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Los encontró finalmente en el comedor de la tripulación del Triumph,estacionado ahora en el muelle nueve. Hacía rato ya que había terminado el horario de comidas y el local estaba casi vacío, salvo por algunos testarudos adictos a la cafeína que estaban atiborrándose de un surtido de brebajes.

Sentados, las cabezas cerca, uno frente a otro. La mano de Baz se apoyaba en la mesa pequeña, con la palma hacia arriba. Los hombros de Elena estaban encogidos y sus manos estrujaban una servilleta en su regazo. Ninguno de los dos parecía feliz.

Miles aspiró profundamente, ajustó con cuidado su expresión para lograr un aire de buen humor benevolente y se acercó a ellos lentamente. Ya no sangraba en su interior, le había asegurado el cirujano. No podría demostrarlo ahora.

— Hola.

Ambos alzaron la vista. Elena, todavía encorvada, le disparó una mirada de resentimiento. Baz respondió con un vacilante y desanimado «¿mi señor?» que, de hecho, hizo sentirse a Miles muy pequeño. Reprimió el impulso de dar media vuelta y deslizarse por debajo de la puerta.

— He estado pensando en lo que me dijisteis — empezó Miles, apoyándose en una mesa vecina con una pose de indiferencia —. Los argumentos me parecieron de mucho sentido, cuando finalmente me puse a examinarlos con detenimiento. He cambiado de opinión. Por si sirve de algo, tenéis mi bendición.

La cara de Baz se iluminó de sincero júbilo. La postura de Elena se abrió como una azucena en un mediodía repentino, y tan repentinamente se cerró otra vez. Las cejas arqueadas reflejaron su perplejidad. Le miró directamente, se dijo Miles, por primera vez en dos semanas.

— ¿De verdad?

Contestó con una sonrisa entrecortada.

— De verdad. Y también vamos a satisfacer todas las formalidades de etiqueta. Lo único que se requiere es un poco de ingenuidad.

Sacó del bolsillo una chalina de color, que había llevado en secreto para la ocasión, y caminó hasta quedar junto a Baz.

— Empezaremos con el pie derecho esta vez. Imagina, si quieres, que esta banal mesa de plástico, sujeta al suelo delante de ti, es un balcón iluminado por las estrellas, con un ventanal enrejado del que cuelgan esas florecitas con largas espinas puntiagudas que pican como el fuego: detrás de la cual se oculta, adecuada y convenientemente, el anhelo de tu corazón. ¿Ya está? Ahora… hombre de armas Jesek, hablando como tu señor, tengo entendido que tienes una petición.

Los gestos de pantomima de Miles le dieron pie al ingeniero de máquinas. Baz se reclinó con una sonrisa y desempeñó su papel.

— Mi señor, solicito su permiso y su amparo para desposar a la primogénita del hombre de armas Kosntantine Bothari, con el fin de que mis hijos puedan también serviros.

Miles levantó la cabeza y sonrió.

— Ah, bien, ambos hemos estado viendo los mismos vídeos dramáticos, al parecer. Sí, ciertamente, hombre de armas; que tus hijos me sirvan tan bien como tú. Enviaré a la Baba.

Dobló en triángulo la chalina y se la puso en la cabeza. Inclinado como si se apoyara en un bastón imaginario, cojeó artríticamente hasta ponerse junto a Elena, murmurando en un cascado falsete. Una vez allí, se quitó la chalina y retomó el papel de señor y guardián de Elena, interrogando sin tregua a la vieja Baba, la casamentera, en cuanto a la conveniencia del pretendiente al que representaba. La vieja fue enviada de vuelta dos veces ante el señor y comandante de Baz, para controlar personalmente y garantizar: a)sus perspectivas de continuidad en el trabajo, y b) su higiene personal y ausencia de piojos.

Mascullando obscenas imprecaciones como una viejecita, la Baba volvió finalmente al lado de la mesa en el que estaba Elena para concluir el trámite. Para entonces, Baz estaba desencajado de risa ante los chistes barrayaranos que Miles incluía en el discurso y Elena, por fin, sonreía también con los ojos. Cuando su payasada terminó y la última fórmula quedó más o menos cumplida, Miles enganchó una tercera silla a las sujeciones del suelo y se dejó caer en ella.

— ¡Uf! No es raro que esta costumbre se esté extinguiendo. Es agotadora.

Elena sonrió.

— Siempre tuve la impresión de que tratabas de ser tres personas. Tal vez hayas encontrado tu vocación.

— ¿Qué? ¿Espectáculos unipersonales? Ya he tenido bastantes últimamente para el resto de mi vida. — Miles suspiró, y se puso serio —. Podéis consideraros correcta y oficialmente comprometidos, en todo caso. ¿Cuándo tenéis pensado formalizar la boda?

— Pronto — contestó Baz.

— No estoy segura — dijo Elena.

— ¿Puedo sugerir que esta noche?

— ¿Por qué, por qué…? — balbuceó Baz. Buscó a su dama con la mirada —. Elena, ¿podríamos?

— Yo… — Ella buscó el rostro de Miles —. ¿Por qué, mi señor?

— Porque quiero bailar en vuestra boda y llenaros la cama de trigo y arroz, si puedo encontrar algo en este puesto espacial rodeado de tinieblas. Vosotros podríais conseguir grava, de eso hay mucho por aquí. Me voy mañana.

Tras palabras no deberían ser tan difíciles de entender…

— ¿Qué? — gritó Baz.

— ¿Por qué? — repitió Elena en un susurro de conmoción.

— Tengo algunas obligaciones que cumplir — respondió Miles, encogiéndose de hombros —. Está Tav Calhoun, a quien hay que pagar, y… el entierro del sargento. Y, muy probablemente, el mío…

— No tienes que ir en persona, ¿no? — protestó Elena —. ¿No puedes mandar un giro a Calhoun, y enviar el cadáver? ¿Por qué volver? ¿Qué hay allí para ti?

— Los Mercenarios Dendarii — dijo Baz —, ¿cómo van a funcionar sin usted?

— Espero que funcionen bien, porque te he nombrado a ti, Baz, como su comandante, y a ti, Elena, como segundo comandante… y aprendiz. El comodoro Tung será el jefe del estado mayor. ¿Comprendes eso, Baz? Os encaargo a ti y a Tung, juntos, la preparación de Elena; y espero que sea la mejor.

— Yo… yo… — tartamudeó el maquinista —. Mi señor, el honor… Yo no podría…

— Descubrirás que puedes, porque debes. Y por otra parte, una dama debería tener una dote digna de ella. Para eso es para lo que sirve una dote, a fin de cuentas, para mantener a la novia. Está mal que el novio la despilfarre, tenlo presente. Y seguirás trabajando para mí, después de todo.

Baz pareció aliviado.

— Oh… Usted volverá, entonces. Creí… No importa. ¿Cuándo estará de vuelta, mi señor?

— Te volveré a ver en cualquier momento — dijo Miles vagamente. En cualquier momento, nunca… —. Ésa es otra cosa. Quiero que abandones el espacio local de Tau Verde. Elige cualquier dirección lejos de Barrayar y ve allí. Busca trabajo al llegar, pero vete pronto. Los Mercenarios Dendarii ya han tenido bastante de esta guerra tan confusa. Es malo para la moral cuando se hace difícil recordar para qué lado se está trabajando esta semana. Tu próximo contrato debería tener objetivos claramente definidos, que transformen a ese manojo heterogéneo en una fuerza única, bajo tu mando. No más comités de guerra. Confío en que sus puntos flacos hayan quedado ampliamente demostrados.

Miles continuó con las intrucciones y los consejos hasta que empezó a sonar como un Polonio enano a sus propios oídos. No había manera de que pudiera preveer todas las contingencias. Cuando llega el momento de saltar a ciegas, que uno tenga los ojos abiertos o cerrados, o que grite o no durante la caída, no supone ninguna diferencia práctica.

El corazón se le encogía ante la próxima entrevista, más aún de lo que se le había encogido con la que acababa de tener, pero se obligó a llevarla a cabo, de todas maneras. Encontró a la técnica trabajando en el microscopio electrónico, en la sección de reparaciones del Triumph. Elena Visconti frunció el ceño cuando Miles le hizo un gesto de invitación, pero le pasó el trabajo a su asistente y se acercó lentamente adonde Miles se encontraba.

— ¿Señor?

— Recluta Visconti. Señora, ¿podemos dar un paseo?

— ¿Para qué?

— Sólo para hablar.

— Si es lo que creo, mejor ahórrese el aliento. No puedo dirigirme a ella.

— No me siento más cómodo que usted al querer hablar de todo esto, pero es una obligación que no puedo eludir honorablemente.

— Me he pasado dieciocho años tratando de enterrar lo que ocurrió en Escobar. ¿Debo rastrear en ello otra vez?

— Es la última vez, se lo prometo. Me voy mañana. La Flota Dendarii se irá luego, muy pronto. Todas las personas que tienen contratos breves serán desembarcadas en la estación Dalton, donde podrá tomar una nave a Tau Ceti o adonde quiera. Supongo que irá a casa, ¿no?

La mujer se alineó de mala gana junto a él y caminaron por el pasillo.

— Sí, mis empleadores se quedarán sin duda sorprendidos al ver todo el dinero que me adeudan.

— Yo le debo algo por mi parte. Baz dice que usted estuvo sobresaliente en la misión.

Se encogió de hombros.

— No fue nada complicado.

— No se refería sólo a su talento técnico. Como sea, no quiero dejar a Elena, mi Elena, así, en el aire, ¿comprende? Debe tener al menos algo con que reemplazar lo que se le ha quitado. Una pequeña migaja de consuelo.

— Lo único que ella perdió fue un poco de ilusión. Y créame, almirante Naismith, o lo que sea usted, todo lo que yo podría darle es otra ilusión. Tal vez si no se pareciera tanto a él… De todas formas, no quiero que me ande rondando no asomándose por mi puerta.

— De lo que sea que el sargento Bothari haya sido culpable, con toda seguridad ella es inocente.

Elena Vsiconti se frotó la frente con el dorso de la mano, cansadamente.

— No estoy diciendo que usted no tenga razón. Sólo estoy diciendo que no puedo. Para mí, ella irradia pesadillas.

Miles se mordió suavemente el labio. Salieron del Triumph por el tubo flexible y caminaron por la dársena silenciosa. Apenas unos pocos técnicos estaban ocupados allí en algunas tareas menores.

— Una ilusión… — musitó Miles —. Se podría vivir un largo tiempo con una ilusión. Quizás, toda una vida, si se es afortunado. ¿Sería tan difícil intentar sólo unos días, unos pocos minutos, en realidad, de actuación? Yo voy a tener que usar parte de los fondos Dendarii para pagar una nave destruida y para comprarle un rostro nuevo a una mujer, de todos modos. Podría pagarle a usted muy bien por su tiempo.

Al ver la repulsión que asomó en la cara de la mujer, lamentó de inmediato haber dicho esas palabras; aunque la mirada que Elena Visconti le dirigió fue finalmente irónica, pensativa.

— Esa chica realmente le interesa, ¿no?

— Sí.

— Pensaba que ella se entendía con su jefe de máquinas.

— Me conviene.

— Perdón por mi lentitud, pero no alcanzo a computar eso.

— Asociarse conmigo podría resultarle fatal, adonde voy a dirigirme ahora. Prefiero que vaya en la dirección opuesta.

La dársena siguiente estaba activa y bulliciosa debido a la carga de una nave feliciana con lingotes de raros metales vitales para la industria bélica del país. La eludieron y buscaron otro pasillo tranquilo. Miles se descubrió jugueteando con la chalina en su bolsillo.

— ¿Sabe? El sargento soñó con usted durante dieciocho años — dijo de pronto. No era eso lo que quería decir —. Tenía esa fantasía, que usted era su esposa con todos los honores. Sostuvo eso con tanto ahínco que creo que fue real para él, al menos parte del tiempo. Así es como logró que fuera tan real para Elena. Uno puede tocar las alucinaciones. Las alucinaciones pueden tocarlo a uno, incluso.

La mujer de Escobar, pálida, se detuvo para apoyarse contra la pared. Miles sacó la chalina de su bolsillo y la estrujó ansiosamente entre sus manos; tuvo el absurdo impulso de ofrecérsela a ella, Dios sabría para qué… ¿a modo de palangana?

— Lo siento — dijo Elena entonces —. Pero sólo pensar que me haya estado manoseando en su retorcida imaginación todos estos años me descompone.

— Él no fue nunca una persona fácil… — empezó a decir Miles tontamentey se interrumpió. Se paseó, frustrado. Dos pasos, media vuelta, dos pasos. Entonces, tragó una bocanada de aire y se arrodilló de golpe frente a la mujer —. Señora, Konstantine Bothari me envía para pedir su perdón por los males que le hizo. Resérvese su venganza, si lo desea, está en su derecho, pero dése por satisfecha — le imploró —. Déme al menos una ofrenda mortuoria para incinerar por él, una prenda. En esto, le ayudo a él como mediador por mi derecho como su señor, como su amigo y porque fue para mí la mano de un padre, protegiéndome toda mi vida como a un hijo.

Elena Visconti se respaldó contra la pared como si estuviese arrinconada. Miles, todavía hincado sobre una rodilla, retrocedió un paso y se encogió sobre sí mismo, como si quisera aplatar toda huella de orgullo y coacción contra la cubierta.

— Maldita sea si no estoy empezando a creer que usted es tan raro como… Usted no es betano — murmuró ella —. Oh, levántese. ¿Se imagina si alguien viniera por aquí?

— No, hasta que me dé una ofrenda mortuoria — respondió Miles con firmeza.

— ¿Qué quiere de mí? ¿Qué es una ofrenda mortuoria?

— Algo de uno, algo que uno incinera para la paz del alma del muerto. A veces, uno lo quema por amigos o familiares y, a veces, por las almas de los enemigos muertos, para que no vuelvan a acosarte. Un mechón de cabello serviría. — Se pasó la mano por un pequeño claro en su propia coronilla —. Esto representa a veintidós pelianos muertos el mes pasado.

— ¿Es alguna superstición local?

Encogió los hombros con un gesto desvalido.

— Superstición, costumbre… Siempre me había considerado un agnóstico, es sólo que últimamente he… sentido la necesidad de que los hombres tengan almas. Por favor, no la molestaré nunca más.

Ella resopló con exasperación.

— Está bien, está bien; déme ese cuchillo que lleva en el cinturón, entonces. Pero levántese.

Se levantó y le entregó la daga de su abuelo. La mujer se cortó un pequeño mechón.

— ¿Es suficiente?

— Sí, está bien. — Lo cortó en su palma, frío y sedoso como agua, y lo apretó entre los dedos —. Gracias.

Elena sacudió la cabeza.

— Loco… — El anhelo asomó en su rostro —. ¿Eso apacigua los espectros?

— Eso dicen — respondió amablemente Miles —. Haré una ofrenda apropiada, le doy mi palabra. — Inhaló profundamente —. Y, como le ha dado mi palabra, no la molestaré más. Excúseme, señora. Ambos tenemos nuestros deberes.

— Señor.

Atravesaron el tubo flexible hacia el Triumph y cada uno siguió su camino. Pero la mujer de Escobar miró atrás, por encima del hombro.

— Estás equivocado, hombrecito — dijo lentamente —, creo que vas a molestarme por mucho tiempo todavía.

A continuación buscó a Arde Mayhew.

— Me temo que nunca pude hacerte el bien que me propuse — se disculpó Miles —. Me las he arreglado para encontrar a un capitán feliciano que va a comprar la RG 132 como carguero de cabotaje. Ofrece diez centavos por dólar, pero es dinero en efectivo. He pensado que podríamos liquidarla.

— Al menos es un retiro honorable — suspiró Mayhew —. Mejor que dejar que Calhoun la rompa en pedazos.

— Salgo mañana para casa, vía Colonia Beta. Podría dejarte allí, si quieres.

Mayhew se encogió de hombros.

— No hay nada para mí en Colonia Beta. — Miró a Miles con más agudeza —. ¿Y qué hay con todo ese asunto del juramento? Creí que estaba trabajando para ti.

— Yo… no creo realmente que te adaptes en Barrayar — dijo prudentemente Miles. El oficial piloto no debía seguirle a casa. Betano o no, el pantano mortal de la política barrayarana podría tragárselo sin una sola burbuja, en el remolino del hundimiento de su señor —. Pero, desde luego, tendrías uun sitio con los Mercenarios Dendarii. ¿Qué rango te gustaría?

— No soy soldado.

— Podrías volver a entrenarte. Algo en la parte técnica. Y seguramente necesitarán pilotos para viajes por debajo de la velocidad de la luz y para las lanzaderas.

Mayhew frunció el ceño.

— No sé… Conducir una lanzadera y todo eso fue siempre el trabajo menor, algo que uno hacía para llegar a saltar. No creo que quiera estar tan cerca de las naves; sería como estar hambriento, parado fuera de la panadería sin dinero para entrar a comprar. — Parecía bastante deprimido.

— Hay otra posibilidad.

Mayhew alzó las cejas en atenta interrogación.

— Los Mercenarios Dendarii saldrán a buscar trabajo por los límites del sistema. Las RG 132 nunca fueron contabilizadas en su totalidad; es posible que aún haya una o dos oxidadas opr ahí; en alguna parte. El capitán feliciano estaría dispuesto a alquilar la RG 132, aunque fuera por muy poco dinero. Si pudieras encontrar y salvar un para de varas Necklin…

La espalda de Mayhew emergió de un hundimiento que parecía definitivo.

— Yo no tengo tiempo de ir a buscar repuestos por toda la galaxia — continuó diciendo Miles —. Pero si aceptas ser mi agente, autorizaré a Baz a suministrar fondos para comprarlas, si encuentras alguna, y para que las envíe aquí en una nave. Como una pesquisa, digamos. Igual que Vorthalia el Audaz a la búsqueda del cetro perdido del emperador Xian Vorbarra. — Por supuesto, en la leyenda, Vorthalia jamás encontró el cetro…

— ¿De veras? — El rostro de Mayhew resplandeció de esperanza —. Es una apuesta arriesgada, pero supongo que remotamente posible…

— ¡Eso es espíritu! Impulso hacia delante.

Mayhew resopló.

— Tu impulso hacia delante algún día va a llevar a todos tus seguidores a un precipicio. — Se detuvo y comenzó a sonreir —. Cuando estén cayendo, los vas a convencer a todos de que pueden volar. — Se puso los pulgares en las axilas y meneó ligeramente los codos —. Guíeme, mi señor, estoy aleteando tan fuerte como puedo.

La dársena, con todas sus luces secundarias apagadas, producía la ilusión de una noche en el inalterable tiempo del espacio. Las únicas luces que seguían encendidas arrojaban una iluminación opaca, como trémulos charcos de mercurio, que permitía sólo una visión sin color. Los ruidos de la carga, leves golpeteos y rechinamientos se amoldaban al silencio, y las voces se amortiguaban a sí mismas.

El piloto correo feliciano sonrió cuando el ataúd de Bothari pasó a sus espaldas y se perdió en el tubo flexible.

— Cuando se ha reducido e equipaje hasta prácticamente una sola muda interior, parece excesivamente llamativo cargar eso.

— Todo desfile necesita un estandarte — observó Miles con aire ausente, indiferente a la opinión del piloto.

El piloto, como la nave, era meramente un préstamo cortés del general Halify. El general se había mostrado reticente a autorizar el gasto, pero Miles había sugerido que si su partida perentoria a Colonia Beta no le llevaba a tiempo para asistir a una misteriosa cita, los Mercenarios Dendarii podrían verse forzados a buscar su próximo contrato con el mejor postor que apareciera allí en el espacio local de Tau Verde. Halify lo había meditado sólo muy brevemente antes de apresurarse a acelerar la partida.

Miles estaba ansioso por irse antes de que empezaran las actividades que denotaban el inicio de un nuevo ciclo diurno. Ivan Vorpatril apareció portando cuidadosamente una maleta cuyo volumen, nuy seguramente, no se había malgastado en ropas. Las rayas en la explanada de la dársena, puestas para ayudar en las complejas maniobras de carga y descarga, formaban pálidas paralelas. Ivan pestañeó y caminó en línea hacia ellas con dignificada precisión, sólo ligeramente estropeada por una inclinación que lo antecedía como un equinoccio. Se puso al pairo junto a Miles.

— Qué boda… — suspiró alegremente —. Para haber sido improvisado en medio de la nada, tus Dendarii propusieron todo un banquete. El capitán Auson es un tipo espléndido.

Miles sonrió con frialdad.

— Ya supuse que vosotros dos os llevaríais bien.

— Desapareciste en medio de la fiesta, tuvimos que empezar a brindar sin ti.

— Quería estar con vosotros — dijo sinceramente Miles —, pero tenía muchas cosas de última hora que resolver con el comodoro Tung.

— Es una lástima. — Ivan sofocó un eructo, miró entonces a la dársena y murmuró —: Ahora bien, puedo entender que quieras llevar a una mujer, dos semanas encerrado y todo eso, pero ¿tenías que elegir a una que me produjera pesadillas?

Miles siguió la dirección de los ojos de Ivan. Elli Quinn, escoltada por el cirujano de Tung, encaminaba hacia ellos su lento y ciego andar. El gris y blanco de su ropa delineaba el cuerpo de la joven atlética, pero, del cuello para arriba, la muchacha era un mal sueño de alguna raza extraña. La calva uniformidad del bulbo rosado de la cabeza estaba interrumpida por el negro agujero de la boca, dos hendiduras encima del mismo donde debiera estar la nariz y un punto a cada lado marcando las entradas a los canales auditivos; sólo el derecho seguía edjando pasar el sonido a su oscuridad. Ivan se estremeció incómodo y desvió la mirada.

El cirujanos de Tung llevó aparte a Miles para darle instrucciones de última hora, referentes al cuidado de Elli durante el viaje, así como algunos estrictos consejos para que él mismo se ocupase de su estómago aún convaleciente. Miles dio unas palmaditas en la petaca que llevaba en la cintura, ahora llena de un medicamento, y juró fielmente beber 30 centímetros cúbicos cada dos horas. Puso la mano de la marcenaria sobre su propio brazo y se puso de puntillas para decirle al oído:

— Ya está todo listo. Próxima parada, Colonia Beta.

La otra mano de la joven se movió en el aire y encontró luego el rostro de Miles. Su dañada lengua trató de formar palabras en la rígida boca; al segundo intento, Miles las interpretó correctamente como «Gracias, almirante Naismith». De haber estado un poco más cansado, hubiera llorado.

— Está bien — dijo Miles —, salgamos de aquí antes de que el comité de despedida despierte y nos demore otras dos horas.

Pero era demasiado tarde. Por el rabillo de un ojo vio una esbelta figura corriendo por el muelle. Baz venía detrás, a un paso más sensato.

Elena llegó sin aliento casi.

— ¡Miles! — le acusó —. ¡Ibas a irte sin decir adiós!

Miles suspiró y le dirigió una sonrisa.

— Atrapado otra vez.

Las mejillas de Elena estaban coloradas y sus ojos chispeaban por el ejercicio. Absolutamente deseable… Si había endurecido su corazón para esta separación, ¿por qué le dolía más entonces?

Baz llegó. Miles les hizo a ambos una reverencia.

— Comandante Jesek, comodoro Jesek. ¿Sabes Baz?, quizá debería haberte nombrado almirante. Estos cargos podrían llegara a confundirse en un mal transmisor…

Baz movió la cabeza, sonriendo.

— Ha amontonado suficientes cargos en mí, mi señor. Cargos y honor y mucho más… — Sus ojos buscaron a Elena —. Una vez creí que haría falta un milagro para hacer que un don nadie fuera alguien nuevamente. — Su sonrisa se hizo más amplia —. Tenía razón, y debo agradecérselo.

— Y yo te doy las gracias — dijo Elena con voz sosegada — por un obsequio que jamás había esperado poseer.

Miles irguió la cabeza con un gesto interrogativo. ¿Se refería a Baz? ¿Al rango que ahora tenía? ¿A su marcha de Barrayar?

— Mi propia persona; a mí misma — explicó.

Le pareció que en ese razonamiento había una falacia en algún lado, pero no tuvo tiempo para desentrañarla. Los Dendarii estaban invadiendo la dársena desde distintos accesos, de dos en dos y de tres en tres, y en un flujo constante luego. Las luces aumentaron a la máxima intensidadd, como en el ciclo diurno. Sus planes de partir inadvertido se estaban desintegrando rápidamente.

— Bueno — dijo, apremiante —, adiós, entonces.

Estrechó precipitadamente la mano de Baz. Elena, con los ojos anegados de lágrimas, le apretó en un abrazo cercano a la trituración de huesos. La punta de los pies de Miles buscaban indignamente el suelo. Absolutamente tarde…

Para cuando ella le bajó, la multitud se reunía en torno suyo; las manos se alargaban para estrechar la suya, para tocarle o sólo para acercarse a él, como si estuvieran buscando su calor. Bothari había tenido un arrebato; en su mente, Miles le dedicó al sargento un saludo apologético.

La dársena era ahora un mar agitado de gente que coreaba balbuceos, vítores, hurras y pataleos. Pronto todo aquello adquirió ritmo; se hizo un canto: «¡Naismith! ¡Naismith! ¡Naismith!»

Miles alzó sus manos en resignado consentimiento, maldiciendo en su interior. Siempre había algún idiota en la multitud que empezaba esas cosas. Elena y Baz le cargaron sobre los hombros y entonces quedó acorralado. Ahora tendría que improvisar un maldito discurso de despedida. Bajó las manos; para su sorpresa, se apaciguaron… Volvió a levantarlas; rugieron. Las bajó lentamente, como un director de orquesta. El silencio se hizo absoluto. Era terrorífico.

— Como podéis ver, soy alto porque todos vosotros me habéis subido — comenzó a decir, ajustando la voz para llegar hasta la última fila. Una risa complacida corrió entre ellos —. Vosotros me habéis encumbrado con vuestro coraje, tenacidad, obediencia y demás virtudes militares. — Eso era, había que lisonjearlos; se lo estaban tragando, aunque seguramente se debiera en la misma medida a su confusión, a sus irascibles rivalidades, su voracidad, ambición, indolencia, y credulidad; sigue, sigue —. No puedo subiros a mi vez; por lo tanto, revoco la situación provisional de vuestros contratos y os declaro cuerpo permanente de los Mercenarios Dendarii.

Los vítores, silbidos y pataleos sacudieron la dársena. Muchos eran recién venidos, curiosos, pertenencientes al grupo de Oser, pero prácticamente toda la tripulación original de Auson estaba allí. Vio entre ellos al mismo Auson, radiante, y a Thorne, con lágrimas en las mejillas.

Alzó las manos pidiendo silencio otra vez y lo obtuvo.

— Me reclaman asuntos urgentes, por un período indefinido. Os pido y exijo que obedezcáis al comodoro Jesek como lo haríais conmigo. — Buscó la mirada de Baz —. No os defraudará.

Pudo sentir el hombro del maquinista temblando debajo de él. Era absurdo que baz pareciera tan exaltado: Jesek, de entre todos ellos, sabía que Miles era una farsa.

— Os doy las gracias a todos y os digo adiós.

Sus pies golpearon el suelo con un ruido sordo cuando se dejó caer. Y que Dios se apiade de mí, amén; murmuró para sí. Se encaminó hacia el tubo flexible, escapando, sonriendo, saludando con la mano.

Jesek, bloqueando los apretujones, le habló al oído.

— Mi señor, para mi curiosidad… antes de su partida, ¿me permitirá saber a qué casa sirvo?

— ¿Cómo, no lo sabes todavía? — Miles miró con asombro a Elena.

La hija de Bothari encogió los hombros.

— Seguridad.

— Bueno, no voy a andar gritándolo en este gentío, pero si alguna vez te compras una librea, lo cual no parece muy posible, elígela marrón y plateada.

— Pero… — Baz se detuvo de golpe, allí entre la multitud, con un pequeño nudo en la garganta —. Pero eso es… — Se puso pálido.

Miles sonrió, maliciosamente complacido.

— Adiéstrale poco a poco, Elena.

El silencio del tubo flexible le succionó, le asiló; el ruido del exterior sacudía sus sentidos, porque los Dendarii habían recomenzado su canto, Naismith, Naismith, Naismith. El piloto feliciano escoltó a bordo a Elli Quinn; detrás entró Ivan. Al saludar por última vez antes de adentrarse por el tubo, la última persona a quien vio Miles fue a Elena. Abriéndose paso hacia ella entre la multitud, con rostro serio, dolorido y pensativo, estaba Elena Visconti.

El piloto feliciano ajustó la escotilla, desconectó el tubo y comenzó a caminar delante de ellos hacia la sala de navegación y comunicaciones.

— ¡Dios mío! — observó respetuosamente Ivan —. Los tienes verdaderamente impresionados. En este momento debes de estar muy por encima de mí en ondas psíquicas o algo así.

— No realmente — respondió Miles, sonriendo.

— ¿Por qué no? Yo lo estaría, seguramente. — Había una corriente oculta de envidia en la voz de Ivan.

— Mi nombre no es Naismith.

Ivan abrió la boca, la cerró, le estudió de soslayo. Las pantallas de la sala de navegación mostraban la refinería y el espacio que los rodeaba. La nave se alejaba de la dársena. Miles trató de mantener esa imagen particular entre la fila de muelles, pero pronto se hizo confusa. ¿Cuarta o quinta desde la izquierda?

— Maldita sea. — Ivan se metió los pulgares en el cinturón y se meció sobre los talones —. Todavía me tiene atontado. Quiero decir, llegas a este sitio sin nada y, en cuatro meses, vuelcas por completo la jugada y terminas con todas las piezas sobre el tablero.

— No quiero las piezas — replicó Miles con impaciencia —, no quiero ninguna de las piezas. Para mí significa la muerte si me pillan con piezas en mi poder, ¿recuerdas?

— No te entiendo — se quejó Ivan —. Creía que siempre habías querido ser un soldado. Aquí has peleado batallas reales, has comandado una flota entera de naves, has cambiado el mapa táctico con un número fantásticamente bajo de pérdidas…

— ¿Es eso lo que crees? ¿Qué he estado jugando al soldado? ¡Bah! — Comenzó a pasearse de un modo inquieto, se detuvo y bajó avergonzado la cabeza —. Tal vez es lo que he hecho, tal vez ése ha sido el problema. Malgastar un día tras otro, alimentando mi ego, mientras todo el tiempo, allá en casa, los perros de Vordrozda perseguían a mi padre. Y tener que pasarme estos cinco días mirando por la ventana mientras ellos le están matando…

— Ah. Así que era eso lo que te espantaba… No temas — le tranquilizó Ivan —, regresaremos a tiempo. — Parpadeó y agregó en un tono mucho menos definido —: Miles, suponiendo que tengas razón acerca de todo esto… ¿qué es lo que vamos a hacer, una vez hayamos vuelto?

Los labios de Miles dibujaron una sonrisa carente de alegría.

— Algo se me ocurrirá.

Se dio la vuelta para mirar las pantallas, pensando en silencio: Pero estás equivocado en cuanto a lo de las pérdidas, Ivan; fueron enormes.

La refinería y las naves alrededor de ella se fueron haciendo pequeñas hasta convertirse en una débil constelación de manchas, destellos, lágrimas en los ojos; y, de pronto, desaparecieron.