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Envoltura
Muerte, regreso
Waite: inercia, sueño, letargo, petrificación, sonambulismo, esperanza frustrada.
Gray: estancamiento. Fracaso de la revolución o de otra forma de cambio violento.
Crowley: transformación y frustración del desarrollo lógico de las condiciones existentes. Su arma mágica es el dolor de la obligación. Su poder mágico es la nigromancia.
1.0: voy a ir al centro
Desperté de espaldas sobre la tierra. Apretaba el sol, pero debajo de mi cuerpo el suelo estaba fresco. Llevaba un tiempo allí, pues. El cegador cielo estival, teñido de blanco y azul, me hizo llorar los ojos. Tenía la boca como la tumba de una de esas culturas en las que se entierra a los sirvientes con el muerto.
Volví la cabeza lentamente y vi que me rodeaba la ribera del río, desierta, con una peste a peces muertos flotando en el aire. En la distancia, más allá del barro endurecido y reseco y los restos de hormigón, una cuadrilla trabajaba en un puente. Se oían los gritos lejanos que marcaban la cadencia de su trabajo y el estruendo que hacían los pesos al descender sobre los pilotes.
Rodé sobre mi espalda y traté de decidir cómo me encontraba. Esta vez, lo único que sentí fue un cardenal hinchado y sensible en una mejilla. Traté de recordar dónde podía habérmelo hecho: en el callejón de atrás de «La ofensiva del Tet», donde había ido a comprar un poco de sucedáneo de pato picante y había conseguido dos Charlies petites en su lugar. Lo último que recordaba con claridad era a una de las chicas lanzando una patada y su tacón volando hacia mi cara desde la oscuridad. Supongo que fue entonces cuando perdí el sentido.
Como el único daño importante se había producido en un momento que podía recordar, supongo que no me había pasado nada horrible mientras estaba inconsciente. ¿Cuánto tiempo habría sido? ¿Y qué me habría perdido?
Cuando me incorporé, tuve que revisar el informe de daños. Mi cabeza era el Santo Sepulcro de las resacas. Oh, sí que había sucedido algo horrible. Al menos, esperaba habérmelo pasado bien. Tardé un rato en volver a la calle paralela a la Orilla, y para entonces el mareo no había hecho sino empeorar.
Antes de perder el conocimiento llevaba treinta pavos en metálico, pero ahora tenía los bolsillos vacíos. Si no me lo habían quitado las chicas, debía de haberlos utilizado para pagar aquello cuyos efectos estaba sintiendo ahora en la cabeza. Ojalá pudiera recordar lo que había sido. No es que eso fuera a impedir que volviera a consumirlo. Más tarde o más temprano sucedería de nuevo: mi mente se apagaría de repente y, como de costumbre, mis buenos propósitos resultarían tan útiles como una lámpara en un ataúd.
La próxima zambullida sería la número cinco. La primera vez había creído que se trataba de algo que había comido, bebido o consumido en general. La segunda vez me pregunté si sería obra de alguien, un coup n’âme. Ala tercera, empecé a darme cuenta de que era cosa mía. La consecuencia inevitable de mi peculiar origen, que se manifestaba al fin para rectificar un error que llevaba demasiado tiempo sin resolverse. Pero de ser así, ¿por qué no me mataba sin más?
Me senté sobre el muro que se extendía junto a la carretera, tiritando bajo el sol. De repente era capaz de imaginar las cosas que mi cuerpo podía hacer cuando yo no estaba allí para impedírselo, y me encontraba tan mal que cabía la posibilidad de que las hubiera hecho todas. Puede que fuera así y simplemente no me hubiera dejado marcas. Pensé en un futuro lleno de espacios en blanco y supe que no podría soportarlo. Si mi futuro era así, tenía que escapar de él.
El método más evidente, el recurso favorito del desesperado, acudió a mis pensamientos. Se presentó de repente en el vestíbulo de mi cabeza, tan claro y deseable, que no pude evitar que se me escapara un ruidillo. Había bajado del muro y me dirigía hacia las Profundidades antes de comprender de qué estaba (en sentido figurado) huyendo. La mente animal, cuando sufre una agresión, prefiere buscar refugio en su propia madriguera.
En algunas zonas de la ciudad podías sentarte en la acera y extender la mano, y al cabo de un rato tendrías el dinero suficiente para pagar un bici-taxi. A fin de cuentas, seguía habiendo gente en el mundo a quien los mendigos le inspiraban una piedad supersticiosa y si una persona herida, sucia y desorientada no podía provocar esta reacción, no sé para qué servía la superstición. Pero la Orilla era un territorio complicado. Allí la gente se regía por las normas del Negocio, como todos. Pero vivían bien gracias a esto, lo cual afectaba su visión de las cosas. Aunque en el pasado hubieran conocido la Primera Ley de Conservación del Negocio -que nunca hay suficiente para complacer a todos-, habían dejado que se extraviara en sus mentes. Así que pasaban a tu lado, montados en sus vehículos cooptados, o trotando bajo los nudosos árboles, precedidos por perros tan bien alimentados como ellos, y asumían al verme que si no tenía sustento era porque no me lo merecía tanto como sus animales de compañía.
En el pasado, incluso en un lugar como la Orilla, hubieras podido extender la mano de cierta forma y la gente habría entendido que necesitabas transporte. Detendrían sus coches privados y dejarían que te montaras sin pedir nada a cambio. Parece raro pero es cierto. Lo he visto en las películas. Pero eso fue hace mucho. Así que seguí arrastrándome como pude, mientras los perros ladraban y sus dueños hacían movimientos que creían imperceptibles en dirección a alguno de sus bolsillos. No es que me preocupara; no creo que me hubiera sentido peor aunque hubiera recibido un chorro de amoniaco en los ojos.
Para cuando llegué al mercado de Seven Corners, el mundo entero parecía palpitar, lanzando destellos de colores al ritmo de los latidos de mi corazón. Y acompañado, cómo no, por el golpeteo de los postigos de mi jaqueca. Seven Corners nunca ha sido un buen lugar para el tipo de negocio que yo practico: allí se vende sobre todo comida, ropa, accesorios de cocina y todos los servicios que acompañan a estos. Así que no tenía que preocuparme de atravesarlo con los ojos prácticamente cerrados. En ese momento empecé a pensar que tal vez lo que tuviera fuera algo más que una resaca.
Finalmente, el peso del sol me obligó a detenerme al llegar al borde del mercado. Paré bajo un toldo, apoyé la cadera en una mesa y fingí que estaba ocupado examinando una bandeja de tomatillos. En el puesto contiguo había unos cajones llenos de aves de corral y ni el ruido ni los olores eran demasiado agradables. Una negra con el rostro recorrido de un lado a otro por una cicatriz en forma de serpiente que pasaba por encima del puente de la nariz le cambió al vendedor un gallo blanco por una botella de licor casero. El vendedor le tapó la cabeza al pájaro con un saquillo, le ató las patas y las juntó con una cuerda para poder sujetarlo. La mujer se marchó con un gallo demasiado estupefacto para resistirse en su poder. Pues la cosa va a empeorar, quise decirle, pensando en la cicatriz de su nueva propietaria.
Estaba esperando, comprendí, a perder el conocimiento de nuevo. Como si pasara cuando podía prepararme. No habría sido tan malo si hubiese sabido lo que era. ¿Un tumor cerebral, una indigestión, una insolación? El calor que hacía allí habría matado a un cactus. Tenía el cuero cabelludo empapado de sudor, tan caliente como el aire, demasiado caliente para hacer su trabajo.
El vendedor de aves tenía un par de palomas en una jaula, criaturas de un color gris sedoso y aspecto huraño. Las palomas de los cuadrosnunca parecen hurañas. De hecho, parecen sumidas en un estado de permanente exultación, como las que revolotean despreocupadamente alrededor de un cáliz en las… cartas de… Sherrea.
La revelación me invadió allí, entre las mercancías. Yo quería saber. Sherrea aseguraba que era capaz de extraer la verdad de un mazo de setenta y ocho cartas. No creía en las cartas pero podía, bajo presión, llegar a admitir que no sabía qué pensar sobre Sher. Un poco de telepatía, con el Tarot como justificación -o cualquier otra cosa que ella quisiera utilizar- podía ser lo que necesitaba para localizar mis recuerdos perdidos. Si es que era realmente telépata, si es que los recuerdos seguían allí y si es que podían servirme de algo. Pero al menos tenía que intentarlo.
La vieja morena que vendía los tomatillos estaba lanzándome unos gritos impropios de su edad y mirándome mal, así que me volví y seguí mi camino. Pero entonces tropecé con uno de los postes de su puestecillo, lo que sacudió entera la lona que le servía como techo, y ella gritó algo sobre mi madre *. Eso me hizo reír. Pero cuando abandoné la sombra, el sol me golpeó la cabeza con la fuerza de un martillo y dejé de reírme.
La Cañada forma el extremo occidental de la Orilla, a pocos cientos de metros del mercado de Seven Corners. El pavimento agrietado de una antigua autopista interestatal está por todos lados. La carretera sigueestando en buen estado, en una era que no las necesita tan grandes y que carece de uso para el concepto de «interestatal». Desde el borde de la Cañada se veían lasProfundidades, al otro lado, teñidas primero con los colores grises y pardos de los ladrillos y la madera y luego, conforme iban alejándose y ascendiendo, con el bronce, el negro perlado y el verde claro de las torres de piedra, metal y brillante cristal. La emperatriz de todas ellas, erguida en su mismo centro, era Ego, la construcción más alta de toda la ciudad, cuyas paredes reflectantes carecían de color propio y utilizaban el del cielo, un azul implacable e inmaculado aquel día. Las torres de las Profundidades, erguidas en ángulos o curvas, resultaban aún más notables cuando se comparaban con las formas de sus hermanas en ruinas, que aparecían ocasionalmente entre ellas. Si hubiera llegado a ellas tan deprisa a pie como lo he hecho en este relato, puede que no tuviese nada que relatar. O puede que sí. Casualidad es la palabra que utilizamos cuando no vemos el movimiento de los hilos.
El puente que cruzaba la Cañada estaba repleto de vendedores que no habían encontrado sitio en el mercado. Solo unos pocos de ellos tenían toldo, o siquiera puesto. La mayoría extendía una manta sobre las ennegrecidas aceras y se protegían del sol con sombreros, chales y sombrillas. El calor se elevaba de la superficie de la carretera con la fuerza de una explosión y la escena entera estaba difuminada por la trepidación de un espejismo. Al llegar cerca del centro del puente, me detuve y me froté los ojos con las manos, tratando de expulsar el dolor de cabeza y reemplazarlo con un firme sentido del espacio y el equilibrio. Un escalofrío me recorrió. Puede que el sudor sí que estuviera haciendo efecto, al fin y al cabo. Aunque lo cierto es que ya no parecía estar sudando.
Una brisa cálida sopló sobre mí. No, era el viento levantado por la gente al pasar. Entonces, ¿por qué no cesaba? Abrí los ojos. Un brazo flaco se alargó hacia mí, unos dedos como huesos me atenazaron el hombro y me obligaron a volverme. Rostros salpicados de negro y gris, cabezas cubiertas por una fina pelusa, andrajos en brusco movimiento… Estaba en el ojo de una tormenta de Turbados.
Hay gente que los compara con los conejos en primavera. Puede que le tengan miedo a los conejos. Los Turbados son pálidos y flacos, como si estuvieran hechos de alambre, y cuando bailaban, sus brazos y piernas se entrecruzaban como celosías hechas de piel y hueso. La ropa que llevaban no era apropiada para el calor, pero tengo entendido que no lo notan, ni el frío, ni en realidad cosa alguna aparte de la pasión de los tambores que resuenan por sus venas.
Los niños de la noche, que todos los días, al ponerse el sol, traen el dinero de sus padres desde los últimos pisos de las torres o de las fincas valladas de los parques que jalonan la ciudad, siguen a los grupos de Turbados como gaviotas detrás de un carromato de basura. Tratan de copiar sus pasos. Pero su baile no tiene patrón, ni repeticiones y lo que lo provoca es el mismo defecto o enfermedad que hace palpitar la sangre de los Turbados y une su mente en comunión. Los gafes dicen que los Turbados son algo así como unos parientes suyos pero, que yo sepa, los Turbados no se dan cuenta de ello. Los niños de la noche los siguen en busca de profecías, de cualquier palabra que puedan repetir luego en los clubes nocturnos para revestirse de un barniz de elegante fatalismo durante unas pocas horas, hasta que aparece cualquier otra novedad.
Pero yo nunca abría las galletas de la suerte, ni metía dinero en la máquina de Sopesa-tu-Suerte en la Galería de Juegos *, ni les pedía profecías a los Turbados. A mí nadie podía convencerme de que el futuro estaba ya previsto. Y si lo estaba… En fin, el mejor amigo del futuro es el pasado, y con este no me hablaba. Las profecías son fe para los ignorantes y diversión para los ricos, y yo no era ninguna de las dos cosas. Los Turbados no podían saber nada sobre mí.
-Retoño -dijo uno de ellos-, cosa ancestral, muy lejos de casa.
Los aciertos casuales no cuentan. Cuando quería, sabía cómo volverme tan invisible como le es posible a una criatura de carne y hueso. Un Don Nadie en una calle llena de gente idéntica. En aquel momento mi magia no parecía estar surtiendo efecto.
-¡Largo! -grité.
-A un solo paso de casa -dijo otra voz, más aguda.
-A un lado. -Un tercer Turbado.
El cuarto:
-Y al otro.
-No tiene casa.
-¿Y vosotros no tenéis casa? ¿No tenéis familia?
Todos parecían encontrarlo hilarante. Teniendo en cuenta que se supone que poseen una sola mente, era como cuando uno se ríe de sus propios chistes.
A estas alturas, no habría sabido decir si alguna de las voces la había oído ya.
-Alejaos de mí -dije-, si no queréis que haga daño a alguno de vosotros. -La parte de mi mente que se encargaba en aquel momento de pensar, alejada del resto de mí, se sorprendió al reparar en el tono chirriante de mi voz-. O puede que a más de uno -añadí, sólo para probar que podía.
-Eres el concepto inmaculado -canturreó un Turbado, mientras acercaba su rostro, masculino o femenino, al mío. La piel, entre las rayas de pintura gris que la tapaban, era opaca y parecía agrietada; el aliento que arrastraba las palabras era espeluznantemente dulce-. Eres la carne hecha verbo. ¿Qué piensas hacer al respecto?
-¿Adónde lleva tu camino?
-Este es el camino, mira, este.
Me rodeé la cabeza con los brazos, como si estuviera protegiéndome de una bandada de aves furiosas.
-¡Largo! -grité, y esta vez ni siquiera a la parte pensante de mi mente, acobardada en su rincón, le importó si me oía todo bicho viviente en el puente. Así supe que estaba empezando a asustarme.
-¡Camino!
-¡Camino!
Estaba encerrado en una valla de huesos que cantaban con voz de cuervos y si no escapaba de ella inmediatamente, iba a obligarme a caer de rodillas golpeándome con mis propios secretos. Cerré los ojos y la emprendí a puñetazos.
Los Turbados respondieron lanzando gritos de alegría y transcurrió un momento antes de que comprendiera que no los había alcanzado con los puños. Abrí los ojos. Había una abertura en el círculo, así que me lancé hacia ella a toda prisa y escapé por el bosque de peatones y sombrillas. Si no hubiera tropezado con una manta llena de cazuelas y sartenes y no hubiese resbalado en el bordillo de la acera, no estaría escribiendo esto. O puede que sí. Ya he mencionado lo de los hilos… Con un tintineo de aluminio y hierro forjado, caí de espaldas sobre el pavimento, a escasos centímetros de la trayectoria de un vehículo de tres ruedas que estaba dispersando el tráfico de peatones a derecha e izquierda. El conductor tocó el claxon, viró y, con un patinazo, se detuvo bruscamente.
Los Turbados estaban gritando y… ¿vitoreándome? ¿Quién sabe qué cosas vitorean los Turbados? ¿Acababa de emprender el «camino de regreso a casa» o el «camino de no regreso a casa»? ¿O tenía algún significado todo aquello?
El triciclo llevaba un equipo de viaje completo, capota anti-lluvia incluida, y un acabado de barro y polvo recubriendo el techo. Cuando se abrió la escotilla, el sello despidió una lluvia de copos de barro y el conductor salió de la abertura con asombrosa velocidad y economía de movimientos. Habría costado decir qué pronombre le correspondía a la persona que se ocultaba debajo de las gafas tintadas, el casco, el arrugado mono y la capa de polvo. Él o ella se había arrodillado junto a mí antes de que tuviera tiempo de incorporarme.
-¿Te has golpeado? -Una voz rápida y concisa, cuyas tonalidades medias emergían crepitando de la ronquera para cobrar resonancia. La piel de la angulosa barbilla, por debajo del polvo, nunca había necesitado un afeitado y cuando la mano derecha se libró del guante de cuero teñido, vi unos dedos maltratados pero relativamente finos. En mi fuero interno, aposté por una «ella». Los dedos me cogieron la barbilla antes de que pudiera esquivarlos.
Todo se inclinó cuarenta y cinco grados. Mi visión estaba clara pero, por un momento, me sentí como si estuviera en cuclillas sobre un tejado sin ningún sitio donde sujetarme. Entonces, el mundo regresó en tropel. Las gafas oscuras de la conductora me devolvieron sendas imágenes de mí, con los ojos ligeramente hinchados. ¿De qué coño era aquella resaca?
-No -dije-. No me has dado.
Se quitó las gafas, las cerró y se las guardó en el bolsillo del pecho. Tenía unos ojos negros, rodeados por un cerco de piel morena y limpia, gracias a las gafas, que la habían protegido del polvo más que la capota del triciclo. Me miraba con el ceño fruncido, como si yo acabara de confesar algo peor que no haber sido atropellado por su vehículo. Entonces una expresión amable y despreocupada reemplazó la hostilidad… O no, más bien la cubrió, como si fuera una máscara.
-Supongo que podría hacer otro intento -dijo con tono reflexivo-. ¿No? Pareces tan ofendido…
-No por tu puntería, te lo prometo. Perdóname -dije, y me levanté. Demasiado deprisa. Ella me sujetó por el torso.
-Uau, calma, chico. Arriba es por ahí. Pon un pie aquí, y luego el otro… Eso es. -Se apartó un paso y yo me tambaleé, pero nada más-. Y ahora, ¿hay alguien que se te pueda llevar o estás condenado, como un proyecto de obras públicas grabado en cemento, a decorar este puente para toda la eternidad?
Es cierto que nada de lo que yo había dicho o hecho hasta el momento inducía a pensar que pudiera andar por las calles sin ayuda.
-No, estoy bien. Sólo voy a las Profundidades. -Eso sí que no tenía el menor sentido. No obstante, era cierto que si lograba llegar a las Profundidades, todo estaría bien. O al menos eso me decía mi instinto de supervivencia. Miré a mi alrededor y vi que los Turbados habían desaparecido. Supongo que ya no les resultaba interesante.
La mujer enarcó las cejas: pregunta delicada al canto.
-¿Las Pro…? Oh, el centro. -Se limpió un reguero de sudor de la frente con el dorso de la muñeca y a continuación, con un gesto impaciente, se arrancó el casco de un tirón. El cabello que había debajo estaba enredado y empapado de transpiración, le llegaba hasta los hombros y era muy negro-. Supongo que habrá que cortar en seco tu carrera como cariátide -dijo-. Yo también voy para allá. -Una sonrisa gloriosa, que no escondía nada ni significaba nada.
Yo llevaba una camiseta mugrienta, unos pantalones aún más mugrientos y un par de zapatos, y no tenía la menor intención de darle nada de esto. Llevaba algunas cosas interesantes en los bolsillos pero ninguna de ellas valdría su peso en oro en manos de otra persona. Así que si me dejaba llevar por aquella desconocida adquiriría un compromiso con ella. Solo que la idea de sentarme, cerrar los ojos y dejarme llevar a las Profundidades sin tener que pensar más… No, allí no tenía crédito.
-No, gracias -grazné-. Hace un día estupendo para pasear.
Un suspiro escapó entre sus labios.
-Oh, Nuestra Señora de los Mártires. No me había percatado del olor de santidad que despides. Sube.
Lo dijo como una especie de blasfemia. Pero cayó en mis oídos como algo diferente, y peor. ¿Dónde estaba la hermosa y familiar cadencia del Negocio, el cuidadoso sopesar de mercancías y consideraciones, el intercambio de intereses de la compraventa? Si no me engañaban el oído y la razón, aquella mujer hablaba con un lenguaje desconocido y herético. Me empujó hacia el vehículo y traté de resistirme. Pero la verdad es que quería sentarme bajo la capota del triciclo, donde el sol no pudiera alcanzarme, aunque tuviera que pasar el resto de mi vida pagando la deuda…
Me metió en el asiento trasero como si fuera su colada. Se sentó en el delantero, se abrochó el cinturón y cerró la escotilla de un portazo. Un momento más tarde, estábamos rodeados por el ruido del motor y el traqueteo de la capota.
Bueno, una marca más en la columna de adeudos.
-Te lo pagaré -dije lo más alto que pude, aunque dudo que fuera suficiente.
Ella se volvió en su asiento, me recorrió con una mirada rápida y esbozó una sonrisa poco entusiasta.
-Buen Dios, ¿con qué?
Cruzamos la Cañada. Mi silencio era fulminante; el suyo no sé lo que era. Cruzamos rápidamente los vacíos almacenes, pasamos junto al palacio de la ribera, con sus tejados de cobre, y dejamos atrás los amurallados yermos de las familias Whitney-Celestin, que se extendían a su alrededor. Los peatones y ciclistas se quitaban de en medio al vernos llegar, salvo en una ocasión, cuando alguien que conducía un par de cabras en dirección al mercado se plantó en nuestro camino alegando que tenía preferencia. Mi salvadora hablaba con un criollo genuino, al menos por lo que se refiere a las procacidades. Cuando pisó el freno, sentí que la parte trasera del vehículo se encabritaba y derrapaba sobre la gravilla. Un piloto se encendió en el salpicadero, delante de ella.
-Oh, cierra el pico -dijo, y pulsó un botón con el índice.
El triciclo era, por sí solo, inmensamente valioso. Pero no era bonito. Había una gruesa capa de polvo y tierra debajo de la capota, la goma estaba agrietada y la pintura medio levantada, pero esos eran sus únicos defectos. Todo cuanto veían mis ojos había sido reparado al menos en una ocasión, con diferentes grados de éxito y una cantidad variable de cinta aislante. Apoyé la cabeza en el respaldo y cerré los ojos. El dolor que sentía tras los párpados estaba disolviéndome los músculos.
-¿Vas a decirme adónde vamos? -dijo una voz dulce y templada desde al asiento delantero-. ¿O seguimos a la deriva, como el Holandés Errante? No tienes pinta de albatros.
-Bueno, no me has disparado -dije, alarmándome-. Al menos aún. -Abrí los ojos y vi, al otro lado de la compuerta del techo, el cielo ardiente y el exterior en ruinas del Hotel Washington-. Después del último túnel de gerbos, gira a la izquierda.
-¿Perdona? -dijo con tono divertido.
-Las pasarelas de peatones que cruzan las calles por arriba. Túneles de gerbos.
Soltó una carcajada.
-Jesús, así que todavía las llaman así. No había… -Giró el volante y el triciclo gañó como un perro ansioso-. ¿Por aquí?
-Sí. -Sufrí un momento de desorientación mientras veía cómo pasaba por encima de mi cabeza la inmensa y húmeda sonrisa del muchacho del cartel que había frente al edificio de la Agencia de Energía. Ahorrad, por lo más sagrado. Malditos capullos.
-Bueno, ¿y qué tal se vive por aquí? ¿Todas las mujeres son fuertes y todos los hombres guapos?
Ignorando la crispante mezcla de humor y ferocidad de su voz, dije:
-Asumo que eres nueva en la ciudad.
-Pues no asumas tanto. Crecí aquí. Pero he estado fuera, a doce mil kilómetros o a siete largos años de distancia, lo que prefieras.
Por primera vez me dio por pensar que tal vez mi chofer no tuviera todos los tornillos en su sitio.
-Ya veo. Para cuando llegues a la valla.
-Sería idiota si no lo hiciera -dijo y me di cuenta de que había frenado mientras yo hablaba. Alargué el cuello para mirar por el parabrisas y encontré frente a nosotros la oxidada valla que delimitaba la Feria Nocturna. Estaba en calma, esperando al crepúsculo-. ¿Qué es eso? -preguntó ella, señalando la valla.
Decidí escatimar la información.
-Un mercado. Puedes dejarme aquí.
Esperé a que abriera la escotilla. En lugar de hacerlo, recorrió el vecindario con la mirada, lentamente. Estaba lo bastante cerca de ella como para ver las profundas arrugas de los bordes de sus ojos, la tupida y negra masa de sus pestañas y la forma precisa de sus labios. Tenía los lóbulos perforados pero no llevaba pendientes. Ni anillos, ni cosméticos, ni adornos. Ni un solo toque personal, nada de sentimientos. Me recordó a mi apartamento.
Como si hubiera oído este pensamiento, preguntó:
-¿Vives aquí?
-No -dije simplemente.
Cuando quedó claro que no iba a añadir nada, apagó el motor y volvió la cabeza hacia mí. Le sonreí. Aunque parezca absurdo, ahora que habían cesado el ruido y la vibración me sentía peor.
-Cielos -dijo-. Un pozo de información. «La indiscreción puede hundir barcos» *. -Oí que se abría la escotilla sobre mi cabeza. La mujer terminó de abrir el techo, se volvió en su asiento y me tendió una mano-. Al menos haz el favor de decirme cómo te llamas.
Y en qué trabajas y de dónde vienes, pensé. Para mi asombro, mi mente había terminado la frase como quien coloca la pieza de un puzzle. No estaba loca, o, al menos, compensaba su locura con una interesante dosis de buena educación. Eludí su mano fingiendo que necesitaba las dos para salir del asiento trasero. Hacia el final del proceso, el truco se había convertido en verdad y tuve que apoyarme en el triciclo mientras esperaba a que se me aclarara la visión.
-Gorrión -dije.
-Repite eso.
-Es mi nombre. Y ahora que me has sacado lo que querías…
-Ni de lejos -replicó con una carcajada. Pero me pareció distinguir un destello de placer en su rostro al ver que conocía el comienzo de su cita-. Además, el mío es moneda devaluada. No es lo mismo un nombre que comparten una de cada sesenta personas que otro único, original, una auténtica obra de arte.
-No creerás que nací con un nombre como Gorrión -dije, fingiendo que sus palabras me habían ofendido.
Volvió a sentarse derecha, con una expresión plácida y distante en el rostro, y pulsó el estárter. El triciclo escupió una bocanada de humo con olor a alcohol, muy ruidosa, y volvió a la vida. A continuación, la chica me observó con la mirada entornada y algo parecido a una sonrisa en los labios.
-Todos nacemos sin nombre, ¿no? Y el nombre con el que uno termina no tiene mucho que ver con su árbol genealógico.
Me volví.
-Espera. Lo olvidaba -continuó-. ¿No habías dicho que ibas a pagarme por traerte?
Por supuesto, se había acordado. Las cosas siempre son susceptibles de empeorar, a fin de cuentas.
-Eso dice el Negocio.
Volvió a examinarme de arriba abajo.
-¿Qué es eso con lo que te sujetas el pelo?
Era un cordel de cuero con algunas cuentas. La había olvidado en mi primer inventario, pero tampoco habría importado que no lo hiciera: no valía lo que una carrera desde la Orilla.
-Tiene un gran valor sentimental para mí -mentí, un acto reflejo-. No puedo separarme de ello.
-Sí, sí que puedes. -Y alargó la mano, con la palma hacia arriba.
Una vez más, había derribado los rituales del Negocio con brutal simplicidad, desollando la última capa de urbanidad de una transacción ya de por sí dudosa. Me invadió una mezcla de fatiga y consternación. Me arranqué el cordel del pelo y lo deposité en su mano. Sus dedos la apresaron con perturbadora determinación y asintió.
-Muy bien. La atesoraré eternamente. Adiós, Gorrión, y cuidado con los gatos.
Con una nueva y vívida sonrisa, cerró la escotilla.
La seguí con la mirada hasta que se perdió de vista y más aún, hasta que se hubo posado el polvo de gravilla levantado por su vehículo. Luego, doblé cuidadosamente la esquina y me dirigí a Del Corazón, para mendigarle cinco minutos de teléfono a Beano.
1.1: un empacho de transacciones
Del Corazón olía a pachuli, cuero e incienso Fast Luck, y dentro hacía un calor asfixiante. De no haber sido viernes, habría estado cerrado para que no entrara el calor del mediodía. Pero algunos negocios se hacen mejor cuando la gente está durmiendo. Del Corazón estaba abierto, aunque no fuera para mí.
Beano era una estatua de cera viviente a la luz tenue de la tienda, cubierta por una resplandeciente, fina y regular capa de transpiración. El sudor oscurecía la parte delantera de su ajustado top rojo. Le pedí el favor.
Puso sus dos blancas manos sobre el mostrador de cristal, entre una bandeja de dermatintes brillantes y un estante de ligueros de cuero patentados y me dirigió una larga mirada de color rosa desde detrás de sus marfileñas pestañas.
-Nada es gratis -dijo en voz baja. Beano nunca levantaba la voz.
Sentí una oleada de brusco e incauto alivio. Había escapado del bosque de las hadas y había regresado al mundo real, donde volvía a estar a salvo. Nada es gratis. El propio Beano era un peligro al que estaba acostumbrado. Hice acopio de fuerzas y me lancé a la refriega.
-Bueno, y cinco minutos al teléfono es eso, nada. De hecho, estoy haciéndote un favor. Beano, mi hermano *. Mientras yo esté usándolo, nadie podrá llamarte.
-No hay más que un centenar de teléfonos en toda la ciudad. No me llaman mucho.
-Sí, pero sé lo mucho que odias que te molesten en viernes. – Arrugué la nariz como un conejo de dibujos animados-. Mmmm. Un olor nuevo. Qué interesante. Casi como… -dejé que mi voz se fuera apagando diplomáticamente. Tosco, pensé, pero eficaz.
Beano aceptaba tres tipos de moneda: contante y sonante, carne y hueso e información, y prefería las dos primeras. Yo usaba sobre todo la tercera, a menudo en la dirección opuesta a la que él pensaba. No solía llevar buenas cartas pero a menudo me sentía como si estuviera en manos de la Providencia, y eso me nublaba el juicio. (También le había dado dinero cuando lo había tenido y había podido permitírmelo. Pero nunca la segunda alternativa. Carne nunca. Nunca.)
-¿Casi como qué? -dijo.
Fruncí los labios.
-No, perdóname, no puede ser eso. Y si lo fuera, estoy seguro de que sería perfectamente legal.
Beano se inclinó y abrió la parte trasera del expositor. Seguí con la mirada el movimiento delicado de sus grandes y blancas manos, con el dorso cubierto de un vello escaso pero asombrosamente largo y las uñas largas, gruesas y afiladas, sobre la mercancía. Era como estar viendo a una araña de las cuevas. Las yemas de los dedos pasaron sobre unos cuchillos con inscripciones españolas en la hoja, un collar hecho con la piel de una serpiente de cascabel con los colmillos intactos, un par de brazaletes de plata, grabados y entrelazados y con la cara interior erizada de pequeñas espinas. Aparté la mirada.
-Mira -dijo Beano y dejó algo sobre el mostrador. Volví a mirar. Era una cajita cubierta de terciopelo rojo oscuro y forrada de satén negro. Sobre el satén descansaban seis agujas de hueso, perfectamente ordenadas, con el extremo grueso rebordeado e irregular, como recuerdo de la articulación de la que habían formado parte en su día, y las alargadas puntas brillantes y pulidas-. ¿Sabes para qué sirven? -me preguntó.
-No.
-¿Quieres saberlo?
Tragué saliva, incapaz de evitarlo, aunque sabía que él me vería hacerlo.
-No.
Cerró bruscamente la caja registradora y yo di un respingo. Sus manos aferraron el borde del mostrador. Los músculos de sus antebrazos se tensaron como cables.
-Algún día -dijo- puede que te lo enseñe.
-¿Eso quiere decir que puedo usar el teléfono?
Beano sonrió lentamente.
-Claro. Claro que puedes.
Es posible echar en falta cosas que nunca has tenido. Cabinas telefónicas, teléfonos fijos, móviles, teléfonos rojos para hablar con Moscú… En las películas se dan por hecho. No sé lo que hacía falta en aquella edad de oro para instalar un teléfono, pero no puede ser algo tan complejo como el sistema de influencia, chantaje y sobornos de la ciudad. Y seguro que ofrecía un servicio mejor que la penosa colección de líneas compartidas de A. A. Albrecht.
El teléfono se encontraba en la pared de una sala que había detrás de la tienda, donde se almacenaba la mercancía extra. La cosa que había en la parte delantera del estante estaba hecha de un cuero negro tan fino como el papel, con un forro de seda rosa. Era un material tan liviano que colgaba sin forma, imposible de identificar. Un traje, probablemente. Pero tenía unas finas cuerdas de cuero a intervalos regulares y un alambre metálico colgado de uno de sus lados. Traté de no mirarlo mientras escuchaba el timbre del teléfono del último piso de Sherrea. Ocho tonos. Si no respondían… En fin, podía intentarlo después. Pero no me sentía con ganas. La conversación que acababa de mantener con Beano parecía haber agotado todo mi crédito. De repente, era desesperadamente importante escuchar la voz de Sherrea, aunque solo fuera para decirme que me fuera al Infierno.
Y entonces oí el esperado clic.
-¿Qué pasa? -No era ninguno de los vecinos, sino la propia Sher. Su voz sonaba más cascada de lo que podía achacarse a la línea telefónica. Claro, la había despertado. Apenas pasaban de las doce.
-¿Sher? Soy Gorrión -dije casi gritando.
-¿Mmmh? ¿Y qué ocurre?
-Necesito que me eches las cartas.
-Ah, mierda. ¿Tú qué te has creído, que he hecho un juramento hipocrático? -Hubo un momento de pausa antes de que prosiguiera-. Llámame cuando haya salido la luna.
-Sher… -Abrí la boca para replicar, ofreciéndole todos los incentivos, míticos y reales, que acudieron a mis pensamientos. En aquel momento me parecieron todos frágiles y poco interesantes. Cerré la boca, volví aabrirla y, casi sin darme cuenta, me oí decir-. Sher… por favor.
Hubo otra pausa repleta de estática.
-¿Qué pasa? -Había alarma y suspicacia mezcladas en su tono, pero la suspicacia llevaba la voz cantante.
-Me he despertado en la orilla del río. Entre ahora mismo y las nueve más o menos de la noche de ayer, hay un vacío donde debería de estar mi vida.
Silencio al otro lado. Era una negociante dura, pero no muy rápida, en especial cuando acababan de sacarla de la cama. Pude oír cómo trataba decalcular lo que podía valer mi desesperación.
-Ajá. Y yo puedo ayudarte.
-Puede -respondí, obedeciendo a mi vieja prudencia, que volvía al fin a asomar la cabeza.
-Chica *, no va a salirte gratis.
-Estoy trabajando en ello, Sher.
-¿Qué quieres decir -preguntó en un tono ominoso- con eso de que estás trabajando en ello?
-Una de las cosas que me pasó mientras no estaba consciente es que mi dinero desapareció.
-Pues consigue más.
-Lo tengo en mis… ah, otros pantalones. Que están guardados en la Feria Nocturna.
-¿Desde dónde me llamas?
-Del Corazón.
-¿Con qué has pagado a Beano?
-Con amenazas y promesas -respondí.
Sherrea dijo algunas cosas en un idioma que yo no hablo. Luego continuó:
-Es una larga caminata y te la mereces. ¿O acaso estás pensando en timar a algún desgraciado para que te lleve?
Doce manzanas y cuatro pisos. Bueno, después del reparador viaje de antes…
-Iré andando.
-Luego me deberás una, Gorrión, ¿estamos?
-Sí, te deberé una. -Sentí una oleada de inesperada, servil e indecente gratitud. Otra deuda para los libros…, pero esta con Sherrea. Que yo supiera, nunca se había cobrado las deudas en carne.
-Como llegues en menos de veinte minutos, me preparo tu culo para desayunar.
Tardé treinta. Seguí la ruta que rodeaba el flanco oriental de la Feria Nocturna, aprovechando la poca sombra que ofrecían unos arbolillos raquíticos. Varias veces, cuando la curva del mundo se volvió demasiado pronunciada como para escalarla, tuve que ayudarme de la valla para continuar. Otras me limité a sentarme en la acera, jadear y sujetarme la cabeza con las manos. Dos niños negros, con pendientes de cobre de la Sociedad Leopard en las orejas, se dedicaron a tirarme fragmentos de pavimento. Cogí un poco de tierra de las plantas del bulevar, escupí en ella y cerré el puño a su alrededor, mientras canturreaba en una mezcla bastarda de español, criollo y Iao *. Entonces me quedé mirando a los chicos. Respondieron haciendo grandes exhibiciones de valor, pero se marcharon. Cosa que fue una suerte. ¿Qué iba a hacer cuando hubiera soplado la tierra hacia ellos y no se convirtieran en arcilla, cogieran la lepra o lo que fuese que temían?
Más lejos de la Feria, el tráfico era más denso. Tuve que sortear bicicletas, alguna que otra moto y peatones más resueltos que yo, esto es, todos. Un sedán plateado con ventanas tintadas y la insignia de un greenkraal ** de la zona norte estuvo a punto de terminar con mis problemas en mitad de LaSalle. Salté a la isleta mientras sus ruedas chirriaban sobre el asfalto. En fin, bien está loque bien acaba.
Mientras tanto, buscaba un polvoriento triciclo con la mirada y trataba de captar su apagado gruñido en medio del ruido. No tenía la menor idea de lo que haría si lo encontraba.
La fachada del edificio de Sherrea estaba hecha de baldosines amarillentos y una fila tras otra de diminutas ventanas, con una puerta que originalmente había sido de cristal y ahora era de acero de color gris, infinitamente más práctico. Lo habían construido en el pasado siglo, cuando la prosperidad debía de excusar la fealdad. Antes los pasillos eran negros e idénticos y las escaleras, tubos hechos de bloques de hormigón sin el menor rasgo distintivo, con escaleras de hierro. Ahora la hiedra trepaba hacia el cielo que se veía al final de las escaleras, donde alguien había convertido una trampilla en un tragaluz. Las glicinias le salían al encuentro desde el tejado. Desde los aleros asomaban cosas variadas: grotescas caras de madera tallada, fotografías viejas de gente que parecía estar sonriendo, postales desteñidas… Una serpiente pintada ascendía enroscándose por el pasamanos de la escalera: roja, negra y amarilla en el primer piso; azul, gris y verde en el segundo; púrpura, verde y naranja en el tercero; azul, roja y amarilla en el cuarto. En todos los descansillos había lámparas de pie con gruesos cirios encima.
Las puertas de las escaleras estaban todas numeradas, como si los residentes no fueran capaces de identificarlas al llegar a casa. El «4» era un hombre verde y alargado, ataviado con un taparrabos y con un brazo extendido y plegado. Cuando finalmente llegué hasta él, me sentí muy feliz de verlo. Tras él, el pasillo estaba decorado con frescos de patios romanos desiertos. La puerta de Sher era el centro de una fuente: llamé golpeando con los nudillos la barriga de una ninfa pintada.
Me recibió el rostro de Sherrea, y una capa tras otra de ropa de color púrpura. El color astral de los hechiceros, según me había dicho en una ocasión. Tenía el negro cabello húmedo, peinado y pegado a la cabeza, pero esto no duraría mucho. Había un cigarrillo entre sus labios teñidos de blanco, consumido casi hasta el filtro.
Al verme, sus grandes ojos oscuros se abrieron un poco más, lo que hizo que pareciera casi tan joven como era.
-Gorrión. Santa Madre Virgen -dijo, sin quitarse el cigarrillo de la boca-. Entra y túmbate.
-Ya he estado un buen rato tumbado -dije, acordándome de la orilla del río.
-Pero no te ha sentado nada bien. Algo malo te pasa, chica. ¿Qué es?
O bien es una auténtica médium o bien yo no tenía tan buen aspecto como de costumbre.
-No lo sé. No estaba allí cuando ocurrió. Supongo que también tengo un poco de insolación.
-Oya. ¿No hace falta una nota que explique esto? ¿Es una simple exclamación? Bueno, pues no pienso dejar que te sientes en mi salón así.
Me preparó un baño. Estaba más que dispuesta a dármelo ella misma, pero me negué en redondo. Insistió en que dejara la ropa fuera para poder lavarla (un gesto inesperadamente práctico de su parte). Lo hice y luego cerré la puerta.
El baño era el lugar del apartamento que más se parecía a su propietario. Oscuro -probablemente fuera allí donde se maquillara-, chales de cachemira, helechos con forma de visitantes del espacio exterior, incienso, cuencos de bronce. Diferentes tarros de cristal (de mermelada y mantequilla de cacahuete y salsa picante, elevados por encima de su condición) llenos de hojas y flores secas, y polvos, con una mezcla de aromas que inducía a pensar en medicinas y guisos calientes. El espejo era como un estanque atisbado entre la vegetación. Estaba casi tapado por colgaduras de terciopelo decoradas con imágenes borrosas de flores que parecían carnívoras.
Pasé mucho rato en el baño. Puede que incluso llegara a dormirme. Lo que sí sé es que cuando Sherrea aporreó la puerta y gritó: «¿te has muerto en mi cuarto de baño?» me incorporé dando un respingo, con el corazón golpeteándome el pecho como una polilla contra una ventana. La bañera se desbordó y cayó agua al suelo. Ya no estaba caliente.
Cuando salí de la bañera, mi reflejo apareció entre las colgaduras de terciopelo que rodeaban el espejo, como un doppelganger *en el claro de un bosque. Había luz suficiente para ver el cardenal descolorido que tenía en la mejilla. El resto de mi cara lucía una interesante tonalidad espectral. Como si me hubiera desangrado. Decidí que lo que le pasaba a Sher era que estaba celosa. Ella siempre había querido parecer un vampiro en período de instrucción. No me extraña que la mujer del triciclo, la del nombre vulgar, creyera que me había atropellado. Parecía que lo hubiera hecho y luego hubiese vuelto a pasarme por encima. Encontré un peine entre la cristalería y lo usé para desenredarme el pelo pero no pude encontrar nada con lo que recogerlo.
Tuve que ponerme una sábana para salir al salón. Tenía rayas rojas, blancas y azules y me pregunté para qué la usaría Sher cuando no estaba envolviendo a un cliente mojado. No podía imaginármela durmiendo en ella. El salón tenía una alfombra de nylon/celulosa reprocesado de color verde y paredes que recordaban a la piel de una berenjena, negras y de un intenso color púrpura. No sé de qué color era el techo: estaba cubierto con un paracaídas que colgaba como una tienda de campaña. Uno de verdad, con las manchas que había adquirido en las festividades anteriores al Big Bang. No sé por qué lo tenía Sher allí. A mí me gustaba pensar que era como un icono de la segunda Caída, una nueva manzana. Había cosas cosidas y cosas colgando: un mitón de niño, un rosario azul, un disco de 45 rpm medio fundido, un puñado de estrellas de cartón brillante…
En la pared había una foto coloreada de san Bob con una guitarra rota. Los únicos muebles eran sus cojines, aparte, claro está, de un sofá más bajo de lo normal porque le habían quitado las patas y un armario apoyado sobre uno de sus lados, pintado de negro y cubierto por un tapiz que mostraba algo parecido a una imagen de la Ultima Cena. Las cortinas estaban echadas y en la habitación, poco iluminada, olía a humo de velas y a flores. Con aquella sábana roja, blanca y azul como contribución a la ambientación, me sentí un poco culpable.
Me aproximé a la ventana y abrí un poco las cortinas para echar una mirada al exterior. Las sombras se habían tragado las bases de los edificios. Casi había anochecido.
-¿Cuánto tiempo llevo aquí? -me pregunté en voz alta.
-Una eternidad -respondió Sher desde la cocina. Regresó y se sentó sobre un montón de cojines, al otro lado del armario metálico. Traía un nuevo pitillo alojado en la comisura de la boca. Dejó un vaso de agua frente a mí y suspiró-. He tenido que cancelar otras tres citas. No sé por qué cojones has venido a incordiar. Si ni siquiera crees en esto.
-Por supuesto que creo. Tú, que eres más sensata y observadora que yo, utilizas las cartas para revelarme mis pecados y hacer que medite sobre ellos. Antes lo llamaban sicoterapia.
-Eso no es lo que hago.
-Bueno, si funciona, para qué tocarlo. -Al menos esto sí podía decirlo con total sinceridad. No tenía sentido discutir con Sherrea sobre cómo hacía lo que yo esperaba que hiciera.
-No tengo nada de comer -me dijo.
-No pasa nada. -Tampoco creo que hubiera podido comer nada. Tenía el estómago como un sumidero lleno de pelos.
-Sí, sí pasa. Hay que comer antes de una lectura, y dejar parte de la comida como ofrenda. Eso atrae las energías a la persona. -Se encogió de hombros-. En fin, que le den a las energías.
-No.
Levantó la mirada. Su rostro puntiagudo volvía a tener aquella expresión juvenil.
-Vamos a hacerlo bien. -Encontré un trozo de cutícula dura en uno de mis pulgares, en la base de la uña. Lo mordí hasta que empezó a sangrar-. La ofrenda -dije, y extendí la mano.
-Santos*, Gorrión. -Pero limpió rápidamente el tapiz del armario/mesa de café y sacó de algún lugar una bufanda blanca enrollada. Cuando la abrió, vi que contenía una baraja.
-Deja que caiga una gota sobre la mesa… No, aquí, en la esquina. No la quiero en la bufanda.
Presioné el dedo hasta conseguir una gota de buen tamaño, que dejé caer sobre el metal, y luego limpié el resto con una de las rayas rojas de la sábana.
Apagó su cigarrillo en un lado del armario y empezó a barajar las cartas. El mazo se desplazaba entre sus manos, dando vueltas y vueltas, dos partes convertidas en una sola como un brote cuyo florecimiento revirtiera en el tiempo.
-Pide un deseo. ¿Crees que puedes haber tomado algún alucinógeno?
-Si lo supiera, no habría acudido a ti.
Dejó las cartas sobre la mesa abriéndolas como un abanico, escogió una de ellas, le dio la vuelta sobre la bufanda y volvió a barajar. La Sota de Espadas.
Me contó que había encontrado la baraja en una botánica* de Alfabetolandia. Sus colores eran indecentes, más aún que los de san Bob, y cuando movías las cartas las figuras se contoneaban, como juguetes de cartulina impresa o postales horteras. La iconografía era una mezcla esquizoide del santoral cristiano, diferentes panteones africanos y las estrellas del pop sudamericano de antes del Bang. La Sota de Espadas era Juana de Arco en la pira, con una espada encima de la cabeza. Las llamas saltaban mientras Juana levantaba la mirada para mirar el Cielo y la bajaba para estudiar el Infierno.
-No sabes lo que buscas. Cuando te pasan estas cosas, ¿de verdad que no recuerdas absolutamente nada? -preguntó.
-Ya te lo he dicho.
-También me has dicho un montón de chorradas. Esta era la decimoséptima carta. Sea lo que sea lo que has deseado, no puedes tenerlo. Corta.
Me pregunté qué habría sido.
Empezó a echar las cartas sobre la bufanda. La estructura empezó a emerger como un cristal. El sufrimiento de Juana de Arco quedó cubierto, cabeza abajo, por la Muerte bajo la forma del barón Samedi, todo huesos y sonrisa, con su sombrero de copa negro y una víctima debajo de cada brazo: un hombre rollizo con un traje de tela listada y una anciana negra casi tan flaca como el Barón. El barón abría y cerraba la boca -riéndose, supongo- y sus víctimas sacudían los brazos. A su lado había una carta con un hermoso joven mulato, completamente desnudo y con un disco solar, de un amarillo brillante, delante de las caderas. Los rayos del sol se movían cuando lo hacía la carta, cosa que parecía un derroche de tecnología.
Carta: un negro vestido de gala y haciendo malabares con dos bolsas marcadas con una estrella blanca. Esta también estaba al revés. Carta: una sonriente figura enmascarada sumergiéndose en las sombras que había en la esquina de la imagen, con un abanico de cinco espadas ensangrentadas sobre el hombro. En la parte delantera, dos espadas más, apuntando hacia el suelo, en medio de un charco de carne y sangre sin procedencia visible. Carta: un hombre y una mujer vestidos como en las películas medievales, ella de blanco, él de rojo, con las manos unidas. Un rollizo querubín flotaba sobre ellos como un terodáctilo rosa. Carta: una rubia casi desnuda con un bastón de grandes dimensiones, deteniendo los ataques de seis ninjas, armados también con bastones. Carta: un hombre o una mujer, de pelo oscuro, sobre la arena de una playa. En la misma postura que yo al despertar en la ribera. Él o ella tenía diez espadas como acompañantes, con las puntas en las palmas de las manos, las rodillas, el vientre, la ingle, los pechos, la frente y el interior de la boca abierta. Dejé de prestar tanta atención. Sherrea sacó tres cartas más.
-Espadas -murmuró mientras tocaba la espiral formada por las siete primeras cartas con una de sus largas uñas de color púrpura-. Espadas, en el reino de la carne. Hay una lucha en este asunto, la ha habido y la habrá.
¿Entre yo y quién?, sentí ganas de preguntar.
-La Muerte, el Sol, los Amantes. Muchos arcanos mayores. Tu futuro está en manos de otros. Hay gente poderosa jugando con él. Vas a tener que luchar para recuperarlo. Y aquí -su uña se deslizó sobre la seda hasta una fila de cuatro cartas que seguía a la espiral-, este es el país de la verdad. Aquí están el Diablo, la Estrella y la Torre. En el país de la verdad, donde vive tu espíritu, tu vida no te pertenece todavía. Otros espíritus, más fuertes, puede que dioses… tienen la última palabra en tu destino.
Una bonita metáfora para mis lagunas mentales.
Tocó el malabarista.
-Un desequilibrio en el pasado, el tuyo o el de otro. Algo que debía moverse, cambiar, crecer… se quedó estancado, empezó a pudrirse.
Levantó la mirada, pero estaba completamente vacía.
-El aire no se mueve a tu alrededor -dijo-, pero un viento está intentando levantarse. Alguien tiene que bajar las barreras que lo contienen. -Su voz había cambiado. Ya no me miraba, estaba mirando la parte superior de las cuencas de sus ojos. Yo solo veía el blanco.
Me aparté lentamente del armario.
-Quieta ahí, muñequita *-dijo la nueva voz. Era más baja que la de Sher y poseía un marcado acento que tendría que haber sido hispano y no lo era. Los labios de Sherrea, que eran los que formaban las palabras, no se movían como siempre. De repente parecía mucho más vieja-. ¿Me tienes miedo?
«Muñequita» significaba… -sentí el infinitesimal desplazamiento hacia la superficie de conocimientos nuevos- muñeca pequeña. Me estremecí.
-Yo no diría eso. Al menos, aún no. ¿Quién eres?
Una carcajada estrepitosa.
-Nadie que tú conozcas. Escúchame. Ya es hora de que hagas lo que se supone que debías hacer. Tienes trabajo, y lo único que haces es tratar de protegerte. No estás en condiciones de cumplir con tu deber. Eso te pone en peligro, a ti y a quienes dependen de ti.
-Nadie depende de mí -dije con firmeza.
-¿Tú crees? ¿Dónde has estado, en un agujero? Espera a que venga le Chasseur **. Si dejas caer esta vida al fuego, se acabó para ti. Te lo advierto.
Los labios de Sherrea esbozaron una fea sonrisa que reveló las manchas de nicotina de sus dientes. Me levanté con cautela.
-Vaya, gracias. Bueno, creo que me marcho.
-Siéntate. -No puedo describir esa voz. Me senté-. Puedes salvar tu pellejo. Tienes que aprender a servir y a dejarte alimentar por los espíritus. Sirve a los loa ***, sirve a todo el mundo, pasa hambre y frío. Entonces todas tus piezas encajarán y empezarás a sentirte bien. Pero hay gente poderosa que quiere mantener encadenado lo que has de liberar. Habrá sangre y fuego y los muertos bailarán en las calles. Pero si haces lo que te digo, la luz del cambio brillará en la torre de las sombras.
Me sentía como alguien a quien le extirpan una verruga y le dicen que va a necesitar radiación y quimioterapia. No me gusta pasar hambre ni frío.
-¿Y qué tengo que hacer? -dije.
-Burra. ¿Es que eres una niña pequeña a la que hay que decirle lo que está bien y lo que está mal? Todos los días sabes lo que tienes que hacer, aunque finjas lo contrario. Pero no me preguntes lo que te espera. Está en el diez de espadas.
-Lo único que quiero es dejar de perder la memoria.
Quienquiera que estuviera usando la boca de Sherrea profirió un aullido.
-Mi hermano me ha dicho que te ayudaría con eso. ¿Conoces a mi hermano? ¿El tío Muerte?
Me aferré las rodillas con las manos.
-Dime al menos lo que tengo que hacer.
-¡Abrir el camino, burra!
-¿Por qué me miras así? -refunfuñó Sherrea mientras se pellizcaba el puente de la nariz. Había vuelto. Sus ojos estaban donde debían y su rostro volvía a ser suyo.
-¿Es esta tu forma de enseñarme que uno recibe lo que paga?
-Si no te gusta lo que veo en las cartas, no me pidas que te las eche.
-Me importan un cuerno tus cartas. Lo que no me ha gustado nada es la vista de tu amiguita.
Su rostro se ensombreció.
-Así que ha venido a verte la tía Luisa, ¿eh? Pues entonces será mejor que te prepares. Cuando eso pasa, es que estás de mierda hasta el cuello.
Alargó la mano hacia las cartas para recogerlas. Apoyé dos dedos sobre ella, levemente, y los aparté.
-Sher, perdona. Es que me ha pasado cinco veces. Sufro algún trauma físico, nada grave, ni siquiera capaz de hacer que pierda el conocimiento, y zas, de repente despierto en cualquier otro sitio, con los créditos finales y sin acordarme del resto de la película. Algo falla en mi cabeza.
-Eso le pasa a la mayoría de la gente, Gorrión. ¿Y qué?
-Que necesito ayuda. Y tengo un miedo de cojones. -Esto último se me escapó antes de que pudiera cerrar la boca.
Se rascó el labio inferior con una uña mientras me observaba.
-Muy bien -dijo finalmente-. Intentaré una clarificación.
Recogió las cartas, todas salvo Juana de Arco, y las barajó.
-Corta -me dijo, y lo hice. Recogió los dos montones y empezó a sacar. Y sus movimientos se hicieron cada vez más lentos, y se detuvieron, finalmente, al sacar la cuarta carta, la figura sonriente con el abanico de espadas sobre el hombro. La tercera había sido el malabarista negro. La segunda, el hombre con el sol. La primera, el barón Samedi. La mano de Sherrea se movió sobre la baraja, sin llegar a tocar la siguiente carta. Entonces la levantó, con un movimiento rápido, y la puso sobre la bufanda. Los amantes. Levantó la mirada hacia mi rostro.
-No me jodas -dijo.
-Qué bien. Es lo mismo que iba a decir yo. -Y era así. Estaba que echaba humo. Mi vulnerabilidad se me había escapado de las manos y, ahora que estaba en las suyas, estaba jugando con ella. He visto a mucha gente hacer trucos con las cartas. El aparente desorden de un mazo barajado no garantiza nada. Pero los ojos de Sherrea parecían un poco enfebrecidos y sus manos se movían sin gracia ni seguridad. Atropelladamente, terminó de echar las cartas. Las mismas.
Permanecimos allí un momento, mirando fijamente las feas cartas. Yo trataba de moverme lo menos posible para no tener que ver su estúpida danza de transformación. Pero me picaba la nariz, y eso hizo reír al barón Samedi.
-Te aconsejo que hagas lo que te han pedido -dijo Sher al fin, y empezó a recoger las cartas, lentamente, como si hubiera perdido toda destreza con ellas.
-¿No puedes decirme nada más concreto?
Sacudió la cabeza.
-Si no puedes actuar como te dicen las cartas, al menos reacciona. Toma tus decisiones cuando llegue el momento.
Levantó la última carta, santa Juana. Debajo de ella, en el centro exacto de la bufanda de seda blanca, había una mancha de color rojo, vívida y reciente.
-Haz lo que te han dicho -dijo Sherrea con un hilo de voz-. Y no regreses aquí salvo que estés completamente segura de que lo estás haciendo. -Levantó el rostro, duro como el de una diosa de mármol-. Te toca mover a ti.
Mi camisa y mis pantalones estaban en la cocina, rígidos de estar tanto tiempo colgados en el tendedero. Sobre ellos había un fino cordel de cuero con un pequeño colgante hecho de madera oscura: dos «V» entrelazadas y unidas por la punta. Volví a meterme en el baño, me vestí y, tras un momento, me encogí de hombros y me lo puse al cuello, debajo de la camisa. El colgante tenía tacto de madera.
Cuando me marché, Sherrea seguía sentada en el salón, delante de la bufanda blanca manchada de sangre.
<a l:href="#_ftnref1">*</a> (N. del T.: en castellano en el original)
<a l:href="#_ftnref2">*</a> (N. del T.: en castellano en el original)
<a l:href="#_ftnref3">*</a> (N. del T.: Loose lips sink ships, texto de un cartel aliado de la II Guerra Mundial en el que se advertía del peligro del espionaje alemán)
<a l:href="#_ftnref4">*</a> (N. del T.: en castellano en el original)
<a l:href="#_ftnref5">*</a> (N. del T.: en castellano en el original)
<a l:href="#_ftnref6">*</a>(N. del T.: lengua tailandesa de un pueblo budista que habita en la ribera del Mekong)
<a l:href="#_ftnref7">**</a>(N. del T.: en algunas zonas de África, una aldea o zona de vivienda delimitada. En la novela hace referencia a un barrio exclusivo)
<a l:href="#_ftnref8">*</a>(N. del T.: en la mitología alemana, la réplica exacta o el doble espiritual de una persona)
<a l:href="#_ftnref9">*</a>(N. del T.: en castellano en el original)
<a l:href="#_ftnref10">*</a>(N. del T.: en castellano en el original)
<a l:href="#_ftnref11">**</a>(N. del T: francés. «El cazador»)
<a l:href="#_ftnref12">***</a>(N. del T.: los espíritus del panteón del vudú)