121842.fb2 Danza de huesos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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CARTA 3

Debajo

Dos de rombos,

Boca abajo

Crowley: el señor del Cambio Armonioso destronado.

Gray: incapacidad de manejar muchas cosas al mismo tiempo; cambio con efectos negativos. Armonía a expensas del cambio.

Waite: alegría forzada. Optimismo simulado. Noticias falsas.

3.0: la diosa y la chica de la puerta de al lado

Hacía tanto calor como el día anterior y prometía ser una jornada de las calurosas. Las calles olían a alquitrán ardiente y cuando los rayos del sol lograban colarse entre las sombras de los edificios, la acera despedía un brillo cegador. No se movía nada, ni bajo aquella luz desapacible ni entre las sombras. Mil años más tarde, cuando unos arqueólogos interplanetarios descubrieran las ruinas de nuestra civilización, las fotos del National Geographic delos alienígenas tendrían aquel mismo aspecto. Y estarían igualmente silenciosas. La Ciudad Muerta: notable estado de conservación.

Me acordé de mi invitado. Así que apreté el paso.

Al entrar en el corazón de la Feria tuve que detenerme de nuevo. ¿No había tenido una vez una pesadilla parecida, antes de que me engañara e hiciera creer que habría siempre gente suficiente?

El puesto de comida de mi derecha estaba vacío. Su dueño lo había dejado así al cerrar, al amanecer. Tuve que recordarme este hecho: estaba abierto hacía pocas horas. La pintura de color turquesa de las paredes de metal arrugado estaba pelándose y en algunos sitios estaba casi borrada. «Mariscos» *, decían unas letras pintadas a mano sobre el retrato de un camarón. La palabra, pintada en rojo en su día, era ahora rosada y el verde del camarón recordaba al color del lodo. El mostrador estaba cubierto de polvo. El quiosco había tenido toldo en su momento: vi las abrazaderas oxidadas sobre la cocina. El barril de hierro encadenado a la pared no contenía basura.

Frente a mí se levantaba una noria contra un cielo azul cromo. O, más bien, los huesos geométricos de la noria estaban allí, teñidos de negro contra la luz, hinchados en las junturas y jalonados a intervalos regulares por los canglones que hacían las veces de asientos. La carne de aquellos asientos era la oscuridad, la escasez de luz y ruidos, y todo esto faltaba ahora. También allí, había polvo y herrumbre. Husmeé el aire tratando de captar el olor del alcohol o el ozono, pero no encontré otra cosa que metal recalentado y hormigón.

Era la luz, por supuesto que era la luz. Cuando estaba en mi casa de la Feria Nocturna, raras veces salía antes del anochecer. Y si lo hacía trabajaba, luego dormía y despertaba a la misma hora que la Feria. Nunca la había visto a media mañana. Pero era incapaz de sacudirme de encima la sensación de que todo lo que veía había sido transformado, de que aquella no era la misma noria que había visto la pasada noche, sino una mil años más vieja, una que llevaba mil años averiada y en silencio.

-Gorrión -dijo una voz a mi espalda, y si hubiera sido realmente lo que decía mi nombre, me habría encontrado al otro lado de la ciudad en un abrir y cerrar de ojos.

El contexto lo es todo. En una situación lo bastante insólita, las cosas familiares se vuelven irreconocibles. Era la voz de Dana, firmemente adherida a la persona de Dana. Estaba apoyada en la entrada de un edificio de ladrillos de color marrón. Llevaba un camisón estampado con garzas y hojas de palma, que le llegaba casi hasta los tobillos, y un par de zapatillas de tacón bajo que yo solo había visto antes en las películas. Tenía el pelo suelto y peinado hacia atrás. Llevaba ya algún tiempo allí; había un cigarrillo a medio fumar en sus dedos y una colilla apagada en el porche, a sus pies.

-¿Estás bien, cariño? -preguntó con un leve movimiento de los labios, y me di cuenta de que yo no había pronunciado palabra todavía.

-Perfectamente. Estoy perfectamente. ¿Qué haces ahí?

Otro movimiento casi imperceptible de los labios.

-Vivo aquí. Arriba. Actúas como si te hubiera pillado tratando de robar eso.

Sacudí la cabeza. La sensación de irrealidad, con Dana en el papel de protagonista principal, me había narcotizado.

-¿No tienes algún comentario ingenioso?

-Supongo que las mañanas no son lo mío -dije después de un momento.

-Eso está mejor. ¿Y qué te trae por aquí a estas horas? -Se puso el cigarrillo entre los labios y le dio una larga calada. Parecía turbadoramente desnuda sin los labios pintados.

El cigarrillo no estaba liado a mano y me pareció ver una marca impresa en el papel. Lujos, rarezas e indulgencias: Dana se rodeaba de ellos.

Me había ofrecido su ayuda. Yo tenía un problema que podía resolverse con dinero y contactos. Si es que era verdad que los tenía. ¿Y dónde iba a encontrar una solución si no?

-… necesito un favor.

Dana exhaló el humo de sus pulmones y me miró a través de él.

-¿Puedo hacer algo?

Me asaltó un acceso de duda: ¿Alguna vez se habían desequilibrado nuestras relaciones, me había colocado sin saberlo en la parte deudora del Negocio? Ya tenía demasiadas deudas.

Separé las comisuras de los labios, confiando en que pareciera una sonrisa.

-Tengo que desembarazarme de un cadáver.

A juzgar por su cara, se hubiera dicho que acababa de arrancarme la piel. Susurró algo y escupió a la izquierda. Sus ojos se apartaron un momento y volvieron a mirarme al siguiente.

-Será mejor que entres.

Seguí el revoloteo de su dobladillo hasta el porche y, casi a ciegas por culpa del sol, entré en el vestíbulo del edificio. El olor del aceite de las lámparas de la pasada noche flotaba alrededor de mi cabeza mientras subía las escaleras. Muy viejas y de mármol. Cada peldaño estaba ahuecado en el centro, como si la escalera fuese un cauce. Las ventanas del segundo piso estaban cerradas a cal y canto pero en el rellano del tercero, la luz cayó sobre nosotros como una maldición, en columnas de polvo. Hacía mucho calor en el pasillo. Dana abrió una puerta y entró lentamente. Nunca había estado en un lugar que ella considerase su hogar. Aquel se le parecía tanto que, sin darme cuenta, me detuve en el umbral de la puerta, con vergüenza, como un animalillo asustado frente a una mano tendida.

Estábamos en una habitación elegantemente abarrotada y lánguida, en la que se filtraba la luz a través de postigos de madera y pliegues de encaje. La cama deshecha, debajo de una de las ventanas, parecía en su estado natural, como si las sábanas no estuvieran hechas para estirarse sino para formar aquellos valles sombríos, aquel refugio textil. Había alfombras sobre las alfombras, así que ni siquiera las zapatillas de tacón de Dana hacían ruido. Las sillas estaban llenas de cosas: ropa, revistas, zapatos desparejados, toallas bordadas, guantes, collares de cuentas y una caja de pañuelos con un logotipo que se veía raras veces en la Feria Nocturna. Sobre la mesa de la cocina había un florero lleno de rosas y la habitación olía a incienso de rosa, muy fresco. Reinaba un ambiente cálido que invitaba a la pereza y los colores eran suaves.

Dana quitó una bata y una caja de cedro de una de las sillas de la cocina y las dejó sobre un banquillo.

-Siéntate -dijo-. ¿Quieres un poco de té?

Lo que yo quería, en realidad, era marcharme de allí.

-No -dije y me senté en medio de una nube de desorientación-. Quiero trasladar un cadáver.

-Bueno, si está muerto no hay por qué apresurarse.

-¿Con este calor? -Quería quebrar aquella atmósfera lánguida e hipnótica con una pincelada de agresividad. Pero el tufo imaginario a descomposición no pudo resistir al incienso real. Miré a mi alrededor y descubrí que había un incensario encendido sobre una mesa de mimbre casi tapada por unos encajes. Había también una figurilla allí, cubierta de velos, rodeada por un espejo ovalado, un peine de concha y nueve velas rosas. Maîtresse Erzulie, la diosa del amor. Al pie de la estatua había una manzana, dividida en porciones unidas con clavos. La piel estaba empezando a arrugarse a la altura de los cortes. Me acordé de Cassidy la pasada noche, sufriendo en silencio. ¿Qué estaría pidiendo Dana tan temprano? ¿Qué había bajo el poder de Erzulie que Dana no poseyera aún?

Dana estaba en un rincón, llenando la tetera con una jarra de gres. Su cabello caía entre su rostro y mis ojos. Desde detrás de él dijo:

-Ese cuerpo, ¿es…? ¿Has matado a alguien?

Lo dijo con un tono de voz más débil de lo normal. Al ver que no respondía inmediatamente, apartó la cortina de cabello y me lanzó una mirada. Pude leer su expresión como un libro abierto: si había matado a alguien, bueno, la vida es dura y ella podía hacer lo que fuera necesario para sobrevivir, ¿no? De repente me percaté de que no sabía su edad. Una mezcolanza de sentimientos confusos me abrumó desde dentro: entendimiento, lástima, ternura. Mis pensamientos se apartaron de ellos de un salto.

-No -repliqué.

-Oh. -Tuvo que hacer un esfuerzo para no sentirse aliviada. Desapareció detrás de mí. Oí que se abría un armarito. Entonces sus dedos se posaron delicadamente sobre mi hombro-. ¿Qué tipo de té quieres?

Sacudí la cabeza, como si estuviera tratando de quitarme algo de allí (cosa que no conseguí).

-Hay un muerto en mi apartamento. No sé nada de él, salvo que lo perseguía gente que no quiero que me persiga a mí. Por lo que sé, ya hay gente que me persigue. No quiero las deudas de ese tipo, no quiero cargar con las culpas y no quiero té. Lo que quiero es a alguien que pueda hacerlo desaparecer.

Dana se encogió de hombros.

-Tíralo en la calle.

-No. He dicho «desaparecer». Ya me han visto con él. No quiero que la seguridad de la ciudad se me eche encima. Y la gente que lo perseguía nos ha visto juntos. Si aparece muerto, vendrán a por mí. ¿Conoces el ritual para separarse de alguien, ese en el que trazas una línea con un cuchillo en el umbral cuando sale? Yo necesito una versión que funcione en la vida real. Dime si conoces a alguien que pueda ayudarme.

-Calma, cariño. Llamaré a alguien mientras se hace el té. -Me lanzó una mirada dulce e indulgente-. ¿Ves? No está tan mal tener amigos. Nadie puede estar solo siempre. Bueno, y… ¿quién es… era el tío?

-No lo sé -dije, y traté de decidir si era una mentira-. Solo era… Ya sabes, a veces te tropiezas con gente.

-Y te los llevas a casa -añadió ella, sarcástica. Me pregunté si desaprobaba mi imprudencia o sencillamente sentía celos de una situación íntima que estaba creando su imaginación.

-Bueno, en este caso supongo que el peor parado ha sido él.

-¿Qué té quieres?

-¿Podrías…? Earl Grey -dije, porque no había visto té Earl Grey desde… Alguien, una vez, me había dado un poco, pero no recordaba quién, ni cuándo. Hacía mucho.

Se echó a reír y le quitó la tapa a una de las numerosas latas que había sobre la encimera. El aroma, muy marcado y fresco, se sumó al del incienso y desenterró un recuerdo en mi memoria. Al borde de un pueblo de lo que antes se llamaba Ohio, en la cocina de una granja, llena de platos sucios, un hombre de gafas gruesas, ojos penetrantes y voz rápida y que contaba historias como si lo hubieran llenado a presión y mi llegada las hubiera desencadenado: me había servido una taza de aquel té. El oscuro líquido se había arremolinado en la taza y yo le había preguntado:

-¿Por qué huele así?

Dana echó unas pocas hojas en una tetera de porcelana y puso el calentador al fuego.

-Ahora mismo vuelvo -dijo y desapareció tras la puerta.

-¡Espera! -grité-. Espera… No tendrás una línea privada, ¿verdad?

Su rostro se asomó tras la puerta y sonrió.

-Seré muy discreta, cariño.

Sin Dana, la habitación parecía mucho más grande. Sin embargo, todo cuanto contenía parecía desenfocado. Me quedé mirando las rosas que tenía delante. Al otro lado del pasillo se oían los altibajos de la voz de Dana. Buscando un servicio de retirada de cadáveres para mí. Probablemente hubiera podido hacerlo sin su ayuda si no hubiera sentido tanta inquietud. Pero no: el teléfono, aquel apartamento, incontestablemente propio de ella, lleno de lujos, la marca de los cigarrillos, el té. Indudablemente, Dana tenía contactos, unos contactos que yo nunca hubiera sospechado. Yo conocía gente, antiguos clientes, tipos del Underbridge, pero no podía llamarlos contactos.

Regresó.

-¿Dónde está tu casa, cariño?

-¿Por qué?

-Se reunirán con nosotros allí.

Se lo dije porque no se me ocurrió cómo evitarlo. Volvió al pasillo.

Cuando volvió, el agua había empezado a hervir. Hizo todos los preparativos apropiados con el calentador y la tetera y trajo toda la parafernalia a la mesa.

-¿No tendríamos que ir? -pregunté. Si iban a invadir mi privacidad, prefería llegar primero para preparar el terreno.

-Toma un poco de té. -Sirvió el líquido con un colador en dos tazas de delicada porcelana a juego con la tetera. Por alguna razón, me acordé de Sherrea, sin comida en casa. Me tomé el té con leche.

Estaba empezando a acusar la falta de sueño. Eso explicaría mi incapacidad para concentrarme, el distanciamiento con el que parecía verlo todo. Dana me observaba desde el borde de su taza, con su expresión más sugerente en el rostro. La imagen le sentaba bien.

-¿Por qué tratas tan mal a Cassidy? -le pregunté inesperadamente.

-¿De veras lo trato mal? -Tomó un poco de té-. No lo creo. Es uno de mis mejores amigos, cariño.

-Él no te ve así.

El hombro izquierdo levantado, las cejas enarcadas, los labios fruncidos: era una expresión de arrepentimiento tan elegante que fui incapaz de determinar si era genuina.

-No puedo hacer nada al respecto.

-Podrías dejar de alentarlo.

-Lo trato del mismo modo que a ti.

-Ah, pero yo no soy tu tipo.

-Ni Cassidy tampoco.

-Deberías decírselo.

Se echó a reír.

-Oh, Gorrión, cariño, ¿cuando has empezado a trabajar en el negocio del corazón? Creía que no te gustaba el romance. -Puso todo el énfasis en la primera sílaba y sonrió.

Tenía razón. No estaba en mi casa, no tenía derecho a hablarle así y no era asunto mío. Empecé a dar vueltas a la taza de té entre las manos. Llevaba meses sin probar la cafeína. Casi pude sentir cómo se estrechaban mis capilares sanguíneos.

-Cassidy -continuó- está pasándolo muy bien. Alargará un poco más su trágico romance y luego se cansará de él y lo dejará. Mientras tanto, vive un poco de excitación y no sufre ningún daño. ¿Quieres algo de comer para acompañar eso?

Sacudí la cabeza. Con delicadeza, Dana me obligó a dejar la taza en el plato y volvió a llenarla. Era hora de marcharse. Señalé la mesa de mimbre y la figurilla cubierta.

-No sabía que hicieras vudú.

Volvió a levantar una ceja.

-Cariño, todos hacemos vudú, ¿no? O cualquier cosa que nos funcione.

-¿Qué te hace pensar que funciona?

-Que lo hace, supongo. O sea, uno enciende el fuego bajo la tetera y el agua hierve, ¿no?

-¿Ah, sí? ¿Y qué estás pidiendo ahora?

Sonrió.

-Eso no es asunto tuyo.

Esta vez no volvió a llenarme la taza.

Había un coche junto a la entrada del edificio cuando llegamos: tan largo como el curso de la historia, tan negro como los pensamientos de un asesino, y asquerosamente familiar para mí.

-Espera -dije, y traté de sujetar el brazo de Dana. Fallé.

-Están aquí. Ese es el coche.

La vi cruzar la calle hasta la entrada y, tras unos segundos de pausa, fui tras ella. Alguien que había buscado a Mick Skinner estaba a punto de encontrarlo. O puede que Mick Skinner hubiera logrado escapar de alguien a quien no tenía ganas de ver. Todo depende del punto de vista. El mío, decidí con una sensación de pesadumbre, estaba demasiado próximo a la acción. Pero ya no podía hacer gran cosa.

Dos figuras dominaban la grandeza ruinosa del vestíbulo. Uno era un hombre del color de la teca, de más de dos metros de altura, musculoso como una estatua y con el cráneo afeitado y reluciente. Llevaba pantalones ajustados y una camisa sin mangas de doble pechera con botones de plata: tanto la camisa como los pantalones eran de color negro y recordaban a un uniforme sin llegar a serlo. Tenía un pendiente con una perla en el lóbulo izquierdo. Sus brazos colgaban a ambos lados de su cuerpo, con las manos abiertas. Parecía estar pensando en asuntos que se encontraban a varios kilómetros de allí. En el suelo, a sus pies, había un maletín de cuero con asa, como los que los viajantes usaban antes para llevar sus catálogos.

La mujer que había a su lado parecía menuda solo por contraste. Debía de ser la propietaria del coche: parecía pertenecer a algo tan grande, tan negro y tan silencioso como el vehículo. También era de color. Nunca había visto una piel tan oscura. Llevaba un vestido largo que le llegaba casi hasta los tobillos, de gasa, azul oscuro y mate y con una raya a juego. Su pelo estaba oculto debajo de un pañuelo negro que le cubría la cabeza. Unas gafas de sol de montura negra dividían en dos su alargado y anguloso rostro. Hasta su barra de labios era negra y mate. No me atreví a mirarle las uñas.

-Chérie -le dijo a Dana con una desenvoltura regia que casi llegaba a ser calidez. Tenía una voz baja y ronca. Frente a tanta oscuridad, Dana, con su vestido azul jacinto, parecía una fotografía borrosa.

-Bonjour, Maîtresse -dijo Dana con una inesperada voz de colegiala. La miré y vi que en su cara había aparecido una expresión a juego con la voz-. Os presento a Gorrión… el problema es suyo.

Estaba a punto de hacer algún comentario sarcástico -más que nada para refrenar el impulso de empezar a moverme de un lado a otro o de juguetear con algún mechón de pelo rebelde- cuando me di cuenta de que la mujer se había quedado muy quieta. No se veía qué era lo que había captado su atención por culpa de las gafas de sol.

-Gorrión. Bonjour. ¿Qué edad tienes?

Mi corazón dio un buen salto y pareció detenerse un momento.

-La suficiente para la mayoría de las cosas.

-¿De dónde has venido?

-No creo que eso sea relevante.

-¡Gorrión! -dijo Dana.

Pero la negra se encogió de hombros.

-Guárdate tus secretos si eso te hace sentir mejor. No importa. Llévame con el muerto.

-¿También debo llamarte señora?

-Cuando necesite que me llames algo, ya te diré el qué -dijo con tono afable.

Joder. Como no quedaban más tonterías que decir, los llevé al apartamento.

Como la otra vez, una vez en el ascensor me situé de forma que nadie pudiera ver lo que hacía con los cables sueltos. Sabía que no era más que una táctica dilatoria. Con el tiempo y la motivación necesarios, cualquiera de ellos podía duplicar el proceso. Detestaba saberlo. Otras tres personas que sabían que el montacargas no estaba estropeado. Parecía que Mick Skinner estaba causándome toda clase de problemas a título póstumo.

La puerta del apartamento seguía cerrada. Cuando abrí la puerta, estaba tan silencioso como una… en fin, muy silencioso. Dana entró tras de mí, seguida por La Maîtresse y el hombretón. Este cerró la puerta tras de sí, cosa que no me hizo demasiada gracia.

En cuanto abrí la puerta del dormitorio, supe que algo había cambiado. Los restos mortales de Mick Skinner seguían donde los había dejado. Pero el cuerpo parecía alterado. Puede que en su color o en la textura de la piel. Entré y cogí cautelosamente la misma muñeca que había levantado antes. Esta vez, el rigor mortis sí había empezado a manifestarse.

-Está diferente.

Dana estaba en el umbral de la puerta, mirándolo todo con los ojos muy abiertos. La mujer la apartó delicadamente y se acercó a la cama.

-¿En qué sentido?

-Bueno…, está más muerto -dije.

Me quedé mirando mi reflejo en sus gafas de sol el tiempo suficiente para comprender que mis palabras no la habían impresionado.

-Necesito más espacio -me dijo al fin-. ¿Puedes dármelo?

-Oh. Sí, al final del pasillo.

-Señor Lyle. Tráigalo, por favor.

Al escuchar esto, el hombretón se aproximó y levantó el cuerpo del colchón sin aparente esfuerzo. Mientras conducía a la procesión hasta la siguiente habitación me preguntaba para qué necesitaría el espacio. Para llevar a cabo una disección, quizás. Tendría que decirle que no tenía triturador de basuras. El señor Lyle dejó cuidadosamente su carga en el suelo y volvió a salir al pasillo. Cuando volvió, llevaba el maletín de cuero. Lanzó a la mujer una mirada interrogativa.

-Sí -dijo ella.

El hombre empezó a sacar velas del maletín. Montones de velas de color negro. Tenían algo pegajoso en la base y permanecieron de pie cuando las dejó en el suelo: una sobre la cabeza de Mick Skinner, otra en cada uno de sus hombros, en cada una de sus muñecas, junto a las rodillas y junto a la suela de cada uno de sus pies desnudos. Volvió a meter las manos en el maletín y sacó una caja de latón. Estiré el cuello cuando le quitó la tapa. Contenía algo que parecía harina. Al ver que empezaba a espolvorearlo en el suelo para dibujar líneas, me di cuenta de que, por supuesto, era harina, y estaba utilizándola para hacer los vévés *.

Me volví hacia Dana, quien se había sentado en cuclillas en el suelo, con la falda extendida a su alrededor.

-He debido de darte la impresión equivocada -le espeté-. Te dije que quería la versión en la vida real.

-No los molestes cuando están trabajando, cariño.

-¿Les molesto si hablo contigo? Quiero que se libren de él, no que lo traigan de regreso de entre los muertos.

-Nos libraremos de él -dijo la negra desde detrás de mí-. Cuando hayamos terminado.

-Hubiera jurado que ya no se podía hacer nada con él. Está muerto. -Las vévés estaban apareciendo muy deprisa para ser unas marcas hechas con harina. Ya había un complicado triángulo en la cabeza del cadáver y otro estaba cobrando forma a sus pies.

-En un mundo perfecto -dijo la mujer con fiereza-, los muertos están en paz. ¿Crees que vivimos en un mundo perfecto?

Ni siquiera sentí la tentación de responder a esto.

Cuando terminó los vévés, el señor Lyle se apartó y la mujer empezó a sacar más cosas del maletín. Una botella de líquido trasparente, sin etiqueta. Un vasito. Un pequeño frasco de cristal de color oscuro. Un cuadrado de seda roja con los lados bordados. Extendió la seda sobre el pecho de Mick Skinner, con las puntas orientadas hacia su cabeza y sus pies. A continuación vertió un poco de líquido en el vasito -el olor de un licor de alta graduación llegó hasta mi nariz- y lo dejó en el centro del cuadrado de seda. Hecho esto, empezó a encender velas.

Estaba hablando, al igual que el señor Lyle. Lo hacían al unísono, descubrí al cabo de un momento, porque sus voces eran tan diferentes que resultaba difícil escucharlas al mismo tiempo. La de ella era baja y suave; a juzgar por su sonido silbante y quebrado, como un resollar, puede que hubiera sufrido alguna lesión en la garganta. No comprendí las palabras pero la retahíla de palabras poseía un ritmo danzarín. Me costó no seguirlo con el cuerpo. Dana no se molestó en resistirse. Sus ojos seguían a la mujer de negro y sus hombros se movían libremente al ritmo de las palabras.

Estaba tardando mucho en encender nueve velas. La habitación estaba ya más caldeada y los puntos de luz flotaban en halos frente a mis ojos doloridos. Para cuando estuvieron las nueve encendidas, flotando en sus doradas auras, las palabras se habían convertido en una canción y alguien estaba haciendo percusión en el suelo. La mujer cogió el frasco oscuro, le quitó el tapón y lo sostuvo sobre la boca cerrada del muerto.

-Elegguá -dijo, como si estuviera hablándole a alguien que se encontrara en la habitación-. Encuentra a este hombre para mí y averigua si tiene algo que decir. Exú Lança, alguien te engañó cuando estabas siguiéndole el rastro. Deja que pase para hablar conmigo y yo me encargaré de castigar al bromista en tu nombre. Papa Ghede, es tu hija quien te lo pide, y es justo que me lo concedas.

Me entraron ganas de frotarme los ojos. Me dolían de pura fatiga, de mirar la luz de las velas, de no parpadear lo suficiente. Pero no quería moverme. Era importante que no lo hiciera. Alguien podía fijarse en mí. Me hubiera gustado saber lo que estaba haciendo Dana, pero para eso habría tenido que mover la cabeza. Las luces, el canto y el ritmo estaban estrechando el mundo de forma alarmante. La mujer dejó caer una gota del frasco sobre los labios del cadáver.

Silencio. Un silencio como si el aire se hubiera convertido en mercurio, pesado, denso y venenoso. Las llamas de las velas se irguieron, inmóviles. Yo estaba mirando los labios de Mick Skinner tan fijamente que creo que si hubiese abierto la boca se me habría tragado. Junto con la habitación entera. En el espacio situado tras sus dientes había un vacío tan profundo que hubiese hecho falta toda ella para igualar la presión. Me pareció sentir que una gota de sudor resbalaba por mi frente, reptaba junto a mi oído y llegaba hasta mi mandíbula.

El líquido del vaso empezó a arder y el cristal se hizo añicos.

Me encontraba a medio camino del fregadero antes de darme cuenta de que me había movido. La tetera estaba llena, así que la cogí. Nada de lo que hiciéramos en aquella habitación podía causar daño a lo que contenía el cuarto secreto, salvo el fuego. Salvo el fuego. Volví junto al cadáver.

Pero cuando traté de echarle el agua encima, no pude hacerlo. Bajé la mirada y vi que había dos enormes manos morenas aferrándome las muñecas.

-Solo conseguirá que se extienda -dijo la voz silbante del señor Lyle encima de mí-. Mire.

El cadáver estaba ardiendo. Un humo negro y oleoso brotaba de la carne y ascendía hasta el techo. Pero donde hubieran debido extenderse las llamas al salpicar el alcohol, no había nada. Las nueve velas negras estaban intactas, como todo cuanto las rodeaba. Ni siquiera se olía el humo.

La mujer estaba de rodillas, encorvada hasta el suelo, y Dana se encontraba sobre ella, con las manos extendidas a poca distancia de sus hombros. En ese momento, la cabeza envuelta en tela negra se levantó. La mujer me miró directamente a los ojos y dijo:

-No estaba aquí.

Se le habían caído las gafas. Bajo el borde del pañuelo, al final de una frente empapada de sudor, estaban sus cejas, dos arcos de metal plateado incrustados en su carne. Con la tetera todavía en las manos, la miré fijamente.

-No estaba aquí. ¿Adónde ha ido? -Se levantó y avanzó hacia mí con los ojos muy abiertos bajo aquellas cejas brillantes e inmóviles.

Me refugié detrás del humeante cadáver.

-¿Quién? -grazné.

-El que estaba aquí. Le chevalier -replicó. Con un movimiento brusco, su mano señaló el cadáver del suelo.

-Está muerto. -Hasta a mí me pareció que mi voz estaba teñida de histerismo-. ¿Qué esperaba?

A la izquierda, al otro lado del pilar de humo, vi que el señor Lyle se movía cuidadosamente en mi dirección. Dana se encontraba a mi derecha, mirándonos a la mujer vestida de azul oscuro y a mí.

-Eres una mierda, una mierda -me dijo la mujer-. ¿Dónde está ahora? Dímelo o te lo sacaré exprimiéndote, como el agua de una bayeta.

No le di una patada a Dana, no exactamente. Más bien la empujé con el pie. Chocó contra la negra. Le arrojé la tetera al señor Lyle y me abalancé hacia la puerta principal.

Tuve la impresión de que tardaba cinco minutos en girar el pestillo y abrir la puerta, y media hora en recorrer el pasillo, con la compañía del sonido de unas pisadas. Activar el montacargas me llevó una semana y, una vez hecho, me volví y vi que unas puertas se cerraban sobre una enorme mano morena a la que seguía un rostro furioso. Dos dedos lograron colarse entre el sello de goma, así que los mordí. Desaparecieron y el ascensor se puso en marcha.

La pared opuesta del montacargas estaba más lejos de lo habitual. Igual que el techo. Y el suelo. Me froté los ojos. Las luces estaban apagándose. De repente supe lo que estaba ocurriendo. Esta vez, por primera vez, recibí una advertencia. Y no sirvió de nada.

Caí.


  1. <a l:href="#_ftnref15">*</a>(N. del T.: en castellano en el original)

  2. <a l:href="#_ftnref16">*</a>(N. del T.: en el vudú, dibujos de carácter simbólico y propiedades mágicas)