122473.fb2 El arca de la redenci?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Cuando saltó la alarma, Skade estaba encajada entre dos oscuras masas curvadas de maquinaria. Uno de sus sensores había detectado una alteración en la postura de ataque de la nave, correspondiente a una escalada del estado de alerta de batalla. No se trataba necesariamente de una crisis, pero sin duda exigía su atención inmediata.

Desenchufó su compad de la maquinaria y la fibra óptica umbilical dio unas sacudidas mientras retornaba al interior del aparato. Apretó contra su estómago la pizarra en blanco del compad, donde se dobló y se adhirió a la tela negra almohadillada de su peto. Casi de inmediato, el compad comenzó a hacer una copia de seguridad de su zona de datos y la introdujo en una partición segura de la memoria a largo plazo de Skade.

Esta se arrastró por el estrecho espacio que quedaba entre los componentes de la máquina, para lo que tuvo que arquearse y retorcerse en las zonas más angostas. Después de avanzar veinte metros alcanzó el punto de salida y, ya con mayor comodidad, pudo asomarse por una estrecha abertura circular que acababa de abrirse en una pared. Entonces Skade se inmovilizó y quedó totalmente en silencio; incluso las ondas de color de su cresta se atenuaron. El telar de implantes de su cerebro no detectó otros combinados a menos de cincuenta metros, y le confirmó que todos los sistemas de monitorización de aquel corredor hacían oídos sordos a su repentina aparición. Pero, pese a todo, decidió ser cauta, y cuando se movió (mirando a un lado y a otro del pasillo) lo hizo con absoluta calma y cuidado, como un gato que se aventura en un territorio que no le resulta familiar.

No había nadie a la vista.

Cruzó por completo la abertura y emitió una orden mental que hizo que esta se comprimiera hasta formar un sello delgado e invisible. Solo ella sabía dónde estaban esos pasos, y únicamente funcionaban para ella. Incluso si Clavain lograba detectar la presencia de la maquinaria oculta, nunca hallaría el modo de llegar hasta ella sin usar la fuerza bruta, lo cual a su vez desencadenaría la autodestrucción de la propia maquinaria.

La nave estaba en caída libre y sin propulsión, así que Skade dedujo que se acercaban furtivamente a la nave enemiga que habían estado persiguiendo. Se sentía a gusto en la ingravidez. Correteó por el corredor, saltando a cuatro patas de un punto de contacto al siguiente. Sus movimientos eran tan precisos y económicos que a veces parecía viajar con su propia burbuja de gravedad personal.

[Skade, informa].

Nunca sabía con exactitud cuándo iba a brotar el Consejo Nocturno en su cabeza, pero desde hacía mucho había dejado de desconcertarse por sus repentinas apariciones.

Nada grave. Todavía no hemos rascado siquiera la superficie de lo que la maquinaria es capaz de hacer, pero hasta el momento todo funciona exactamente como habíamos pensado que haría.

[Bien. Por supuesto, sería deseable desarrollar unas pruebas más completas…].

Skade notó que enrojecía de irritación.

Ya os lo expliqué. Por el momento, solo con cuidadosas mediciones es posible detectar la influencia de la maquinaria. Eso quiere decir que podemos realizar pruebas clandestinas bajo la tapadera de operaciones militares rutinarias.

Skade se abalanzó sobre una intersección y salió disparada hacia el puente. Se obligó a calmarse y ajustó la química de su sangre antes de proseguir la conversación.

Coincido en que necesitamos más datos antes de poder equipar la flota, pero en cuanto incrementemos las pruebas nos arriesgaremos a extender la información sobre nuestro gran adelanto. Y no me refiero solo dentro del Nido Madre.

[Tu argumento está muy claro, Skade. No hay necesidad de que nos lo recuerdes. Solo estábamos mencionando los hechos. Inconveniente o no, debemos realizar pruebas más profundas, y habrá que hacerlo pronto].

Skade se cruzó con otro combinado que se dirigía a otra zona de la nave. Skade se asomó a su mente y vislumbró un lodo superficial de emociones y experiencias recientes. Nada que le interesara o que tuviera relevancia táctica. Debajo del lodo había capas de recuerdos más profundos, estructuras mnemónicas que se sumergían en una densa oscuridad como enormes monumentos bajo el mar. Todo ello estaba a su disposición por si quería cribar y escrutar, pero, nuevamente, nada que mereciera la pena. Al fondo, en el nivel más profundo, Skade detectó algunos recuerdos privados y compartimentados que el hombre no creía que ella pudiera leer. Durante un instante breve pero intenso, se sintió tentada de meterse y editar los bloqueos personales del hombre, y hasta de revisar uno o dos de sus preciados recuerdos. Pero se contuvo; le bastaba con saber que podía hacerlo.

En sentido inverso, notó que la mente del hombre mandaba sondas inquisitivas a la suya y que después se apartaba con un estremecimiento al notar la brusca denegación de acceso. Notó la curiosidad del hombre, que sin duda se preguntaba por qué había un miembro del Consejo Cerrado a bordo de la nave.

Eso la divirtió. El hombre sabía del Consejo Cerrado, y tal vez hasta sospechara la existencia de su núcleo supersecreto, el Sanctasanctórum. Pero Skade estaba segura de que nunca había llegado a imaginarse siquiera la existencia del Consejo Nocturno.

El hombre pasó junto a ella, Skade siguió su camino.

[¿Tienes dudas, Skade?].

Por supuesto que tengo dudas. Estamos jugando con el fuego divino. No es algo con lo que debamos apresurarnos.

[Los lobos no esperarán por nosotros, Skade].

A Skade se le erizó el vello. No hacía ninguna falta que le recordaran a los lobos. El miedo era una espuela útil, eso lo admitía, pero todo tenía un límite. Como rezaba el antiguo dicho, el Proyecto Manhattan no se completó en un día. ¿O era Roma? En cualquier caso, algo relacionado con la Tierra.

No he olvidado a los lobos.

[Estupendo, Skade. Nosotros tampoco. Y dudamos muy mucho que los lobos se hayan olvidado de nosotros].

Notó que el Consejo Nocturno retrocedía y se retiraba a algún diminuto bolsillo ilocalizable de su cabeza, donde esperaría hasta la siguiente ocasión.

Skade llegó al puente de la Sombra Nocturna, consciente de que su cresta palpitaba con sombras lívidas de color rosa y escarlata. El puente era una sala esférica carente de ventanillas y situada en las profundidades de la nave, lo bastante amplia como para contener a cinco o seis combinados sin que se sintieran apretujados. Pero en aquel momento solo estaban presentes Clavain y Remontoire, lo mismo que cuando ella se había marchado. Los dos yacían en hamacas de aceleración colgadas en medio de la esfera, con los ojos cerrados mientras manipulaban el amplio entorno sensorial de la Sombra Nocturna. Parecían tranquilos hasta un extremo ridículo, con los brazos pulcramente cruzados sobre el pecho.

Skade esperó mientras la sala desplegaba otra hamaca para ella y la envolvía en un amasijo protector de enredaderas parecidas a lianas. Sondeó despreocupadamente las mentes de sus compañeros. Remontoire estaba completamente abierto a ella, y hasta sus particiones del Consejo Cerrado aparecían como simples demarcaciones y no como barreras infranqueables. Su mente era como una ciudad de cristal, quizás ahumado aquí y allá, pero nunca opaco del todo. Atravesar las pantallas del Consejo Cerrado era uno de los primeros trucos que le había enseñado el Consejo Nocturno, algo que había demostrado ser útil incluso después de unirse a este. No todos los miembros del Consejo Cerrado tenían acceso a los mismos secretos (para empezar, estaba el Sanctasanctórum), pero para Skade nada quedaba oculto.

Sin embargo, era frustrantemente difícil leer a Clavain, y por eso aquel hombre la fascinaba al tiempo que la inquietaba. Sus implantes neuronales eran de una configuración mucho más antigua que los de todos los demás, y Clavain nunca había permitido que se los actualizaran. Había amplios sectores de su cerebro que no estaban inmersos en absoluto en el telar, y las conexiones neuronales entre esas regiones y las zonas combinadas eran escasas y estaban distribuidas de forma poco eficiente. Los algoritmos de búsqueda y recuperación de Skade podían extraer patrones neuronales de cualquier parte del cerebro de Clavain que estuviera sumergida en el telar, pero incluso eso era más fácil de decir que de hacer. Repasar la mente de Clavain era como que te entregaran las llaves de una fabulosa biblioteca por la que acabara de pasar un torbellino. Lo habitual era que, para cuando uno localizaba lo que estaba buscando, ya hubiese dejado de tener importancia.

Pese a todo, Skade había aprendido mucho de Clavain. Habían transcurrido diez años desde el regreso de Galiana, pero si las lecturas de su mente eran correctas (y Skade no tenía motivos para pensar lo contrario), Clavain seguía sin tener una idea clara de lo que había sucedido. Al igual que el conjunto del Nido Madre, Clavain sabía que la nave de Galiana se había topado en el espacio profundo con seres alienígenas hostiles, máquinas que habían terminado por ser conocidas como los lobos. Los lobos se habían infiltrado en la nave y habían reventado las mentes de la tripulación. Clavain sabía que Galiana había sido perdonada y que su cuerpo seguía siendo preservado, y también que en su cráneo había alojada una estructura de evidente origen lupino. Pero lo que no había descubierto (y, por la información de la que disponía Skade, ni siquiera había llegado a sospechar) era que Galiana había recobrado la consciencia y que había disfrutado de un breve período de lucidez antes de que el lobo hablara a través de ella. De hecho, más de uno.

Skade recordó cómo había mentido a Galiana al asegurarle que Clavain y Felka estaban muertos. Al principio no fue fácil. Al igual que todos los combinados, Skade admiraba a Galiana. Era la madre de todos ellos, la reina de la facción combinada. Pero del mismo modo, el Consejo Nocturno le había recordado que tenía un deber para con el Nido Madre que superaba su veneración por Galiana. Tenía la responsabilidad de aprovechar al máximo las ventanas de lucidez para descubrir todo lo que se pudiera de los lobos, y eso significaba aliviar a Galiana de cualquier preocupación superflua. Aunque en su momento le pareció cruel, el Consejo Nocturno le había asegurado que era lo mejor a largo plazo.

Y, poco a poco, Skade había ido comprendiendo que tenía sentido. En realidad no le estaba mintiendo a Galiana, sino a una sombra de lo que Galiana fue. Y lógicamente una mentira llevaba a otra, por eso Clavain y Felka nunca se habían enterado de esas conversaciones.

Skade retiró sus sondas mentales y adoptó un nivel rutinario de intimidad. Permitió que Clavain accediera a sus recuerdos, modalidades sensoriales y emociones superficiales, o más bien a una versión sutilmente amañada de los mismos. Al mismo tiempo, Remontoire vio tanto como esperaba ver, pero de nuevo arreglado y modificado para servir a los propósitos de Skade.

La hamaca de aceleración la arrastró hasta el centro de la esfera, cerca de sus dos compañeros. Skade cruzó los brazos por debajo de los senos y los apoyó sobre la curvada placa del compad, que todavía cuchicheaba sus hallazgos a la memoria a largo plazo.

La presencia de Clavain se dejó notar.

[Skade, me alegro de que te unas a nosotros].

He detectado una modificación en nuestra disposición de ataque, Clavain. Imagino que guarda relación con la nave demarquista.

[En realidad es un poco más interesante que eso. Echa un vistazo].

Clavain le ofreció el terminal de una conexión de datos con la red de sensores de la nave. Skade lo aceptó y ordenó a sus implantes que lo cartografiaran en su propio sensorio con los filtros y preferencias habituales.

Experimentó una agradable pero momentánea sensación de desplazamiento. Su cuerpo, los cuerpos de sus compañeros, la sala en la que flotaban, la enorme y elegante aguja de color negro carbón que era la Sombra Nocturna, todo aquello pasó a ser insustancial.

El planeta joviano era una enorme presencia al frente, envuelta en una nube geométricamente compleja y siempre cambiante de zonas prohibidas y pasos seguros. Un feo enjambre de plataformas y centinelas sobrevolaba el planeta con ajustadas órbitas precesionales. Más cerca, aunque no demasiado, se encontraba la nave demarquista que la Sombra Nocturna había estado persiguiendo. Ya tocaba la parte exterior de la atmósfera de Sueño Mandarina y comenzaba a brillar al aumentar de temperatura. El capitán se arriesgaba mucho con aquella zambullida atmosférica, con la esperanza de poder ocultarse tras unos cuantos cientos de kilómetros de densas nubes.

Era, tal como consideró Skade, un movimiento nacido de la desesperación.

Las inserciones transatmosféricas eran arriesgadas, incluso para las naves diseñadas para hacer pasadas de refilón en las capas superiores de los planetas jovianos. El capitán debería haber frenado su marcha antes de intentar la zambullida, y también habría de ir lento cuando regresara al espacio. Aparte del efecto de camuflaje causado por el aire que quedara por encima (y cuyo beneficio real dependía de la batería de sensores de que dispusiera la nave perseguidora y de lo que se pudiera detectar mediante satélites de órbita baja o zánganos flotantes), la única ventaja de una zambullida consistía en reponer las reservas de combustible.

Durante los primeros años de la guerra, ambos bandos habían usado la antimateria como principal fuente de energía. Los combinados, con sus factorías camufladas en los límites del sistema, seguían siendo capaces de producir y almacenar antimateria en cantidades aceptables para propósitos militares. E incluso si no pudieran, era bien sabido que tenían acceso a fuentes de energía aún más prodigiosas. Pero manejar antimateria era algo que los demarquistas no habían sido capaces de hacer durante más de una década. Habían retrocedido a la energía de fusión, para la cual necesitaban hidrógeno, que en condiciones ideales se dragaba de los océanos del interior de los gigantes gaseosos, donde ya estaba comprimido hasta alcanzar el estado metálico. El capitán abría las portillas de combustible de la nave y succionaba y comprimía el hidrógeno atmosférico, o incluso podía atreverse a sumergirse en el mar de hidrógeno «simplemente» líquido, situado por encima del que se hallaba en estado metálico y que envolvía el pequeño núcleo rocoso del planeta. Pero eso sería algo demasiado arriesgado para una nave que ya había sufrido daños en combate. Probablemente el capitán confiara en que no fuese necesario sacar las palas, y en su lugar poder reunirse con una de las naves cisterna con mentalidad de ballena que trazaban círculos de manera interminable a través de la atmósfera, mientras cantaban tristes endechas sobre las turbulencias y la química de los hidrocarburos. De lograrlo, el buque cisterna inyectaría en la nave postas de hidrógeno metálico preprocesado, una parte para su uso como combustible y otra para servir de ojivas.

La inserción atmosférica era una apuesta, y además desesperada, pero había salido bien las veces suficientes como para resultar ligeramente preferible a una operación suicida de evasión.

Skade compuso un pensamiento y lo mandó hacia las cabezas de sus compañeros.

Admiro la decisión del capitán. Pero no le servirá de nada.

La respuesta de Clavain fue inmediata.

[Es una mujer, Skade. Captamos su señal cuando envió un haz estrecho a la otra nave; estaban atravesando el borde de un anillo de escombros y había el polvo en suspensión necesario para dispersar una pequeña parte del láser en nuestra dirección].

¿Y el intruso?

Fue Remontoire el que respondió esta vez.

[Sospechábamos que era un carguero desde el momento en que pudimos ver de cerca la señal de su tubo de escape. Resulta que así es, y ahora sabemos un poco más].

Remontoire le ofreció otro terminal, que ella aceptó.

En su mente brotó una imagen borrosa del carguero a la que se iban añadiendo detalles, como un esbozo que se completara poco a poco. El carguero tenía la mitad de tamaño que la Sombra Nocturna y era un típico transporte intrasistema construido uno o dos siglos atrás, sin duda anterior a la plaga. El casco era vagamente redondeado; puede que antaño la nave hubiese estado diseñada para aterrizar en Yellowstone o en otros cuerpos del sistema con atmósfera, pero desde entonces había adquirido tantos bultos y espinas que a Skade le recordaba a un pez afectado por alguna extraña mutación recesiva. Unos símbolos crípticos pero legibles para las máquinas parpadeaban sobre su piel, aunque algunos de ellos aparecían interrumpidos por amplias zonas desnudas en el revestimiento, fruto de las reparaciones en el casco.

Remontoire se adelantó a su pregunta.

[La nave es el Ave de Tormenta, un carguero registrado en el Carrusel Nueva Copenhague, en el Cinturón Oxidado. La comandante y dueña de la nave es Antoinette Bax, aunque apenas lleva un mes al cargo. El dueño anterior era James Bax, es de suponer que un familiar. No sabemos qué le sucedió. Sin embargo, los registros indican que la familia Bax lleva con el Ave de Tormenta desde mucho antes de la guerra, posiblemente incluso antes de la plaga. Sus actividades parecen reducirse a la típica mezcla de asuntos legales y otros que no lo son tanto, algunas infracciones aquí y allá y un par de roces con la Convención de Ferrisville, pero nada lo bastante serio como para provocar su arresto, ni siquiera bajo el código del estado de excepción].

Skade notó que su distante cuerpo asentía con un gesto. La guirnalda de hábitat que orbitaba alrededor de Yellowstone llevaba mucho tiempo alimentando un amplio espectro de arriesgados transportistas, que iban desde prestigiosos operadores de alta gama a cargueros mucho más lentos (y enormemente más baratos), que no hacían preguntas y se desplazaban mediante motores de fusión o de iones. Incluso tras la plaga, que había transformado la antaño gloriosa Banda Resplandeciente en el mucho menos glamoroso Cinturón Oxidado, seguían existiendo nichos comerciales para aquellos dispuestos a ocuparlos. Había bloqueos que romper y una horda de nuevos clientes que surgían entre las ruinas humeantes del Gobierno de la demarquía, aunque no todos eran la clase de clientes con la que uno desearía tener tratos más de una vez.

Skade no sabía nada de la familia Bax, pero pudo imaginarlos prosperar bajo esas condiciones, quizás hasta con más vigor durante la guerra. Ahora había cuarentenas que saltarse y oportunidades de ayudar y secundar a los agentes encubiertos de ambas facciones en sus misiones de espionaje. Tanto daba que la Convención de Ferrisville, la administración provisional que gobernaba los asuntos alrededor de Yellowstone, fuese prácticamente el régimen más intolerante de la historia. Y allí donde hubiera fuertes castigos, siempre aparecerían los que pagaban con generosidad para que otros asumieran los riesgos por ellos.

La imagen mental que se había hecho Skade de Antoinette Bax casi estaba completa. Pero había una cosa que no comprendía: ¿qué estaba haciendo Antoinette Bax tan adentrada en una zona de guerra? Y ahora que pensaba en ello, ¿cómo era que seguía viva?

¿Ha hablado la capitana con ella?, preguntó Skade.

Clavain respondió.

[Le ha lanzado una advertencia, Skade, para que retrocediera o se atuviera a las consecuencias].

¿Y lo ha hecho?

Remontoire le pasó el vector del carguero. Iba recto hacia la atmósfera del planeta joviano, lo mismo que la nave demarquista que tenía delante.

Esto no tiene sentido. La capitana debería haberla destruido por quebrantar un volumen en disputa.

Fue Clavain quien respondió.

[La capitana la amenazó con hacer exactamente eso, pero Bax no le hizo caso. Le prometió a la capitana demarquista que no iba a robar hidrógeno, pero dejó muy claro que tampoco pensaba desviarse de su rumbo].

Es muy valiente, o muy estúpida.

[O muy afortunada], replicó Clavain. [Es evidente que la capitana no cuenta con la munición necesaria para respaldar sus amenazas. Debe de haber gastado sus últimos misiles durante algún enfrentamiento previo].

Skade reflexionó sobre ello, anticipándose al razonamiento de Clavain. Si la capitana realmente había disparado su último misil, estaría desesperada por ocultar esa información a la Sombra Nocturna. Una nave desarmada estaba madura para el abordaje. Incluso con la guerra tan avanzada, todavía se podía obtener información útil de la captura de una nave enemiga, y eso por no mencionar la perspectiva de reclutar a su tripulación.

¿Crees que la capitana confiaba en que el carguero siguiera sus indicaciones?

Detectó el asentimiento de Clavain antes de que su respuesta tomara forma en su cabeza.

[Sí. Cuando Bax iluminó la nave demarquista con su radar, la capitana no tuvo otra elección que dar alguna clase de respuesta. Disparar un misil sería el curso de acción habitual, hubiese estado en su derecho, pero como mínimo tenía que advertir al carguero de que diera media vuelta. Y el caso es que no ha funcionado; por algún motivo Bax no se ha sentido lo bastante intimidada. Eso colocó de inmediato a la capitana en una situación comprometida. Por mucho que ladre, está claro que no puede morder].

Remontoire completó su línea de pensamiento:

[Clavain tiene razón. No le quedan misiles, y ahora lo sabemos].

Skade comprendió lo que tenían en mente. Aunque la nave demarquista ya había comenzado a sumergirse en la atmósfera, seguía dentro del alcance básico de los misiles de la Sombra Nocturna. No estaba garantizado que la destruyeran, pero las posibilidades estaban a su favor. Pero Remontoire y Clavain no querían derribar al enemigo, sino esperar a que emergiera de la atmósfera, lento y lleno de combustible, pero igual de desarmado que antes. Querían abordarlo, extraer datos de sus bancos de memoria y convertir a su tripulación en reclutas para el Nido Madre.

No puedo consentir una operación de abordaje. Los riesgos para la Sombra Nocturna superan cualquier posible beneficio.

Notó que Clavain trataba de sondear su mente.

[¿Por qué, Skade? ¿Hay algo que convierta esta nave en inusualmente valiosa? De ser así, ¿no es un poco raro que nadie me lo haya contado?].

Eso es un asunto del Consejo Cerrado, Clavain. Tuviste la oportunidad de unirte a nosotros.

[Pero aunque Clavain lo hubiera hecho, no lo sabría todo, ¿verdad?].

La atención de Skade se dirigió con brusquedad y rabia a Remontoire.

Ya sabes que estoy aquí en representación del Consejo Cerrado, Remontoire. Eso es todo lo que importa.

[Pero yo también estoy en el Consejo Cerrado y ni siquiera así sé exactamente qué estás haciendo aquí. ¿De qué se trata, Skade? ¿Una misión secreta para el Sanctasanctórum?].

Skade se puso furiosa, y pensó en lo fáciles que serían las cosas si nunca tuviera que tratar con los viejos combinados.

Esta nave es valiosa, sí. Es un prototipo, y los prototipos siempre son valiosos. Pero eso ya lo sabíais. Desde luego, no queremos perderla en un enfrentamiento secundario.

[Pero resulta evidente que eso no es todo].

Quizá, Clavain, pero ahora no es momento de discutirlo. Asigna una andanada de misiles para la nave demarquista y dispara otra contra el carguero.

[No. Esperaremos a que ambas naves salgan por el otro lado. Entonces, suponiendo que alguna sobreviva, actuaremos].

No puedo permitirlo. Que así fuera. Había confiado en no tener que llegar tan lejos, pero Clavain no le dejaba elección. Skade se concentró y preparó una compleja serie de órdenes neuronales. Notó la distante aquiescencia de los sistemas de armas, que reconocían su autoridad y se sometían a su voluntad. El control era impreciso y carecía de la pericia e inmediatez con la que manejaba sus propias máquinas, pero bastaría. Todo lo que tenía que hacer era lanzar unos pocos misiles.

[¿Skade…?].

Era Clavain. Debía de haberse dado cuenta de que estaba anulando su control sobre las armas, y Skade notó su sorpresa al ver que podía hacerlo. Asignó la andanada y los misiles cazadores/rastreadores temblaron en sus plataformas de lanzamiento.

Pero otra voz habló serena en su cabeza.

[No, Skade].

Era el Consejo Nocturno.

¿Cómo?

[Cede el control de las armas. Haz como dice Clavain. A la larga, nos será de mayor utilidad].

No, yo…

El tono del Consejo Nocturno se hizo más estridente.

[Libera las armas, Skade].

Furiosa, consciente del escozor de la reprimenda, Skade hizo lo que se le indicaba.

Antoinette se acercó hasta el ataúd de su padre. Estaba amarrado al enrejado de la bodega de carga, exactamente igual que cuando se lo había enseñado al proxy.

Colocó una mano enguantada sobre la superficie superior de la arqueta. A través del cristal de la ventanilla pudo contemplar su perfil. La similitud familiar era bastante evidente, aunque la edad y la circunspección habían hecho de sus rasgos una exagerada caricatura masculina de los de Antoinette. Tenía los ojos cerrados y la expresión de su rostro (o de lo que Antoinette podía ver de él) resultaba casi de aburrida tranquilidad. Antoinette pensó que hubiese sido típico de él echar una cabezada durante todo aquel jaleo. Recordaba el sonido de sus ronquidos llenando la cubierta de vuelo. En una ocasión, hasta lo había pillado observándola con los párpados cerrados casi del todo, fingiendo dormir, para observar cómo se las manejaba con la crisis que tuvieran entre manos, sabiendo que un día tendría que valerse por sí sola.

Antoinette comprobó las jarcias que aseguraban el ataúd al enrejado. Estaba bien fijado, no se había soltado nada durante las recientes maniobras.

—Bestia… —dijo.

—¿Sí, señorita?

—Estoy abajo, en la bodega.

—Uno es incómodamente consciente de ello, señorita.

—Me gustaría que nos pasaras a subsónica. Avísame cuando estemos, ¿te importa?

Estaba dispuesta a enfrentarse a su previsible protesta, pero no hubo ninguna. Notó que la nave cabeceaba y su oído interno se esforzó por diferenciar entre deceleración y descenso. En realidad, el Ave de Tormenta no volaba; su forma generaba muy poca sustentación aerodinámica, así que se veía obligado a mantener la altura redirigiendo hacia abajo los impulsores. La bodega, que estaba al vacío, había proporcionado hasta entonces cierta flotabilidad, pero el plan no incluía sumergirse con la bodega despresurizada.

A Antoinette no se le iba de la cabeza la idea de que a esas alturas ya debería estar muerta. La capitana demarquista tendría que haberla hecho pedazos, y la nave araña que los perseguía debería haber atacado antes de que tuvieran tiempo de zambullirse en la atmósfera. Solo la inmersión ya debería haberla matado; no había sido la inserción suave y controlada que había planeado, sino más bien una carrera a campo traviesa por meterse bajo las nubes cuanto antes, aprovechando el vórtice que ya había abierto la nave demarquista. En cuanto recuperaron el nivel de vuelo había pedido una evaluación de daños, y las noticias no eran buenas. Si lograba regresar al Cinturón Oxidado (y la cosa no estaba nada clara; al fin y al cabo las arañas seguían ahí fuera), Xavier iba a estar muy, muy ocupado durante los siguientes meses.

Bueno, al menos eso evitara que se meta en líos.

—Estamos en subsónica, señorita —informó Bestia.

—Bien. —Por tercera vez, Antoinette se aseguró de estar atada al enrejado con tanta firmeza como el ataúd, y después volvió a comprobar la configuración de su traje—. Abre el portón número uno de la bodega, por favor.

—Un momento, señorita.

Al extremo del entramado cobró forma una brillante rendija de luz. Antoinette entrecerró los ojos para poder mirarla, y a continuación se bajó con la mano la visera de reflejos verde botella del traje.

La grieta luminosa se agrandó y entonces la fuerza del aire que entraba la golpeó y la aplastó contra el puntal de la retícula. El viento colmó la cámara en pocos segundos, rugiendo y arremolinándose a su alrededor. Los sensores del traje lo analizaron de inmediato y la previnieron seriamente para que no se quitara el casco. La presión de aire había superado una atmósfera, pero estaba tan frío que le haría añicos los pulmones, además de ser tóxico en grado letal.

Una atmósfera de venenos asfixiantes y enormes gradientes de temperatura es el precio que uno paga, reflexionó Antoinette, por ver unos colores tan exquisitos desde el espacio.

—Llévanos veinte kilómetros más abajo —dijo.

—¿Está segura, señorita?

—Que sí, joder.

El suelo se inclinó y Antoinette aguardó mientras el barómetro del traje marcaba los incrementos en presión atmosférica. Dos atmósferas, tres. Cuatro atmósferas y aumentando. Confiaba en que el resto del Ave de Tormenta, que ahora estaba bajo una presión negativa, no se plegara sobre ella como una bolsa de papel húmeda.

Pase lo que pase, pensó Antoinette, probablemente ya haya prescrito la garantía de la nave…

Cuando hubo recuperado la confianza, o más bien cuando su pulso se relajó hasta algo parecido a un ritmo normal, comenzó a avanzar centímetro a centímetro hacia el portón abierto, arrastrando consigo el ataúd. Fue un proceso laborioso, ya que se veía obligada a asegurar y soltar las amarras de la arqueta cada par de metros. Pero lo último que sentía era impaciencia.

Al mirar al frente, aprovechando que sus ojos ya se habían adaptado, descubrió que la luz tenía un tono gris nublado. Poco a poco se fue apagando y adquirió un tinte de hierro o de bronce oscuro. Épsilon Eridani no era una estrella demasiado brillante, y gran parte de su luz quedaba ahora filtrada por las capas atmosféricas que se situaban por encima de ellos. Si seguían sumergiéndose, todo sería cada vez más oscuro, hasta estar como en el fondo del océano.

Pero eso era lo que había querido su padre.

—De acuerdo, Bestia, mantenlo estabilizado. Estoy a punto de encargarme de lo que hemos venido a hacer.

—Tenga cuidado ahora, señorita.

Había portones de acceso a la bodega de carga distribuidos por todo el Ave de Tormenta, pero el que habían abierto se encontraba en la panza de la nave y apuntaba en sentido contrario a la dirección de vuelo. Antoinette ya había alcanzado el borde y la puntera de sus botas asomaba un par de centímetros sobre el vacío. Se sentía precaria, aunque seguía bien anclada. No podía mirar hacia lo alto; la oscura cara inferior del casco, que se curvaba suavemente hacia la cola, se lo impedía. Pero a ambos lados y hacia abajo, nada obstaculizaba su visión.

—Tenías razón, papá —musitó, con tanta delicadeza que confió en que Bestia no captara sus palabras—. Es un lugar realmente asombroso. Debo reconocer que hiciste una buena elección.

—¿Señorita?

—Nada, Bestia.

Comenzó a soltar las amarras del ataúd. La nave dio bandazos y sacudidas un par de veces, provocando que se le retorciera el estómago y que la arqueta golpeara contra los palos del entramado, pero, en general, Bestia estaba haciendo un excelente trabajo manteniendo la altitud. La velocidad era ahora considerablemente subsónica respecto a la corriente de aire en la que se encontraban, así que Bestia hacía poco más que sostenerse en el aire, pero eso era bueno. La ferocidad del viento había amainado, salvo por el ocasional turbión, como ella había confiado.

El ataúd estaba ya casi suelto, listo para ser arrojado por el borde. Su padre parecía un hombre que echara la siesta. Los embalsamadores habían realizado un trabajo estupendo, y el titubeante mecanismo de refrigeración de la arqueta había hecho el resto. Era imposible creer que su padre llevaba muerto un mes.

—Bueno, papá —dijo Antoinette—, supongo que esto ha sido todo. Lo hemos logrado. Me parece que no hace falta decir mucho más.

La nave le hizo el honor de no comentar nada.

—Aún no sé si realmente estoy haciendo lo correcto —prosiguió Antoinette—. Es decir, sé que esto es lo que una vez dijiste que querías, pero… —Déjalo, dijo para sí. No vuelvas de nuevo sobre eso.

—¿Señorita?

—¿Sí?

—Uno aconsejaría con toda seriedad que no nos llevara mucho más tiempo.

Antoinette recordó la etiqueta de la botella de cerveza. No la llevaba consigo en ese momento, pero no había detalle en ella que no pudiera traer de inmediato a la mente. El brillo de las tintas doradas y plateadas se había desvanecido un poco desde el día en que ella misma la había soltado amorosamente de la botella, pero en su imaginación aún brillaban con un lustre fabuloso y misterioso. Era un objeto barato y fabricado a millones, pero en sus manos y en su corazón la etiqueta había adquirido la importancia de un icono religioso. Cuando arrancó la etiqueta era mucho más joven, solo tenía doce o trece años y su padre, con la euforia de un transporte lucrativo, la había llevado a uno de esos antros de alcohol que a veces frecuentaban los mercaderes. Aunque la experiencia de Antoinette en tales temas era limitada, le había parecido una buena noche, con muchas carcajadas y muchas historias que se contaban los unos a los otros. Entonces, en algún momento cerca del final de la velada, la conversación había girado en torno a los diversos modos de encargarse de los restos mortales de los viajeros espaciales, ya fuera por tradición o por preferencias personales. Su padre había guardado silencio durante la mayor parte de la discusión, y sonreía para sus adentros mientras la charla vagaba de lo serio a lo profano y vuelta a empezar, riéndose de los chistes y los insultos. Entonces, para gran sorpresa de Antoinette, había declarado su propia elección, que consistía en ser enterrado en la atmósfera de un planeta gigante gaseoso. En cualquier otro momento, Antoinette hubiese supuesto que se burlaba de las propuestas de sus camaradas, pero había algo en su tono que le indicó que hablaba totalmente en serio y que, aunque nunca antes había mencionado el tema, no era algo que acabara de sacarse de la manga. Y por ese motivo, ella había hecho en su interior un pequeño voto privado. Había sacado la etiqueta de una botella como recordatorio, jurando que si su padre moría algún día y ella estaba en posición de hacer algo al respecto, no olvidaría su deseo.

Y durante todos los años posteriores había sido fácil imaginar que mantendría su voto. Tan fácil, de hecho, que apenas había vuelto a pensar en ello. Pero ahora su padre estaba muerto y ella había tenido que afrontar lo que se había prometido a sí misma, sin importar que ahora se le antojase bastante ridículo e infantil. Lo que contaba era la convicción absoluta que ella creía haber leído en su voz aquella noche. Aunque solo tenía doce o trece, y podía habérselo imaginado o verse engañada por su seria cara de póquer, había hecho un voto y, por muy embarazoso o incómodo que fuera, tendría que plegarse a él aunque eso supusiera poner el peligro su propia vida.

Soltó las últimas correas y después empujó hacia delante el ataúd, hasta que una tercera parte de su longitud asomaba ya por encima del borde. Un buen impulso y su padre recibiría el entierro que había querido.

Era una locura. En todos los años transcurridos desde aquella conversación de borrachos en el bar de los espaciales, su padre no había vuelto a mencionar la idea de ser inhumado en un joviano. ¿Pero significaba eso necesariamente que no se trataba de su auténtica última voluntad? Al fin y al cabo, nunca supo cuándo iba a morir. No había tenido tiempo de poner en orden sus asuntos antes del accidente, ni tenía razón alguna para explicarle con paciencia a Antoinette lo que quería que hiciera con sus restos mortales.

Una locura, si…, pero sentida.

Antoinette empujó el ataúd por el borde.

Durante un instante, la arqueta pareció colgar en el aire por detrás de la nave, como si no deseara comenzar su largo descenso al olvido. Entonces, poco a poco, empezó a caer. Antoinette la vio dar vueltas y hundirse tras la nave cuando el viento la frenó. Rápidamente se redujo de tamaño: ahora era como su pulgar extendido, ahora un pequeño guión que giraba en el límite de la vista, ahora un punto que solo reflejaba de forma intermitente la débil luz que llegaba de la estrella, brillando y desvaneciéndose como si atravesara hinchadas capas de nubes de color pastel.

Lo vio una vez más, y después desapareció.

Antoinette volvió a apoyarse sobre el aparejo. No se lo esperaba, pero ahora que la hazaña se había completado, ahora que había enterrado a su padre, el agotamiento la tumbó. Sintió de pronto todo el peso que la aplastaba desde lo alto como si fuera plomo. No sentía verdadera pena, ni le quedaban lágrimas; ya había llorado bastante. Con el tiempo llegarían más, estaba segura de ello. Pero por ahora, todo lo que sentía era un absoluto agotamiento.

Antoinette cerró los ojos. Transcurrieron varios minutos.

Entonces le indicó a Bestia que cerrase la puerta de la bodega y emprendió el largo trayecto de vuelta a la cubierta de vuelo.