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Miles se reclinó en un sofá relleno de líquido, en la sala de observación de la refinería, y contempló las profundidades de un espacio ya no vacío. La flota dendarii brillaba y fulguraba, suspendida en el vacío junto a la estación, como una constelación de hombres y naves.
De niño, en su dormitorio de Vorkosigan Surleau — donde pasaba los veranos —, había tenido un móvil de naves de guerra espaciales, clásica artesanía militar barrayarana, mantenidas en un orden cuidadosamente equilibrado por hilos casi invisibles, de gran resistencia. Hilos invisibles. Lanzó un soplido hacia los ventanales de cristal, como si pudiera hacer que las naves Dendarii girasen y bailaran.
Diecinueve naves de guerra y más de 3.000 hombres entre tropas y técnicos. «Mío», probó a decir, como experimento, «todo mío», pero la frase no le produjo una conveniente sensación ed triunfo; se sentía más como un blanco.
En primer lugar,no era verdad. La propiedad real de aquel capital de millones de dólares betanos en equipo era una cuestión de asombrosa complejidad. Había llevado cuatro días íntegros de negociaciones resolver los «detalles» que había mencionado, como de paso, en el muelle de desembarco. Había ocho capitanes-propietarios independientes, además de Oser, quien tenía la posesión personal de ocho naves. Casi todos tenían acreedores. Por lo menos el diez por ciento de «su» flota resultó ser propiedad del First Bank de Jackson´s Whole, famoso por sus cuentas numeradas y sus discretos servicios; hasta donde pudo saber, Miles contrinuía ahora al mantenimiento del juego clandestino, el espionaje industrial y el comercio de esclavas blancas de un extremo a otro del nexo del agujero de gusano. Parecía que era no tanto el dueño de los Mercenarios Dendarii sino, más bien, su principal empleado.
La propiedad del Ariel y del Triumph se tornó particularmente compleja por haberlos capturado Miles en batalla. Tung tenía hasta entonces la pertenencia completa de su nave, pero Auson estaba profundamente endeudado, por el Ariel, con otra institución de préstamos, también de Jackson´s Whole. Oser, cuando todavía trabajaba para los pelianos, había dejado de pagarle cuando le capturaron, dejando que, ¿cómo se llamaba…? Luigi Bharaputra e Hijos, Compañía Tenedora y Financiera, de Jackson´s Whole Sociedad Anónima Limitada, cobrara su seguro, si tenía alguno. El capitán Auson se había puesto pálido al enterarse de que un agente de dicha compañía llegaría muy pronto para investigar.
Tan sólo el inventario era suficiente para empantanar la mente de Miles, y cuando llegara el momento de clasificar y ordenar los contratos del personal… su estómago le dolería, si todavía podía. Antes de que llegara Oser, los Dendarii tenían derecho a una considerable ganancia, a partir del contrato feliciano. Ahora, la ganancia de 200 debía ser repartida para mantener a 3.000.
O más de 3.000. Los Dendarii seguían creciendo. Otra nave libre había llegado el día anterior, atravesando el agujero, al haber oído de ellos Dios sabe en qué fábrica de rumores. Y ansiosos pretnedientes a reclutas provenientes de Felice se las arreglaban para aparecer con cada nueva nave que venía del planeta. La refinería de metales estaba operando como refinería otra vez y el control del espacio local cayó nuevamente en manos de los felicianos; sus fuerzas en aquel mismo momento estaban devorando instalaciones pelianas por todo el sistema.
Se hablaba de un nuevo contrato por parte de Felice, para que bloqueasen ellos ahora el agujero de gusano. La frase «retírate mientras estás ganando» se le aparecía espontáneamente a Miles cada vez que surgía el tema; la propuesta le aterraba en su interior. Ansiaba irse de allí antes de que todo el castillo de naipes se desmoronara. Debía mantener la realidad y la fantasía separadas, en su mente al menos, aun cuando tenía que mezclarlas tanto como le fuera posible en la de los demás. Le llegaron voces desde el pasillo de acceso, rebotando hasta su oído por algún accidente de acústica. El tono alto de Elena le llamó la atención.
— No tienes que pedírselo. No estamos en Barrayar, no vamos a volver nunca a Barrayar…
— Pero será como tener un pequeño fragmento de Barrayar para llevar con nosotros — contestó la voz de Baz, amable y alegre como Miles jamás la había escuchado —. Un atisbo del hogar en sitios sin aire. Dios sabe que no puedo ofrecerte mucho de eso «conveniente y adecuado» que tu padre quería para ti, pero toda la miseria de que pueda disponer será tuya.
— Mm.
La respuesta de ella no fue entusiasta, casi hostil más bien. Toda referencia a Bothari parecía en esos días caer en ella como martillazos en carne muerta, un sonido sordo que a Miles le enfermaba, pero que en ella no provocaba respuesta.
Surgieron desde el corredor. Baz iba detrás de Elena. Sonrió a su señor con una tímida actitud de triunfo. Elena también le sonrió, pero no con los ojos.
— ¿Meditación profunda? — le preguntó jovialmente Elena —. A mí me parece más bien que estás mirando por la ventana y comiéndote las uñas.
Se incorporó con esfuerzo y respondió en el mismo tono:
— Oh, le dije al guardia que no dejase entrar a los turistas. En realidad he venido aquí para echar una siesta.
Baz le sonrió nuevamente.
— Mi señor, entiendo, en ausencia de otros parientes, que la tutela legal de Elena ha recaído en usted.
— Vaya…, así es. No he tenido mucho tiempo para pensar en ello, a decir verdad.
Miles se sintió incómodo ante este giro de la conversación, no muy seguro de qué iba a venir.
— Bien. Entonces, como su señor y guardián, formalmente le pido la mano de Elena en matrimonio. Por no mencionar el resto de ella. — Su estúpida sonrisa le hizo desear a Miles patearle los dientes —. Oh, y como mi señor y comandante, le pido permiso para casarme y… «y que mis hijos puedan servirle, señor». — La versión abreviada que Baz pronunció de la fórmula era apenas un poco diferente de la real.
Tú no vas a tener ningún hijo, porque te voy a cortar los huevos, ladrón de corderos, pérfido, traidor… Alcanzó a controlarse antes de que su emoción mostrara no más que una forzada, cerrada sonrisa.
— Ya veo. Existen… existe algunas dificultades.
Ordenó su argumentación lógica como un escudo, para proteger su cobarde y desnuda rabia del aguijón de esos dos honestos pares de ojos marrones.
— Elena es muy joven, por supuesto… — Abandonó la frase ante la ira que destelló en la mirada d ela joven al mismo tiempo que sus labios formaban la muda palabra ¡Tú…! —. Yendo más al punto, le di mi palabra al sargento Bothari de realizar por él tres servicios en caso de que muriera, como ha sucedido. Enterrarle en Barrayar, procurar que Elena se case con toda la debida ceremonia y… ocuparme de que lo haga con un adecuado oficial del Servicio Imperial de Barrayar. ¿Os gustaría verme faltar a mi palabra?
Baz parecía tan aturdido como si Miles le hubiese pateado. Abrió la boca, la cerró, la abrió otra vez.
— Pero… ¿no soy su hombre de armas juramentado? Eso es seguramente lo mismo que ser un oficial imperial… ¡demonios, el propio sargento era un hombre de armas! ¿No ha… no ha sido satisafactorio mi servicio? ¡Dígame en qué he fallado, mi señor, para que ya mismo pueda corregirlo! — Su perplejidad se convirtió en genuina angustia.
— No me has fallado. — La conciencia de Miles soltó las palabras de su boca —. No, pero, por supuesto, sóolo me has servido cuatro meses. Un tiempo realmente corto, si bien sé que parece mucho más largo con todo lo que ha pasado… — Miles se tropezó, se sentía más que tullido; lisiado. La furiosa mirada de Elena le había cortado por las rodillas. ¿Cuánto más corto podría permitirse aparecer ante sus ojos? Prosiguió sin vigor —. Todo esto es tan repentino…
La voz de Elena bajó hasta un grave registro de ira.
— ¿Cómo te atreves…? — La voz irrumpió en la respiración, como una ola, y las palabras se formaron otra vez —. ¿Qué es lo que debes… qué puede alguien deberle a eso? — preguntó, despectiva, refiriéndose al sargento, comprendió Miles —. No fui su objeto personal y no soy el tuyo tampoco. El perro en el comedero…
La mano de Baz le apretó ansiosamente el brazo, conteniendo la avalancha que se abatía sobre Miles.
— Elena, quizá no es el mejor momento para tratar esto. Tal vez sería mejor más tarde.
Baz miró el pétreo rostro de Miles y retrocedió, con la mirada confundida.
— Baz, no irás a tomar esto en serio…
— Vamos. Hablaremos de ello.
Elena hizo un esfuerzo y recuperó su timbre normal de voz.
— Espérame al final del pasillo. Es sólo un minuto.
Miles saludó a Baz con un gesto, reforzando las palabras de Elena.
— Bien… — El maquinista se retiró caminando lentamente y mirando por encima del hombro, preocupado.
Esperaron, por tácito acuerdo, hasta que el sordo sonido de los pasos se desvaneció. Cuando Elena retomó la palabra, la ira en sus ojos se había convertido en súplica.
— ¿No lo ves, Miles? Es mi oportunidad para alejarme de todo, para comenzar de nuevo, limpia y fresaca, en otro lugar. Tan lejos como sea posible.
Miles sacudió la cabeza. Hubiera caído de rodillas si hubiese pensado que serviría para algo.
— ¿Cómo puedo renunciar a ti? Tú eres las montañas y el lago, los recuerdos… lo encierras todo. Cuando estás conmigo, estoy en casa, dondequiera que me encuentra.
— Si Barrayar fuera mi brazo derecho, haría uso de mi arco de plasma y me lo quemaría. Tu padre y tu madre siempre supieron quién era él y, no obstante, le albergaron. ¿Qué son ellos, entonces?
— El sargento estaba haciendo las cosas correctamente… haciéndolo bien, hasta… Tú ibas a ser su expiación, ¿no puedes verlo?
— ¿Qué, un sacrificio por sus pecados? ¿Debo formarme a mí misma en el molde de una doncella barrayarana perfecta, como tratando de conseguir un encanto mágico para la absolución?¡Podría pasarme toda la vida efectuando ese ritual y no llegar al final de él, maldita sea!
— No el sacrificio — probó a decir —, el altar, quizás.
— ¡Bah!
Elena empezó a pasarse, como un leopardo encadenado. Sus heridas emocionales parecían abrirse solas y sangrar delante de Miles. Él trató de restañarlas.
— ¿No ves? — acometió otra vez, con apasionada convicción —, estarías mejor conmigo. Actuando o reaccionando, le llevamos a él en nosotros. No puedes alejarte de él más de lo que yo puedo. Sea que vayas hacia adelante o lejos, él será la brújula. Será la lente, llena de colores sutiles y astigmáticos, a través de la cual serán vistas todas las cosas nuevas. Yo también tengo un padre que me acecha y sé lo que es.
Quedó estremecida, temblando.
— Me haces sentir muy mal.
Cuando Elena se estaba yendo, Ivan Vorpatril surgió por el pasillo.
— Ah, aquí estás, Miles.
Ivan eludió cautamente a Elena al cruzarse con ella, llevando sus manos a la entrepierna, en un gesto inconsciente de protección. Elena frució de forma venenosa un rincón de su boca e inclinó la cabeza en un saludo cortés. Ivan agradeció el gesto con una rígida y nerviosa sonrisa. Eso bastaba, pensó Miles, a sus caballerescos planes de las indeseables atenciones de su primo.
Ivan se paró junto a Miles con un suspiro.
— ¿No has sabido nada todavía del capitán Dimir?
— Ni una palabra. ¿Estás seguro de que venían a Tau Verde y de que no le ordenaron repentinamente ir a otra parte? No veo cómo un expreso rápido puede demorarse dos semanas.
— Oh, Dios, ¿crees que es eso posible? Voy a tener un gran problema…
— No lo sé. — Miles trató de mitigar su alarma —. Vuestras órdenes eran encontrarme, y hasta ahora eres el único que parece haber tenido éxito en cumplirlas. Menciona eso, cuando le pidas a mi padre que te saque del entuerto.
— ¡Ja! — murmuró su primo —. ¿Cuál es la ventaja de vivir en un sistema de poder heredado si uno no puede tener un poco de nepotismo de vez en cuando? Miles, tu padre no le hace favores a nadie. — Miró afuera, a la flota Dendarii, y agregó elípticamente —: Eso es impresionante, ¿sabes?
Miles estaba imperceptiblemente animado.
— ¿Realmente lo crees? — Y añadió jocosamente —: ¿Quieres alistarte? Parece ser la última moda por aquí.
— No, gracias. No quiero servir de alimento al emperador. La ley Vorloupulous, ya sabes… — dijo Ivan ahogando la risa.
La sonrisa de Miles se borró de sus labios. La risa de Ivan se escurrió como algo yéndose a pique. Se miraron el uno al otro en un aturdido silencio.
— Oh, mierda… — dijo Miles finalmente —. Me olvidé de la ley Vorloupulous. En ningún momento se me cruzó por la mente.
— Seguro que nadie podría interpretar eso como organizar un ejército privado — le tranquilizó débilmente Ivan —. No hay propiamente entrega ni mantenimiento. Quiero decir, ellos no son vasallos que te han prestado juramento ni nada, ¿o sí?
— Sólo Baz y Arde — respondió Miles —. No sé cómo podría interpretarse un contrato mercenario de acuerdo a la ley barrayarana. No es un contrato de por vida, después de todo… a menor que uno resulte muerto…
— ¿Quién es ese tipo Baz, de todas formas? Parece ser tu mano derecha.
— No podría haber hecho esto sin él. Era un ingeniero de máquinas del Servicio Imperial, antes de… — Miles se interrumpió — retirarse.
Trataba de imaginarse cuáles podrían ser las leyes con respecto a encubrir desertores. Después de todo, originalmente se había propuesto no ser atrapado por ello. Cuanto más lo pensaba, su nebuloso plan de volver a casa con Baz y pedirle a su padre que dispusiera alguna suerte de perdón empezaba a parecerse cada vez más a un hombre que cae de un avión y piensa en aterrizar en esa blanda y mullida nube que está debajo de él. Lo que a cierta distancia parecía sólido, bien podría resultar niebla visto de cerca.
Miles miró a Ivan. Luego, le observó. Luego, le examinó. Ivan pestañeó con un gesto de inocente interrogación. Había algo en ese alegre y franco rostro que a Miles le hacía sentirse terriblemente incómodo.
— ¿Sabes? — dijo Miles finalmente —. Cuanto más pienso en tu presencia aquí, más rara me parece.
— No lo creas — contestó Ivan —. Tuve que trabajar para ganarme el pasaje. Esa vieja pájara era casi insaciable…
— No me refiero al hecho concreto de que estés aquí… me refiero, en primer lugar, a que te hayan enviado. ¿Desde cuándo sacan a cadetes de primer año y los mandan en misiones de Seguridad?
— No lo sé. Supuse que querían a alguien que pudiera indentificar el cadáver o algo por el estilo.
— Sí, pero tienen casi tantos datos médicos míos como para hacerme de nuevo. Esa idea sólo tiene sentido si no la piensas demasiado.
— Mira, cuando un almirante del Estado Mayor llama a un cadete en mitad de la noche y le dice que vaya, uno va. No te paras a debatir con él. No lo apreciaría.
— Bueno… ¿qué decían las órdenes en el registro?
— Piénsalo un poco, nunca he visto el registro de las órdenes. Supuse que el almirante Hessman debió de dárselas personalmente al capitán Dimir.
Miles pensó que su incomodidad provenía de las veces que la palabra «supuse» estaba apareciendo en esa conversación. Había algo más… casi lo tenía…
— ¿Hessman? ¿Hessman te dio las órdenes?
— En persona — respondió con orgullo Ivan.
— Hessman no tiene nada que ver ni con Inteligencia ni con Seguridad. Está a cargo de la Gestión. Ivan, esto se está poniendo cada vez más jodido.
— Un almirante es un almirante.
— Este almirante está en la lista de mierda de mi padre, sin embargo. Por una cosa, es el conducto del conde Vordrozda al Cuartel General del Servicio Imperial, y mi padre odia que sus oficiales se involcren con los partidos políticos. Mi padre también sospecha de él por malversación de fondos del Servicio, algún tipo de prestidigitación en los contratos con los armadores de naves. En la época en que me fui de casa, mi padre estaba lo suficientemente impaciente para poner al capitán Illyan a investigar personalmente a Hessman; y sabes que no malgastaría los talentos de Illyan en nada de poca monta.
— Eso está fuera de mi capacidad. Ya tengo bastantes problemas con las matemática de navegación.
— No debería estar fuera de tu capacidad; sí, como cadete, seguro… pero también eres lord Vorpatril. Si algo me ocurriera, heredarías de mi padre el Condado de nuestro distrito.
— Dios no lo permita. Quiero ser un oficial y viajar y ligar con chicas, no salir de cacería por esas montañas tratando de cobrar impuestos a homicidas analfabetos o de evitar que casos de robos de gallinas se conviertan en guerras de guerrillas menores. No intento insultar, pero tu distrito es el más huraño de Barrayar. Miles, hay gente detrás de la garganta Dendarii que vive en cuevas. — Ivan se estremeció —. Y encima les gusta.
— Hay cuevas grandiosas allí — Miles se mostró de acuerdo —. Colores magníficos cuando les da la luz adecuada a las formaciones rocosas. — Recuerdos nostálgicos le punzaron.
— Bueno, si alguna vez heredo un Condado, ruego que sea en una ciudad — concluyó Ivan.
— No estás en la descendencia de ninguno que se me ocurra — sonrió Miles.
Trató de recobrar el hilo de su conversación, pero las observaciones de Ivan le hacían representar en su cabeza mapas de líneas hereditarias. Trazó su propio origen; desde su abuela Vorkosigan al príncipe Vax y de éste al emperador Dorca Vorbarra en persona. ¿Había previsto alguna vez el Gran Emperador el giro que su tataranieto daría a su ley, que proscribía por fin para siempre los ejércitos privados y las guerras privadas de los condes?
— ¿Quién es tu heredero, Ivan? — preguntó Miles, como ausente, mirando las naves Dendarii pero pensando en las montañas Dendarii —. Lord Vortaine, ¿no?
— Sí, pero espero sobrevivirle en cualquier momento. Su salud no andaba muy bien, según lo último que he oído. Lástima que esta cosa de la herencia no funcione para atrás, tendría parte de la pasta.
— ¿Quién se llevará el dinero?
— Su hija, supongo. Lo títulos irán… déjame pensar… al conde Vordrozda, quien ni siquiera los necesita. Por lo que he oído de Vordrozda, él preferiría llevarse el dinero. No sé si llegaría tan lejos como para casarse con la hija para conseguirlo, sin embargo; la chica tendrá unos quince años.
Ambos contemplaron el espacio.
— Dios — dijo Ivan después de un rato —. Espero que esas órdenes que recibió Dimir cuando yo desaparecí no hayan sido volver a casa o algo así. Pensarán que he estado «ausente si permiso» durante tres semanas… no habrá sitio suficiente en mi expediente para todos los deméritos. Gracias a Dios que han eliminado los alardes disciplinarios de antaño.
— ¿Estabas cuando Dimir recibió las órdenes? ¿Y no te quedaste a ver cuáles eran? — preguntó Miles asombrado.
— Conseguir que me diera el permiso fue como sacarle un diente. No quería arriesgarlo. Estaba esa chica, ya sabes… Ahora desearía haberme llevado mi transmisor.
— ¿Dejaste tu transmisor?
— Estaba esa chica… casi me lo olvido de verdad, pero en ese momento el capitán Dimir estaba abriendo el asunto y no quise volver adentro y que me agarraran.
Miles sacudió la cabeza con un gesto de impotencia.
— ¿Puedes recordar alguna cosa fuera de lo común en relación con esas órdenes? ¿Algo inusual?
— Oh, seguro. Era un paquete de lo más extraordinario. En primer lugar, fue entregado por un correo de la Casa Imperial, todo librea. Déjame ver, cuatro discos de datos, uno verde para Inteligencia, dos rojos para Seguridad, uno azul para Operaciones. Y el pergamino, por supuesto.
Ivan tenía la memoria de la familia, al menos. ¿Cómo sería tener una mente que lo retiene casi todo, pero que nunca se molesta en ponerlo en ninguna clase de orden?
Exactamente como vivir en el cuarto de Ivan, determinó Miles.
— ¿Pergamino? — preguntó —. ¿Un pergamino?
— Sí, me pareció que era algo inusual.
— ¿Tienes idea de hasta qué punto lo es?
Se levantó, volvió a sentarse y presionó sus sienes con la palma de las manos, como esforzándose por poner su cerebro en movimiento. Ivan no sólo era un idiota, sino que generaba un campo telepático amortiguador que volvía idiotas a las personas que estaban cerca. Informaría de eso a la Inteligencia de Barrayar, lo cual convertía a su primo en el arma más moderna del arsenal barrayarano…
— Ivan, hay sólo tres tipos de cosas que siguen escribiéndose en pergaminos: los Edictos Imperiales, los originales de los edictos oficiales del Consejo de Condes, y ciertas órdenes del Consejo de Condes a sus propios miembros.
— Ya sé eso.
— Como heredero de mi padre, yo soy miembro cadete de ese Consejo.
— Mis condolencias — dijo Ivan, con la mirada vagando hacia el exterior —. ¿Cuál de esas naves crees que será más rápida, el crucero Illyrica o…?
— Ivan, soy adivino — anunció repentinamente Miles —. Soy tan adivino que puedo decir de qué color era la cinta que tenía el pergamino sin haberla visto nunca.
— Yo sé de qué color era — dijo irritado Ivan —. Era…
— Negra — se anticipó Miles —. ¡Negra, idiota! ¡Y nunca se te ha ocurrido mencionarlo!
— Mira, tengo que aguantar ese trato de mi madre y de tu padre, no tengo por qué aguantarlo también de ti… — Hizo una pausa —. ¿Cómo lo supiste?
— Conozco el color porque conozco el contenido. — Miles se levantó y empezó a pasearse nerviosamente de un lado a otro —. Tú también lo sabes, o lo sabrías si te hubieras detenido alguna vez a pensar. Tengo una adivinanza para ti: ¿Qué es blanco, sacado del lomo de la oveja, atado con lazos negros, despachado a miles de años luz, y perdido?
— Si esa es tu idea de una broma, eres más raro que…
— La muerte. — La voz de Miles se hizo un susurro, sobresaltando a Ivan —. Traición. Guerra civil. Engaño, sabotaje, casi seguramente asesinato. Maldad…
— No has tomado más de ese sedante que te produce alergia, ¿no? — preguntó Ivan con inquietud.
El ir y venir de Miles se volvió frenético. El impulso de espabilar y sacudir a Ivan, en la esperanza de que toda la información que flotaba caóticamente en su cerebro comenzara a cristalizar en alguna sucesión razonable, era casi abrumador.
— Si las varas Necklin del correo de Dimir hubieran sido sabotedadas durante la parada en Colonia Beta, pasarían semanas antes de que se supiese que la nave se había perdido. Todo lo que podía saber la embajada barrayarana es que la nave salió para su misión, e hizo el salto… No habría manera de saber en Colonia Beta si apareció o no al otro lado. Qué manera tan perfecta de deshacerse de la evidencia.
Miles imaginó el desaliento y el terror de los hombres a bordo a medida que el salto empezara a ir mal, a medida que sus cuerpos comenzaran a diluirse y a borrarse como acuarela en la lluvia… Hizo un esfuerzo para volver otra vez su mente al pensamiento abstracto.
— No comprendo. ¿Dónde crees que está Dimir? — preguntó Ivan.
— Muerto. Completamente muerto. Se suponía que tú también lo estarías, pero perdiste la nave. — Una aguda y sonora risa se escapó de la boca de Miles. Se reprimió, literalmente, abrazándose el pecho con fuerza —. Creo que ellos pensaron que, ya que iban a tomarse todo ese trabajo para deshacerse del pergamino, se desharían de ti al mismo tiempo. Hay una cierta economía en el complot… podría esperarse eso de una mente que ha ido a parar a Gestión.
— Aguarda un poco — le pidió Ivan —. ¿Qué crees qu era el pergamino, por un lado… y quién demonios son ellos? Estás empezando a parecer tan paranoico como el viejo Bothari.
— La cinta negra. Tiene que haber sido un cargo capital. Una orden imperial para mi arresto presentada en el Consejo de Condes. ¿El cargo? Tú mismo lo dijiste: Violación de la ley de Vorloupulous. ¡Traición, Ivan! Ahora, pregúntate, ¿quién se beneficiaría con mi condena por traición?
— Nadie — respondió rápidamente Ivan.
— Está bien — dijo Miles poniendo los ojos en blanco —. Míralo de este modo. ¿Quién sufriría con mi condena por traición?
— Oh, eso destruiría a tu padre, por supuesto. Quiero decir, su despacho da a la Plaza Mayor. Se pasaría todo el día viéndote morir de inanición. — Una embarazosa sonrisa se escapó de sus labios —. Eso le volvería loco.
Miles se paseaba.
— Quítale a su heredero, por exilio o ejecución, quebrántale la moral, humíllale, y a su coalición centrista con él… o… fuérzale a hacer real la acusación falsa, intentando mi rescate. Entonces, te lo cargas a él también por traición. ¡Qué maniobra tan estupenda, tan demoníaca!
Su intelecto admiró la abstracta perfección del complot, si bien la ira ante tal crueldad le dejó casi sin aliento.
Ivan sacudió la cabeza.
— ¿Cómo podría una cosa así llegar tan lejos y no ser invalidada por tu padre? Quiero decir, él puede ser famoso por su imparcialidad, pero incluso para él hay límites.
— Tú viste el pergamino. Si Gregor mismo fue inducido a sospechar… — Miles hablaba lentamente —. Un juicio absuelve y limpia tanto como condena. Si yo me presentara voluntariamente, llevaría bastante tiempo probar que no tuve intención de traicionar. Esto, por supuesto, tiene doble filo: si no me presento, existe la fuerte presunción de culpabilidad. Pero difícilmente podría presentarme si no me informaran que el mismo está teniendo lugar, ¿no?
— El Consejo de Condes es un organismo de viejos carcamales muy malhumorados — arguyó Ivan —. Tus conspiradores tendrían una enorme oportunidad de volcar el voto a su favor. Nadie querría exponerse votando por la parte perdedora en algo como eso. En ese caso, al final terminaría en sangre.
— Quizá se vieron forzados. Quizá mi padre e Illyan cercaron finalmente a Hessman y éste imaginó que la mejor defensa sería un contraataque.
— ¿Pero qué gana Vordrozda con esto? ¿Por qué no arroja a Hessman a los lobos, simplemente?
— Ah, ahí entro yo… Realmente me pregunto si no estoy un poco paranoico, pero… Sigue esta cadena. El conde Vordrozda, lord Vortaine, tú, yo, mi padre… ¿A quién hereda mi padre?
— A tu abuelo. Estña muerto, ¿recuerdas? Miles, no puedes convencerme de que el conde Vordrozda haría desaparecer a cinco personas para heredar la Provincia Dendarii. ¡Es el conde de Lorimel, por el amor de Dios! Es un hombre rico. Dendarii le vaciaría la bolsa en vez de llenársela.
— No a mi abuelo. Estamos hablando absolutamente de otro título. Ivan, en Barrayar hay una importante facción de personas de mentalidad histórica que sostienen, vindicativamente, que la barrera sálica a la herencia imperial no tiene fundamento en la ley ni en la tradición barrayarana. El mismo Dorca heredó por vía materna, después de todo.
— Sí, y tu padre gozaría enviando a cada uno de ellos a campamentos de verano.
— ¿Quién es el hereder de Gregor?
— En este momento, nadie, por lo que todo el mundo anda tras él para casarle y…
— Si la sucesión sálica estuviese permitida, ¿quién sería su heredero?
Ivan evitó huir despavorido.
— Tu padre. Todo el mundo sabe eso. Todo el mundo sabe también que no tocaría el Imperio ni con un palo, ¿y qué? Esto es bastante descabellado, Miles.
— ¿Puedes pensar alguna otra teoría que explique mejor los hechos?
— Seguro — dijo Ivan, continuando alegremente el papel de abogado del diablo —. Fácil. Quizás el pergamino iba dirigido a otra persona. Dimir se lo llevó, razón por la cual no ha aparecido aquí. ¿Alguna vez has oído hablar de la Navaja de Occam, Miles?
— Eso suena más simple, hasta que empiezas a pensar en ello. Ivan, escucha. Recuerda las circunstancias exactas de tu partida a medianoche de la Academia Imperial y de ese despegue al amanecer. ¿Quién firmó tu salida? ¿Quién vio que te ibas? ¿De quién sabes, con seguridad, que sepa dónde estás ahora exactamente? ¿Por qué no te dio mi padre ningún mensaje personal para mí… o mi madre o el capitán Illyan? — Su voz se hizo insistente —. Si el almirante Hessman te llevara a algún sitio alejado, aislado, en este mismo momento, y te ofreciera un vaso de vino con sus propias manos, ¿te lo beberías?
Ivan se quedó en silencio un momento, pensativo, mirando afuera, hacia la Flota Dendarii de Mercenarios Libres.
Cuando se volvió hacia Miles, su rostro estaba penosamente sombrío.
— No.