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Corona
Los amantes
Waite: pruebas superadas.
Crowley: diferentes deidades duales. Su arma es el Trípode. Sus drogas son el ergot y los abortivos. Tiene el poder de estar en dos lugares al mismo tiempo, y también el de la profecía. Análisis, seguido de síntesis. Mente abierta a la inspiración, la intuición, la inteligencia y la percepción sobrenatural.
5.0: un centenar de historias sin interés
-¿Myra? -dijo Dusty con un escalofrío.
Myra nos miró a los dos con la misma sonrisa.
-Cariño, me encantan los cuadros. Les Enfants du Paradis mezclado con The Untouchables. Peppermint, coge ese juguetito por el cañón y tíralo al río con todas tus fuerzas. Ahora mismo. -Dusty hizo lo que le ordenaba y, al cabo de un segundo, se oyó un chapoteo-. Buen chico. Al suelo.
-¿Qué coño pasa aquí? -La voz de Dusty era como una película de hielo sobre aguas profundas.
-Alá ha hecho cambiar los vientos y el mundo está cabeza abajo. Ahora, haz lo que te he dicho.
-No voy a tirarme al suelo.
-Sí, sí que vas a hacerlo. Pero tienes la opción de hacerlo vivo o muerto. A mí me da igual.
Dusty se puso lentamente de rodillas sobre el barro y finalmente se tumbó cabeza abajo. Myra se metió en la pequeña furgoneta, la arrancó, hizo algo que no pude ver y luego salió. La furgoneta se puso en movimiento hacia la oscuridad, hacia el río. Al cabo de unos momentos, se oyó un crujido.
-Lástima -dijo Myra-. Esperaba que se hundiera. Y ahora, vosotros dos -continuó, volviéndose hacia Theo y Sher.
Theo se había recobrado lo bastante para taparse la herida del brazo con una mano pero parecía a punto de desplomarse. Sher lo sujetaba y observaba a Myra con los ojos entornados.
-¿Quién eres? -le preguntó.
Myra enarcó las cejas.
-Niña, me das miedo. La gente joven y brillante siempre me da miedo. Coge a tu camarada, regresad por donde habéis venido, cerrad la puerta y no volváis a salir. ¿Harás eso por mí?
-¿Qué vas a hacer con Gorrión?
-Voy a llevarlo a casa, te doy mi palabra, joder. Adentro.
-¿Qué casa?
Yo era, a fin de cuentas, una acreditada ave de paso, pero no había pensado que Sherrea lo supiese. Myra dijo:
-Si quisiera que lo supieras, te invitaría a acompañarnos.
Debajo de su cabellera, los ojos de Sher despedían destellos de furia, como si fuera un duendecillo con un problema de actitud.
-Preferiría que no os mataran -dije con la voz cascada.
-No les perteneces -respondió Sherrea con tono de furia-. Nunca les has pertenecido. Y ahora tampoco. -Dicho esto, se volvió y se llevó a Theo al interior.
Myra se me acercó y me ayudó a incorporarme sujetándome por un brazo.
-Tus decisiones en términos estéticos nunca dejan de asombrarme -dijo, mientras me quitaba el barro de la ropa-. Peppermint, quédate ahí hasta que vuelva a buscarte. Si me entero de que has movido un dedo, confundirán tu cadáver con una sábana.
El tío seguía llevando las gafas de espejo. Su negrura proporcionaba a su cara una malicia adicional. Dijo:
-Cuando te mate, voy a hacer que te acuerdes de esta noche.
Ella lo miró, apuntándole a la mandíbula con el rifle.
-Probablemente -dijo con la voz lastrada por algún asunto personal-. Tengo una memoria la hostia de buena. -Me cogió del codo y me empujó hacia el aparcamiento.
Había perdido el polvo, pero a pesar de ello, era evidente que el vehículo aparcado sobre el pavimento era el triciclo de hacía dos días. Nos detuvimos junto a él y Myra sacó una pequeña llave cromada de su abrigo. Me la metió en el bolsillo de los vaqueros.
-Las muñecas -me explicó-. Te las quitaría yo misma, pero así eres mucho más manejable. Entra.
El revestimiento exterior se había abierto y yo me quedé allí, inmóvil, mientras la luz del amanecer, de un color desvaído, me caía sobre la cabeza. En el asiento del conductor se encontraba la morena, la del nombre vulgar. Estaba retrepada en el asiento, con los ojos medio cerrados, la boca abierta y las manos inmóviles sobre los muslos. Inerte. Inconsciente.
-Oh. Oh, joder -susurré. Miré de soslayo a Myra y, un segundo después, a la morena.
Myra suspiró.
-Da igual. Lo haré yo. -Sin que pudiera hacer nada por evitarlo, me cogió de la camisa y del elástico de los vaqueros y me obligó a sentarme junto a aquel cuerpo inhabitado. A continuación, giró las manos de la conductora. En la izquierda, entre sus dedos, había una trenza de cuero con cuentas negras: mi cinta del pelo. Myra le dejó el rifle sobre las manos. Debí de hacer algún ruido, porque en aquel momento volvió su mirada grisácea hacia mí.
-Lo siento -dijo-. Cuando reservaste el asiento, debiste de especificar «no tiradores».
Se apartó unos cuatro o cinco metros del triciclo. Entonces se volvió. Su rostro estaba en blanco.
Las manos que hasta entonces habían estado inertes se cerraron sobre el rifle y lo levantaron para apuntar a Myra. Sobre el arma, el rostro de la morena volvía a estar vivo, con la misma expresión de satisfacción que había dominado las facciones de Myra hasta hacía un momento. En cambio, esta parecía una persona que se ha ido a dormir en el sótano y despierta en el tejado, cosa que, supongo, no estaba muy lejos de la verdad.
-Myra Kincaid, has conseguido que lamente que no exista el desinfectante mental -dijo la morena-. ¿Estás confusa? Claro que sí. La versión abreviada es que no estoy de tu lado. Te dispararé si das un paso más y me voy a llevar a tu presa. Si quieres la versión extendida, pregunta a tu hermano. Está ahí detrás.
Vi que Myra aspiraba hondo. Entonces, como si eso hubiera roto un hechizo, su rostro se arrugó y exclamó:
-¿Quién coño eres?
-Soy aquello de lo que tú no eres más que una pálida sombra – dijo la morena mientras arrancaba el triciclo-. Vuelve a verme cuando te hayan crecido los colmillos permanentes.
Myra dio otro paso y yome preparé para la detonación. Pero lo que ocurrió fue que la capota se cerró y la inercia me empujó contra la ventana al arrancar el vehículo con un giro de 180 grados.
La conductora dijo en voz alta:
-Si tengo suerte, su hermano la matará creyendo que sigue siendo yo, y luego hará las preguntas. Pero Dios sabe que eso de la suerte no es lo mío.
-Ya sé lo que eres. -Las palabras escaparon de mi boca en cuanto separé los labios. Puede que llevaran allá demasiado tiempo.
-¿Ah sí? -dijo, discretamente intrigada-. Qué bien. Por un momento he temido que me decepcionaras.
Antes había gente que usurpaba las prerrogativas de los loa, que penetraba a la fuerza en las mentes de la gente y la poseía. Eran una fantasía de novelas baratas y películas de serie B hecha realidad. El ejército había tratado de controlarlos… ¿pero quién puede controlar a un dios? Al final, traicionaron a los suyos, traicionaron al mundo entero. Pulsaron el botón. Hace cosa de medio siglo.
-Eres un Jinete.
Con un estremecimiento del vehículo, las tres ruedas pasaron sobre un tramo lleno de baches y agujeros, una calle típica de aquel mundo tosco y vacío. El mundo que ella había creado.
Se detuvo en el puente de las Profundidades, se volvió y esbozó una sonrisa que me puso la carne de gallina.
-¿Y no se supone que estamos todos muertos?
Asentí. En algún rincón de mi cabeza al que no podía acceder, sentí que los hechos empezaban a encajar.
-Bien. Si no, habría sido muy confuso. Y ahora, ¿quieres que te devuelva el favor?
-No te he… ¿Qué?
-Bueno, verás: yo también sélo que eres tú.
Nos quedamos mirando durante unos diez segundos, que es bastante tiempo. Durante el resto del viaje a la Feria Nocturna, traté de no moverme. Con La Maîtresse yel señor Lyle no había funcionado. Pero esta vez no solo quería que no se fijara en mí. Esta vez pretendía desparecer del todo.
Las puertas de la Feria Nocturna estaban abiertas, las luces encendidas y el espectáculo continuaba, como siempre. Se detuvo en la primera entrada y me dijo:
-Indícame.
Me la quedé mirando. Todas las respuestas posibles pasaron como líneas de códigos sobre mi mente, llenando la pantalla: sobrescribir, sobrescribir.
Se echó a reír.
-Como ya he dicho una vez esta noche, a mí me da igual. Pero, como vamos a llegar allí, me ayudes o no, pensé que sería mejor que preguntara.
Me entraron ganas de preguntarle cuál de los arcanos mayores era ella. Había una lámpara de gas en la puerta. Proyectaba una luz sesgada sobre la mitad de su rostro y sobre su nariz pero no llegaba a iluminar la cavidad ocular. Tenía una pequeña cicatriz, apenas una rugosidad de la piel, cercade la comisura de sus labios. Puede que fuera una herida de la infancia, olvidada tiempo atrás. Oh, pequeños y risueños dioses, por supuesto que olvidada: su cuerpo no podía tener más de treinta años. Era una herida de la infancia de otra persona.
-Sigue -dije con una voz fea que arrastraba las palabras-. Hay una puerta que nos pilla más cerca.
Me quitó las esposas en cuanto llegamos. Me dolían las muñecas pero no me las froté. Ella seguía teniendo el rifle automático sobre el regazo. No sé para qué podía quererlo si no lo necesitaba conmigo.
No hay palabras para expresar lo que sentí mientras la conducía hacia el edificio, entraba en el ascensor y permanecía lo más lejos posible de ella en el interior de aquella jaula diminuta que ascendíasilenciosamente hacia el último piso. Quizá baste con decir que al manipular los cables de la caja de empalmes no traté de impedir que viera lo que estaba haciendo.
¿Cómo sería lo que había experimentado Myra Kincaid? ¿Habría sabido que le robaban el cuerpo? ¿Habría luchado? ¿O no habría sabido nada y de repente se habría encontrado despierta, cara a cara con la desagradable sonrisa de los loa? Pon en marcha el ascensor, Gorrión, o se te montará encima, te clavará las espuelas y te arrancará hasta el último detalle que conoces sobre eso y sobre cualquier otra cosa. Que tenga que luchar para sacártelo, pensé. Pero, casi sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, me vi con la caja de empalmes en las manos y el montacargas empezó a ascender. Puede que una reputación adecuada sea la mejor herramienta coercitiva.
Abrí la puerta del montacargas, la de mi apartamento… No, esta ya estaba abierta porque había escapado de allí con la llave en el bolsillo y un hombretón pisándome los talones. El recuerdo no me hizo sentir nada. Al vestíbulo, pues, y luego al salón.
Pero no debía de haber perdido toda sensibilidad, porque al llegar al final del pasillo y ver que la puerta de la tercera habitación estaba abierta y de ella escapaban luz y música, sentí un escalofrío por todo el cuerpo y un grito que me dejó bloqueada la garganta.
Creo que cogí a la morena por sorpresa. Había cruzado la puerta del salón y la de la habitación secreta antes de que nadie pudiera detenerme. Había un hombre sentado en mi cómoda silla, de espaldas a mí. La canción era Yankee Go Home, de Richard Thompson. No sé por qué, la recordaba con absurdos y precisos detalles. Estaba en un CD, y la carátula estaba dedicada, con tinta azul y una letra puntiaguda y característica. Entonces el hombre giró la silla y me sonrió.
-Me encanta esta canción -dijo-. Me trae un montón de recuerdos.
Nunca lo había visto antes. Debía de rondar la treintena y tenía una piel morena, suave y lustrosa y un cabello castaño y largo, trenzado y cubierto de hebras de color esmeralda y diminutos colgantes con forma de pez. Boca grande y unas cejas tupidas y gruesas sobre unos ojos grandes y negros. Un cuerpo compacto y esbelto bajo una camisa amarilla de algodón y unos pantalones sueltos de color gris. Pero llevaba la chaqueta de Mick Skinner y tenía su misma sonrisa burlona, así que supe quién era. Y lo que era. Los hechos cobraron sentido de repente, porque la conductora del triciclo no era la única persona que hubiera debido estar muerta y no lo estaba y Myra Kincaid no era la única persona a la que le faltaba un buen fragmento de memoria. Mick Skinner sabía dónde estaban todas las piezas que me faltaban.
Por supuesto que sí. Había estado dentro de mí mientras ocurrían.
Ahora era otra persona, pero seguía siendo él, y estaba usando mi secreto mejor guardado, mis archivos, mi santuario. Era como si estuviera usando mi cuerpo.
-¿Cuántos sois, joder? -le chillé a la cara, contraída en una mueca de incomprensión.
Sus ojos pasaron sobre mí y se entrecerraron mientras su sonrisa desaparecía. La morena acababa de aparecer tras de mí, con el puto rifle levantado; Chango *, si apretaba el gatillo, todo mi equipo saltaría en pedazos. No lo hizo. Se quedó mirando al recién llegado con la misma concentración que él y los ojos igualmente entornados.
-¿Frances? -dijo al fin el hombre, como si fuera incapaz de respirar.
-Hola, Mick -dijo. El rifle no se movió un milímetro-. Me preguntaba cuándo aparecerías.
El expulsó el aire por la nariz: un simulacro de risa, supongo, aunque ya no estaba sonriendo.
-Sigues siendo una mujer.
-Vuelvo a serlo, en realidad. No me digas que tú no has pasado por alguna experiencia después de salir de esa puta jungla apestosa. ¿O has mantenido tu encanto masculino desde Panamá? -Su voz había cobrado un tono extraño, sombrío y humeante y demasiado caliente para no ser peligroso.
Mick sacudió la cabeza como si quisiera espantar una nube de insectos.
-Fran… Dios, ¿no puedes bajar ese arma?
-No, creo que no. ¿Por qué no estás muerto, Mick?
-Bueno, ¿y por qué coño no lo estás tú?
-Porque yo tengo la moral de un tiburón. Basándome en mis experiencias personales, tendré que suponer lo mismo de ti.
La nueva boca de Mick se cerró con fuerza y se ladeó. Entonces dijo:
-Como todos. No había uno solo de nosotros al que le hubiera confiado mi perro una semana. Pero eso fue hace mucho tiempo.
-¿Tú crees? -La sonrisa de la mujer no era más que una mueca animal-. Cielos, Mick, ¿creías que íbamos a evolucionar?
Él tardó unos segundos en responder.
-Quizá aprender. La gente lo hace. -Pero lo dijo con voz apagada, derrotada por la actitud de la mujer.
-Me alegro por ellos. Pero nosotros no somos gente. Somos tiburones. Es nuestra naturaleza. No podemos ver aguas transparentes sin derramar un poco de sangre.
-Fran, ¿puedes…?
-¿Qué estás haciendo aquí, Mick?
-Perdonadme -dije, y me sorprendió tanto como a ellos oír mi voz-. Si no os importa, también podemos mantener esta conversación en el cuarto de al lado. Y si vas a dispararle -añadí, dirigiéndome a la mujer llamada Frances-, preferiría que no lo hicieras aquí.
Me miró fijamente un momento y luego pasó una mirada rápida por la habitación. Creo que hasta entonces no se había fijado en ella.
-Bendita sea mi alma -dijo al fin-. Pero si esto es el mausoleo de Sony.
-Si fuera solo un mausoleo, no me importaría -repliqué, aunque no me gustó nada tener que hacerlo-. Todos funcionan.
Volvió a examinar la habitación, esta vez con más atención. Luego me miró a mí. Casi se podía oír cómo pensaba, aunque no el qué.
-Tú primero -ordenó. Así que lo hice. Le indicó a Mick Skinner que me siguiera.
Salimos al salón. La tetera seguía en el suelo, en medio de un charco. La mayor parte del agua había desaparecido entre la tarima del suelo. Eso y una mancha negra en el suelo, era todo lo que quedaba de La Maîtresse yel señor Lyle. Llevé la tetera al fregadero y empecé a llenarla de agua. Un tranquilo y racional diálogo estaba teniendo lugar en el interior de mi cabeza, algo así como:
Eso que estás haciendo es ridículo.
Todo este asunto es ridículo. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Podría dispararte.
¿Por preparar un té? Supongo que sí. O podría hacerlo por no preparar un té.
En otras palabras, que como da igual lo que haga, puedo hacer lo que me dé la gana.
Creo que tengo tanto miedo que ni lo noto.
Cuando me volvía hacia mis invitados, Mick Skinner estaba junto a una de mis ventanas cegadas, mirándome, divertido y un poco alarmado. Sí que era Mick Skinner. Me sorprendió lo fácil que era darse cuenta, independientemente de su apariencia externa.
La mujer, Frances, estaba sentada en el brazo de una silla de cuero plegable, con el rifle apoyado bajo la axila y apuntando a Mick Skinner. Con un simple movimiento del dedo, nos segaría a los dos a la altura de la cintura.
Dijo:
-No he olvidado el asunto del comité, aunque tú sí lo hayas hecho. ¿Qué te trae por aquí, Mick?
-He venido a buscar mi chaqueta.
-No, no, tienes que dar las respuestas enteras. No sabes para qué es este examen. A la ciudad, idiota, en este momento y con qué propósito, joder.
Él la miró fijamente, con el rostro desconcertado y dolido, y resignado.
-¿Todavía tenemos propósito? -preguntó-. Yo ya usé el mío. Me limito a moverme, Fran.
-¿Y por qué aquí?
-Nunca había estado, así que decidí venir. Tenía la idea de ir hacia el norte y tratar de llegar a Canadá.
-Una historia muy triste y profundamente conmovedora -dijo. No me había dado cuenta de que esperaba que ella la creyera hasta que reparé en lo mucho que me decepcionaba que no lo hubiera hecho-. Vamos a explorar un pequeño elemento secundario, ¿te parece? ¿Cuál es tu relación con esta escoria? -Me señaló con la cabeza.
Inexplicablemente, Mick Skinner guardó silencio.
-Me cabalgó -le dije, y me detuve. La mera constatación del hecho, en voz alta, me provocó náuseas. Y, además, no respondía a sus preguntas ni a las mías.
-Oh, querido mío, dulce engendro, eso ya lo sé. Supe que había uno de nosotros aquí por el olor. En cuanto te puse las manos encima, allí en el puente, el tufo de un Jinete me asaltó con tanta fuerza que creí que iba a ponerme a vomitar.
»¿Lo sabías, Mick? ¿Sabías que dejamos un rastro detrás, un residuo de posesión? Creo que es por eso mismo por lo que nos reconocemos cuando estamos en el cuerpo de algún capullo. Cuando percibí el tuyo, me resultó condenadamente familiar.
-No puedo evitarlo -dijo Mick. Parecía que le estuvieran arrancando las palabras a la fuerza-. He tenido… algunos malos viajes. No sé qué pasó la primera vez. No desconecté, y…
-Por favor, no nos ahorres los detalles sangrientos -dijo Frances con voz morbosa.
-El cuerpo que ocupaba fue atropellado -dijo. Parecía, o al menos me lo pareció a mí, que detestaba tener que hacerlo-. Y de repente me encontré tres calles más allá, dentro de Gorrión, y me estaban echando a empujones de un local. -Yo sabía que había corrido el peligro de que me expulsaran a golpes. Si, por suerte o por habilidad, me lo había ahorrado, le debía algo-. Solo me quedé el tiempo imprescindible para encontrar otro anfi… otro cuerpo.
-¿Qué le pasaba a este? -preguntó Frances, señalándome.
Un músculo tembló en la mandíbula de Mick.
-Todavía estaba usándolo.
Frances enarcó las cejas.
Mick Skinner cerró los ojos y apretó los puños. Estaba… ¿avergonzado? ¿Por no haberme poseído?
-No puedo evitarlo. Siempre que tengo que elegir entre morir o montar otro caballo, salto y cojo el caballo. Siempre, joder. Pero trato de encontrar a gente que se ha rendido. Buscas a alguien que está a punto de comerse una bala, te metes en él, le sacas la pistola de la boca… Casi es con su consentimiento, ¿no? No creo que sea tan malo, joder.
-Pero me ha pasado más de una vez -dije. Fui incapaz de decir: me has montado.
-No conseguía una presa sólida. Los enfermos son complicados. Los locos más aún. Jesús, al último llegué un segundo tarde y me lo encontré muerto. No creí que fuera posible. -Me miró, avergonzado-. Y tú, en cambio, me sentabas como un guante. Me veía atraído una y otra vez. No pretendía hacerlo.
Al oír esto, Frances se echó a reír. Se levantó del brazo de la silla y se me acercó. Todavía sujetaba el rifle como si pretendiera utilizarlo.
-Cielos, sí. Como un guante hecho a tu medida. Y con todos los lujos. De talla media para no llamar la atención. Fuerte, joven, resistente a las enfermedades, las toxinas y la mala comida. Y muy obediente.
-Fran -dijo Mick con gran cuidado-. No tienes por qué tratar así a Gorrión.
-No, ya lo sé. Pero quiero hacerlo. ¿Sabías, Mick, que según mis cuentas solo quedan tres Jinetes? Creía que solo eran dos hasta que apareciste tú, cosa que demuestra que tal vez haya errado un poco en mis cálculos. -Estaba tan cerca de mí que alcanzaba a ver el brillo del sudor sobre su piel-. Tras el Big Bang, solo los auténticos tiburones sobrevivieron a las cazas de brujas. Y yo descubrí que cada año que pasaba, la presión iba aumentando, dejando solo la créme de la créme de los tiburones.
»Ahora bien, Mick, mi antiguo amigo y camarada, si solo quedamos tres y mi teoría de la selección natural es correcta, ¿no deberíamos de ser los tres mayores hijos de puta del mundo?
Mick se encogió de hombros, de manera no demasiado convincente.
-Y, además… me acuerdo de ti, Mick. No eras buena persona…
-Eramos todos unos cabrones -la interrumpió Mick.
-… pero tampoco es que poseyeras auténtico instinto asesino. La cuestión es, ¿cómo podría una persona así haber sobrevivido durante años en un mundo que quería ver muertos a todos los Jinetes? Aceptando la tutela del mayor de todos los tiburones, el Gran Asesino de una raza de asesinos, ni más ni menos. El verdugo de ciudades, el devorador de mundos, el desencadenante de catástrofes. Deja que te diga para qué estoy yo en la ciudad. He venido a pagar una vieja deuda al Príncipe de los Tiburones.
El quemador de gas siseó en el silencio que se extendió mientras Mick y yo tratábamos de desentrañar sus palabras.
-¿Quién? -dijo Mick finalmente. Su voz era un susurro incoloro y toda la sangre había abandonado su rostro para refugiarse en zonas desconocidas-. ¿Quién fue? Mi familia vivía en Galveston.
-Excesivo, Mick. Demasiado sentimiento. Añade el chucho de tu infancia y te echo del escenario.
-¿Quién lo hizo, Fran?
Muy grave, ella dijo:
-Para encontrar a Tom O’Bedlam, el Loco, he viajado quince mil kilómetros.
Mick Skinner se la quedó mirando con los ojos abiertos como sendas heridas. Sus labios formaron dos veces la primera letra antes de que surgiera el menor sonido.
-¿Worecksi? ¿Tom Worecksi apretó el botón?
-Él era la mente pensante. Él reunió al grupo y convenció a sus miembros de que serían los salvadores de la humanidad. Esos idiotas amargados han recibido lo que merecían. Ahora solo queda Tom el Loco.
Mick alargó una mano temblorosa hacia atrás, buscó a tientas la silla plegable y se sentó en ella.
-Fue Worecksi. Dios mío.
La tetera estaba temblando. Al verlo, di un paso hacia el calentador para apagarlo.
-No -dijo Frances. Me cogió un mechón de pelo y me obligó a detenerme-. Aún no hemos llegado a la parte buena.
Me quedé casi inmóvil mientras me pasaba los dedos por el pelo, le daba un leve tirón y me colocaba el rizo detrás de la oreja. No quería echarme a temblar como un perro nervioso.
-Como estaba diciendo sobre nuestro espécimen aquí presente, es todo ventajas. La aparente herencia genética, por ejemplo. La piel cobriza, el pelo negro y los ojos oscuros, la estructura ósea… -me dio unos golpecitos en el pómulo, bajo el ojo derecho-. Nada capaz de llamar la atención, de Oklahoma a Tierra del fuego. Genes indígenas del hemisferio occidental. Justo lo que uno querría para pasar inadvertido al sur de Texas.
Los ojos de Mick Skinner estaban sobre nosotros, pero no creo que estuviese viendo nada. Me pregunté si su mente estaría en algún lugar de la sumergida Galveston.
-Otra cosa buena de estos genes es que en los machos suelen estar asociados a una falta de vello.
Toda mi determinación fue en vano. Empecé a temblar con pequeños e incontrolables escalofríos. Frances examinaba mi rostro como si fuese una pintura o cualquier otra cosa incapaz de devolverle la mirada. Presionó ligeramente mí mandíbula. Estaba más pendiente de su mano que del rifle.
-Y aquí -dijo ella- llegamos a la auténtica obra de arte. Este rostro, esta agradable arquitectura capaz de atraer a los dos sexos. Los arcos góticos de las cejas y las fosas nasales y los labios, ecos mutuos. Una obra de arte, eso es, un trampantojo.
-Odia que le pongan la mano encima, Fran -dijo Mick.
-Y con un excelente equilibrio entre la carne y el hueso, además. Tan pronto parece fuerte como frágil. La nuez es una maravilla. ¿Ves? -Presionó levemente con el pulgar para obligarme a levantar la barbilla-. No tiene, pero el ángulo de la garganta sugiere lo contrario. Maravilloso. De hecho, la sugestión desempeña un importante papel en este caso.
Mick dijo:
-Basta.
-La silueta del torso, por ejemplo. -Trazó una línea con el índice, lentamente, desde mi clavícula a mi estómago. Cerré los ojos-. Estrecho, pero no en exceso. Esbelto en la cintura, pero no demasiado. Las tetas no suponían un problema. Lo normal para una mujer de poco pecho siempre que no se quite la camisa.
-Frances -dijo Mick con una voz que habría detenido un tren. Detuvo la mano de ella en el primer botón de mi camisa.
-¿Sí?
-Estoy harto de ver cómo se tortura a la gente. Dame otros treinta años para cogerle el gusto. No te ha hecho nada.
De repente, una intensidad concentrada pareció inundar a Frances, como una lente de aumento sostenida bajo el sol.
-¿Su mente? -preguntó a Mick con voz delicada-. ¿O su cuerpo? Tú y yo hemos aprendido a pensar en ellos separadamente.
-¿Crees que este tío es Tom? Joder, Fran. He estado aquí. Me habría dado cuenta…
-Dos cosas: solo tengo una palabra para esto, y no es «tío» precisamente -dijo con una voz como una brisa sobre un glaciar-. ¿Por qué le llamas eso?
Mick abrió la boca y la cerró.
-Porque si has cabalgado en este cuerpo -dijo Fran con horrible satisfacción-, ya debes saber que no es masculino.
-Ni femenino -dijo Mick casi sin voz-. Es… oh. Oh, Dios mío.
-Por Dios, Mick. Si de verdad estas sorprendido, es que eres tonto de baba. Los cuerpos sin sexo específico no son muy abundantes que digamos.
-Es un cheval * -dijo Mick con los ojos muy abiertos.
-Bravo, clase. -Me apartó el pelo de la frente y estudió mi rostro-. Un cascarón sin mente, sin alma y sin sexo, tan neutro como la muñeca de un niño -me dijo… o dijo frente a mí, porque fuera quien fuese el destinatario de sus palabras, desde luego no era yo. No creía que existiera. Oh, Legba bondadoso, iba a matarme y ni siquiera creía que estuviera allí. Retrocedí un paso y ella lo avanzó al mismo tiempo, como si me hubiera leído la mente. Probablemente fuera así-. Un cerebro nuevo y radiante sin inquilino. Una botella preparada para ser llenada por uno de nosotros, un casquillo vacío creado para convertirse en una bala. Un caballo joven para ofrecerse al desesperado Jinete, con la vana esperanza de que lo prefiera al soldado de infantería más próximo. Un animal doméstico criado para uno de nosotros. Lo que quiere decir que uno de nosotros lo está cabalgando. Si sus intenciones fueran buenas, ¿para qué esta encantadora mascarada?
Sus ojos eran extraños y salvajes y yo era incapaz de apartar la mirada de ellos.
-¿Y si él… ella… no lo sabe? -dijo Mick desesperadamente-. ¿Y si es uno de nosotros pero le han hecho algo y no lo recuerda?
Los dedos de Frances retorcieron el tejido de mi camisa y me apretaron contra la pared de la cocina.
-Corre, Tom -dijo en voz baja-. O suplica un poco, o trata de matarme. Haz lo que quieras, salvo moverte de este cuerpo. Eso no lo permitiré.
Mi visión estaba empañada por las lágrimas y me temblaban las rodillas. Quería alargar los brazos y cogerle los hombros para sujetarme, para suplicar, pero no podía levantar los brazos por miedo a que apretara el gatillo. Iba a hacerlo de todas formas. Caí de rodillasal suelo y las lágrimas de mis ojos se desbordaron. Qué horrible, vergonzoso, absurdo modo de morir.
-Por favor -supliqué entre sollozos-. No soy quien tú crees. No soy nadie.
Mick dijo con fiereza:
-Fran, si no paras, voy a golpearte. Y tendrás que sopesar las razones por las que no me has disparado contra eso.
-Puede que solo quisiera una audiencia -repuso ella. Había un desapego en su voz que contradecía la violencia de sus ojos-. ¿Necesitas que te diga cuántos cuerpos he cabalgado y abandonado o gastado? Ni me acuerdo. Pero los utilicé a todos para llegar a Tom Worecksi. Mataré a cuantos sean necesarios antes de dejar que se me escape.
-No es Worecksi -gritó Skinner-. ¿Quieres saberlo conseguridad? Móntalo… la… oh, joder. ¡Monta y lo verás!
Ella se erguía sobre mí, con una expresión salvaje en el rostro. El cañón del rifle estaba casi apoyado en mis labios. Entonces brotó un dolor candente en mi pecho y mi cabeza, una puñalada me perforó los ojos y los oídos y dejé de ver y oír. No perdí la consciencia poco a poco. Simplemente se detuvo.
Y volví en mí. Tuve el tiempo para apartar la cabeza antes de vomitar. Mi cabeza pesaba demasiado para el cuello y entre los dos pesaban demasiado para los hombros. No había sido como las otras veces, cuando me habían… cuando Mick… Solo de pensarlo me entraban náuseas.
Frances seguía frente a mí, con las piernas separadas y el rifle en las manos. Su rostro había cobrado el color de la masa de pan y tenía los brazos empapados de sudor. Sacudió la cabeza, se dio la vuelta, cruzó la sala y dejó el rifle sobre la mesa, donde apoyó las dos manos.
-No está aquí -dijo con voz apagada. Me pregunté si era su voz la que oían mis oídos. Mick estaba mirándola, y puede que tal vez estuviera preparando algo, aunque no sé el qué-. Pero tiene que ser uno de nosotros. Los chevaux estaban vacíos, sin personalidad, sin mente. Eran solo carcasas. Es un cheval, pero hay una mente en él, así que debe de ser uno de nosotros. Pero no es Tom Warecksi. Y si no lo es… -Se levantó y su mano derecha se extendió, temblorosa, por el aire vacío-, no sé quién es.
Lentamente, casi con pulcritud, se desplomó. Mick la cogió antes de que su cabeza chocara contra el suelo.
5.1: los buenos recuerdos son el paraíso de la mente
-Oh, Frances, nunca has sabido mucho sobre la gente, incluida tú. -Mick se volvió hacia mí y, a juzgar por su expresión, uno hubiera creído que vivía escenas como aquella todos los días-. Es solo cansancio -añadió.
Tardé un momento en comprender que estaba hablando de la mujer que estaba en sus brazos. Me entraron ganas de decir algo desagradable, pero no pude movilizar más que una mirada dura.
-Siempre era así. Como un puto misil guiado: una vez que se lanzaba contra algo, no era capaz de frenar o cambiar de dirección. La llamábamos Línea Roja. Apuesto algo a que no ha dejado que este cuerpo duerma desde hace dos o tres días.
Se la cargó sobre el hombro y se levantó con un gruñido.
-La pondré en la cama.
-No.
Se detuvo, me miró y parpadeó.
-Estaba a punto de dispararme a la cara. Déjala donde ha caído. Si se parte el cuello, no seré yo quien la llore. -Entonces recordé que el cuello que se partiría sería de otra persona. Pero Frances lo sentiría… Papa Legba, no me extraña que se hubieran vuelto locos.
Mick frunció el ceño pero dejó a Frances en el suelo con suavidad. La melena negra se le había venido a la cara cuando él la había sujetado. Tenía pelo entre las pestañas y en la boca. Mick se lo quitó de la cara con manos delicadas y cuidadosas, como si tuviera miedo de dejarle marcas en la piel.
-No es… Suena estúpido, pero no es tan mala. Para ser una de nosotros. Estaba loca pero no era cruel.
Yo seguía notando el sabor de la bilis en la boca y temblaba sin control.
-¿Y tú qué eras? -pregunté-. ¿Loco o cruel?
Se sentó en cuclillas y sacudió la cabeza.
-Estábamos todos locos. Dios, ¿cuánto tiempo crees que podrías mantenerte en tus cabales si descubrieras que podías poseer a la gente?
-Yo soy vuestro vehículo. Dímelo tú. -Me levanté lentamente. Me sentía tan débil como si hubiera perdido sangre. Apagué el fuego debajo de la tetera. No se había quemado, lo que quería decir que no habían pasado horas desde que la pusiera al fuego. Busqué alguna infusión en las estanterías y encontré camomila en un tarro de mermelada. Estupendo: a mis nervios les vendría muy bien algo calmante. Me detuve cuando estaba a punto de coger la tetera y en su lugar bajé una taza grande. Mientras la infusión se preparaba, me adecenté un poco.
-Si me marcho una hora, ¿estarás aquí cuando vuelva? – preguntó Mick Skinner, lo que me obligó a afrontar el hecho de que seguía en la habitación.
-¿Dónde vas?
-Pensaba ir a por algo de comer, antes de que las tiendas cierren, al amanecer.
Acababa de llegar a la ciudad, pero ya conocía los horarios de la Feria Nocturna.
-¿Eso me lo has robado de la cabeza?
-¿Qué…? Oh. Sí. Me hizo falta esta mañana, cuando…
Cuando me había montado.
-¿Y ahora tienes todos mis recuerdos?
-No. Cálmate. Puedo acceder a los recuerdos del caba… de la persona igual que ella. Tengo que buscarlos. A veces, lo que estoy haciendo en ese momento me trae algún recuerdo, pero no suele ser tan fácil.
Me senté lentamente en la silla plegable y cogí la taza con las dos manos. Me sentía tan frágil como si fuera una de mis viejas cintas, obligada a moverse entre los rodillos y las cabezas lectoras. Si me enredaba en una de ellas, adiós. Señalé con la cabeza a Frances, que seguía tirada en el suelo.
-¿Por eso ha sido como si me estuviera matando cuando se me ha metido dentro?
Mick se frotó la frente y continuó el gesto alisándose el pelo. Los peces de cobre tintinearon ligeramente.
-Estaba en estado de shock. Supongo que, en lugar de abrir una ventana, rompió el cristal a martillazos.
-En otras palabras, que no tenía por qué haberlo hecho. Joder, ahora me siento mucho mejor.
Los dientes delanteros de Mick se encontraron bruscamente.
-Mira. Hay un límite a las disculpas que puedo ofrecerte en nombre de Frances, pero tampoco voy a machacarla para darte gusto. Pasamos juntos por un infierno, y aunque te suene a cliché, no lo es. Éramos amigos. Si está loca, yo sé por qué. Y no hay nada de lo que ha hecho que yo no haya hecho en su momento. -Se levantó con una serie de movimientos precisos-. Voy a buscar comida. Y si no estás aquí cuando regrese, te prometo que me dará igual.
La infusión me había quitado el mal sabor de boca y había conseguido que dejara de temblar. Probablemente pudiera salir del edificio y perderme en la Feria Nocturna. Recordé de repente la cinta del pelo que Frances tenía en la mano al salir del Underbridge. Me había salvado entonces. Pero puede que ahora que sabía que no era quien ella estaba buscando no me necesitara para nada.
Oh, serpientes y escorpiones. Por supuesto que no podía marcharme. Los archivos eran el único rehén que necesitaba cualquiera para tenerme a su merced. Sin ellos, ¿qué me quedaba para hacer Negocio, salvo una lengua suelta y un montón de mentiras?
-Disculpa -dijo un penoso hilo de voz desde la figura del suelo-. ¿Me prestas dos peniques? El tío de la barca no acepta tarjetas de crédito.
El único movimiento que había hecho había sido abrir los ojos. Estaban clavados en mí, grandes, negros y nublados por debajo por aquella fatiga que, ahora que me fijaba, había estado allí toda la noche.
-No vas a morir -dije. Sería difícil sacarme algo más de amabilidad.
-Ah, eso lo explica. Aunque no sé por qué.
-Porque hay cura para el exceso de trabajo. Lo cual es una pena.
Cerro los ojos al oír esto.
-¿Sabes que estoy de acuerdo con lo que acabas de decir?
Me levanté de un movimiento brusco y fui a rellenarme la jarra de agua.
-Por si sirve de algo, que imagino que no, lo siento -añadió-. Cuando haya recobrado un poco de energía, me humillaré más aún, si quieres.
-Por mí no te molestes. -Pensé en cambiar de cuarto. Pero eso habría parecido, incluso a mí, una retirada. Y siempre existía la posibilidad, pequeña pero no inexistente, de que mi presencia la incomodara. Volví a sentarme.
-Bueno, ¿lo has pasado bien? ¿Has conseguido todo lo que buscabas?
-¿De ti? No, porque lo que quería era confirmar que eras Tom Worecksi. Ahora que sabes que has pasado por todo eso para nada, ¿te sientes mejor o peor?
-Así es como lo ves tú. Yo me siento mejor por no haber muerto.
-Ah, sí. El primer deseo de todo el mundo. Permanecer con vida.
Supongo que lo que pasaba era que los dos nos sentíamos incómodos. Sea como sea, la conversación languideció allí.
Fue ella quien rompió el silencio.
-¿Estuviste en Louisiana?
Al oír la palabra me acordé: caminando, sin orientación, sin pensamiento, bajo el frío y con los miembros tiesos, en dirección a un sonido constante que no reconocía. Me había incorporado penosamente apoyándome en un codo, con los ojos doloridos, hasta darme cuenta de que, si me los frotaba, la sensación desaparecería. Agua corriente, eso era el sonido.
Me encogí y se me cayó un poco de infusión de la taza.
-Lo siento -dijo Frances-. Seguro que ha sido culpa mía. A veces, los recuerdos son como los sedimentos. Tardan en asentarse.
-No, lo que pasa es que… no sabía que lo recordaba.
-¿Qué es?
-La primera vez que… Cuando desperté, la primera vez.
Puso cara intrigada.
-¿La primera vez de qué?
-No, la primera vez de todo. Cuando desperté.
-No puede haber sido la primera vez, ¿sabes? -dijo-. Debes de ser uno de nosotros dentro de un cheval. Has confundido tu identidad, pero acabará por aparecer.
-Tú eres la que se ha abierto camino por mi cabeza con una barra de hierro. ¿No la has encontrado?
Frunció el ceño.
-No. Lo más antiguo que he encontrado ha sido un búnker en el sur.
-¿Hasta dónde has visto? -Se encogió. Por mi tono de voz, supongo. Así que añadí con el mismo, intenso y crispante-. No es que me importe, es que no quiero aburrirte con cosas que ya sabes.
Supongo que había llegado al límite de su capacidad de disculpa, porque dijo:
-Si sigues incordiándome, lo averiguarás. Voy a levantarme y sentarme en una silla. A menos que pienses dispararme si lo hago.
Y juro que esa fue la primera vez que recordé el rifle abandonado sobre la mesa. En sus manos había sido una presencia inquietante y maléfica. Sin ellas, era un pisapapeles. En aquella habitación había ocurrido algo, algo que yo no era capaz de comprender, pero ahora, y por su causa, era muy poco probable que nos matáramos a tiros.
Se sentó en la silla plegable como una anciana, y el cuero crujió.
-¿Qué ha pasado con Mick, por cierto?
¿Lo había dicho con demasiada tranquilidad? ¿Estaba preocupada? Y si era así, ¿porqué?
-Ha ido a buscar algo de comer para reponer tus fuerzas.
Frances levantó la mirada al oír esto.
-¿De veras? -dijo sin demasiada convicción-. Si tiene la intención de jugar a santa Teresa, debería buscarse una audiencia mejor dispuesta.
-Dado que tú has demostrado que puedes cuidar de ti misma.
-Teniendo en cuenta la situación en la que te encontrabas cuando nos conocimos -dijo-, no deberías hablar demasiado.
Me encogí de hombros.
-No fue culpa mía. Tu amigo Mick me abandonó al sol.
-Y te averiaste. Lo entiendo. Háblame de Louisiana.
-Es muy húmedo.
-No, me refiero a tu despertar.
Volví a levantarme. Estaba empezando a sentir una extraña inquietud. Me acerqué a la pila, dejé allí la taza y me volví.
-¿Por qué demonios quieres saber eso?
-Puede que me permita averiguar quién eres.
-Ya sé quién soy.
Levantó las cejas.
-¿De veras?
-Vale. No lo sé en realidad. Pero, ¿te sorprende que prefiera ser el eunuco de palacio al hombre del saco de nuestros tiempos?
-Si fuésemos solo hombres del saco -dijo, imitando mi voz-, a nadie le importaría. -Al decir esto, me recordó a cuando le había dicho a Dusty: probablemente. Tengo una memoria muy buena. Y tanto. Mejor que nadie.
-¿Alguna vez has hecho algo que Mick no haya hecho? -pregunté.
-¿Te ha dicho eso él?
-Más o menos.
Se rió un poco. Entonces dijo:
-Está equivocado. -Levantó la mirada y la cruzó con la mía-. Pero no se lo digas. Acabará por descubrirlo solo.
-¿Vas a matarlo?
-El futuro es un país sin cartografiar, del que no ha regresado ninguna expedición. No creo. Él no tuvo nada que ver con el Bang. Por muy extraño que parezca, es un ser humano bastante pasable.
-¿Vas a matarme a mí? -A pesar de mi convicción en sentido contrario, me pareció una pregunta razonable.
-Ya te he dicho que lo sentía. No, no voy a matarte.
-Pero sigues queriendo atrapar a ese como-se-llame.
-Sí -dijo-. Siguiendo las mejores tradiciones de los vigilantes callejeros, me he atribuido todos los papeles: juez, jurado, fiscal y tíoque aprieta el gatillo.
-Ha pasado mucho tiempo desde el Big Bang -dije, con una pizca de intranquilidad. Había pasado unos minutos casi cómodos con ella… o agradablemente incómodos, atrapada en la realidad condensada de nuestra pugna verbal. Pero su última declaración me había recordado la mujer que había sido antes de perder el conocimiento.
-Gorrión, Tom Worecksi es responsable de más muertes que Hitler. ¿Crees que el tiempo se lleva eso? ¿Cuánto tiempo? ¿Y los remordimientos? No sé si lamenta haber asesinado millones de personas y haber convertido grandes regiones del Hemisferiooccidental en yermos inhabitables pero, dime, ¿cuánto debe sentirlo para que yo diga, «oh, tranquilo, supongo que la cosa está olvidada»?
La miré fijamente y ella me devolvió la mirada.
-¿Es eso lo que se supone que debo contestar yo cuando te disculpas?
Frunció los labios.
-Un punto para ti. Pero, créeme, Tom tiene que morir. Y debo hacerlo yo. No hay nadie más.
-Chango, podrías reunir un destacamento en cinco minutos si les dijeras para qué lo quieres.
-¿Y de dónde les digo que he sacado la información? ¿Les digo que conozco a Tom de los viejos tiempos, que trabajamos juntos, etcétera? No. Lo cierto es que no hay nadie más.
Esta vez no lo dijo como si se enorgulleciese de ello. Puede que la frase significara otra cosa. Permaneció sentada, mirándose las fuertes manos cruzadas sobre el regazo, como si entre sus dedos estuviesen pasando imágenes del terrible e inalterable pasado.
Llené el cazo de agua y lo puse al fuego. A continuación puse lo que me quedaba de camomila en mi desportillada tetera de porcelana y volví a sentarme en la silla plegable.
-Louisiana es muy húmedo -dijo-. Y cada vez lo es más. -Le conté la historia entera sin levantar la mirada. Nunca se la había contado a nadie. Me había preocupado tanto de no hacerlo que casi la había olvidado del todo. A fin de cuentas, nadieque yo conociera recordaba el momento de su nacimiento.
Había oído el sonido, me había frotado los ojos y había reconocido el siseo y el burbujeo del agua corriente antes de ver nada. Mi visión había tardado en aclararse. La habitación se había revelado con cada parpadeo, con cada roce de mis dedos. La luz era azulada e irregular. Había cajas de metal por todas partes, cajas grandes, con tapas que atrapaban la luz. Sorteé los reflejos con un parpadeo y measomé al interior de una.
Un rostro enjuto y muerto, una cabeza afeitada, un cuerpo desnudo y momificado. Había un cadáver en la caja. Había ocho cajas en la habitación, todas ellas iguales. Cuando, presa del pánico, aparté los ojos, vi mis propias piernas y mis propios pies, unidos al resto de mí, bordeados por una caja con una tapa de cristal abierta. Me eché a gritar. No sé por qué: un terror instintivo, el miedo a ser como las ocho cosas muertas que había en la sala. Cosa que era cierta, salvo por un pequeño detalle.
Salí arrastrándome de la caja, resbalé y descubrí que no podía respirar bajo el agua. Había casi un metro de líquido. Me levanté apoyándome en mi ataúd. En las paredes, sobre algunas de las cajas, parpadeaban unas luces rojas. Alarma, alerta, algo necesita atención, fallo del sistema. Todo ello pasó por micabeza como un galimatías. Más tarde entendería el propósito de las luces, pero no en aquel momento.
De repente me invadió el conocimiento, como un instinto más, de lo que era la electrocución y la conductividad del agua. Eché a andar como pude por la inundación (más tarde repararía en lo extraño que resultaba: había nacido sabiendo ya cómo andar) hasta una puerta (al verla la palabra se materializó instantáneamente en mi cabeza, puerta, así como su funcionamiento exacto) y empecé a aporrearla y empujarla. Finalmente encontré un tirador en la pared, junto a ella, y lo giré.
La puerta giró hacia dentro sobre sus goznes. Entre ella y el agua que había mantenido allí enterrada durante… ¿años…? volvieron a arrojarme al interior de la sala. Una de las momias pasó flotando a mi lado, boca arriba. Otra vino después. El agua había abierto las cajas.
Y entonces, cuando tuve que hacerlo, supe nadar. Me precipité hacia el techo de aquel cementerio submarino, cogí todo el aireque pude en el espacio cada vez más reducido de la habitación y, batiendo las piernas con todas mis fuerzas, buceé en dirección contraria a la presión, hacia la puerta.
Más tarde averiguaría que era el agua del lago Pontchartrain contra la que estaba luchando. El lugar al que emergí, bajo una luna llena y entre las neblinas blancas que se elevaban al aire fresco de una noche de mediados de verano, era el pantano de St. John. Tres semanas más tarde, un huracán lo añadiría a la cuenca de Nueva Orleans.
-¿Cuánto hace de eso? -preguntó Frances después de que un breve espacio de silencio se hubiera aposentado en la habitación.
-Quince… casi dieciséis años.
Se reclinó en la silla y sonrió.
-Mmm. Si no me equivoco, tienes ochenta años o más. Si no te equivocas tú, apenas has llegado a la Edad Dorada delEscepticismo. Sea cual sea el caso, no lo aparentas.
No sé qué esperaba de la primera persona que escuchara la historia pero lo cierto esque encontré la respuesta de Frances extrañamente reconfortante. Otra aventura insólita y peligrosa. ¿Cuántas de ellas había vivido? Fui a poner el agua caliente en la tetera.
Tenia unas pocas galletas, compradas hacía cosa de una semana en el mercadillo y guardadas ahora en una lata, en el estante. No es que estuvieran frescas, pero tampoco habían terminado de pasarse. Llevé la lata, junto con la tetera y la otra taza, a la mesa, y la dejé en la esquina más cercana a ella. Miró las dos tazas y me preguntó:
-¿Recibes visitas a menudo?
-Solo tengo otra taza para cuando no me apetece lavar la primera. Si fueras yo, ¿tendrías mucho amigos?
-A mi manera, vivo una situación parecida. Y tienes razón, no los tengo. Es una vida furtiva, pero es toda mía. -Mordió con cautela una de las galletas-. Esto está mejor. La mantequilla y elazúcar, en cantidad suficiente, pueden curar cualquier cosa. -Comió y se tomó la infusión como si fuera lo único en lo que pudiera concentrarse, y puede que así fuese. Yo ya había dicho lo que tenía que decir: estaba en condiciones de sentarme, observar y ver qué pasaba.
Finalmente dejó la taza en la mesa y se pasó las manos por la cara.
-Gracias. Dios, estoy muerta. -Cerró los ojos y me pregunté si pretendía dormir allí. Entonces dijo-: Si fuera por nosotros, creo que ninguno de los Jinetes querría estar a menos de doscientos kilómetros de los demás. Como depredadores, nos parecemos más a tigres que a lobos. Cuando nos obligan a estar juntos, empeoramos.
-¿Por eso te gusta la vida furtiva? -pregunte.
Esperaba que me ignorara o, más bien, que respondiera con una de esas frases que parecían impresionantes pero no revelaban nada. En cambio, dijo:
-Dios, no. Si fuera por eso, no me gustaría nada… yo misma incluida. -Suspiró y apoyó la cabeza en la silla. Ahora era difícil verle la cara-. Qué desperdicio de potencial humano, joder.
-¿Convertir América Central en un archipiélago no te parece logro suficiente?
-¿Tú crees que esaes una ambición digna de la humanidad? Teníamos… Eramos como dioses. -Soltó una carcajada que me pareció incómoda-. Lo éramos. Piensa en Zeus. Podía convertirse en una lluvia de oro y lo único que hacía era engañar a suesposa. Nosotros gastábamos bromas salvajes, arruinábamos vidas y sembrábamos el caos. Esa era toda nuestra contribución a la sociedad.
-¿Por qué os mantuvieron con vida?
-¿Quién?
-El ejército. O quien fuera.
-¿Por qué no destruyeron los bombarderos invisibles? Lo siento -dijo al ver que yo sacudía la cabeza-. No sabes lo que era un bombardero invisible. O no lo recuerdas. Supongo que porque les habíamos costado demasiado dinero. Aunque, para ser justos, debo decir que hicimos exactamente lo que se esperaba de nosotros, al menos mientras nos sentimos con ganas.
-¿Y qué era? -Lo sabía, en cierto modo. Pero algo me decía que la ocasión de hablar del pasado con Frances era algo realmente insólito y precioso. Era una pena dejar que parara ahora, cuando, si continuaba, puede que llegase a… algo que no sé si quería oír.
Subió los pies a la silla, se rodeó las rodillas con los brazos y apoyó la barbilla en las muñecas.
-Objetivo -dijo bruscamente. Mi experiencia con profesores se reducía a lo que había visto en las películas, pero ella me recordó a uno de ellos-: proporcionar información falsa al Presidente de la República Banana *. Método clásico: enviar mensajes falsos y órdenes mal codificadas de modo que caigan en manos de sus servicios de inteligencia y confiar en que no se den cuenta de que han sido demasiado fáciles de conseguir. Método moderno: enviar un Jinete para que monte a su Jefe de Seguridad* y quizáotro a su Secretario de Estado. De este modo, no solo puedes proporcionarle toda la información falsa que se te antoje sino que además consigues un agente doble en un puesto muy importante y con una fachada impecable. ¿Qué bueno, sí?*. Y esa, por supuesto, era solo una de las muchas cosas que podíamos hacer.
-¿Y funcionaba?
Su sonrisa fue salvaje.
-A veces. Y, antes de que lo preguntes, dejaremos las excepciones decentemente enterradas, porque van de lo profundamente vergonzoso a lo completamente horrible.
-¿Por qué no poseísteis simplemente a los presidentes y firmasteis la paz?
-Va a resultar -dijo, con cara de insufrible paciencia- que sí tienes quince años después de todo. Porque el gabinete, los generales y hasta los putos bedeles le habrían volado la cabeza al presidente y habrían decretado un cambio de gobierno. ¿Crees que las naciones libran sus guerras por decisión de una sola persona sentada en un sillón de cuero de una bonita oficina?
-Nunca he vivido en una nación -dije-. No lo sé.
Frances apartó la cara, como si acabara de abofetearla.
-No te preocupes, no te has perdido gran cosa. Un miserable hormiguero de vida apacible, productiva y útil sin apenas oportunidades para la vivificante violencia y el engaño. Donde la gente se lavaba los dientes una vez al día y cortaba el césped los domingos.
La observé y dije:
-No fue culpa tuya.
Una ceja negra se levantó, enfática, y una boca recta se arrugó con ironía en las comisuras.
-Gracias, ahora me siento mucho mejor. Supongo que mi sentido de la responsabilidad social compensa en vigor lo que le falta en puntualidad.
-¿Podrías haberlos detenido entonces?
Hizo una pausa para pensarlo.
-Sí. Y precisamente por eso lo estoy haciendo ahora con tanto entusiasmo. Desde hace mucho tiempo. Es mi penitencia. Ave María, llena eres de gracia, el Señor es contigo habría sido más fácil, pero sería una pena desperdiciar tanto potencial.
Mis manos se cerraron sobre los brazos de la silla plegable.
-Estás diciendo que no se trata solo del tal Tom como-se-llame. Los estás cazando a todos.
-Los he cazado. Pretérito perfecto. Ya casi he terminado.
-¿Todos los Jinetes?
-Dios, no. Además, la población en general ya se ha encargado de eso. Yo solo busco al grupillo que decidió, por diferentes razones, que sería buena idea reventar el mundo. La población se encargó de uno de ellos, según descubrí en su momento. Yo despaché a otros cuatro. -Extendió su mano de dedos largos y morenos entre ella y yo-. Y ni todos los perfumes de Arabia podrían disimular el olor de esta manita. Bueno, no específicamente esta mano. -Y entonces, inesperadamente, añadió-. Eso te molesta, ¿no?
Tragué saliva con esfuerzo y dije:
-¿Encontrarme en la misma habitación que una persona que ha dedicado su vida a buscar gente y asesinarla? ¿Qué te hace pensar eso?
-No sé qué es lo que se te da bien, pero desde luego no es el sarcasmo. Estamos hablando de cuatro personas que no habían hecho una sola cosa decente en su vida y nunca la habrían hecho. Eran la destilación más refinada de una subespecie de la humanidad que se solazaba en la degradación y la crueldad y que veía a todo el mundo, ellos mismos incluidos, como ratas de laboratorio y chivos expiatorios.
Lo dijo con toda calma. Puede que hubiese vivido tanto tiempo con su indignación que hubiese acabado por convertirla en otra cosa, algo más suave. Pero a pesar de todo no pude contenerme y dije:
-¿Cuál es el problema? ¿Estabas celosa?
Se inclinó hacia mí y vi en su cara algo que me hizo estremecer.
-No tenía razones para estar celosa. Escucha y aprende. Hace mucho tiempo, en Nuevo México, había un policía militar llamado Stedmon. Una noche me ofendió. No recuerdo cómo. La noche siguiente se encontró con una edificante escena interpretada por su prometida y cuatro hombres de su unidad. Cuatro fue el número máximo que pudo conseguir la chica en tan poco tiempo.
»Luego estaba la gran lección de paracaidismo, considerada por mis camaradas una de nuestras mejores bromas. Me monté en la víctima en un bar cerca de la base y desmonté en mitad del cielo, justo cuando se suponía que debía abrir el paracaídas. Al principio se sorprendió un poco. Me temo que se partió las piernas.
»Las cuatro personas que he matado no eran menos crueles. De hecho, ninguno de los Jinetes lo era. Cualquier comunidad sana acaba con las alimañas y los animales rabiosos.
Se puso en pie de repente y cruzó la habitación. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo pequeña que era la zona iluminada por la lámpara. Ahora la veía como un juego de luces y sombras cerca de la puerta. El juego se movió y supe que se había tapado la cara con las manos.
-Lo siento mucho -dijo. Sus palabras sonaban distorsionadas, puede que por culpa de sus dedos-. Antes te he dicho que no me gustaban estas cosas, pero me temo que me he quedado corta. No me siento orgullosa de estos episodios y me disculpo por contarlos como si lo estuviera. O por contarlos, en todo caso. Ocurrieron hace casi cincuenta años.
No parecía dispuesta a hablar sobre ello, sobre la cosa que me daba miedo. No tenía que preocuparme. Así que me alarmé al oírme decir:
-¿Y para qué se supone que era yo?
Oí que aspiraba hondo para tranquilizarse y bajaba las manos.
-¿Sabías que tenías algo que ver con nosotros?
-Al principio no. Da igual.
Se quedó muy quieta. Entonces volvió a la luz de un par de zancadas, se sentó en cuclillas cerca de mí y me miró a la cara.
-No lo sabías, ¿verdad? Hasta esta noche, cuando te lo he dicho.
-En aquel puto bunker decía «Propiedad del Gobierno de los EEUU» por todas partes -dije amargamente-. Ya me imaginaba que no se habrían tomado tantas molestias solo para sacar copias de mí. Y sabía que algo tan bien escondido no podía servir para nada bueno.
-Para nosotros sí.
-Eso no supone un gran consuelo cuando te han sacado a medio hacer de una caja.
-¿Preferirías haberte quedado allí?
La miré sin decir nada.
Se levantó y empezó a recorrer la habitación de un lado a otro, entre la luz y la oscuridad.
-Creo que el objetivo principal de los chevaux era tranquilizar a la gente. Las fuerzas regulares señalaban, y no sin razón, que cuando alguno de nosotros resultaba herido o estaba amenazado de muerte tendía a asaltar el cuerpo más próximo sin preocuparse de nada más. El de nuestros amigos y aliados, por ejemplo. La solución era tener disponibles cuerpos vacíos y altamente deseables, para impedir que devoráramos a los nuestros. Así que empezaron a cultivar a los chevaux.
Repetí, con un hilo de voz:
-Cultivarlos.
-Bueno claro. ¿Pensabas que estabais hechos con piezas de bicicleta o qué? Los chevaux eran orgánicos, así que había que cultivarlos. Hasta que alcanzaran la madurez, cuando quedaban almacenados, probablemente en aquellas cajas, esperando a que los sacaran cuando fuera necesario.
Las cajas en las que, abandonadas, custodiadas por unos sistemas automáticos que poco a poco habían ido fallando, se habían dejado pudrir ocho costosas y vacías carcasas. Nueve. Pero una de ellas se había levantado, como el monstruo de una película de terror, para caminar por un mundo en el que hasta los vivos evitaban la luz del sol.
-Además, los hacían a medida -continuó Frances-. A fin de cuentas, es una lástima desperdiciar un cerebro cuando puedes usarlo para almacenar valiosas habilidades e información. Idiomas, códigos, lenguajes de programación, las reglas del voleibol, cómo flirtear con las fans… lo que los jefes consideraran útil. Quién sabe. Solo Dios y tú, supongo.
-Electrónica -dije con voz tensa-. ¿Por qué no tengo sexo?
-No estoy segura. Creo… que los chevaux podían ser modificados por los jinetes.
-¿Que podían qué?
-Ya te lo he dicho, no estoy segura. Nunca había visto uno de vosotros. Jesús, no creo que llegaran a desplegarse nunca.
-Desplegarse. Asombroso, es casi como estar con vida.
-La vida puede definirse como todo aquello que no casa con el cementerio. Tú cumples mejor que yo con esa definición.
-No sé -dije mientras examinaba mi mugrienta camisa-. Parece que acabara de salir de la tumba abriéndome camino con las uñas.
Esto le pareció divertido, a juzgar por su expresión.
-Podrías ir a cambiarte.
-Lo habría hecho, pero… -me falló la voz.
-Pero eso habría significado dejarnos solos a Mick y a mí. Y – dijo lentamente-, habría significado desvestirse con unos desconocidos en la casa. En el secreto tejido de tu vida, tu cuerpo es la hebra más secreta. Porque es el signo externo de todos los secretos.
Me pregunté si habría palidecido.
-Uau. ¿Lees la mente?
Francés resopló.
-No. Puedo atacarlas, aturdirlas y engullirlas enteras, como una boa constrictora. Y mientras las estoy digiriendo, entro en un estado de letargo.
-Creo que necesitas dormir -le dije, sacudiendo la cabeza-. Y comer algo.
-Siempre hablo así. Casi siempre. Eso alivia el tedio de las décadas. Pero hablando de comida, ¿dónde demonios está Mick?
Una buena pregunta. No conocía tan bien como yo la Feria Nocturna, pero el lugar estaba repleto de sitios para comprar comida. Si no era muy melindroso, podía haber vuelto en veinte minutos. A menos que… Bueno, ¿y por qué no? ¿Por qué no iba a aprovechar la oportunidad para salir por piernas antes de que Frances empezara otra vez a apuntarle con el rifle? Aun en el estado vulnerable y confuso en el que me había dejado, ¿cómo es que no lo había pensado? Su forma de coger a Frances para evitar que cayera al suelo y de retirarle el pelo de la cara tampoco era garantía de lo contrario.
Al levantar la mirada, me encontré los ojos de Frances sobre mí. Tenía las manos juntas.
-Recoge tus cosas si quieres -dijo en voz baja-. Nos vamos en diez minutos.
-¿Qué?
-Mick es la única persona, aparte de tú y yo, que sabe dónde estoy. Y quién soy.
-Él no…
-¿No? Puede que no. Pero, aunque eso sea cierto, ¿podría guardar el secreto si alguien se lo preguntara con la suficiente vehemencia? ¿O si, quizá, no se molestara en preguntar?
Tragué saliva, en vano, y dije:
-Llevas diez años buscando a ese tío. ¿Crees que él podría encontrar a Mick Skinner en una hora?
-No puedo permitirme el lujo de pensar lo contrario.
-Yo me quedo aquí. -Logré no apartar la mirada.
-No, de eso nada -dijo con firmeza.
-No me buscan a mí. Ninguno de ellos. Te buscan a ti.
-Lo que te hice anoche no fue nada -replicó ella, con una separación idéntica y exacta entre cada palabra y sin el menor énfasis-. No fue nada. Tom O’Bedlam o cualquiera que le sirva te arrebatará el deseo de vivir y cualquier convicción complaciente que puedas conservar sobre la privacidad de tu mente, como quien arranca un trozo de tela podrida. Todo lo que sabes de mí brotará como un chorro de tu cerebro, tu boca y un centenar de aberturas más que te abrirá con ese propósito. Te sugiero que vengas conmigo.
-¿Qué podría decirle? «Bueno, sí, es esa mujer, y ahora mismo tiene este aspecto, pero podría haber cambiado. Y quiere liquidarte. Pero eso ya lo sabes».
-Gorrión -dijo. Se detuvo y volvió a empezar-. ¿No se te ha ocurrido que podía estar pensando en ti y no en mí?
La miré con el ceño fruncido y ella me devolvió la mirada con las cejas enarcadas.
-¿Por qué?
-Vaya, gracias. Puede que conserve un jirón de decencia humana.
-Por aquí las cosas no funcionan así.
Frunció el ceño.
-Finge que estás en otro sitio, entonces. Ve a cambiarte y coge todo lo que necesites, dentro de un orden.
-¿Dónde vas… vamos?
Se apoyó en una esquina de la mesa.
-Lejos de aquí.
¿Todavía tienes objetivos?, le había preguntado Mick. Yo ya he usado los míos. Me limito a trasladarme. Obviamente, no podía recurrir a Dana. Tampoco podía recurrir a Cassidy, porque no sabía dónde estaba. Si iba a ver a Sherrea, podía involucrarla…
Oh, no. Piensa. Ya lo había hecho. Sherrea y Theo, él con un agujero de bala, al pie de las escaleras donde Frances había montado a Myra, y Dusty, que estaba tan loco que echaba humo como una parrilla. Y que había dicho, sonriendo, que sabía dónde encontrar a mis dos amigos en caso necesario.
-Cuando… cuando montaste en aquella pelirroja, en el Underbridge. ¿Te adentraste mucho en su cerebro?
-No. Estaba ocupada, ¿recuerdas? ¿Por qué?
Yo no les había pedido que se involucraran. No le había pedido a Theo que saliera con una pistola para ayudarme. No era tan tonto, él mismo me lo había dicho.
-Las dos personas con las que estaba. Se quedaron allí…
Una compuerta de contención cedió por un instante detrás de su cara y volvió a levantarse con la misma rapidez.
-Si vas a sugerir que volvamos allí -dijo-, te ahorraré la molestia. No.
-¿Por qué no, joder?
-Porque si no es el primer lugar en el que te buscan, será el segundo.
-Crees que Myra y Dusty trabajan para Tom como-se-llame.
-Worecksi. -Suspiró-. Antes no lo pensaba, cuando creía que eras tú. Hace varias horas. Ahora me veo obligada a afrontar la posibilidad de que haya apostado, por decirlo así, por el caballo equivocado.
-Estaban buscando a Mick Skinner.
-¿Ah, sí? -preguntó, sorprendida-. ¿Por qué? ¿Lo sabes con seguridad?
-No. -Repasé la confrontación que había tenido lugar en el Underbridge, antes de que llegara ella-. Pero sabían que me había… que había estado conmigo algún tiempo.
-Cosa que sugiere una sorprendente familiaridad con el proceso, ¿no te parece? Hmmm. Ve a cambiarte.
Lo hice. Cerré con llave la puerta del dormitorio, pero, tal como esperaba, eso no me proporcionó la menor seguridad. Otro par de vaqueros, otra camisa, botas altas. No tardé mucho. Escondí un poco de dinero en billetes en cada bota, y algunas monedas en una bolsa que me colgué del cuello. Al hacerlo, me di cuenta de que ya llevaba un colgante: el que me había dado Sherrea, con las dos «V» entrelazadas. Si era un amuleto de protección, estaba haciendo un trabajo pésimo. Puede que solo funcionara en gente que creyera en sus propiedades. ¿En qué creía yo? El Negocio. Que no podría sacarle gran cosa a un amuleto como aquel. Metí algunas cosas más en una mochila y fui a someterme a la voluntad de Frances.
Me miró de arriba abajo.
-Debe de haber sido una decisión muy difícil.
Esta vez me tocó a mí abrir los ojos como platos.
-¿Habrías preferido un vestido de noche o un tuxedó?
Frances recogió el rifle robado. Yo cerré la puerta de los archivos y apagué todas las luces. Bajamos hasta el primer piso en silencio. Ella, según parecía, estaba pensando. Llegamos hasta el triciclo y entonces, finalmente, pregunté:
-¿Dónde vamos?
-Al Underbridge -dijo-. Me he pensado mejor lo de volver a ver a los implicados. Monta.
La miré de soslayo. Frances se limitó a sonreír.
<a l:href="#_ftnref19">*</a>(N. del T.: en la mitología yoruba y sus derivaciones caribeñas, el dios del trueno y el rayo)
<a l:href="#_ftnref20">*</a>(N. del T: en francés en el original. «Caballo»)
<a l:href="#_ftnref21">*</a>(N. del T.: en castellano en el original)