseguido convencerlo de que no lo hiciera. No quería que hubiera nadie allí si Tom Worecksi lograba seguir mi rastro. LeRoy ya era un riesgo suficiente. Me pregunté si se habría dado cuenta de que no habíamos hecho planes para salir de la ciudad. Podía ocurrir algo que me dejara allí, con vida y en peligro. Pero, ¿quién podía decir cuándo y dónde nos encontraríamos o lo que haría yo si no lo hacíamos? Además, la de que siguiera con vida y en peligro era la más remota de las posibilidades.
Llevaba una camisa limpia, los pantalones de Gran Bob, la cuenta de vidrio colgada del cuello y poco más. Nada que pudiera servirme como arma. Puede que me hubiese pasado. Pero no quería saber nada de armas y no quería hacerme daño. Ni que alguien pudiera quitarme la pistola o el cuchillo y usarlo para hacerme daño. Esta preocupación, de momento, me parecía más acuciante que cualquier simbolismo.
No era un déjà vu. Yo ya había estado allí, en las calles, contemplando Ego. Pero esta vez, el apropiado cielo de casa encantada estaba oculto tras del halo de lucecillas del edificio. Y Frances no estaba conmigo. Estaba en el Gilded West, con Theo, esperando a que Jehová hiciera un milagro. U Oya Iansa, Mujer del Relámpago, patrona de la revolución y el cambio, cuya danza trae el viento. Me pregunté si sería ella el pictograma que hablaba como Frances. Esperaba que Theo no se hubiera llevado muchas cosas del Underbridge. Si el tornado venía acompañado de una tormenta eléctrica, el club estaría lleno de gente bailando bajo las alargadas ventanas.
Oh, dioses, cuánto me habría gustado estar en la sala de control. Quería ver a Robby, y oír a Spangler decir «joder» una vez más. Lo deseaba tanto que me hacía daño.
Basta. Sacudí la cabeza y me encaminé a la puerta principal de Ego.
Podía ver la cámara, observándome desde su armazón del techo, y tras ella, la mesa del guardia de seguridad. Miré directamente a la cámara y asentí, tratando de aparentar algo parecido a una confianza vacía.
El guardia, joven y de pelo castaño, no era el que yo conocía. Levantó la mirada cuando me detuve frente a la mesa.
-Me esperan -dije.
-Su nombre, por favor. Tengo que…
-No necesita mi nombre. Ya me han visto en el monitor de arriba. -Sacudí la cabeza en dirección a la cámara.
-Tengo que llamar para pedir autorización.
-Hágalo, por favor.
Se metió en el cuartillo con la ventana en la puerta y lo seguí en silencio. Cuando entré, estaba hablando por el intercomunicador:
-… no me ha dado su nombre, señor.
Alargué la mano sobre su hombro y le arrebaté el micrófono.
-Hola, Tom -dije. Se me oiría con claridad. Sabía cómo hablarle a un micro-. Creía que me habías invitado.
Hubo un instante de silencio. Entonces, aquella voz cansina dijo:
-Bueno. Ya lo creo, joder. Sube. Ya conoces el camino.
El guardia se apartó un paso sin quitarme la vista de encima. Parecía asustado. Le devolví el micrófono y me dirigí al ascensor.
No sabía lo que iba a hacer. Habíamos descubierto, al ponernos a pensar, que lo único que podíamos planear era la iluminación de Ego. Ayudar a Dana, frustrar los planes de Tom… -o incluso evitarlo- las variables eran demasiado numerosas. No podía hacer otra cosa que ir, porque debía hacerlo, y permanecer alerta y hacer lo que me tocara hacer, fuera lo que fuese. Todo dependía de lo que ocurriera después, y de lo que ocurriera después de eso, y después de eso, y yo no tenía la menor idea de qué podía ser. Estaba esperando, casi literalmente, una señal. La improvisación no se me daba bien. ¿Qué se me daba bien? ¿Para qué me habían creado?
Theo iluminaría el Gilded West, si podía, a petición de los dioses de Sherrea. ¿Para qué estaba yo allí? Para salvar a Dana. Para detener a Tom Worecksi. Dudaba que pudiera lograr alguna de las dos cosas. Simplemente, estaba moviéndome en la dirección que parecía correcta, con la esperanza de que, en el momento apropiado, algo me indicara que era el momento apropiado.
-Esto no es solo por el monopolio de energía -me había dicho Sherrea mientras me subía a la camioneta-. Eso es solo un síntoma. ¿Lo entiendes? -Se notaba que significaba mucho para ella: sus manos estaban en mis hombros, sujetándome con mucha fuerza, y su rostro estaba tan cerca del mío que resultaba incómodo. No habría olvidado lo poco que me gustaba que me tocaran si no fuera importante. En el pasado, habría sonreído y le habría dicho que sí, que lo entendía, claro. Aquella tarde me había quedado un momento en silencio y finalmente había sacudido la cabeza. Ella se había acordado entonces, me había soltado y había retrocedido un paso. Pero yo había visto el miedo en su rostro.
Oh, espíritus, si Frances no era John Wayne, yo mucho menos. ¿Por qué no me había quedado en la puerta principal y me había cortado la garganta?
La puerta del ascensor se abrió en la oscuridad. El ascensor seguía iluminado, así que no se había ido la luz. Salí, sujetando la puerta con una mano. La campanilla tintineó furiosamente. Di un respingoysolté la puerta. Se cerró y me dejó en una total ausencia de luz. Ojalá se me hubiera ocurrido traer una vela. Pero, ¿cómo iba a pensar yo que allí, donde la electricidad fluía como el agua, no habría luz suficiente para ver?
Podía encontrar la oficina tanteando: no había tantas puertas. Pero probablemente encontrara también otras cosas, si aquella situación era premeditada. Di dos pasos sin apartar la mano de la pared.
-Tom -dije obedeciendo un impulso-, esto es ridículo. Puedo dar media vuelta y marcharme.
En el techo, crepitó un altavoz. Tenía razón: el tío había visto demasiadas películas…
-El ascensor no va a volver.
-Sé dónde está la escalera de incendios.
-Claro. Pero lamento muchísimo decirte que la luz de la escalera no funciona. ¿Seguro que quieres bajar en la oscuridad, pasito a pasito?
Esto podía significar que había puesto algo en las escaleras. O, simplemente, que una vez que me dirigiese hacia allí, lo haría.
-Hablando de fuego, ¿qué te pareció el que encendí la última vez, eh? -Se echó a reír, una risilla aguda y ronca desde el techo. ¿Qué te parecería un poco de fuego, Espantapájaros?, pensé, sin llegar a decirlo. El caballo en el que montas y también tu perrillo faldero, Worecksi.
Mis dedos encontraron uninterruptor y lo apretaron, pero no pasó nada. La corriente se había cortado en la caja de fusibles, probablemente situada en los tobillos de Ego. Y yo estaba en su pelo. O Tom acababa de dar la orden de que lo hicieran o el sistema de altavoces funcionaba con un circuito diferente.
Llegué a la puerta que daba a la oficina de Albrecht. ¿Estaría Tom allí? ¿O Albrecht? ¿O ambos? Si tenían la luz encendida, me cegaría. Abrí la puerta milímetro a milímetro.
La oficina estaba a oscuras. Y sumida en un silencio antinatural… por supuesto. Si se desconectaba la energía, cualquier ventilador o acondicionador de aire del piso se apagaría también. La ausencia total de ruidos me indujo a pensar que el piso de Albrecht debía de tener sistemas independientes. Si Tom estaba en la habitación, podría oír su respiración si conseguía contener la mía un momento.
Tropecé ligeramente con el escritorio y dejé que mis manos resbalaran hasta la zona en la que debía de estar la lámpara. Estaba allí. Probé con el interruptor porque tenía que intentarlo, pero no ocurrió nada. Rodeé el escritorio, deteniéndome para escuchar cada dos o tres pasos. Y conteniendo la respiración hasta que el sonido de mi propio pulso en la cabeza me ensordeció. Finalmente, conseguí llegar hasta la puerta camuflada que daba a la sala grande y luminosa que había sido el escenario del último drama de Tom.
Estaba a oscuras, como la oficina. Y una humedad calurosa y sofocante había reemplazado el aire fresco y seco. No funcionaba la ventilación ni el aire acondicionado. Podía sentir cómo empezaba a sudarme la piel, como una capa de condensación sobre un vaso. Di un paso en el vacío, otro…
Y no pude reprimir un sonido al sentir que algo me tocaba la cara. Retrocedí tambaleándome. No había pasado nada. Extendí el brazo y mis dedos encontraron algo: plástico, tiras alargadas de plástico, suspendidas del techo como enredaderas.
Lo que tuve que reprimir entonces fue una cascada de imprecaciones. Eran cintasde película. Cintas de película de media pulgada, arrancadas de las bobinas y colgadas como si fueran serpentinas de fiesta hasta donde alcanzaban mis brazos.
Una luz trémula recorrió la habitación y al principio pensé que era un reflejo de algo. Pero entonces comprendí lo que había visto. Alguien había levantado las persianas y el primer destello pálido de un relámpago se había colado. Un relámpago. ¿Y viento? Esa parte de la fiesta no me tocaba a mí. No podía permitirme el lujo de sentir esperanzas o miedo.
Pero me había dado un momento de iluminación. Gracias a él, había visto que la cinta cubría la habitación de lado a lado. La colección de Albrecht, supongo, todo lo que había encontrado para él, todo lo que le había comprado a otros proveedores, siempre originales, porque él insistía en ello. Cerré los dos puños y empecé a arrancar la película a puñados, metódicamente.
El mobiliario había desaparecido. Al llegar al sitio ocupado antes por los dos sofás, no encontré más que el suelo vacío. Un relámpago me mostró las marcas dejadas en la gruesa alfombra por las patas de los sofás y la mesa china. Puede que no esté aquí, pensé de repente, con alarma. Un pedazo de película cayó al suelo resbalando entre mis dedos. Puede que hubiese dejado todo aquello para mí y estuviera en otra parte, imaginando la escena, riéndose. Si era así, era posible que hubiese dejado algo más, algo letal.
No, no podía ser. Tom Worecksi poseía una imaginación asombrosa. Tenía la prueba allí mismo. Pero no creo que quisiese perderse el efecto que provocaría, aunque tuviera que limitarse a juzgarlo por los ruidos que yo emitiese. Cogí un trozo de película y tiré.
Una luz blanca y cegadora penetró en la habitación por las ventanas y desapareció al instante, seguida de cerca por el estruendo de la trepidación del aire. Me tambaleé y caí al suelo, con los nudillos metidos en la boca para impedir que salieran el ruido y el aire.
Dana estaba colgada del techo. La imagen atisbada un segundo seguía grabada en mi retina, mirara donde mirara: boca abajo, desnuda, con los brazos enredados con la película, los restos manchados y deshechos de su pelo colgando alrededor de su cara, la boca manchada de sangre seca y los ojos abiertos de par en par, vacíos. Le habían cortado la garganta.
Hubo otro destello sin que nada me advirtiera que debía apartar la vista, así que volví a verla. Iba a tener que verla para pasar. Hubiera debido bajarla de ahí; pero, oh, dioses, oh, dioses, no podía hacerlo. ¿Por qué le ponías velas a Erzulie, Dana? ¿Para que te salvara de alguien como Tom Worecksi? ¿Estaba viva el día anterior, mientras yo sacaba su cabello de una caja? Era imposible saberlo a la luz de los relámpagos. Un maniquí roto, una muñeca hecha trizas… Pero antes había estado viva, había sido real, y yo no me había fijado. Ahora era demasiado tarde.
Según parecía, podía olvidarme del sigilo.
-¿Dónde estás, Tom? -dije en voz alta.
-Por aquí -respondió desde detrás de una pantalla hecha de película, con el mismo tono que utilizaba yo: plano, despojado de toda frivolidad y toda personalidad. Esta vez era su voz real, no un altavoz en el techo. Avancé cautelosamente entre el plástico. Se me adhería a la piel, a la capa de sudor que la cubría. Podía sentir cómo se me pegaba la camisa a la espalda, cómo me rozaban los pantalones húmedos contra los muslos y las pantorrillas.
-¿Por qué me has llamado, Tom?
-Mick me contó tu historia. Dijo que no recordabas haber sido un Jinete, pero yo creo que era mentira. -Estaba moviéndose; su desplazamiento estaba llevándolo hacia la derecha, lejos de la ventana, de modo que yo quedara entre él y ella. ¿Pensaba que tenía una pistola?
-Es la verdad. No lo soy. Nunca he sido un Jinete.
-Oh, chorradas. Los putos chevaux noeran más que envoltorios de carne. Alguien tenía que manejarlos. ¿Eres Mitchell, capullo? Siempre se creyó el puto señor CI superior. Le encantaría tratar de liquidarme.
-Ya te he dicho lo que soy. -No había razón para guardar silencio. El crujido de la película le habría indicado mi posición. Me había invitado. Creía que era un Jinete. Quería otra pelea mental, quería demostrarle a otro de los suyos que era el amo.
-¿O Scoville, quizás? Jesús, menudo chochito. Chichenas me odiaba a muerte… ¿Eres Chichenas?
Por otro lado, si me quedaba sin nada que decir, no había razón para seguir hablando. Cuando terminara de jugar conmigo, atacaría. Y entonces veríamos si funcionaba el truco que le habíamos preparado.
Theo se encontraba en el Gilded West, justo al otro lado de aquella ventana. Si tenía suerte y un ciclón en miniatura decidía bailar con las aspas de su turbina, y no lo tiraba del tejado y se hacía trizas contra el pavimento, iluminaría la noche. Parecía algo terriblemente estúpido y lejano. ¿Por qué lo habíamos hecho? ¿De qué le iba a servir a nadie? Solo esperaba que Theo saliese sano y salvo. Frances lo ayudaría. Rodeé otro trozo de película.
-Gorrión, cuidado -dijo alguien en voz baja y rápida. Vi un movimiento frente a mí, una mancha menos oscura en la oscuridad, como una cara. Me agaché. Hubo una llamarada y un chasquido seco y ensordecedor, y sentí que algo me abría un agujero a través de la carne del hombro izquierdo. Mi grito y el disparo resonaron en la habitación y desaparecieron al unísono.
Había caído sobre una rodilla. Me quedé allí, con el cuerpo encorvado y la respiración entrecortada. Me llevé una mano al hombro, pero no era lo bastante grande como para tapar los agujeros de entrada y de salida. La sangre que resbalaba por mi muñeca derecha me manchó la manga. Adiós a mi camisa limpia. Tendría que disculparme con su propietario cuando… no, no creo que tuviese ocasión de hacerlo. Nunca se me había ocurrido que él podía tener un arma, que podía librar la batalla con algo que no fuera su mente. Era idiota. No era la persona adecuada para hacer aquel trabajo.
Los rayos se encendieron y apagaron en una danza rápida y desprovista de ritmo. Entre relámpago y relámpago, la habitación parecía picada de viruela con la imagen de la lluvia que golpeteaba contra la ventana. Los sofás se encontraban en un extremo, y Mick Skinner estaba en uno de ellos. La voz que me había avisado era la suya. Estaba tieso como un palo, con las manos unidas entre las rodillas, el pelo enmarañado y sucio y su bonito y prestado rostro demacrado y vacío. Tom se encontraba a su lado, apuntándome con una pistola que empuñaba como un profesional. A su espalda estaba la puerta del otro cuarto, donde había muerto Cassidy.
-Sorpresa -dijo Tom. Entonces se aproximó y percibí el tono de decepción de su voz-. Maldita sea… No eres Frances. Mierda, no esperaba que dejara pasar una oportunidad como esta.
Inhalé con la respiración entrecortada. Me dolía, me dolía mucho, y sentía terror en la boca del estómago. Apreté los labios contra la rodilla levantada para contener los sollozos y la bilis. Entonces volví la cabeza lo justo para decir:
-No…, soy yo. No… no la invitaste a ella.
-Joder, no. Pensé que así conseguiría la mente de Frances y el cuerpo del cheval. Siempre me han gustado estas cosas. Pero se supone que Frances tenía que entrar en ti. Como si fueras una especie de caballo de Troya, ¿sabes? A ella le encantaban las bromas así. ¿Es que se ha puesto mala?
-Ha perdido… el sentido del humor.
Era demasiado peligroso no mirar. Mientras la respiración escapaba a bocanadas roncas por mi boca abierta, aparté la cabeza de la rodilla y la mirada del suelo. El rostro de Tom brillaba por culpa del sudor y los relámpagos.
-Bueno, uno de dos no está tan mal.
Traté de lanzar una mirada suplicante a Mick, pero él no pudo verla por culpa de la oscuridad o no le importó. Era el momento de decir algo valiente e ingenioso, y hacer algo creativo. No se me ocurrió nada. Parece que no había visto tantas películas, después de todo.
Pero Frances sí. La puerta se abrió de una patada y volaron astillas en todas direcciones. Había sacado una pistola de alguna parte y apuntó mientras la puerta terminaba de abrirse y volvía a cerrarse.
Tom se dejó caer como un árbol talado y disparó tres balas, que acertaron a Frances entre los hombros y las rodillas. Frances retrocedió tambaleándose y se derrumbó resbalando sobre el marco de la puerta. Pude oír cómo entraba el aire trabajosamente en sus pulmones.
-Zorra estúpida -murmuró Tom. Se aproximó a rastras y, con el pie, envió la pistola al interior de la habitación-. ¿Pensabas que me había creído esa basura? Sabía que ibas a aparecer.
Pues ya sabía más que yo. Me entraron ganas de decírselo, pero tenía la lengua paralizada.
-Adelante, Frances -continuó Tom. Se puso en pie, sonriendo-. Ese caballo va a morir. Da el salto, tía, como querías que hiciera yo. Solo que esta vez, yo tengo el arma. No queda nadie que montar, salvo tus amigos, y si montas en ellos, los mato. A menos que quieras ponerme a prueba de nuevo.
-Dijiste que la dejarías marchar -intervino Mick desde el sofá. Hablaba como si también le hubieran disparado y solo le funcionara un pulmón-. Dijiste que le habías dado una lección y no tenías que matarla.
-Y no lo habría hecho, so capullo, si ella no hubiese venido. Necesita otra lección. ¿Qué quieres que haga? ¿Que deje que me mate?
-Me prometiste que… que si se alejaba, la dejarías tranquila. Lo prometiste. -Se levantó temblando. ¿Qué le había pasado las últimas semanas? ¿Qué le había hecho Tom? Fuera lo que fuese, ¿por qué no había hecho que desarrollara una desconfianza hacia las promesas de Tom Worecksi?
Frances no se había movido, pero vi que abría los ojos y los entornaba bajo los relámpagos. La lluvia se proyectaba sobre su rostro, sobre el reflejo de este en los cristales. Me pregunté si podría llegar hasta su pistola sin que se fijaran en mí.
Tom, con el rostro lívido de rabia, se volvió hacia Mick. Entonces bajó la cabeza.
-Tienes razón. He roto mi promesa. -Cayó de rodillas sobre la alfombra y le ofreció la pistola a Mick-. Mátame. Mátame, joder. Si eres capaz de hacerlo, entonces merezco morir.
Mick cogió la pistola. Un trueno hizo traquetear el gran ventanal.
-Oh, claro que puedo hacerlo -dijo Mick con voz temblorosa.
Pensé, no.
Entonces Tom se desplomó y Mick sonrió.
-Jesús, menudo capullo -dijo con voz cansina, y se metió el cañón en la boca.
-¡No! -gritó Frances, pero su voz fue ahogada por el estallido de un trueno, dentro y fuera de la habitación.
Tom se levantó y se sacudió.
-Mierda -dijo-. No debería haberlo hecho. Con la de cosas que tenía preparadas para él.
Había sido débil, eso era todo. Se había preocupado por Frances. Hasta lo había hecho, comprendí, por mí. Pero había sido incapaz de aguantar contra un ser como Tom Worecksi. Y yo había sido incapaz de salvarlo.
La cabeza de Frances volvió a caer sobre el marco de la puerta y oí que emitía un pequeño ruido de desesperación. Tenía los ojos cerrados. Mick se había desplomado sobre la alfombra dejando un reguero rojo en el sofá blanco. La pistola estaba en el suelo, entre su cuerpo y su brazo.
-Uno menos -dijo Tom-. Vamos, chica. Salta.
Lentamente, Frances sacudió la cabeza.
La cuenta de vidrio que colgaba de mi garganta era fría y dura. La cabeza me daba vueltas por culpa del calor y la pérdida de sangre y las piernas me temblaban debajo del cuerpo. Pero ninguna de las dos armas estaba al alcance de Tom. Así que, con una última y temblorosa inhalación, me abalancé como pude sobre él.
Levantó el brazo y me lo colocó en la mejilla como si fuera un tronco. No esperaba que alguien capaz de hacer lo que él hacía poseyera tanta fuerza. Me levantó sujetándome por la camisa y me zarandeó. Lo golpeé con todas mis fuerzas en la boca del estómago, pero el ángulo del puñetazo era malo, yo estaba muy débil y no fue suficiente. Lanzó un gruñido, me enseñó los dientes y me empujó contra la pared. No pude contener un sollozo al sentir el impacto en el hombro.
No iba a luchar con la mente. Y si no lo hacía, no tenía la menor posibilidad contra él. Pero la alternativa a aquella absurda pelea a puñetazos era sentarse tranquilamente y esperar a que me matase. Lo que parecía una pérdida de tiempo.
Me levanté a trancas y barrancas y le cogí del cuello con las dos manos. Tom me sujetó por las muñecas, volvió a llevarme hasta la pared a empujones y me inmovilizó allí. Sus ojos, pegados a los míos, se abrieron de par en par de repente y se volvieron hacia el suelo junto a la puerta.
-Jesús, Frances, ¿qué te retiene? Estaba seguro… Si lo montas, peleará mejor. ¿Qué tengo que hacer, Franny?
Me pregunté si ella lo habría oído. Si Tom estaba en lo cierto, Frances y yo estaríamos mejor si renunciaba a sus principios y se decidía a montar.
A la luz de los relámpagos, podía ver los poros de la cara de Tom. Podía oler el marcado tufo de su sudor y sentir la humedad que emanaba de él. Me retorcí, sentí que la herida de mi hombro se abría más y me mordí los labios para no gritar.
-Ahora me acuerdo -dijo, con voz templada y animada-. No te gusta que te toquen. -Inclinó la cabeza y me besó con fuerza.
Tenía los dientes apretados. Era demasiado tarde para cerrar los labios. La jerarquía de los músculos, de los más débiles a los más fuertes, es: labios, lengua y mandíbulas. Al menos no pudo atravesar mis dientes. Apartó la cabeza y se rió en voz baja. Su aliento, tan húmedo y cálido como el aire, me calentó la mejilla.
-Tu cabeza dice «no», pero… Joder, tu cuerpo también dice que no. Me parece que voy a tener que hacerte cambiar de idea.
Probablemente, en algún lugar de mi cabeza estaba el equivalente a los músculos de la mandíbula, que podría haber cerrado y apretado. No sabía dónde. Tom Worecksi ya me había montado antes. Pero las circunstancias habían sido tales que no recordaba cómo había sido. Esperaba algo parecido al impacto cegador del asalto de Frances, una irrupción mental tan violenta como una salva de mortero. No esperaba las suaves entradas y salidas de Mick, parecidas a un parpadeo, un interruptor pulsado. La realidad frustró todas mis expectativas.
Tom era una presencia gélida y ponzoñosa que se insertó atravesando las partes blandas de mi personalidad, deslizándose como agua sucia por una grieta. Era el sabor de la descomposición en el fondo de la garganta, la viscosa suavidad de la fruta podrida entre los dedos, el crujido de los escarabajos reptando por el suelo. Y actuaba lenta, muy lentamente, para que tuviera tiempo de entender lo que me estaba pasando. Para que supiera qué clase de inquilino ocuparía mi cuerpo una vez que me hubiese expulsado.
Me resistí. Lo hice físicamente, a pesar de que casi no podía moverme, y mentalmente, aún con menos éxito.
De repente, volví a estar a solas. Tom seguía sujetándome, pero se había apartado un poco, bruscamente. Me miraba con furia.
-¿Qué coño tienes ahí? -dijo-. ¿Qué es eso?
Me soltó la muñeca izquierda. Traté de cogerle la cara con la mano que me había dejado libre, pero antes de que tuviera tiempo de hacerlo, me golpeó el hombro herido con el suyo. La sensación fue, durante varios segundos, literalmente cegadora. Se me doblaron las rodillas pero Tom impidió que cayera al suelo.
El colgante debía de haber asomado por debajo del cuello de la camisa. Lo cogió con un dedo y lo sacó del todo. La cuenta de cristal brilló entre los dos bajo aquella luz delirante, y Tom la cogió. En cuando lo hizo se dio cuenta de que era algo importante. Lo supe por su comportamiento.
Volvía a ser como lo de Beano: me sujetaba contra la pared y pasaba los dedos por la cuerda -no, cadena- que llevaba al cuello. Pero no podía ser Beano. No apestaba a incienso. A pólvora sí, y a sangre, que en el caso de Beano había llegado luego. Oh, Santos, Gorrión, concéntrate, no te desmayes ahora. Parpadeé, tratando de limpiar la capa de suciedad que lo cubría todo.
-Basura vudú -escupió Tom. Toqueteó la cuenta de cristal-. ¿Se supone que esto iba a engañarme? ¿Y luego me clavaríais unos alfileres? Joder. -Dio un tirón y la cadenita se me clavó en la carne del cuello antes de partirse. La cuenta resbaló y cayó al suelo. Tom levantó el pie, dio un pisotón y vi cómo se levantaba una nubecilla de polvo bajo la luz matizada que entraba por la ventana. Algo cayó desde el rabillo de mi ojo hasta mi mandíbula. Puede que fuese sudor.
-Ya está -jadeó-. Y ahora, vamos a divertirnos. -Y volvió a empezar.
Acción líquida. Un líquido nauseabundo que me inundaba lentamente, disolviéndome, llenándome de toxinas la boca, las fosas nasales y las orejas, cubriéndome los ojos con una película, devorando las conexiones entre mis sentidos y yo. Debía de haberse hecho con el control de mi sistema de reflejos, porque si no, habría vomitado.
Solo veinticuatro horas antes, mis amigos habían escenificado la recreación de un nudo de energía, su bautizo: Gorrión. Ahora Tom O’Bedlam estaba consumiéndolo, sorbiéndole el jugo entre los dientes, extrayendo la carne con delicado y epicúreo deleite. Mick y Frances me habían dicho que la personalidad del anfitrión podía dejarse morir de inanición, asfixiarse gradualmente, o ser asesinada sin más. No me habían dicho que pudiera devorarse.
Había perdido el sentido del tacto. Todavía oía: truenos, lluvia golpeando la ventana, nuestras respiraciones jadeantes al unísono. Podía ver: todavía no se había apoderado de mis nervios ópticos, ni de los músculos que movían los ojos. Detrás de Tom estaba Frances, con la cabeza apoyada en el marco de la puerta y el rostro contraído de dolor pero fláccido a la vez, como si lo que quiera que provocase el dolor hubiese desaparecido o estuviera a punto de hacerlo.
Puede que encontrase aquel lugar blanco y llano. Una vez que Tom hubiese acabado con mi cuerpo, quizá yo también lo encontrara.
Hubo un rugido en mis oídos, que creció y creció sin parar. Estaba en la habitación también. El cristal de la ventana estaba temblando.
Entonces el edificio se partió por la mitad. Lo oí.
Hubo una luz, como si el aire blanco estuviera ardiendo, como el arco de un soldador contra el ojo, como la luz en las viejas películas de pruebas nucleares. Tom/yo gritó. Y volví a hacerlo al ver que la luz no se apagaba. Fue su voz la que gritó en mi garganta, pero lo sentí. En algún punto del túnel por el que estaba desapareciendo había un control remoto para manejar lo que quedaba de mí, si podía encontrar un botón y pulsarlo… No, eran unos labios… Junta los labios…
Qué tontería, di adiós. El ruido era uno de los que se oyen en las películas, cuando un tren se precipita sobre la cámara como el fin del mundo.
No sé qué es ese cuadradito. Junta los labios…. No tenía nada que perder.
… y silba.
Había perdido la vista y el oído. Pero un fuego blanco llenó el fondo de mi ceguera, me lamió los tobillos, me subió hasta las rodillas, las caderas, la caja torácica, se escurrió entre los dedos de Tom y mi cuello y se cerró sobre mi cabeza. Me pareció oír un grito, pero el sonido no podría haber viajado por ese medio.
No sé si era un mundo plano pues no había nada en él. Era blanco. No era caliente ni frío, acogedor ni repelente, dulce ni cruel. Nunca había estado allí. No había nada en él. Ni pictogramas para orientarse ni señales de tráfico. Los nativos conocían perfectamente el lugar.
Cebo, pensé furiosamente, en un estado de no-consciencia, me queríais como cebo.
Ha funcionado. No se formaron palabras. La respuesta fue simplemente una parte del vacío que significaba algo.
¡Pues ya podías haber llegado antes!
He llegado en el momento preciso. El rayo lo paralizó mientras trataba de poseerte, mi torbellino iluminó el edificio y destruyó las barreras que me impedían acceder a Ego, y al poseerte a ti, lo consumí. Era el único orden posible.
¿Qué le has hecho a Worecksi?
Nada. Te monté. Él no era asunto mío, salvo porque a ti te importaba. Ha sido una desgracia para él que haya llegado cuando he llegado. Es cierto lo que dicen: «los dioses grandes no pueden montar en caballos pequeños».
Tom… ¿no era asunto tuyo?
Ya sabes a qué me dedico. Si no lo recuerdas, pregúntale a mi hermana pequeña. Tu amiga la bruja.
Nunca dijiste que no pudieras entrar en Ego.
No existe un manual técnico para el mundo espiritual. Nunca lo sabrás todo.
¿Por qué yo? ¿Por qué?
Tu pie izquierdo está en el pasado. El derecho está en el presente. Llevas acero en la mano izquierda y pedernal en la derecha. Eres el que danza entre el viejo mundo y el nuevo, porque yo te he creado así.
¡Que te follen! ¡Reniego de ti!
¿Reniegas de tus manos y tus pies?
Silencio, en un espacio sin volumen que nunca había admitido sonido alguno.
Déjame volver, dije. Frances está muriéndose.
No te retengo aquí. Vete.
Abrí los ojos en un cuarto bañado en una luz dorada y acuosa. El Gilded West parecía cubierto de oro. Fuera rugía el viento. Yo estaba sobre el suelo, de espaldas. Tom yacía a un metro de distancia, hecho un ovillo, con una mano fláccida sobre la alfombra y los ojos abiertos e inmóviles.
-¿Hay alguien en casa? -pregunté con voz rota-. ¿Estáis muertos? -Lo que quedaba de Tom Worecksi no respondió.
Me acerqué a rastras a la puerta y a Frances. Su aliento seguía saliendo y entrando de sus labios separados, rápido y superficial. Abrió los ojos.
-Oh, ¿por qué lo habré hecho? -susurró.
-Calla, Frances.
-No seas idiota. Tú no habrías podido saber si era él. Antes no era muy bueno disparando, ¿sabes? El muy cabrón ha estado practicando. No es justo.
-Frances, por favor…
Hubo un ruido procedente del suelo: del cuerpo inerte de Tom Worecksi. Tendría que haberlo sabido, sale en todas las películas de miedo. La aparición final. Pero en esta película, los héroes no podrían matar al monstruo una última vez.
La rubicunda cabeza se levantó del suelo, me dirigió una mirada frenética con sus ojos pálidos y su boca dijo:
-¿Quién eres? ¿Qué…? ¿Dónde estoy?
-Dios mío -dijo Frances con un suspiro. Parecía débilmente divertida-. No mató al anfitrión.
-¿Estás segura? ¿Quieres decir que no es…?
-Siempre… siempre sentimos la presencia de los nuestros. No está ahí.
Volví a mirar aquellos ojos casi incoloros y traté de verlos como los ojos de un desconocido. Por un instante, no se me ocurrió nada que decirle. Entonces recurría mis recuerdos de una experiencia parecida.
-Estás a salvo. No va a pasarte nada. Te ayudaré dentro de un segundo, pero ahora, por favor, tranquilo, ¿vale?
Sabía que no iba a servir de nada. Se me quedó mirando, y a Frances, que parecía casi desangrada.
-No… -empecé a decir, pero, por supuesto, él volvió la cabeza y vio a Mick. Ahora se pondría histérico, y no teníamos tiempo para eso.
Puede que Tom le hubiese dejado salir a la superficie para presenciar escenas como aquella. No se puso histérico. Se relajó sobre la alfombra, con las manos en la cara, en una lastimera actitud de sumisión y desespero. Creo que, después de algún tiempo, perdió el conocimiento. Dejó de moverse.
Me volví hacia Frances.
-Ahora calla y monta.
-¿Qué?
-Que montes, joder. No estoy tan mal como tú, ni de lejos. Monta y salgamos de aquí.
Sonrió, o al menos lo intentó.
-¿Y luego qué? ¿Robo otro cuerpo cuando estemos fuera? ¿O me quedo en el tuyo para siempre?
-¿Qué tiene de malo la solución de Mick, coger a alguien que está a punto de morir?
-¿Por qué va a ser mejor robarle a alguien la muerte que la vida? Es un rito de transición. ¿Cómo sabes que los suicidas de Mick no sufrieron nada por lo que les hizo? -Se encogió de dolor y se movió cautelosamente apoyándose en el marco.
Le habría traído un cojín para que se apoyase, pero tenía miedo de que muriera mientras lo hacía. Busqué a mi alrededor cualquier otra cosa que pudiera utilizar y vi una de sus manos, con la palma hacia abajo, sobre la alfombra. Ente sus dedos asomaba un pedazo de cordel de cuero con una cuenta de ónice negra.
-Estrictamente hablando, no lo llevo por razones sentimentales -dijo-. Tenía que poder encontrarte. Si quieres, ya puedo devolvértelo. Oh, joder, no llores.
Tragué saliva, con dificultades, y eso no ayudó.
-Frances, por favor, monta y sal de aquí. Si no lo haces…
-¿Me matarás? -susurró, sonriendo.
-Probablemente -dijo una voz ronca sobre mí-, de aburrimiento. Quita de la luz, idiota.
Me agaché y rodé de lado, esperando un golpe que nunca llegó. Entonces reconocí la figura voluminosa que se inclinaba sobre mí, y su voz. Era Josh. Su rostro parecía una máscara de hormigón. LeRoy estaba detrás, cargado de material terapéutico, con los ojos abiertos de par en par.
-Es demasiado tarde, Josh -dijo Frances.
-Me encantan los desafíos. -Le clavó una aguja en el brazo.
-Oh, no es justo, no es justo -susurró ella, sacudiendo la cabeza. Se le cerraron los ojos.
Me arrodillé sobre la alfombra y la miré fijamente.
-¿Está…?
-Solo ha perdido el conocimiento. Y ahora cierra el pico.
-Josh, ¿qué estás haciendo aquí? Es peligroso…
Señaló la ventana con un movimiento de cabeza.
-El edificio se ha iluminado.
-¿Estás loco? El lugar está lleno de…
-LeRoy, tapona este agujero y adminístrale un sedante.
Un bofetón me habría hecho menos daño. Se dio cuenta de repente. Se quedó muy quieto.
-Lo siento. He…
Sacudió la cabeza y siguió con Frances.
-Nada de sedantes -dije-. LeRoy, saca a ese tío de aquí. – Señalé al desconocido de pelo amarillento que había sido Tom Worecksi-. Está vivo. Dale a él el sedante. Cuando despierte se va a volver loco. Era la montura de Tom.
-Vaya -dijo Josh, de espaldas a mí, con las manos enguantadas llenas de instrumental-, uno vivo. ¿Un descuido?
-Yo no… -entonces comprendí que Josh no había sugerido que fuera un descuido mío. Me pregunto a quién culparía.
Mientras todo esto ocurría, LeRoy me había arrancado la manga de la camisa y había examinado el agujero de bala.
-Lo siento -dijo-. Tengo que quitarte la camisa.
Fue un detalle de su parte acordarse.
-Adelante.
Lo hizo con el mínimo de ceremonias y contacto, y vendó la herida del mismo modo. Sus manos temblaban y estaban heladas, pero seguían siendo diestras. Sacó una aguja hipodérmica, aparentemente de la nada -me pregunté si habría perdido el conocimiento unos segundos- y sacudí la cabeza.
-No, LeRoy, hablo en serio. -Aún tenía que acabar algo…
-Lo sé -dijo, con el volumen justo para que pudiera oírlo-. No es un sedante -manejaba la aguja como un experto, cosa que supongo que era-. Tardará un minuto. Pero no hagas estupideces, ¿de acuerdo?
No creo que pudiera. Fuera el que fuese el mensaje entregado por la jeringuilla, mi cuerpo estaba diciendo, déjate ir.
Durante unos minutos, podría haberlo hecho. Entonces me puse en pie, apoyándome en el marco de la ventana. Finalmente, pude ver el Gilded West. Era el lado que parecía un cráneo, un poco irregular por culpa de algunas luces, que no se habían encendido. Y parecía de oro, el palacio de cuento de las postales, el monumento a la infancia de Frances y la obra del de los dioses hoodoo deSherrea, todo a la vez. Un puente entre el viejo mundo y el nuevo.
Un puente entre el cielo y la tierra. Al otro lado del edificio, suspendido de las nubes del cielo, retorcido y tembloroso, había un aullante cono de viento. Oya bailaba frente a mí y yo entendí, al mirarla, por qué el cambio, en las cartas, llevaba el nombre de Muerte.
Josh y LeRoy estaban trabajando, complementando la luz con un par de linternas a pilas. No veía a Frances. Me dirigí lentamente a la puerta de la oficina, por la que había entrado.
Unas manos mojadas me cogieron la cara, la levantaron y Theo dijo:
-¿Dónde está?
Era Theo. Por eso no había podido dejarme ir: porque necesitaba encontrar a Theo. Su abundante pelo castaño estaba empapado de lluvia, pegado a la cara y el cuello. Tenía las gafas salpicadas y despedía un fuerte olor a aislante de cable quemado. Suspiré y cerré los ojos.
Theo me zarandeó con mucha fuerza y dijo:
-Gorrión, ¿dónde está? -Tenía la voz ronca.
Volví a abrir los ojos. Un encaje de espanto le cubría el rostro, una expresión tan diferente a cualquier otra que yo hubiera visto en él que casi lo convertía en un desconocido. Me volví para buscar la causa en la dirección de la que venía.
Allí estaba. Debía de ser la misma cosa que había endurecido las facciones y palabras de Josh y que había hecho temblar las manos de LeRoy. Yo lo sabía pero, usando un ángulo de toma antinatural y una profundidad de campo restringida, había conseguido no verlo del todo.
La pálida y dorada luz que Theo había encendido, proyectada por el Gilded West, inundaba la habitación: Muerte, patrón del cambio, destructor del orden establecido, miraba por la ventana. Lo que había sido terrible en la oscuridad resultaba ahora insoportable. En aquella habitación se habían producido cambios suficientes para hacerme despertar gritando el resto de mi vida.
Theo volvió a zarandearme y yo aparté los ojos de Dana, de Mick, de las personas que estaban tratando de evitar que Frances siguiera la misma ruta.
-¡Gorrión! -dijo Theo-. ¿Dónde está mi padre?
-No lo sé. No estaba aquí cuando…
El estimulante de LeRoy hizo efecto al fin y pude volver a pensar con claridad. Fue un mal momento. «Ya sabes a qué me dedico», me había dicho. Lo sabía. Los Ingenieros Hoodoo lahabían llamado; el señor Lyle y China Black y toda la gente que sabía que era hora de cambiar la habían llamado, para que quebrara el anquilosado dominio de Ego sobre la ciudad. El poder de A. A. Albrecht. Ella, a su vez, me había llamado a mí.
No Legba el guardián, hombre y mujer a la vez, a quien yo se suponía pertenecía. Era Oya Iansa quien había llegado con la luz del Gilded West, la diosa que propiciaba la revolución y la caída de las torres. Oh, por supuesto que le pertenecía a ella y no a Legba. De todas las cosas que había en aquel bunker, había preservado y despertado la que poseía los conocimientos técnicos que ella necesitaba. Yo no era una broma práctica; era el torbellino.
Y el padre de mi amigo se había interpuesto en mi camino.
10.2: el señor Muerte y la pelirroja
-Tengo que encontrarlo. -Theo se volvió hacia la puerta de la oficina.
-Dijiste una vez… que no te gustaba.
Theo volvió la cabeza para mirarme. La respuesta estaba en su rostro: si yo hubiera sido un ser nacido en lugar de creado, no habría dicho semejante cosa.
Lo seguí al pasillo a oscuras. No podía hacer nada por Frances. Pero no podía perder a Theo.
-¿Dónde vamos? -susurré.
-Tiene un dormitorio en el piso de arriba.
De haber sido una película, habría dicho «no vamos a ninguna parte». Por suerte, no lo era.
-¿Vivías… vivías aquí?
-Hace años que no. Me trasladé poco después de la muerte de mi madre. -Tom había dicho la verdad sobre la iluminación de la escalera. Theo sacó una vela del bolsillo de su chaqueta, la encendió y empezamos a bajar en aquel estrecho campo de luz temblorosa-. Pero venía a visitarlo. Para pelearme con él, más que nada. Y a pesar de que lo detestaba, seguía viniendo. Supongo que era mejor que no verlo.
La luz de la vela le proporcionaba una armadura emocional que ni siquiera la oscuridad hubiera podido ofrecerle.
-¿Lo… lo quieres? -dije.
-Es mi padre.
-¿Eso significa que lo quieres?
-Significa que no lo sé -dijo Theo.
El piso inferior sí tenía electricidad y la puerta de la escalera no estaba cerrada. Theo abrió una rendija y la luz entró a raudales, seguida por una corriente de aire más fresco. Theo apagó la vela de un soplido. Cuando nuestros ojos se ajustaron a la luz, salimos al pasillo.
-¡Theo! -susurré de repente. En aquel silencio, sonó como un escape de vapor-. ¿Había un guardia en la puerta principal?
-No.
-¿No te has preguntado por qué?
-Todavía me lo estoy preguntando, tío. Puede que haya salido a ver lo que pasaba con el tornado. ¿Quieres quedarte aquí hasta que aparezca?
-Debería haber traído un arma de arriba -murmuré-. Tiene que haber un guardia en alguna parte.
Theo se encogió de hombros.
-Ni tú ni yo sabemos nada de armas.
-Nadie lo diría al vernos.
Me miró de arriba abajo.
-En este momento no me darías miedo ni aunque tuvieras un cañón.
Tenía razón, por supuesto. De repente, cobré consciencia de mi estado hasta el último de sus indignos detalles. Sangre por todas partes, la ropa manchada de sudor y el pelo mojado delante de los ojos. Y además, la ropa hecha jirones. LeRoy había usado muchas más vendas de las necesarias, pero a medida que el sudor se secaba, estaba empezando a sentir cómo se me enfriaba la piel de los hombros, los brazos y el estómago, lo que me hacía tiritar de forma desmedida. De repente, me di cuenta de que no era capaz de mirar a Theo a los ojos.
Pero su mente estaba en otra parte.
-Tenemos que adoptar la actitud apropiada -continuó-. Piensa en Mel Gibson en Monte Cristo.
-Claro. Y también nos vendría bien un poco de paranoia y la disposición para golpear cualquier cosa que se mueva con el objeto contundente más próximo.
-Por mí no hay problema.
Theo, es posible que mi santo patrón haya matado a tu padre. Y si es así, ha sido posible gracias a mí. No lo dije. No habría servido de nada.
Theo se detuvo a mitad del pasillo y puso una mano sobre el picaporte de una puerta. Me miró. Por un momento, creí que iba a decir algo. Entonces el momento pasó, y él abrió la puerta.
Había una lámpara encendida en la mesita de noche y una figura voluminosa en la cama. Se oía una respiración ronca e irregular. Era Albrecht, pálido, con la boca floja, envejecido diez años, enfermo. Pero vivo. Theo se inclinó sobre la cama como si estuviera buscando algún microscópico signo alentador.
No pude encontrar el menor parecido entre Theo y su padre. Puede que se pareciera a su madre. Debe de ser algo interesante ver tu nariz en el rostro de otro y saber que solo es la señal externa de una conexión interna, una similitud en la sangre. Y luego estaba el vínculo emocional: ¿era diferente a la amistad? ¿Qué sentía Theo en aquel momento? ¿Me sentiría yo igual si Theo estuviera tendido en la cama, enfermo?
Oí un pequeño chasquido a mi derecha y dirigí la mirada hacia allí. Dusty, mi némesis en la Feria Nocturna y el Underbridge, se encontraba en la puerta que conectaba con la habitación contigua. Llevaba una camisa negra que le llegaba a la altura de las rodillas y le estaba grande, y tenía el pelo rosa desordenado. Nunca lo había visto sin las gafas de espejo. Tenía los ojos finos, profundos y muy oscuros. Y empuñaba una pistola de cañón largo con las dos manos.
-Oye -dijo-. Pero si son Sonnyboy y el como-se-llame.
Me quedé completamente inmóvil al pie de la cama. Las inyecciones de LeRoy y una punzada de miedo se combinaron para formar un zumbido en mi cabeza. Esperé una señal del cielo.
Theo tampoco se había movido. Estaba de espaldas a la puerta de conexión. ¿Reconocía a…? Sí, había visto a Dusty y sabía que era uno de los secuaces de Tom Worecksi. Abrió los ojos de par en par y luego los cerró. Apretó los labios y levantó los hombros mientras llenaba los pulmones con una inhalación brusca.
-Joder -dijo Theo, acalorado y arrastrando las palabras, sin apartar la mirada de la cama-. ¡Creía que te había dicho que lo vigilaras!
Mis dientes castañetearon en un movimiento involuntario. Conocía aquella voz.
Dusty volvió ligeramente la cabeza y frunció el ceño.
-¿Jefe?
Theo giró la cabeza y lo fulminó con la mirada.
-¿Qué coño estabas haciendo? ¿Cuánto tiempo lleva así?
Había parte del camionero malo de Rainbow Express yparte del Jack Nicholson de Easy Rider en su voz, pero la mayor parte pertenecía a Tom Worecksi. Monte Cristo, sí, Theo. Pero solo serviría unos minutos, nada más.
-¿Cómo? -dijo Dusty. Se aproximó un paso y el cañón del arma vaciló.
-Como se muera, te voy a meter un palo por el culo. Baja a buscar un médico. -Fingió que le tomaba el pulso a su padre. Cuidado, cuidado: el lenguaje corporal debía de ser más difícil que la voz. Pero, claro, por eso Theo no se había apartado de la cama.
Dusty seguía con el ceño fruncido.
-¿Qué ha pasado arriba? ¿Y por qué está ese con usted?
Un músculo saltó en la mandíbula de Theo.
-¿Vas a hacer lo que te digo o piensas quedarte a charlar?
No era perfecto y Theo lo sabía. ¿Lo sabría Dusty?
Bajó el arma.
-Claro, jefe -dijo, y salió al pasillo. Theo dejó de contener la respiración.
Desde la puerta del pasillo, oí que Dusty decía:
-¡Oye, Sonnyboy! -Y, al volverme, lo vi perfilado contra el marco de la puerta, apuntando a Theo con el arma. Tuve el tiempo justo para interponerme en la línea de fuego.
Se oyeron tres disparos mientras Theo me derribaba empujándome desde atrás. Dusty, en el umbral de la puerta, se tambaleó y dejó caer el arma. Pude ver su rostro, una interesante mezcla de estupor y contrariedad, antes de que se desplomara y quedara inmóvil en el suelo.
Ahora era Myra Kincaid quien se encontraba junto a la puerta. Llevaba una gabardina mal abrochada encima de, sospecho, su cuerpo desnudo, y el pelo color cereza le caía en desorden sobre los ojos. Parecía relajada, medio despierta, y sostenía un arma con aire negligente. Mientras yo la miraba, apuntó con ella al suelo. Santos, pensé con un principio de histeria, ¿de dónde sacan todas esas condenadas armas?
-Mi hermano era un perro rabioso -dijo-. Pero supongo que lo echaré de menos de todas formas. -Su voz se parecía tanto a la de Vivian Leigh en Lo que el viento se llevó que daba miedo-. Tom ha muerto, ¿no?
-Sí -dije antes de que Theo pudiese perjurarse. Salí de debajo mientras él se sentaba. Me puse en pie y conseguí no tambalearme demasiado. El dolor de mi hombro era como un martillazo que me estremecía el cuerpo entero, y me sentía como si una descarga de adrenalina me hubiera hecho ampollas en todas las terminaciones nerviosas. Pero mis ojos no se apartaron de Myra un solo instante. La pistola la convertía en la dueña de la habitación. No se comportaba como si fuera consciente de ello-. Espero que no creas que tienes que vengarlo.
-Si Tom no ha podido mataros, no creo que yo pudiera hacerlo. Dusty no era muy listo, y no se le ocurrió.
Su voz parecía inocua, pero había algo extraño en ella, en el mismo aire. La miré a los ojos y supe que estaba mucho más que medio despierta. ¿Por qué había matado a su medio hermano? ¿Qué esperaba que dijera yo? He ahí una cobra escapada de su cesta. ¿Qué podía tocar para conseguir que bailara?
-Worecksi ha muerto -dije al fin- y Albrecht está acabado. El mercado de trabajo para matones y asesinos está en recesión. ¿Dónde vas a ir ahora?
Sus cejas se levantaron una fracción de milímetro.
-¿Vas a dejar que me vaya?
Actitud, pensé. Hice acopio de ella y respondí:
-Creo que es lo mejor.
-Quiero un salvoconducto.
Buen Dios, ¿qué se pensaba que era yo? ¿Qué creía que estaba pasando allí?
-Solo necesitas largarte deprisa. Y será mejor que no vuelvas nunca.
Myra sacudió la cabeza y sonrió.
-Lo haré. No te enteras de nada, ¿verdad, cariño?
-¿Perdona? -pregunté con esfuerzo.
-No pasa nada… De todos modos me marcho. Pero si hubiera sabido que eras uno de los suyos, nunca me habría metido en esta mierda. Esa es otra cosa que al idiota de Dusty nunca se le hubiera ocurrido. Ni a Tom, claro. Me pregunto qué habría pasado si hubiera dejado que Dusty apretara el gatillo.
Al fin comprendí. Yo había sobrevivido mientras que Tom había muerto, así que debía de ser yo quien lo había matado. Si podía hacer algo como eso, desafiarme era demasiado peligroso. Myra había dado la vida de su hermano a cambio de la suya, y estaba impresionada por mi misericordia. Sentí un fuerte deseo de marcharme y descansar.
-Será mejor que te marches ahora mismo -dije.
Ella asintió y se guardó el arma en un bolsillo de la gabardina. Por un instante, permaneció allí inmóvil, con la mano en el bolsillo. Entonces levantó la cabeza. Su rostro parecía más duro y más viejo, y sus labios retorcidos, parecían a punto de echarse a llorar a pesar de que estaba sonriendo. Puso los ojos en blanco.
-Dile a mi fiera y virtuosa hermana -dijo una voz densa y sedosa usando la boca de Myra- que Pombagira le envía sus felicitaciones. Y recuérdale que no podría haberlo hecho sin mí.
Myra Kincaid y el espíritu que montaba en ella se aproximaron a la puerta, pasando por encima del cadáver de su hermano, y se marcharon.
-¿Gorrión? -dijo Theo con voz temblorosa desde el suelo-. Si vuelve a pasar algo como esto, nos marchamos de la ciudad, ¿eh?
-Buena idea. Ya se te podría haber ocurrido antes.
-Esta vez no hubiera funcionado.
-Tienes razón. -Me aproximé a la cama tambaleándome y caí al suelo junto a Theo-. Ve a decirle a Josh que en cuanto acabe con Frances, tu padre lo necesita. Corre.
Tenía los ojos cerrados pero lo sentía a mi lado, sentado en cuclillas.
-¿Y tú?
-Y cuando haya acabado con todos, a mí tampoco me vendría mal un poco de ayuda.
Oí sus pasos mientras se alejaba corriendo por el pasillo. Bien. Pero la prisa era por Albrecht. Yo podría haberle dicho que no estaba en peligro. A la fiera y virtuosa hermana todavía le era útil.
Tom Worecksi ha conseguido vengarse y una especie de inmortalidad. Podría haber sido diferente si hubiese quedado un cuerpo sobre el que erguirse en la victoria, un cuerpo del que disponer, acordaos.
Y podría haber sido diferente si yo no hubiese visto el final de tantas películas de terror.
Pero en mis sueños, sigo esperando la secuela. En mis sueños, mis seres queridos se me acercan y los toco, y es la sonrisa de Tom la que aparece en sus bocas y su voz la que sale de ellas. Una vez tras otra.
Y cuando despierto y veo a mis seres queridos, por mucho que me esfuerce, no puedo separar el terror del amor. Es la venganza perfecta. A él le habría encantado.
No sueño con espacios blancos y planos y bailarines pictográficos. No oigo la voz de los espíritus. No los echo en falta. Y no me engaño pensando que se han marchado. Lo que pasa es que todavía no he hecho nada tan malo como para justificar su intervención, eso es todo.
He escrito esto a petición de Sherrea. ¿Es una petición cuando alguien deja una máquina de escribir de quince quilos y un montón de folios junto a tu plato a la hora de cenar y a continuación te pregunta si prefieres escribirlo a mano?
-¿Hacer el qué? -le dije.
-Escribir tu versión de lo que pasó con el monopolio de energía -me dijo, como si hubiera debido saberlo.
Era, y es, una máquina de escribir muy grande. Finalmente pregunté:
-¿Es necesario que rime?
Me ha dicho que quiere un relato de lo ocurrido para los Ingenieros, pero creo que en el fondo piensa que es una especie de terapia para mí. O puede que no. Pero yo me lo he tomado como si lo fuera. He tratado de reproducir fielmente a la persona que despertó en la orilla del río, y entender y perdonar. He hecho progresos en las dos primeras cosas.
A pesar de ello, creo que todo esto es mentira en sus tres cuartas partes. No puedo haberlo recordado todo y el proceso de intentarlo es como tratar de reconstruir un sueño. Uno pone tejido conectivo donde nunca lo hubo, porque sin él, no tiene una narración, sino una cadena de imágenes sin sentido.
Tampoco me fío de la memoria. ¿Por qué habría de hacerlo? Los recuerdos, por poco fiables que sean, deberían ser los sedimentos que quedan en la arena cuando se retira la ola de la experiencia. Mientras formen parte del proceso, hay algo válido en ellos, algo que los vincula a la vida real.
¿Pero qué ocurre cuando algo existe solo como recuerdo, algo que nunca fue una experiencia? ¿Y si deja incluso conocimientos en la mente: inglés, español, francés y un conocimiento exhaustivo de electrónica de semiconductores? Estas cosas, en mi caso, empezaron siendo recuerdos puros, ajenos a la vida o a la continuidad sensible del tiempo. La experiencia vino después.
¿Y si la Bella Durmiente despertara tras las zarzas, sola, en la oscuridad, sabiendo que su maldición no era el sueño sino el despertar y que la familia, la infancia y la madrina del cuento no eran más que sueños hilados para divertir a una mente virginal?
Ella/ello/él no tendría otra opción que sacar algo de ese despertar. Es lo que yo hago, lo mejor que puedo.
En un momento de entusiasmo mientras degustábamos una botella de brandy de cerezas, Theo y yo decidimos restaurar el viejo sistema telefónico municipal para reemplazar las líneas colectivas de Albrecht. Después de tres meses de experiencias muy instructivas, lo tenemos medio terminado; pero es un trabajo interesante.
Descubrí que Loretta, la anciana de la casa de China Black, tenía razón: unos generadores hidroeléctricos comunitarios, situados a intervalos regulares en la orilla del río, son un método razonablemente barato y fiable de proporcionar energía a la mayor parte de la ciudad. De momento hemos instalado cuatro.
Ahora que el monopolio energético se ha derrumbado, está apareciendo una sorprendente cantidad de tecnología fotovoltaica. O al menos, sorprendente para mí. La pasada semana, una tormenta le arrancó el tejado a una casa situada en el extremo sur de la ciudad y aparecieron tres paneles solares escondidos entre las vigas. Mientras dirigía su recogida, me sentí como un arqueólogo que hubiese encontrado la biblioteca de Alejandría intacta.
La gente acude a mí por cosas como esta, y para conseguir información e instrucción. Estoy aprendiendo a hablar con ellos. Estoy aprendiendo a acostumbrarme a que me reconozcan por la calle. Una cantidad aterradora de gente sabe quién soy, e incluso lo que soy, y tengo que seguir con mi vida como si nada. Puede que algún día no me importe.
He dicho que esto era una terapia. Creo que Sher quería que viera que mi vida no es una historia acabada. Ya lo sé, pero puede que ella no se haya dado cuenta. Al final ha quedado una sorprendente cantidad de gente con vida, incluido el narrador. ¿Se quedan así, con un pie en alto y la respiración a medias?
-Puedes contar -me dijo Frances- que la Pequeña Nell vivió al final. -Estaba tumbada bajo el gran árbol de los Ingenieros Hoodoo, con los ojos cerrados y las manos sobre la hierba. Le había contado que iba a escribir esto.
-Oh, qué tragedia -dije.
-Y que, en cuanto se recupere de la pérdida de dos centímetros de intestino, será una persona mucho más interesante, y no será seguro decir cosas como esa.
-Ni necesario, supongo.
Levantó las cejas y abrió los párpados al mismo tiempo.
-Pensé que querías irte.
Miró las ramas y sonrió.
-Puede que lo haga. Algún día. Pero no mientras por aquí quede diversión. Estoy segura de que va a ser tremendamente divertido estar aquí mientras construyes la Nueva Jerusalén. Quiero escribir mi nombre en el cemento fresco.
Estoy impaciente por verlo.
Me gustaba la idea de un final dickensiano. Pero aún no sé quién se casa, quién muere y cuántos hijos tiene cada cual. El padre de Theo sobrevivió al ataque, pero su salud es tan precaria como la de Frances y, a diferencia de la de ella, seguirá así el resto de su vida. Creo que Theo y él han hablado de algunas cosas de las que no estaban acostumbrados a hablar, y creo que eso les ha hecho bien a ambos. Pero yo no estaba allí.
No sé por qué, pero Sherrea cree que la historia no ha terminado. Sí sé por qué lo creo yo. Porque Myra Kincaid tenía razón: no me entero de nada. Hay una clase entera de respuestas a las grandes preguntas de la vida que, cuando se examinan detenidamente, no revelan otra cosa que una nueva serie de preguntas. Ahora conozco los orígenes de mi cuerpo y de mi alma. Es algo así como saber que la cinta magnética está formada por partículas de óxido ferroso adheridas a una película plástica. Estupendo. Y ahora: ¿para qué sirve? ¿Qué hace?
Hace, supongo, lo que tiene que hacer. Hace lo que le encanta hacer o lo que alguien ha de hacer. Ayuda a otros a hacer lo mismo. Y eso es lo que yo hago. Y, a veces, cuando estoy con una llave inglesa en la mano y el cuerpo sumergido en dos centímetros de agua helada, o enseñando a alguien a usar un soldador, o construyendo ingeniosas transiciones entre canción y canción en la sala de control del Underbridge, puedo sentirlo, muy cerca: el poder y la claridad y el brillo, la fuerza y la luz, que tuve una vez en un sueño, un sueño de baile, un sueño hodoo. Puede que dentro de algún tiempo -¿nueve meses? ¿Nueve años?- por fin entienda algo.
He encontrado una cinta de vídeo, una grabación casera que guardó alguien, con varios capítulos de una comedia de televisión. Me gusta. Es divertida. Pero mi parte favorita, la parte que pongo en el Underbridge cuando el amanecer destiñe las ventanas, cuando Theo se ha quedado dormido con la cabeza sobre la mesa de mezclas, cuando Robby está recorriendo la pista de baile con una escoba al hombro, es el final de cada uno. Entonces la presentadora del programa, vestida con una vieja bata de felpilla rosa, se aproxima al público y a las cámaras, sonriendo, y dice:
-¡A casa! ¡A casa!
Le ha encontrado a la vida todo el sentido posible para una semana. Entonces se lo entrega al público. En ese momento la adoro.
¡A casa! ¡A casa!
Y las luces de la casa se encienden.