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Cruce
El sol
Waite: el tránsito de la luz de este mundo a la luz del mundo próximo. La consciencia del espíritu.
Crowley: la inteligencia acumulativa. El león, el gavilán. Su droga es el alcohol. Su poder mágico es la tintura roja, el poder de acumular riqueza. Gloria, ganancia, riquezas, triunfo, placer; desvergüenza, arrogancia, vanidad. Recuperación tras la enfermedad.
2.0: un lugar para todo, y todo en su lugar
La felicidad, en el país del Negocio, se mide en una escala cambiante. ¿Qué te hace feliz? ¿Un coche alargado, blanco y de motor silencioso, con cristales tintados, un chofer, un bar lleno y dos hermosos objetos de deseo en el asiento de atrás? ¿Un apartamento en una buena zona de la ciudad? ¿Un amante más considerado? ¿Un lugar para guarecerte del viento? ¿Un breve respiro en el dolor? Depende de lo que tengas en el momento en que se te formule la pregunta, y de lo que no tengas. Espera un poco, solo un poco. La escala volverá a cambiar.
Lo bueno de la Feria Nocturna era que, al margen de la forma que adoptase la felicidad definida por uno en un momento determinado, normalmente podía encontrarla allí. El precio era negociable, dentro de un orden. Por eso pervivía: porque nunca dejamos de necesitar algo para ser felices.
El sol se había puesto en medio de una mancha índigo y naranja cuando llegué a la valla que la delimitaba. Cerré los dedos sobre el metal de la verja y sentí cómo cedían los copos de óxido bajo mi piel. Volvía a estar en mi casa. Allí no había más dioses que el Negocio, ni más fantasmas que los que podían convocarse, previo pago, a instancias de los clientes. Estaba a salvo de los espíritus de Sherrea, si no de los míos propios.
Caminé junto a la valla hasta la más cercana de las tres entradas y la encontré abierta. La Feria Nocturna se abría del crepúsculo al final del amanecer. En cualquier otro momento estaba cerrada a cal y canto y nadie se atrevía a trepar la valla.
¿Qué es eso?, me había preguntado ella. Un mercado, le había respondido yo. Igual que un océano es una masa de agua de gran tamaño y los corazones sirven para bombear sangre. Nada de sutilezas.
Lo que había sido la Feria Nocturna antes de que yo la conociera, no lo sabía. Ahora ocupaba diez manzanas de la ciudad en diversos estados de reparación. En algunos lugares, los edificios habían sido derribados o devorados por el fuego, y en estas cavidades y en las calles era donde se levantaba el mercado y las atracciones, las casetas, los juegos de habilidad y los de azar, los puestos de comida y bebida, los tiovivos y los circos de monstruos. No había directorio, mapa aéreo, ni guía para turistas. Si uno quería algo en alguno de los edificios, tenía que desearlo lo bastante como para ir a buscarlo. Yo me sentía tan en mi casa allí como cualquiera de los habituales, pero cuando dejaba las calles, me andaba con cuidado.
Tenía tanta hambre que me sentía transparente, y tanta sed que mi propia saliva me arañaba la garganta. Pero este era un estado que podía cambiar con un poco de dinero en metálico. Podía dirigirme al otro lado de la Feria… pero era una larga caminata. Además, quería sentir el Negocio en acción. Me quedaba la concentración suficiente para hacer un poco de magia, si podía encontrar a alguien que pudiera pagarla.
A esas horas de la noche, la Feria estaba todavía medio dormida. Algunos de los puestos estaban vacíos, y los que no lo estaban eran islotes llamativos, carentes del apropiado contexto. El olor de los quemadores de aceite de las cocinas parecía fuerte sin los aromas aún más fuertes de la comida, el combustible y la humanidad para enterrarlo. Pero en un patio vi la clase de cosa que estaba tratando de encontrar. O, en este caso, más bien la oí. Un rollizo muchacho oriental que regentaba una cabina de tiro estaba tratando de atraer a la clientela con un viejo altavoz Carvin PA, del que brotaba la música de una popular emisora de dance. Los bajos arrastraban el crujido de un cono agrietado.
Al ver que me acercaba pareció animarse, pero su entusiasmo se enfrió cuando le dije:
-Suena mal.
Sus labios se arrugaron en las comisuras.
-A mí me suena bien.
-Ah. Supongo que si no quieres arreglarlo no pasa nada.
Me volví.
-¿Por qué dices que suena mal? -preguntó rápidamente, y supe que todo iba a salir a pedir de boca. El desfile había comenzado.
-Bueno, la última vez que oí a ese grupo, el tío que toca el trozo de celofán gigante no estaba con ellos.
-¿Te refieres a ese ruidito? -Se encogió de hombros, bastante bien, por cierto-. No es gran cosa. Solo un freak delas cadenas de música se daría cuenta.
-Debe de haber una convención de ellos en la ciudad. La gente está cambiándose de acera.
Frunció el ceño. No tenía paciencia. Con un poco de paciencia, podría haber sido bastante bueno.
-¿Qué haría falta para arreglarlo?
-La persona adecuada y veinte pavos en metálico.
El chico escupió a su izquierda. Un gesto supersticioso para espantar a los mentirosos.
-Joder, con veinte pavos podría comprarme un altavoz nuevo.
-No podrías conseguir uno de esos por menos de cien pavos y primero tendrías que encontrarlo. Y lo sabes. -Oh, sí que podría haber conseguido algo por veinte pavos. Puede que incluso un modelo igual, de alguien que no apreciara su sólida y retumbante dulzura.
-Cinco -dijo, dos sílabas de chulería pura-. En billetes.
-Chico -dije, mientras esbozaba una sonrisa amigable y me apoyaba en el mostrador, entre las escopetas de feria-, ¿te sabes el del fontanero y el joven ayudante del martillo? -Estaba derrotado. Se le veía en los ojos-. Dar martillazos, cincuenta centavos. Saber dónde hay que darlos, cincuenta dólares. Mira, como me has caído bien, te ofrezco una ganga: quince, en billetes. -Podría haberle pedido diez en metálico, pero una imagen llena de carbohidratos había empezado a bailar delante de mis ojos.
Fue un trabajo algo más duro que el del fontanero. Quité la rejilla y el cono y saqué del bolsillo algunas de esas cosas que a nadie más le hubieran parecido útiles. Un rollo de cinta de fibra termo-menguante (no sé por qué está en rojo, no se me ocurre ninguna sugerencia), por ejemplo; muy útil para aliviar las tensiones de los cables, para aislar empalmes y para reparar desgarrones en cualquier material estirado. Cubrí la raja del cono con una tira estrecha y, utilizando unas cerillas que me dejó el chico, la dejé bien tensa. No quedó como nuevo: el mundo había perdido otro objeto único e irremplazable y, como de costumbre, no se había dado cuenta de ello. Pero al menos ahora un ser humano normal podía escucharlo sin que le chirriaran los dientes. Al menos si le gustaba la música de las emisoras de la ciudad.
Me alejé sintiendo un pequeño mareo, con la sensación del deber cumplido y un fajo de quince dólares de la ciudad en el bolsillo. El primer puesto de comida con el que me encontré era chino. Seis pinchitos de carne y tres tazas de té con limón más tarde, era capaz de ver el mundo con menos perjuicios. Una manzana más allá, con la ayuda de unas costillas de cerdo ahumadas y un pincho de vegetales fritos con mantequilla, mi sentido de la proporción quedó restaurado. Pasé revista a los logros del día. Tras un comienzo aterradoramente malo, había salvado la vida de un cono de altavoz de doce pulgadas, había comido, y había conseguido llegar hasta Sherrea por mis propios (me permití una cierta dosis de exageración poética) medios.
Donde no había conseguido averiguar nada y, por si eso fuera poco, me habían dicho que me quitara de en medio o por lo menos no volviera a asomar la cara por allí. Un maravilloso gesto de amistad. ¿Cómo iba a limpiar mi mierda si ni siquiera podía darme una pista útil? Mis teorías sobre sus capacidades telepáticas habían quedado también un poco en entredicho. Me negaba a creer que la exhibición de teatro aficionado de aquella tarde hubiera salido de mi cabeza.
La voz profunda y terrosa que, en el recuerdo, no podía determinar si era masculina o femenina: Eso te pone en peligro, a ti y a quienes dependen de ti. Nadie dependía de mí. Lo contrario habría sido un atentado al sentido común, cosa que yo siempre me esforzaba por evitar. Seguro que la voz de mi subconsciente me conocía lo bastante bien como para saberlo. Sherrea -o su amiga- parecía querer decir que el sacrificio era el camino a la salvación. Pero lo que yo quería arreglar era una cabeza estropeada, no un alma podrida.
No preguntes lo que te espera. Es el diez de espadas. La carta con la figura de pelo negro en la arena, las espadas alzadas.
Me di cuenta de que había terminado de comer. O, al menos, de que ya no tenía más hambre.
Para entonces, como suele decirse, la cosa estaba ya en marcha. El dinero, brillante y plegado, en metálico y en papel, estaba cambiando de manos, y por medio de esta alquimia se transformaba en oro, purificado con cada transacción. Las calles bullían, como agua cargada de ruido, movimiento y cambio. Allí, frente a mí, estaba manifestándose el ejercicio de mi fe, el Negocio. El intercambio era solo su sacramento, el símbolo de unos principios superiores. Nada es gratis. De una forma o de otra, las deudas se pagan. Es preferible decidir el medio de pago.
Contra eso había blasfemado la mujer del triciclo y por eso la temía yo. Porque no conocía el Negocio.
El Odeón estaba abierto. Bajo un cartel preñado de optimismo y mal escrito, unos pósteres de grandes letras, pegados a los escaparates prometían pases de Alarma en el expreso. Posé la mirada en la puerta, donde estaba sentado Huey en su silla plegable, comprobando las entradas. Sacudí la cabeza y le sonreí. Él puso los ojos en blanco. Esto era una abreviatura de (en mi caso), «Huey, resulta que sé que lo que vas a poner en ese monitor costroso de diecinueve pulgadas mal equilibrado y con el color desajustado es un remake mal doblado de una película de Hitchcock» y (en el suyo), «¿Y? Ni que esto fuera un cineclub». Esta es una de esas conversaciones que solo se tienen una vez. Después pueden pasarse con el avance rápido siempre que es necesario, sin tener que repetirlas.
Frente a los zarrapastrosos carteles del Odeón, había un rebaño de niños de la noche, apelotonados como un coágulo de sangre en la vena de la acera. No pensaban entrar, oh, nooo, nada de eso. Solo la gente más cutre frecuenta locales como ese. Pero era taaan de las Profundidades, ¿sabes?
Vestían estilo Salvaje, lo que me indujo a pensar que eran de los greenkraals del borde de la ciudad. La moda de las afueras era salir en Salvaje. En las torres, lo que se llevaba era el estilo Harapos. La que estaba más cerca me salió al paso al ver que me acercaba. Tenía la cara pintada de barro, el pelo cubierto de barro multicolor y un hueso de resina epoxi en la nariz… O puede que auténtico, pero esto se consideraba una extravagancia en ciertos círculos.
-¡Ooooh, mirad! ¡Es un precioso trozo de carne de las calles! ¡Vamos a llevarlo a casa para lavarlo y ver lo que eees!
Esto provocó una risilla colectiva en el grupo. Seguro que yo les había vendido algo a sus padres en alguna ocasión.
-Tienes algo en el ojo -dije, levanté la mano y le soplé a la cara. Ella apartó la cara como si le hubiera lanzado un golpe, y me eché a reír.
Me dirigió una mirada rápida con los ojos entornados, preguntándose sí le había hecho algún truco mental. No podía estar segura. La sangre de los Jinetes se había difundido, aunque en dosis muy limitadas, por todo el continente… Aún existía, aunque los Jinetes estuvieran muertos. Y donde hay sangre, existe la posibilidad de que se manifieste la habilidad. La telepatía de Sherrea; la capacidad de ponerle a alguien algo inexistente en el ojo. Pero yo no había heredado nada de los retorcidos jinetes de la mente.
El barro se arrugó y agrietó alrededor de sus ojos mientras me miraba. Su rostro reflejó la luz por un momento y vi que aquellos ojos tenían una peculiar tonalidad, dura y grisácea. Parecía mayor de lo que había supuesto inicialmente.
-Úsalo mientras puedas, cariño -murmuró, tan furiosa que olvidó su tono sarcástico. Sentí cómo me seguía con la mirada.
Pasaba junto al Banana Sam’s Beer Garden, de camino al interior de la Feria, cuando oí un sonido que era mitad silbido, mitad grito, agudo-grave-agudo. Y la voz de Cassidy:
-¡Pajarillo! ¡Guardiana del Fuego! ¡Ven a echar un trago conmiiiiiigo!
Ya estaba repanchigado en su silla, sonrojado y desaliñado. Sus sabios ojos miraban desde el fondo de unas cuencas ojerosas, como almejas hundidas en la arena de la playa y los huesos que los rodeaban sobresalían por debajo de la piel como si quisieran equilibrar la balanza. A la jarra que tenía delante no le quedaban más de tres centímetros de contenido.
Resignada, me acerqué a su mesa.
-¿Qué es esa chorrada de «pajarillo», Cass?
-El Gorrión -dijo él, orgulloso, muy digno y burlón-. Guardián del fuego para el Diablo, hasta que este lo hizo pedazos y se lo dio a los escarabajos peloteros que empezaron a llamarse Humanidad.
Cuando estaba borracho, Cassidy siempre hablaba como un místico taoista con una lobotomía.
-Así que esta noche estamos de lado del Diablo -pregunté mientras me sentaba. Serví la cerveza que quedaba en su vaso y me bebí la mitad.
-¡Oye!
-A ti no te hace falta. Además, me has invitado.
-Por el placer de tu compañía. Pero te puedes comprar tus propias birras, joder. -Me miró como si nos separara una niebla-. No te debo nada, ¿verdad?
Consideré cuidadosamente mi respuesta. Pero mentir, al fin y al cabo, habría sido un pecado.
-No -dije.
Cassidy miró un buen rato la jarra vacía.
-Bueno, joder. Considéralo un regalo, entonces.
Dejé el vaso y los últimos posos de cerveza en la mesa. Lo que me quedaba en la boca sabía a jabón. Me recosté en la incómoda silla de alambre, alejándome de la mesa, del gesto de Cassidy, de él. Sentía la necesidad de escarbar en la herida.
-Creía que ibas a dejar de beber cuando llegara el solsticio de verano. -El picador se levanta sobre las puntas de los pies… bum.
La vidriosa camaradería se desvaneció de su mirada y su voz.
-El solsticio ya ha pasado. -En sus hundidos ojos brillaba el resentimiento.
-Era solo curiosidad. A mí me da igual que bebas. -Bum: una segunda y puntiaguda frase entre los omóplatos de la armadura de Cassidy. Sin duda, el picador lo considera también un acto de defensa propia.
Cassidy se miró los nudillos con el ceño fruncido. Tenía una herida cubierta por una costra reciente en el dorso de la mano izquierda, y me pregunté, con una punzada de desprecio, si recordaría cómo se la había hecho. En cuestión de segundos, el pensamiento se manifestó en mi rostro. Vaya.
-¿Cómo te va? -pregunté, a modo de disculpa.
Se encogió de hombros.
-Lo normal, supongo. Como anoche pero un poco más sudado.
-¿Nos vimos anoche? -pregunté al cabo de un momento. Me sentía como si alguien fuera a golpearme en la columna en cualquier momento.
-Claro -dijo, con expresión dolida-. Te invité a una copa.
-Qué amable. ¿Dónde estábamos?
-En el Mercy Trap. ¿No te acuerdas?
-Vamos a suponer que no.
Había bebido demasiado para fijarse en el tono de voz con el que lo había dicho.
-Y dices que yo tengo un problema con la bebida. Bueno, anoche estabas en la cumbre. Bailando, invitando a copas… Le pediste al grupo unas canciones de las que nunca había oído hablar. -Sonrió-. Te echaron cuando pediste una copa más de las que podías pagar.
No había bebido tanto. Debía de haber visto la cara que se me ponía durante su perorata, y yo sabía que era un justo pago por mi falta de comprensión.
-Me sorprende que te dejes ver conmigo después de eso.
-Quiero salvar tu reputación -dijo-. Oye, ¿podrías presentarme a la pelirroja? La que llevaba aquellos zapatos…
-¿Qué pelirroja? -pregunté con miedo.
-Oh, joder. ¿En serio que no te acuerdas? ¿O solo me estás tomando el pelo? Cuando te echaron del Trap, se fue contigo. Y el tío de gris también, el de las gafas de espejo. Estaban preocupados por ti.
Me habría gustado poder hacerlo yo. Pero no era posible. En realidad no había estado allí.
-¿Qué estuve bebiendo?
-Cerveza.
-¿Algo más?
-¿Cómo quieres que yo lo sepa? Cuando te echaron, ni siquiera te habías emborrachado. Solo un poco animado. Parecías contentillo, pero no drogado.
-Interesante distinción. Si no me había emborrachado, ¿por qué no recuerdo nada?
Esto lo sorprendió.
-No lo sé. Oye, ¿no estarás diciendo que no te acuerdas de nada para no tener que presentarme a la pelirroja?
Sonreí.
-¿Yo? ¿El que le guardaba el fuego al Diablo? ¿Para qué iba a hacer una cosa así?
-¿Qué cosa? -dijo Dana detrás de mí con su voz teñida de licor. Por supuesto. ¿Qué era Leandro sin su Hero *? Cassidy estaba borracho, así que, inevitablemente, Dana debía de estar en las proximidades.
Su mano resbaló sobre mis hombros mientras el resto de su cuerpo rodeaba la mesa. Se sentó en la silla que nos separaba y cubrió los alargados y finos dedos de Cassidy con la palma de su mano. Dana era incapaz de hablar con alguien sin tocarlo. Para alguien como yo, tener a Dana como conocida era una tortura equiparable a un lento goteo de agua sobre la frente.
-Cassidy cree haber encontrado una sombra en mi naturaleza solícita.
-Cierra el pico, Gorrión -dijo Cassidy. Pobre Cassidy. Podría haberle dicho a Dana que eran tres pelirrojas y a ella le habría importado igualmente poco.
Habría dicho que le había copiado el estilo a Bette Davis de haber creído que podía haber visto alguna de sus películas. Puede que practicara delante de un espejo. Espejos sí que había visto muchos. Llevaba un traje de color marrón metálico, ceñido a su minúscula cintura y sus proporcionadas caderas. La melena rubia platino le caía sobre uno de los hombros y la punta, engalanada con un cordón de terciopelo negro, terminaba a medio camino de su pecho. Tenía una piel suave y ligeramente bronceada, que asomaba en el rostro y la garganta y se escondía bajo las solapas de la chaqueta. Transmitía un aire de artificio sobrenatural tan marcado que a uno le entraban ganas de echarle un cubo de agua sobre la cabeza, aunque solo fuera para poner a prueba la fuerza de la ilusión.
De repente me di cuenta de que era una ilusión tremendamente cara. El tejido y el corte del traje sugerían el dinero que los niños de la noche, con su barro y sus harapos, fingían no tener. ¿Qué hacía Dana cuando no estaba perturbando a Cassidy?
-Bueno, ¿y tú me viste de fiesta anoche? -le pregunté.
-No. ¿Estuviste de fiesta?
-Eso dice Cassidy.
-Entonces debe de ser verdad -Pasó la uña por los protuberantes nudillos de Cassidy, como si fuesen teclas de piano. Cassidy parecía sobreexcitado y un poco enfermo. Es lo que suelen provocar la mezcla de alcohol y amor no correspondido. La atención de Dana seguía sobre mí, ahora con toda su intensidad. Había captado el aroma de algo extraño. Su olfato nunca fallaba-. ¿Te soltaste la melena? No sueles pasarte mucho de la raya, ¿no?
Nunca le hablaría a Dana de mis lagunas mentales. Lo genuinamente extraño siempre le inspiraba lástima. Organizaría un escándalo y me ofrecería consejo, con enorme placer. Me ofrecería la ayuda de alguno de sus amigos, que eran legión. Y, lo que es peor, empezaría a mimarme. Entonces supongo que Cassidy vomitaría sobre la mesa.
-Esta mañana me he despertado como si hubiera faltado a mi propio funeral -dije. De momento, todo era cierto.
Dana sacudió la cabeza.
-¿Te ha pasado algo? No deberías hacer esas cosas, cariño. Podrías acabar mal. -Me cogió por los hombros-. Ya estás muy flaco.
-Como un alambre de acero.
Me soltó. El color coralino de su barra de labios era ligeramente luminoso. Cuando fruncía los labios, formaban un brillante capullo de rosa en su cara.
-Bueno, si te falla la salud, siempre te quedarán los amigos.
-Uau -dije.
Pero ella no había terminado. Ahora estaba mirando el moratón de mi cara.
-¿Y cómo te has hecho eso?
-Me di contra una puerta.
Enarcó las cejas.
-Solo quiero ayudar.
-En ese caso, es una pena que no estuvieras ahí cuando topé con la puerta.
Cassidy, que hasta ahora parecía dolido, puso cara de sentirse afrentado. Tuvo que esforzarse, porque tenía que sentirse afrentado por dos. Dana no estaba haciendo su parte. Yo no tenía estómago para seguir viéndolo así mucho tiempo.
-Bueno, ha sido un día interesante y ya no se puede hacer nada, eso es todo. Me ha dado una insolación, me he encontrado con una loca, he estado bailando con unos Turbados y me han dicho unos acertijos. No me pidáis más que un mínimo de educación.
Al instante reparé en el error que había cometido y me maldije por idiota. Los ojos de Dana, y también los de Cassidy, se habían abierto de par en par. Cassidy separó los labios como si hubiera una membrana de jabón entre ellos y fuera a hacer una pompa. Pero Dana fue la primera en encontrar palabras.
-¿Turbados? Cariño, ¿te dijeron algo?
Cerré los ojos, aspiré hondo y exhalé.
-No me acuerdo -dije.
Cassidy, muy grave, sacudió la cabeza.
-Inténtalo. Los Turbados son algo así como los santos inocentes. Dicen lo que el universo quiere oír.
Mi colega, el borracho impenitente, quería interpretar mi oráculo. Puede que se hubiese cansado de tratar de interpretar a Dana. Junté las manos y me dediqué a estudiarlas para no tener que mirarlo a los ojos, y dije con tono animado:
-¿En este puto sitio no hay camareros, o es que es la noche de «sírvase usted mismo»?
-Oh, Gorrión, vamos -dijo Dana-. ¿Has pasado miedo?
Bueno, he aquí algo a lo que podía agarrarme. Podía convertirlo en una gran historia. A Dana le encantaría.
-Fue como meterse en una nube de mosquitos de tamaño humano. Fue enervante. Esos tíos apestan. -Cualquier hoodoo * me hubiera llenado la puerta de huevos por decir esto, pero no creo que a los Turbados les preocupen demasiado las calumnias. Y además, el sentido del romance de Dana es incapaz de soportar los malos olores.
-¿Sabéis? -dijo Cassidy-, los Turbados son las únicas personas que no están solas. -Lo miré, pero sus ojos estaban clavados en un punto lejano, situado por encima de mi hombro-. O sea, ninguno de nosotros puede ni imaginar lo que sería estar en la cabeza de los demás. Todos coincidimos -se encogió de hombros, tratando de dar con las palabras apropiadas- en cuál es el color del cielo. Pero, ¿cómo sabemos que estamos viendo el mismo color? Eso sí que es soledad, tío, eso sí que es frío. -Sacudió la cabeza-. Pero se supone que los Turbados están constantemente en la mente de los demás, ¿sabes? Así que siempre hay alguien que sabe exactamente cómo es.
Se detuvo y parpadeó.
Fue uno de esos momentos de reflexión genuina y sin adulterar que a veces se manifestaban en él, emergiendo de la niebla como barcos fantasma sinápticos. Me di cuenta de que mi mirada se había encontrado con la de Dana y de que ella estaba observándome con la perezosa paciencia de un gato.
Me levanté.
-Tengo que irme. Estoy seguro de que tenéis muchas cosas de que hablar. -La mirada desolada y sorprendida de Cassidy fue como un reproche. Empujé el vaso hacia él y me puse en camino.
No llegué muy lejos. La mano de Dana en mi brazo, confiada y confinante, me lo impidió.
-Gorrión -me dijo en voz baja, casi ininteligible entre el ruido de la Feria-. No puedes estar siempre sin nadie, cariño. Si te metes en algún lío y puedo ayudarte, ven a verme, ¿de acuerdo?
Una piel perfecta, un cabello inmaculado, ropa cara y el tiempo para meterse en los asuntos de los demás. Si tirar el dinero y entrometerse podían resolver el problema, desde luego ella era la persona indicada.
-Gracias, Dana -dije-. Pero no pasa nada, de verdad.
Esta vez no me siguió.
Puede que los secretos sean nocivos para el organismo. Puede que, cuando se guardan el tiempo suficiente, produzcan las náuseas emocionales e intelectuales que en aquel momento hicieron que sintiera deseos de imitar a Cassidy trago a trago. Nacemos solos en nuestra cabeza; vivimos solos allí; morimos solos. Los secretos, pues, a la tumba. Por un momento sentí deseos desesperados de no estar a solas, igual que una persona que ha pasado demasiado tiempo secuestrada sale corriendo a la luz, aunque estén apuntándole con fuego, solo para poner fin a la espera.
Paseé por la Feria: estridente, frágil y cursi, una noche insípida, detrás de cuyos bordes erizados se ocultaba la rabia. Hasta hacía poco tiempo había sido mi tierra y siempre había regresado a ella con alivio y alegría. Pero ahora era tan acogedora como un carnaval de carretera. Danos la pasta y lárgate. Los racimos de bombillas que ofrecían la mitad de su racionada luz se reflejaban en los charcos de algo que debía de ser agua. Los vendedores gritaban desde sus puestos como si el nombre de pila de todo el mundo fuera «Oye».
Habrá sangre y fuego y los muertos bailarán en las calles. Allí los muertos se sentirían como en casa.
Saqué una entrada para el GravAttack, con la esperanza de que la velocidad, el miedo y la adrenalina me aclararan las ideas. Una vez cerrada, la rueda apestaba a óxido, sudor y alcohol caliente del generador. Los demás paletos que me acompañaban empezaron a chillar; una oscuridad total alternaba con destellos de luz, y la fuerza centrífuga me pegaba el cuerpo al asiento acolchado. Me sentía como si el muro de mi cavidad torácica fuera a ceder y dejar que salieran todos mis órganos. Pero mi mente no era tan frágil. Mi malhumor sobrevivió intacto a la travesía.
Así que saqué mi último retrato de A. A. Albrecht y compré un vuelo en la Cola de la Serpiente a un tipo vivaracho vestido con lentejuelas baratas. Me echó las gotas en la lengua con un tubito que tenía en la mano. Sabía a hierbabuena y pimienta roja. Cinco minutos después, la Feria Nocturna se extendía de costa a costa, reluciente.
Estaba pasando las páginas de un libro de bolsillo putrefacto en un puesto de chatarra (con el furioso crujido de cada página como una descarga de electricidad estática en la oscuridad) cuando una mano se cerró alrededor de mi brazo.
-¡Hola! -dijo su propietario-. ¿Cómo estás?
Era alto y poseía una sonrisa bonita y blanca que casi no debía nada a la Serpiente. Llevaba un precioso traje gris plateado, como un político o un presentador de televisión. Su cabello rizado era de un delicado color rosa, como el interior de una concha. Tenía la tez fina y pálida. Sobre los ojos y oídos llevaba un par de gafas de espejo que, imagino, estarían mostrándole un mundo tan brillante y hermoso como el mío, con la diferencia de que el suyo sería real y el mío una alucinación. Sentí una punzada de celos que me inspiró cierta sorpresa. Al igual que la sensación de que hubiera debido reconocerlo.
-¿Ya te has recuperado? -me pregunto. Sus dedos aferraban mi muñeca con fuerza. Estaba llevándoseme lejos del puestecillo.
No lo reconocí… Claro, debía de ser el hombre vestido de gris que Cassidy había mencionado. Seguía de gris, veinticuatro horas más tarde. Un amaneramiento. Detesto los amaneramientos. Traté de apartarme.
-No, no -dijo, riéndose-. Myra me mata si te dejo escapar. Tenemos una conversación pendiente. -Tiró de mí hacia el centro del pavimento. ¿De qué se reía? Me hacía daño en la muñeca. Al final de la manzana, donde la multitud empezaba a ralear, vi una mujer parada bajo un par de lámparas de aceite. Su pelo era del color de las cerezas maduras.
El aire se me escapó de los pulmones. A la fuerza, comprendí. Es el efecto que tiene cabalgar en la Cola de la Serpiente: a veces, revierte causas y efectos. Estaba en cuclillas sobre la calle, y el hombre de las gafas de espejo ya no estaba cogiéndome la muñeca. Ahora estaba cogiendo la de otro, que parecía tener dificultades para mantenerse en pie. Había dejado de reírse y el otro estaba arrugándole las solapas de su preciosa chaqueta gris, pero, aparte de esto, no había sacado una impresión demasiado clara de él. Junto a tanta plata, tanto gris y tanto rosa delicado, el recién llegado parecía un punto negro en mi ojo. Al otro lado de la manzana, la mujer del pelo de color cereza estaba aproximándose a nosotros.
-Jesús, lo siento muchísimo -dijo el recién llegado, que parecía seguir teniendo problemas para mantenerse en pie-. De verdad que no pretendía… ¡oh, Jesús! Dios, lo siento mucho.
El hombre de gris había caído al suelo. Un sonido como una detonación de ruido blanco estalló detrás de mí y me di cuenta de que era el claxon de un camión. Entonces el camión se interpuso entre el hombre de gris y yo, y el otro, el que tenía dificultades para mantenerse en pie, tiró de mí, tratando de alejarse.
Estaba empezando a sentirme como un bolso robado. El efecto de la Serpiente se había difuminado un poco y empezaba a concebir la posibilidad de que hubiera asuntos urgentes fuera de mi mente, así que me resistí.
-Para -dijo mi nuevo compañero, con una voz tan autoritaria que lo hice. Subimos apresuradamente cuatro peldaños y me hizo montar en un asiento. Un instante antes de que frente a mí se abrieran un par de puertas a una oscuridad completa, comprendí que estaba en el coche del túnel del terror.
-No te preocupes -dijo la voz, teñida de un infinito placer, junto a mi oído-. Ahí dentro no hay nada que no esté muerto.
2.1: tienes que invitarlos
Frente a nosotros cayó un esqueleto recubierto del típico moho fosforescente de las tumbas, y alguien lo retiró antes de que los dedos de sus pies me rozaran la cara. El hombre que había a mi lado dijo, como si no lo hubiera visto:
-Además, no te conviene volver a salir todavía. Esos dos deben de estar ahí, justo detrás de nosotros.
El pasillo que se abría ante nuestros ojos estaba tan lleno de telarañas que parecía blanco. En medio de aquella neblina se movía un centenar de cosas imprecisas del tamaño de mi puño. Me agaché al mismo tiempo que el coche descendía bruscamente más de un metro. El estómago se me subió a las amígdalas, pero pasamos por debajo de todas aquellas cosas sin que nos tocaran. De todos modos, casi podría asegurar que no eran reales.
El coche dobló una esquina, sobre la que una mujer vestida de blanco colgaba de una cuerda. Su rostro, hinchado y morado, parecía auténtico. Algo empezó a carcomer mi sentido del autocontrol.
-¿Qué es esto? -dije.
-Un rescate. ¿No vamos un poco lento? Aquí viene nuestra parada.
El túnel que teníamos delante era una ilusión, pintada sobre una nueva puerta, que se abrió de par en par y nos arrojó a una sala de espejos. El desconocido me sacó del coche a la fuerza mientras el coche daba un giro de noventa grados, y caí de cabeza al suelo. Oí que el otro coche pasaba por la puerta, así que me alejé reptando. Un espejo apareció ante nosotros. Lo miré un momento antes de que desapareciera: nuestros rostros parecían extraños y salvajes a la débil luz de la sala. Luego atravesamos una negrura llena de cosas y salimos a la cortante penumbra de la Feria Nocturna.
Corrimos durante unas seis manzanas. No podía hacer otra cosa: el tipo me atenazaba la muñeca, aunque sin hacerme daño. Nos detuvimos cuando tropecé por tercera vez. Tenía la respiración tan entrecortada que me hacía daño al pasar por la tráquea. Habíamos llegado a la valla que delimitaba la Feria. Mi secuestrador la utilizó para frenar, se dio la vuelta y se apoyó en ella. También él estaba jadeando, y se sujetaba el costado izquierdo. Tenía los ojos cerrados y su rostro era una máscara de concentración. Me dejé caer sobre la hierba y lo examiné de la cabeza a los pies. No todo el mundo me rescata de monstruos de pelo rosa y gafas de espejo. Si es eso lo que había hecho.
Tenía facciones marcadas, aunque una boca grande y unas cejas tupidas y negras salvaban a su rostro de la austeridad. Su pelo era de un castaño claro, lustroso a la luz de las lámparas de aceite. Podía imaginarme a la gente diciéndole que era guapo. Cosa que no le convendría a su carácter, seguro. Era delgado y atlético, y de largas piernas. Me sorprendió lo mucho que parecían haberle costado las seis manzanas. Me había dado la impresión de que era más resistente. Llevaba una lustrosa chaqueta de algodón al estilo que los hombres de negocios sudamericanos habían puesto de moda justo antes del Big Bang. Y puede que fuese de entonces. El lustre del acabado se había desgastado en todas las superficies sometidas a alguna fricción.
Abrió los ojos, que parecieron necesitar un momento para enfocar, como si estuviera dejando de experimentar un fuerte dolor. Tenía los ojos más negros de lo que yo esperaba, y tan penetrantes como los de un animal. Los clavó sobre mí y esbozó una sonrisa amplia y sarcástica.
-Vaya, gracias -dijo.
-¿Qué?
-Nada. -Usando toda la cara, se echó a reír. Lo único que no utilizó fueron los pulmones.
Me rodeé las rodillas con los brazos, como si pretendiera quedarme allí al margen de los deseos de una bandada migratoria de hombres de traje gris y pelo rosa o de los suyos.
-¿Por qué coño has hecho eso?
Pareció confundido por un momento. Entonces se dejó caer sobre la hierba, a mi lado, estiró las piernas y se tumbó apoyándose sobre los codos.
-No ha sido nada personal. Solo estoy tratando de ganarme el cielo con mis buenas obras. -Su sonrisa era estrictamente impermeable. Nada parecía capaz de atravesarla.
Lo miré fijamente, con la boca abierta por si se me ocurría algún comentario ingenioso mientras esperaba la explicación que me debía. Seguro que se daba cuenta enseguida de que me la debía.
-Vale, vale. Pero no se lo cuentes a nadie, ¿de acuerdo? -Se puso cómodo sobre el pavimento, como si estuviera preparándose para lanzar un largo discurso-. Soy agente de la agencia para la defensa de la ley de la Red Unida. Esos tíos eran agentes del gobierno Nic en el exilio. Creían que eras de los nuestros. -Sacudió la cabeza-. Lo más seguro es que fuesen a torturarte para sacarte la localización de alguno de nuestros cuarteles generales.
Abrí los ojos de par en par.
-Entonces, si vuelven a intentarlo, no tengo más que juntar los talones tres veces para volver a casa, ¿no?
-Lo has cogido.
-¿Quién coño eres?
-¡Oh! Perdona. -Sonrió y me tendió la mano derecha-. Mick Skinner. Llámame Mick, o Skinner. O lo que quieras.
Tenía un cierto acento que hubiera jurado que era de Texas. No había mentira en su rostro, solo una especie de dulzura alerta (salvo en los ojos). No me gustó. O Mick Skinner era el tonto del pueblo o no me tenía el respeto suficiente como para utilizar sus argucias conmigo. O era el tío más astuto del mundo.
Entonces recordé que, en toda la ciudad, la gente capaz de entender un chiste como aquel podía contarse con una sola mano, y sin usar varios dedos. Y que no muchos más hubieran entendido el mío, el de los talones. Pero él lo había hecho.
Con la voz cargada de tensión, le dije:
-Si trabajas para la ciudad, yo vivo aquí, punto.
Esbozó aquella sonrisa impenetrable suya.
-Coño, no. Solo vivo aquí. Aunque no hace mucho. ¿Es malo trabajar para la ciudad?
-Depende del trabajo. -Me incorporé-. A juzgar por las pistas que estás dando, debes de ser un vendedor ambulante de fertilizantes.
-Y a ti no te interesan los fertilizantes…
-Si quieres que crezca algo por aquí, prueba a plantar un poco de verdad. -Le lancé una mirada expectante.
-Vaaaale. -La verdad, a juzgar por su cara, no le proporcionaba tanto placer-. Te han tomado por mí.
Esperé a que dijera algo más. Al ver que no lo hacía, dije:
-Tío, es que nos parecemos muchísimo.
-No sabían qué aspecto tengo. Me buscaban basándose en otra cosa.
-¿Cuál?
-Otra cosa. La pasada noche… en el bar, hiciste cosas que les llevaron a engaño. Así que te drogaron.
Frente a la arenisca que jalonaba la acera había una cerca metálica hecha pedazos. Me sujeté a ella. La pasada noche. Todo el tiempo parecía haber transcurrido bajo la luz de unos focos, iluminado para todo el mundo menos para mí.
-¿Quieres decir que estaban esperando a alguien que pidiera unas copas que no pudiera pagar y al que echaran de una discoteca?
Esto pareció resultarle muy divertido.
-Noooo. Eso fue cuando empezaste a actuar como otra persona para despistarlos. Pero ya era demasiado tarde.
Sentí el impulso de hacer lo mismo, un impulso que estaba más allá de mi control, más allá de mi comprensión. Ojalá el bordillo hubiera tenido siete metros de alto para poder arrojarme desde allí. Y arrastrar a Mick Skinner conmigo.
-¿Qué más sabes sobre anoche?
Levantó una mirada rápida hacia mi rostro. No confundida ni culpable ni significativa en absoluto. Solo una mirada.
-Nada -dijo.
-¿Y cómo sabes lo que me has contado?
-Estaba allí.
-Eso es lo que tú dices. ¿En calidad de qué?
-De observador de la condición humana.
Entonces me di cuenta a qué me recordaban sus ojos. Una vez había visto un lobo domesticado, tan dócil como cualquier perro, leal y fiable. Pero alrededor de los ojos había una incipiente demencia salvaje, la sensación de que aquel animal no hacía los cálculos igual que un perro de verdad. Los ojos de Skinner hacían que hasta su expresión más amigable resultara sarcástica.
Me aparté de la cerca.
-Claro. Iré a buscar al tío del traje gris y se lo preguntaré.
-¡No! -Se incorporó dando un respingo-. Por Dios, no trates con esa gente, te pelarán como si fueras una cebolla. Ahora tu única esperanza es hacerte pasar por un inocente transeúnte.
Yo había empezado a temblar. Puede que fuese rabia. Puede que no.
-Escúchame. No sabes una puta cosa sobre mi vida. No tienes derecho a darme consejos. Si vuelvo a tropezarme con ese tío, le diré qué aspecto tienes y dónde puede encontrarte. Así me libraré de ti.
Skinner se rascó la cara con las dos manos. Mi exhibición no lo había asustado.
-Bueno. Por tu bien espero que sea así de fácil. Jesús, estoy hecho polvo. ¿Vives por aquí?
Lo dijo como si fuera una pregunta amistosa, con una respuesta intrascendente. Pero aquel era el tipo de interrogatorio del que más desconfiaba.
-No -dije-. En Indiana -mentí.
-Jeeesús. ¿Has venido por el río? ¿Cuándo?
-Hace mucho. No me acuerdo.
Sacudió la cabeza.
-La última vez que pasé por allí, tenías que tener cuidado para que nadie se te comiera. Y eso que no llegué muy lejos. ¿Tu casa está por aquí?
¿Qué se supone que tenía que responder a semejante pregunta?
-Sí y no.
Sopesó la respuesta un momento. Observarlo mientras lo hacía me proporcionó cierto placer.
-Deja que lo exprese de otro modo. Necesito un sitio para pasar esta noche. ¿Sabes de alguien que pueda prestarme un rincón?
La Serpiente es un combinado extraño de productos químicos. Crees que te ha soltado hace tiempo. Cuando de verdad se te pasa el efecto, es como si se abriera una trampilla bajo tus pies. De repente ves el mundo con la misma precisión espectral que te obligó a escapar de él. En mitad de la frase de Mick Skinner, sentí que la Cola de la Serpiente se esfumaba. Todo asomo de distorsión, ilusión o alteración de mi estado de ánimo desapareció, dejándome con la cabeza despejada. Entonces comprendí varias cosas.
Primero, que quería irme a casa.
Segunda, que Mick Skinner no me debía un favor. Yo se lo debía a él. No sé lo que quería el tío del traje gris, pero todavía me dolía la muñeca por la que me había sujetado. La noche pasada me había drogado alguien a quien no le importaba que me lo pasara bien. Y esta podría haber acabado mal si aquel cabrón no se me hubiera llevado como un bandido robando una gallina. Puede que fuera una deuda contraída a la fuerza, pero no podía negar que se la debía a Skinner.
Tercera, que Mick Skinner me había pedido un favor.
Con un intenso sentimiento de martirio, acepté las tres revelaciones.
-¿Tienes algún problema con los edificios altos? -pregunté.
Levantó la mirada, sobresaltado, arrancado bruscamente de una expresión concentrada que parecía un ejercicio de control mental.
-Joder, no.
-Hay gente que lo tiene -añadí mientras se desvanecía mi último atisbo de esperanza. Pero, por supuesto, él no era uno de ellos. Esta noche no había misericordia para mí-. Vamos. Te lo debo.
Me volví y eché a andar sin volverme para comprobar si me seguía.
Mientras hablaba había cruzado por mis pensamientos la posibilidad de que, tal vez, después de todo, sí fuera a cometer un suicidio, utilizando el original método de mostrarle a un desconocido dónde vivía. No confiaba en Mick Skinner. Pero, como en el lobo de antes, había algo franco y directo en él, algo que formaba parte de lo que lo hacía único. Haría solo cosas inteligentes, cosas sensatas. Solo tenía que vigilarlo por si mostraba indicios de voracidad. O, al menos, eso fue lo que me dije.
Una manzana después, dijo con tono cauteloso:
-Y yo que empezaba a pensar que no te había gustado…
-¿Acaso he dicho que me gustaras? He dicho que te lo debía.
-No es así. Te tomaron por mí. Es culpa mía. Si te hubieran cogido me habría sentido fatal. Ha sido un acto de egoísmo puro por mi parte.
-Chorradas filosóficas -dije. Siguió caminando a mi lado, sumido en un silencio contemplativo, como si no me hubiera oído.
Este silencio sólo se interrumpió al ver el coche. Era tan grande que en algunas zonas de la ciudad se habría rozado las puertas al girar, y tan negro como si lo hubieran hecho con los faldones de la levita del mismo Diablo. Las ventanillas también eran negras, el parabrisas era un cristal tintado y el motor no hacía más ruido que la nieve al caer. Apareció como un tiburón al final de la calle y Skinner me metió a empujones en las sombras de la entrada de un patio.
-¡Atrás! -susurró.
-¿Qué coño…?
-¡No mires hacia allí! -El coche negro pasó lentamente junto a nosotros.
-¿Qué pasa?
-Problemas -contestó con firmeza, pero no dijo nada más.
Había varios sitios en la ciudad donde podía pasar la noche. Estaba el cuarto del segundo piso del Underbridge, tras el balcón sobre la pista de baile. Hasta tenía su propia entrada independiente. Luego, el rincón de un garaje subterráneo, que era mucho más confortable de lo que podía sugerir su descripción. Pero solo había un lugar en el que yo pensara cuando oía la palabra «casa».
En el extremo sur de la Feria Nocturna había un edificio de oficinas de arenisca rosa, que databa de finales del siglo xx. Estaba medio vacío, como la mayoría de los edificios de la Feria. En los pisos tercero y sexto, las ventanas eran arcos acristalados de vanos ornamentales, como marcos barrocos en forma de media luna. En el séptimo piso, sobre el ático, había buhardillas de techo abovedado, como ojos abiertos de personajes de dibujos animados. Era una estructura interesante.
Mi casa estaba en una esquina del séptimo piso y, en parte, en el techo. O al menos, ciertas cosas que eran mías ocupaban parte del techo. La escalera que salía del vestíbulo que había al otro lado de la puerta principal tenía una estructura de hierro forjado y ascendía enroscándose piso a piso alrededor del centro del edificio, abierto al exterior, hasta llegar al tercero, donde se detenía. Las escaleras traseras estaban casi podridas. Habría sido más seguro trepar por la arenisca con las manos desnudas que arriesgarse con ellas. El ascensor no funcionaba. Se había quedado atascado en el hueco, entre los pisos segundo y tercero y los cables estaban rotos. Las puertas estaban cegadas.
Yo era el único inquilino que vivía por encima del tercer piso, porque era el único que sabía dónde estaba el montacargas y que todavía funcionaba.
Vi el lugar a través de los ojos de Skinner cuando entramos por la puerta lateral. Su destartalada grandeza había perdido todo romanticismo y ahora era simplemente penosa: los suelos agrietados de mármol blanco y negro, el revestimiento de roble perforado por las termitas, los fragmentos de espejo pegados todavía a las ventanas sobre el roble… La sala olía a algo que parecía repollo y detrás de una de las puertas se oía la voz de un viejo que cantaba una canción pop sin hacer más que alguna referencia ocasional a la melodía. Ninguna de las enormes lámparas de cobre funcionaba ya. En su lugar, había un cable colgado del techo, con una bombilla cada seis o siete metros. No daba mucha luz, pero al menos funcionaba, y nadie hubiera podido permitirse lo que habría costado poner en funcionamiento la instalación original. A pesar de ello, me deprimió inesperadamente, y lo lamenté por Skinner.
Abrí la puerta de las escaleras del sótano y llevé a Skinner hasta el montacargas. Él lanzaba miradas dubitativas a su alrededor. No me sentía con ganas de tranquilizarlo, así que le di la espalda, escogí un par de cables del aparente caos del panel de control y uní sus dos extremos. No dejé que Skinner viera lo que estaba haciendo. Si no me mataba esta primera vez, no quería que supiera cómo se llegaba arriba para poder intentarlo de nuevo. La jaula se estremeció y empezó a ascender a trompicones, muy despacio. Pero en silencio. Había usado un montón de lubricantes para garantizar la privacidad. Dentro del ascensor estaba el certificado de inspección, amarilleado por el paso del tiempo y fechado en 1995. Skinner lo miró y chasqueó la lengua.
-¿Esta es la única forma de subir -me preguntó- o es una visita guiada?
-Si lo prefieres, hay sitio en la acera para pasar la noche.
Sacudió la cabeza con una pequeña sonrisa en los labios. No parecía demasiado asustado.
Nos detuvimos con una sacudida al llegar al séptimo y salimos de la jaula. Muy lejos de la zona en la que vivían y cocinaban los demás inquilinos, mi vestíbulo olía a edificio abandonado: polvo, sequedad, abandono… Busqué la llave a tientas y abrí la puerta a la oscuridad de lo que había sido un área de recepción. Era una sala vacía, una última defensa contra cualquiera que llegara hasta allí. Los sonidos rebotaban en las paredes desnudas y el interruptor de la luz no funcionaba. Cualquier intruso llegaría a la conclusión de que había forzado la cerradura para nada.
Pulsé un botón que llevaba en el bolsillo, que en tiempos abría la puerta de un garaje, y se encendió la bombilla del pasillo que había después de la sala. Skinner dio un respingo.
-Aquí es -dije con tono agrio-. Entra libremente y por propia voluntad y deja parte de la felicidad que traes contigo.
Se echó a reír. La mayoría de la gente tampoco lo habría pillado.
Caminé hasta la luz del pasillo y entré en casa. La habitación que había a mano izquierda debía de haberse usado como almacén en su momento. Tenía el tamaño justo para albergar el colchón de algodón y la cómoda. La habitación central, que era más grande, la había convertido en un salón cocina. Las ventanas de la buhardilla estaban cubiertas de fieltro negro. (Una luz en el último piso habría llamado la atención.) Había colgado un fregadero de una de las paredes, y lo utilizaba para sacar el agua y los residuos del váter, y tenía un horno de propano en un armario de metal y una vieja nevera de propano/eléctrica a su lado. Había una mesa de madera que me servía como encimera y mesa a la vez, y varias cosas para sentarse, incluido un armario de cromo y cuero que parecía un complicado cabestrillo y una desvencijada silla acolchada y con brazos. Había también una estantería llena de libros, los suficientes para resultar convincente. Me acerqué a la lámpara de gas que había sobre el fregadero y la encendí.
Skinner se detuvo en el umbral y vi que su mirada acudía de inmediato a los libros. Se aproximó y empezó a leer los lomos. De vez en cuando tocaba uno u otro, pero no sacó ninguno. Casi me entraron ganas de enseñarle el tercer cuarto.
-Pale Fire. No había visto una copia desde… -Sus ojos y sus dedos vagaban entre los libros-. Cuatro cuartetos. The Lady is Not for Burning. Oh, Dios mío, El prisionero de Zenda. -De repente, su tono de admiración cobró un aire de parodia-. Madre mía -dijo-. ¿Los has leído todos?
Las tripas me dieron un salto furioso. Había tenido un momento de debilidad y él me lo había pagado echándome un jarro de agua helada sobre la cabeza. Entonces reconocí el olor del ridículo: mis libros habían hecho mella en su actitud reservada y lo que estaba haciendo era tratar de reparar los daños.
-¿Y tú? -pregunté.
Apretó ligeramente los labios.
-Unos cuantos -dijo.
-Como se te ocurra llevarte alguno, forro los demás con tu pellejo.
Pasó el dedo por el lomo de un viejo volumen de la Britannica.
-¿Y qué hace aquí uno para divertirse un poco?
-Lo siento, no nos queda de eso.
Se frotó la frente con los dedos, con lo que casi consiguió ocultar su rostro y la comisura arqueada de su boca.
-Entonces supongo que me iré a dormir.
-Por aquí -dije y volví al pasillo. Me siguió. Lo llevé al pequeño dormitorio y encendí la vela que había sobre la cómoda.
-¿Y tú?
-Dormiré en el cuarto de al lado. El fregadero funciona como un fregadero. La nevera funciona como una nevera… si es que queda algo en ella, cosa que no recuerdo. Y el baño, que está por ahí, funciona como un baño. Hagas lo que hagas, no fumes en la cama y no me despiertes.
Ya estaba en el pasillo cuando me dijo:
-No recuerdas nada de lo que pasó anoche, ¿verdad?
No. Pero no te lo había dicho.
-¿Qué te hace pensar eso?
Estaba en el umbral, con aquella sonrisa vidriosa en los labios y una luz sospechosa en la mirada.
-Porque yo sí me acuerdo.
-¿Y eso qué se supone que significa?
-Solo eso. Si alguna vez quieres saber lo que pasa en esos momentos que eres incapaz de recordar… bastará con que me lo preguntes con amabilidad.
Dicho esto, el muy cabrón cerró la puerta de mi dormitorio y echó la llave.
Ahora sé que podría haber echado la puerta abajo. O podría haberme disculpado con él y haberle suplicado que me diera una explicación. En circunstancias normales seguro que lo habría hecho. Pero lo que hice fue quedarme mirando la madera de la puerta hasta que me dolieron los ojos. A continuación, me dirigí al tercer cuarto, el que no le había mostrado, abrí la puerta y me encerré en él.
(Mick Skinner sabe lo que pasó anoche, decía mi cabeza.)
Al tercer cuarto se accedía por una puerta falsa que había en el baño. Era la más grande de las habitaciones que consideraba mías. Ya no tenía ventanas. La luz del sol es dañina y eso, al menos, era algo que podía detener. El calor también, aunque menos. El termómetro de la tubería del refrigerador que colgaba del techo marcaba veintidós grados. Aquel era el único cuarto que no estaba amueblado como un campamento de gitanos. La superficie de las paredes estaba forrada casi por completo de acero, en la silla se podían pasar ocho horas sentado de un tirón y la luz, cuando estaba encendida, era intensa y regular. Esa era, a fin de cuentas, la razón del cable que bajaba del techo, desde las baterías que se cargaban en el molino de viento camuflado como una tubería vieja y oxidada.
(Mick Skinner sabe lo que me pasó, decían mis terminaciones nerviosas.)
Recorrí la sala tocando cosas: mis talismanes, los enseres de mi secta. Más libros, los que necesitaba para mantener en funcionamiento la sala, y que desaparecerían (junto con la persona a quien le pertenecían) si llegaba a saberse que poseía una copia. Contrabando intelectual, de ficción y no-ficción. El monitor: quince pulgadas, con tres niveles de resolución diferentes. El equipo de grabación/reproducción: tres reproductores de vídeo, un tablero de edición, tres equipos de audio, uno de ellos digital; un reproductor de CD; un grabador de ocho pistas de bobina abierta, una mesa de mezclas, procedente posiblemente de una emisora de radio. Dos amplificadores de 120 watios de mediados del siglo pasado, puede que procedentes del mismo sitio pero modificados para servir a mis propósitos; un mezclador de audio de seis canales con ecualizador y otras mejoras. Dos pares de auriculares. Y la joya de la corona: una unidad de grabación de CD de estudio y una caja llena de CD en blanco.
(Mick Skinner sabe…)
Y, por supuesto, los archivos. Copias, más que nada. Había vendido la generación anterior de casi todo lo que había encontrado a coleccionistas lo bastante ricos y lo bastante locos como para querer algo raro y poderoso e inútil. Había cogido su dinero y lo había invertido en más equipos, en más material y en los medios necesarios para grabarlo.
Cintas de vídeo y de audio, cuya base de mylar se había vuelto frágil con el paso del tiempo. Discos de vinilo, quebradizos como porcelana. CD de audio, cuya información estaba perdiéndose, como si sufrieran de demencia senil. Dos mil películas. Cuatro mil álbumes, música y palabras e imágenes susurradas desde un pasado dulce y soleado, un poco más degradadas cada vez que se reproducían.
Debería haber sido deprimente… al igual que debería serlo cada día, porque nos conduce a la tumba. Cuando tenía un mal día me sentaba en el cuarto de al lado y pensaba en el valor de las cintas para un reprocesador. Por no hablar del mylar. Podría ganar una auténtica fortuna… Pero eran como trabajadores esclavos de un ferrocarril subterráneo, fugitivos que escondía del sheriff. ¿Quién los mantendría con vida si yo los abandonaba?
(Mick Skinner sabe lo que…)
Me senté en mi valiosa y confortable silla y barajé las posibles distracciones. Había encontrado un CD nuevo dos días antes. Ya había comprobado el contenido. Sin levantarme de la silla, me aproximé al estante, encendí el reproductor de CD y conecté los auriculares al enchufe correspondiente. Bajo el plástico rugoso de la caja había una carátula en la que se veía un dibujo medio borrado de cinco personas de aspecto divertido sentadas o de pie alrededor de un inmenso coche antiguo pintado de forma insólita. Era solo una página, con sus dos caras y el borde rasgado: antes había más páginas. El nombre del grupo no me resultaba familiar. Limpié el plateado disco, lo coloqué en la bandeja, me puse los auriculares y levanté los pies.
Los primeros compases se abrían con el dulce lamento de un violín, el tsk deun címbalo y un murmullo de bajo. Las voces de dos mujeres empezaron a desgranar la letra, como si estuvieran contándose una historia:
El guapo Tommy Belmont estaba en la parte de atrás,
arreglándose el pelo y buscando en su petate.
Dijo, “lo único que quiero es que me cortes un poco.”
Nunca supo lo que le estaba diciendo.
Angela la bailarina dice que no escuchó el disparo.
Puede que estuviera mintiendo y puede que no.
Sigue igual todo el día, igual de caliente.
Y dice que para qué rezar.
Estuve a punto de echarme a reír. La dulce ilógica de un pasado soleado no merecía menos. La letra podría haberse referido a mí, aquí y ahora, a la limpia irreductibilidad del Negocio, a las superficies duras de las Profundidades. El disco dio dos saltos: probaría a limpiarlo de nuevo.
Entonces empezó la segunda canción. Nada de adornos temerarios, como la primera; esta se abría con el rasgueo imperativo y quejumbroso de una guitarra y una estremecida cascada de campanadas. Unos dedos reducidos a polvo mucho tiempo atrás se deslizaron evocadoramente sobre unas cuerdas que estaban corroídas, rotas o habían sido tiradas a la basura, en una guitarra rota, quemada o perdida quién sabe cómo, hace mucho, mucho tiempo, y una voz empezó a deslizarse como aquellos dedos, hipnótica, capaz de trascender la muerte. Me había desarmado la primera canción, cínica y segura.
Ahí fuera, a la luz de la oscura cescena urbana
Empujando y golpeando y soplando los cuernos
Solo las palomas disfrutan de la vista
El hormigón está frío y las calles, vivas
Pero la única voz que escuchas es la voz interior así que te bajas del bordillo…
Una mujer muerta le cantaba al aislamiento y me echaba el mío a la cara.
«Todos estamos solos en nuestras cabezas», había dicho Cassidy. Vivimos y morimos solos en nuestras impenetrables cabezas, nuestros cuerpos indefensos.
Los Turbados estaban locos. Antes de ellos, los jinetes habían quebrantado lo inquebrantable, habían enloquecido y habían pulsado el botón rojo del Árbol de la Sabiduría del Bien y del Mal.
Pero el tarot desplegó toda su extravagancia sobre la mesita de café de Sherrea, empapado por los arcanos mayores, locuaz. El asunto que has puesto en marcha está en manos de otros.
Esta noche hay algo en el aire
Intento verlo pero se me esconde…
Y Mick Skinner sabía lo de mis lagunas.
El disco siguió sonando en los auriculares sin que le prestara atención. Después de un rato, reparé en el silencio y en el olor a circuitos calientes. Me había acurrucado en la silla. El colgante de Sher me pinchaba en el pecho. Me levanté dolorosamente y apagué los equipos. Entonces me senté en la oscuridad, sin pensar en nada. Tras un rato, acabé por dormirme.
El sol no podía despertarme en los archivos y la silla era muy cómoda. Pero era una silla, no una cama. Las rodillas y el cuello se hartaron de estar doblados, se me durmió el brazo derecho y desperté.
Levanté una esquina del fieltro que cubría la ventana del salón, eché un vistazo y vi que era media mañana. La Feria Nocturna estaría cerrada, estancada alrededor de la base del edificio. Volvería a echarme hasta el anochecer. Bajo la luz del sol, la Feria se extendía amenazante, como una tierra desconocida y antinatural y aquel día no tenía valor para enfrentarme a ella. Pero antes de dormir, comprobaría lo que había sido de Mick Skinner. Con un poco de suerte, se habría largado.
No lo había hecho. Yo había experimentado un momento de esperanza al ver que la puerta del dormitorio no tenía el pestillo echado, pero seguía allí. Su chaqueta de algodón y sus desgastadas botas estaban en el suelo, junto al colchón. Él estaba bajo la manta, con las extremidades dispuestas con pulcritud sobre el cuerpo, mirando fijamente el techo.
Sin pestañear.
Lo supe desde que di el primer paso en el cuarto, pero la muerte es un diagnóstico que nunca puede dejarse sin comprobar. Lo agarré por el hombro. Le busqué el pulso en la garganta. No tenía, y su piel estaba tan fría como la parte superior del vestidor. Pero la carne estaba blanda y cuando le levantaba el brazo, volvía a caer. ¿No se manifiesta el rigor mortis cuando se enfría el cuerpo? Puede que tuviera alguna enfermedad que provocara aquella catalepsia tan convincente. ¿A quién conocía que pudiera saberlo… y cómo podía encontrarlo, en la Feria Nocturna a plena luz del día?
Empecé a examinarlo en busca de lesiones. ¿Un golpe en la cabeza, quizá? Nada. La noche pasada se había llevado la mano al costado…
Bajo la camisa, allí, a la altura del corazón, entre dos pliegues de músculo, había un agujero. No era grande ni reciente, y no estaba cicatrizado. Me quedé mirándolo un momento antes de darle la vuelta. Tenía otro agujero similar en la espada. Eran los agujeros de entrada y salida de una bala y, dado que no los habían vendado, tratado ni curado, tendrían que haberlo matado.
Algún tiempo antes de que nos conociéramos.
Solo unos pasos separaban el cadáver de la puerta; no era difícil cruzarlos caminando hacia atrás. Cerré la puerta. Salí tambaleándome al pasillo y al vestíbulo del edificio. Cerré la puerta de mi casa con llave, metódicamente, mirando cómo trabajaban mis manos. Bajé en el montacargas, subí por las escaleras del sótano y salí al fin a la calle silenciosa. En algún lugar de la adormilada Feria tenía que encontrar a alguien que me ayudara a librarme de Mick Skinner.
<a l:href="#_ftnref13">*</a>(N. del T: pareja de amantes de la mitología griega)
<a l:href="#_ftnref14">*</a>(N. del T.: persona que practica el vudú)