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La nave de trasbordo se deslizó por el costado de la gran nave espacial, una única burbuja que flotaba por el flanco de una gran ballena marcada. Khouri y Thorn se dirigieron a la cubierta de vuelo, que pocas veces se usaba, sellaron la puerta tras ellos y ordenaron que se desplegaran varios focos. Unos dedos de luz reptaron por el casco y resaltaron de forma extrema la topología de la nave. Las barrocas transformaciones se hicieron bien visibles y la sensación de náusea fue aún mayor: pliegues, torbellinos y hectáreas de escamas como las de un lagarto, aunque no había señal alguna de más daños.
—¿Y bien? —Susurró Thorn—. ¿Qué juicio te merece?
—No lo sé —dijo ella—. Pero una cosa es segura: en circunstancias normales, a estas alturas ya habríamos sabido algo de Ilia.
Thorn asintió.
—Crees que aquí ha pasado algo catastrófico, ¿verdad?
—Vimos una batalla, Thorn, o algo que se le parecía. No puedo evitar sacar alguna conclusión.
—Estaba muy lejos.
—Y tú puedes estar seguro de eso, ¿no?
—Bastante, sí. Los destellos no estaban repartidos al azar por el cielo. Estaban apiñados y todos se encontraban cerca del plano de la eclíptica. Eso significa que lo que fuera que vimos estaba lejos, a decenas de minutos luz, quizá incluso a horas luz enteras de aquí. Si esta nave estaba en medio, habríamos visto un alcance espacial mucho mayor en los destellos.
—Bien. Tienes que perdonarme si no parezco demasiado aliviada.
—El daño que estamos viendo aquí no puede estar relacionado, Ana. Si esos destellos estaban de verdad al otro lado del sistema, entonces la energía que se estaba desatando era temible. Esta nave parece haber sufrido algún tipo de impacto, pero no puede haber sido un impacto directo de las mismas armas o aquí no habría nada.
—Así que la alcanzó metralla, o algo así.
—No es muy probable…
—Thorn, joder, aquí ha pasado algo, seguro.
Hubo un estremecimiento de actividad en los monitores del panel de control. Ninguno de ellos había hecho nada. Khouri se inclinó e interrogó al trasbordador, y luego se mordió un labio.
—¿Qué pasa? —preguntó Thorn.
—Nos están invitando a acoplarnos —le dijo ella—. Vector de aproximación normal. Como si no hubiera ocurrido nada extraño. Pero si ese es el caso, ¿por qué no nos habla Ilia?
—Tenemos a dos mil personas a nuestro cargo. Será mejor que nos aseguremos que no nos estamos metiendo en ninguna trampa.
—Me doy cuenta de eso. —Khouri deslizó a toda prisa un dedo por el panel de control y saltó de órdenes a preguntas; de vez en cuando introducía una respuesta en el sistema.
—¿Y qué estás haciendo? —preguntó Thorn.
—Obligarnos a aterrizar. Si la nave quisiera hacer algo desagradable, ya ha tenido ocasiones suficientes.
Thorn hizo una mueca, pero no quiso contradecirla. Hubo un tirón de microgravedad cuando el trasbordador de traslado se colocó en la posición de acoplamiento, para luego moverse bajo el control directo de la gran nave. Apareció el casco y luego se abrió para revelar la bodega de estacionamiento. Khouri cerró los ojos. El trasbordador de traslado parecía encajar apenas por la abertura, pero no hubo colisión y en un momento se encontraron dentro. El trasbordador giró y luego se encajó en un punto de atraque. Hubo un pequeño empujón en el último momento, y después un levísimo estremecimiento de contacto. Luego, el panel de control se volvió a alterar, lo que significaba que el trasbordador había establecido una conexión umbilical con el estacionamiento. Todo dentro de la más absoluta normalidad.
—No me gusta —dijo Khouri—. Ilia no es así.
—No se puede decir que estuviera de un humor muy compasivo la última vez que nos vimos. Quizá solo esté de morros y tarde en pasársele.
—No es su estilo —dijo Khouri. Había respondido con brusquedad y se arrepintió de inmediato—. Ocurre algo. Pero no sé qué es.
—¿Y los pasajeros? —preguntó Thorn.
—Los mantenemos aquí hasta que sepamos lo que pasa. Después de quince horas, pueden soportar una o dos más.
—No les va a hacer gracia.
—No les queda más remedio. Uno de los tuyos puede inventarse alguna excusa, ¿no?
—Supongo que una mentira más en este punto tampoco importa mucho, ¿verdad? Pensaré en algo, una desigualdad en la presión atmosférica, quizá.
—Eso servirá. No tiene que detener el espectáculo. Solo tiene que ser una razón plausible para mantenerlos a bordo unas cuantas horas más.
Thorn se alejó para organizar las cosas con sus ayudantes. No sería difícil, pensó Khouri: de todos modos, la mayor parte de los pasajeros no esperaría ser desembarcada hasta dentro de varias horas, y por tanto no se darían cuenta de inmediato de que pasaba algo. Siempre que no se corriera la voz de que no se estaba dejando salir a nadie de la nave, se podría contener el motín durante un tiempo.
Esperó a que Thorn regresara.
—¿Y ahora qué? —le preguntó él—. No podemos salir por la cámara estanca principal, o la gente empezará a sospechar si no volvemos.
—Hay una cámara secundaria aquí —dijo Khouri señalando con un gesto una puerta blindada encajada en una de las paredes de la cubierta de vuelo—. He pedido que nos acoplen un tubo que nos conecte con el estacionamiento. Podemos subir y bajar de la nave sin que nadie sepa que nos hemos ido.
El tubo se conectó con estrépito al costado del casco. Hasta ahora, la gran nave se estaba mostrando muy atenta. Khouri y Thorn se pusieron los trajes espaciales del casillero de emergencia, aunque todo indicaba que el aire del tubo de conexión era normal en mezcla y presión. Se propulsaron hacia la puerta, la abrieron y se agolparon en el otro lado. La puerta exterior se abrió casi de inmediato, ya que no había desequilibrio de presión que ajustar.
Algo esperaba en el túnel.
Khouri se estremeció y sintió que Thorn hacía lo mismo. Sus años de soldado habían imbuido en ella un profundo desagrado por los robots. En Borde del Firmamento, un robot era con frecuencia lo último que veías. Había aprendido a suprimir esa fobia desde que se había trasladado a otras culturas, pero todavía conservaba la capacidad de sobresaltarse cuando se encontraba con uno de forma inesperada.
Y sin embargo, a aquel servidor no lo reconocía. Tenía forma humana, pero al mismo tiempo su constitución no era en absoluto humana. Estaba hueco en su mayor parte, un andamio de encaje hecho de junturas finas como cables y puntales, sin casi ninguna parte sólida. Mecanismos de aleación, sensores que zumbaban y líneas de alimentación arteriales planeaban en el interior de aquella forma básica. El servidor abarcaba el pasillo con los miembros estirados, esperándolos.
—Esto no tiene buena pinta —dijo Khouri.
—Hola —dijo el servidor, como ladrándoles con una cruda voz sintetizada.
—¿Dónde está Ilia? —preguntó Khouri.
—Indispuesta. ¿Les importaría autorizar a sus trajes para que interpreten el campo ambiente de datos, comprensión visual y auditiva completa? Hará las cosas mucho más fáciles.
—¿De qué está hablando? —preguntó Thorn.
—Quiere que le dejemos manipular lo que vemos a través de nuestros trajes.
—¿Puede hacer eso?
—Puede hacerlo cualquier cosa de la nave, si se lo permitimos. La mayor parte de los ultras tienen implantes para lograr ese mismo efecto.
—¿Y tú?
—Yo hice que me quitaran los míos antes de bajar a Resurgam. No quería que nadie pudiera seguirme el rastro hasta aquí sin esfuerzo.
—Sensato —dijo Thorn.
El servidor habló de nuevo.
—Les aseguro que no hay ningún truco. Como pueden ver, lo cierto es que soy bastante inofensivo. Ilia eligió de forma intencionada este cuerpo para mí, para que no pudiera provocar ningún daño.
—¿Ilia lo escogió?
El servidor asintió con su amago de cráneo de alambres. Algo se bamboleó dentro de la jaula abierta: un cabo de algo blanco encajado entre dos cables. Casi parecía un cigarrillo.
—Sí. Me invitó a subir a bordo. Soy una simulación de nivel beta de Nevil Clavain. Bueno, ya sé que no soy ningún cuadro, pero estoy razonablemente seguro de que no tengo este aspecto. Pero si quieren verme como soy en realidad…
El servidor les hizo un gesto invitador con una mano.
—Ten cuidado —susurró Thorn.
Khouri envió las órdenes subvocales que le decían a su traje que aceptara e interpretara los campos de datos del ambiente. El cambio fue sutil. El servidor se desvaneció, procesado por su campo visual. El traje de la mujer estaba llenando el espacio vacío en el que se habría situado, utilizando conjeturas bien fundamentadas y su propio y riguroso conocimiento del entorno tridimensional. Todas las salvaguardas permanecían en su lugar. Si el servidor se movía muy rápido o hacía algo que al traje le pareciera sospechoso, volvería a editarse y a aparecer en el campo visual de Khouri.
En ese momento apareció la figura sólida de un hombre donde había estado el servidor. Había una ligera desigualdad entre el hombre y su entorno, estaba demasiado enfocado, era demasiado brillante y las sombras no caían sobre él como deberían haberlo hecho, pero esos errores eran deliberados. El traje podría haber hecho que el hombre apareciera con un aspecto totalmente realista, pero se consideraba más inteligente degradar la imagen un poco. De esa forma, el espectador no podría olvidar que estaba tratando con una máquina.
—Eso está mejor —dijo la figura.
Khouri vio a un hombre anciano, frágil, de barba y cabellos blancos.
—¿Es usted Nevil…? ¿Cómo dijo que se apellidaba?
—Nevil Clavain. Usted debe de ser Ana Khouri, creo. —Su voz era casi normal. Solo quedaba un diminuto margen de artificialidad, una vez más bastante deliberado.
—Nunca he oído hablar de usted. —La mujer miró a Thorn.
—Yo tampoco —dijo él.
—Sería imposible —dijo Clavain—. Acabo de llegar, ya saben. O más bien, estoy a punto de llegar.
Khouri podía enterarse de los detalles más tarde.
—¿Qué le ha pasado a Ilia?
El rostro del anciano se tensó.
—No son buenas noticias, me temo. Será mejor que vengan conmigo. —Clavain se dio la vuelta con solo un mínimo de rigidez. Echó a andar por el túnel, estaba claro que esperaba que lo siguieran.
Khouri miró a Thorn. Su compañero asintió sin decir una palabra.
Se pusieron en marcha tras Clavain.
Este los guió por las catacumbas de la Nostalgia por el Infinito. Khouri no hacía más que decirse que el servidor no podía hacerle ningún daño, por lo menos nada que Ilia no hubiera sancionado ya. Si Ilia había instalado un nivel beta, solo le habría dado una serie limitada de permisos, y las posibles acciones estarían firmemente constreñidas. De todos modos, el nivel beta solo conducía al servidor; el programa en sí (y no era más que eso, se recordó, un programa muy listo) se estaba ejecutando en una de las redes restantes de la nave.
—Dígame lo que ha pasado, Clavain —le dijo ella—. Dijo que estaba a punto de llegar. ¿Qué quiso decir con eso?
—Mi nave está en la fase de deceleración final —le dijo Clavain—. Se llama Luz del Zodíaco. Estará en este sistema en breve y se detendrá cerca de esta nave. Mi contrapartida física está a bordo de ella. Invité a Ilia a que instalara este nivel beta ya que el intervalo de tiempo luz nos impedía realizar algo parecido a unas negociaciones coherentes. Ilia me complació… y aquí estoy.
—¿Y dónde está Ilia?
—Puedo decirles dónde está —dijo Clavain—. Pero no estoy del todo seguro de lo que pasó. Es que me desconectó.
—Debe de haberlo conectado otra vez —dijo Thorn.
Estaban caminando, o más bien vadeando, un cieno de la nave del color de la bilis que les llegaba a las rodillas. Desde que dejaron el estacionamiento se habían movido por partes del navío que giraban para tener gravedad, aunque el efecto variaba dependiendo de la ruta exacta que siguieran.
—En realidad no me conectó ella —dijo Clavain—. Eso es lo más extraño. Supongo que se podría decir que volví en mí y me encontré… bueno, creo que me estoy adelantando.
—¿Está muerta, Clavain?
—No —dijo para responder a Khouri con cierto grado de énfasis—. No, no está muerta. Pero tampoco está bien. Me alegro de que hayan llegado. Tengo entendido que tienen pasajeros en ese trasbordador.
No parecía que mereciera la pena mentir.
—Dos mil —dijo Khouri.
—Ilia dijo que necesitarían hacer unos cien viajes en total. Este es su primer viaje de ida y vuelta, ¿no?
—Denos tiempo y conseguiremos hacer los cien —dijo Thorn.
—Es posible que lo que quizá ya no tengan sea tiempo —replicó Clavain—. Lo siento, pero así son las cosas.
—Usted mencionó unas negociaciones —dijo Khouri—. ¿Qué cojones hay que negociar?
Una sonrisa comprensiva arrugó el anciano rostro de Clavain.
—Bastante, me temo. Ustedes tienen algo que mi contrapartida quiere con todas sus fuerzas, ya ven.
El servidor conocía bien la nave. Clavain los llevó por un laberinto de pasillos y huecos, rampas y conductos, cámaras y antecámaras que atravesaban muchos distritos de los que Khouri solo tenía un conocimiento incompleto. Había regiones de la nave que no se habían visitado en décadas de tiempo mundial, lugares en los que ni siquiera Ilia se había mostrado muy dispuesta a perderse. La nave siempre había sido un lugar inmenso e intrincado, su topología tan insondable como el sistema de metro abandonado de una metrópolis desierta. Había sido una nave acosada por muchos fantasmas, no todos ellos necesariamente cibernéticos o imaginarios. Los vientos habían soplado de un lado a otro a lo largo de kilómetros de pasillos vacíos. Estaba infestada de ratas, acechada por máquinas y locos. Sufría de mal humor y fiebres, como una casa vieja.
Pero ahora había una diferencia sutil. Era del todo posible que la nave siguiera manteniendo todas sus antiguas madrigueras, todos sus lugares más amenazadores. Pero ahora, sin embargo, había un solo espíritu que lo abarcaba todo, una presencia inteligente que impregnaba cada milímetro cúbico de la nave y que no se podía localizar en realidad en ningún punto concreto de la nave. Allí por donde caminaran, estaban rodeados por el capitán. Él los sentía a ellos y ellos lo sentían a él, aunque solo fuera un cosquilleo en el vello de la nuca, una sensación viva de que algo te estaba vigilando. Hacía que la nave entera pareciera a la vez más y menos amenazadora que antes. Todo dependía de qué lado estuviera el capitán.
Khouri no lo sabía. Ni siquiera pensaba que Ilia hubiera estado segura del todo alguna vez.
Poco a poco, Khouri empezó a reconocer un distrito. Era una de las regiones de la nave que habían cambiado muy poco desde la transformación del capitán. Las paredes eran del color sepia de los viejos manuscritos, los pasillos impregnados por una oscuridad de claustro aliviada solo por las luces ocres que parpadeaban en los candelabros de la pared, como velas. Clavain los llevaba a la bodega médica.
La sala a la que los guió tenía los techos bajos y carecía de ventanas. Los servidores médicos eran trozos agazapados de maquinaria muy metidos por las esquinas, como si no fuera muy probable que los necesitaran. Se había colocado una única cama cerca del centro de la habitación, atendida por un pequeño tropel de mecanismos de monitorización achaparrados. Había una mujer echada de espaldas en la cama, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos cerrados. Señales biomédicas se ondulaban sobre ella como auroras.
Khouri se acercó un poco más a la cama. Era Volyova, no cabía duda. Pero parecía una versión de su amiga a la que habían sometido a algún espantoso experimento de envejecimiento acelerado, algo que supusiera drogas para pegar la carne al hueso y más drogas para reducir la piel a un mero glaseado. Parecía asombrosamente delicada, como si pudiera partirse y convertirse en polvo en cualquier momento. No era la primera vez que Khouri había visto a Volyova allí, en la bodega médica. Como aquella vez después del tiroteo en la superficie de Resurgam, cuando intentaban capturar a Sylveste. Volyova había sido herida, pero jamás se había planteado la cuestión de su muerte. Ahora hacía falta un examen muy detallado para darse cuenta de que todavía no estaba muerta. Parecía marchita.
Khouri se volvió horrorizada hacia el nivel beta.
—¿Qué ha pasado?
—Todavía no lo sé, en realidad. Antes de que me pusiera a dormir no le pasaba nada. Luego volví en mí y me encontré aquí, en esta sala. Ella estaba en la cama. Las máquinas la habían estabilizado, pero no pudieron hacer mucho más. A largo plazo, seguía muñéndose. —Clavain señaló con un gesto los monitores que se cernían sobre Volyova—. Ya he visto este tipo de heridas, durante la guerra. Respiró vacío sin ningún tipo de protección contra la pérdida interna de humedad. La descompresión debió de ser rápida, pero no lo bastante veloz como para matarla al instante. La mayor parte del daño lo tiene en los pulmones: le ha marcado los alvéolos, donde se formaron los cristales de hielo. Está ciega de los dos ojos y hay algún daño en la función cerebral. No creo que sea cognitivo. También hay daños en la tráquea, lo que hace que sea difícil que pueda hablar.
—Es ultra —dijo Thorn con un toque de desesperación—. Los ultras no mueren sin más solo porque se hayan tragado un poco de vacío.
—No se parece mucho a los otros ultras que conozco —dijo Clavain—. No tenía implantes. Si los hubiera tenido, quizá hubiera salido andando de esta. Como mínimo, las medichinas podrían haberle protegido el cerebro. Pero no tenía nada. Tengo entendido que le asqueaba la idea de que algo la invadiera.
Khouri miró al nivel beta.
—¿Qué ha hecho, Clavain?
—Lo que hizo falta. Se me pidió que hiciera lo que pudiera. Lo más obvio era inyectar una dosis de medichinas.
—Espere. —Khouri levantó una mano—. ¿Quién pidió qué?
Clavain se rascó la barba.
—No estoy seguro. Yo solo sentí la obligación de hacerlo. Tiene que entender que no soy más que un programa. Jamás afirmaría ser otra cosa. Es del todo posible que algo me inicializara e interviniera en mi ejecución, forzándome a actuar de una manera concreta.
Khouri y Thorn intercambiaron una mirada. Khouri sabía que ambos estaban pensando lo mismo. La única entidad que podría haber vuelto a conectar a Clavain y haberlo obligado a ayudar a Volyova era el capitán.
Khouri sintió frío, era más que consciente de que la estaban observando.
—Clavain —le dijo—. Escúcheme. En realidad no sé lo que es usted. Pero tiene que entender algo: ella habría preferido morir antes de que le hicieran lo que usted acaba de hacer.
—Lo sé —dijo Clavain mientras extendía las palmas de las manos en un gesto de impotencia—. Pero tenía que hacerlo. Es lo que habría hecho si hubiera estado aquí.
—¿Hacer caso omiso de su deseo más profundo, a eso se refiere?
—Sí, si quiere llamarlo así. Porque alguien hizo una vez lo mismo por mí. Yo estaba en la misma posición que ella, ya ve. Grave; moribundo, de hecho. Me habían herido, pero desde luego no quería ninguna puñetera máquina en mi cráneo. Antes hubiera preferido morir. Pero alguien las puso ahí de todos modos. Y ahora se lo agradezco. Esa mujer me dio cuatrocientos años de vida que no habría tenido de ningún otro modo.
Khouri miró la cama, a la mujer que yacía en ella, y luego volvió a mirar al hombre que había, si no salvado su vida, como mínimo pospuesto el momento de su muerte.
—Clavain… —le dijo—. ¿Quién cojones es usted?
—Clavain es combinado —dijo una voz fina como el humo—. Deberíais escucharlo con mucha atención porque habla muy en serio.
Volyova había hablado, y sin embargo no había habido ningún movimiento en la figura de la cama. La única indicación de que ahora estaba consciente, que no había sido el caso cuando llegaron, era un cambio en las señales biomédicas que flotaban sobre ella.
Khouri se arrancó el casco. La aparición de Clavain se desvaneció, sustituida por la máquina esquelética. Colocó el casco en el suelo y se arrodilló al lado de la cama.
—¿Ilia?
—Sí, soy yo. —La voz era como el papel de lija. Khouri observó el movimiento en los labios de Volyova al formar las palabras, pero el sonido provenía de algún lugar por encima de ella.
—¿Qué ha pasado?
—Hubo un incidente.
—Vimos los daños del casco cuando llegamos. ¿Es…?
—Sí. Fue culpa mía, de veras. Como todo. Siempre culpa mía. Siempre puñetera culpa mía.
Khouri se volvió para mirar a Thorn.
—¿Culpa tuya?
—Me engañó. —Los labios se separaron en lo que casi podría haber sido una sonrisa—. El capitán. Creí que por fin me había dado la razón. Que deberíamos utilizar las armas del alijo contra los inhibidores.
Khouri casi se podía imaginar lo que debió de pasar.
—¿Qué engaño…?
—Desplegué ocho de las armas más allá del casco. Hubo un fallo. Pensé que era genuino, pero en realidad solo era una forma de sacarme de la nave.
Khouri bajó la voz. Era un gesto absurdo, ya no había nada que se le pudiera ocultar al capitán, pero no pudo evitarlo.
—¿Quería matarte?
—No —dijo Volyova siseando la respuesta—. Quería matarse él, no a mí. Pero yo tenía que estar allí para verlo. Tenía que ser su testigo.
—¿Por qué?
—Para entender sus remordimientos. Para entender que era algo deliberado y no un accidente.
Thorn se reunió con ellas. Él también se había quitado el casco y se lo había metido bajo el brazo en señal de respeto.
—Pero la nave sigue aquí. ¿Qué pasó, Ilia?
Una vez más aquella medio sonrisa cansada.
—Metí mi trasbordador en el haz. Pensé que eso podría detenerlo.
—Parece que así fue.
—No esperaba sobrevivir. Pero no apunté del todo bien.
El servidor se acercó a la cama. Despojado de la imagen de Clavain, sus movimientos parecieron de forma automática más mecánicos y amenazadores.
—Saben que te he inyectado medichinas en la cabeza —dijo, su voz ya no era humanoide—. Y ahora saben que lo sabes.
—Clavain…, el nivel beta, no tuvo elección —dijo Volyova antes de que cualquiera de los dos visitantes humanos pudieran hablar—. Sin las medichinas ya estaría muerta. ¿Me horrorizan? Sí, desde luego. Hasta lo más hondo de mi ser. Me atormenta el asco al pensar en ellas reptando por mi cráneo como un montón de arañas y serpientes. Al mismo tiempo acepto que son necesarias. Después de todo, son las herramientas con las que siempre he trabajado. Y soy muy consciente de que no pueden hacer milagros. Se han producido demasiados daños. No soy susceptible de ser reparada.
—Encontraremos una forma, Ilia —dijo Khouri—. Tus heridas no pueden ser…
El susurro de la voz de Volyova la interrumpió.
—Olvídame. Yo no importo. Ahora solo importan las armas. Son mis hijos, por muy rencorosos y malvados que sean, no pienso tolerar que caigan en manos equivocadas.
—Parece que empezamos a llegar al quid del asunto —dijo Thorn.
—Clavain, el verdadero Clavain, quiere las armas —dijo Volyova—. Según sus propios cálculos tiene los medios para quitárnoslas. —Luego alzó un poco la voz—. ¿No es eso, Clavain?
El servidor se inclinó.
—Preferiría negociar su entrega, Ilia, como sabes, sobre todo ahora que he invertido tiempo en tu bienestar. Pero no te equivoques. Mi contrapartida es capaz de una gran crueldad cuando la causa es justa. Cree que tiene la razón de su lado. Y los hombres que piensan que tienen la razón de su lado son siempre los más peligrosos.
—¿Por qué nos está diciendo eso? —dijo Khouri.
—Porque le conviene a él, a nosotros —dijo el servidor con afabilidad—. Preferiría convenceros de que entreguéis las armas sin luchar. Como mínimo evitaríamos el riesgo de dañar los puñeteros trastos.
—A mí no me parece un monstruo —dijo Khouri.
—No lo soy —respondió el servidor—. Y tampoco lo es mi contrapartida. Siempre elegirá el camino en el que menos sangre se derrame. Pero si se requiere algún derramamiento…, bueno, mi contrapartida no se va a retraer por una pequeña carnicería quirúrgica. Sobre todo ahora.
El servidor dijo lo último con tal énfasis que Thorn preguntó:
—¿Por qué no ahora?
—Por lo que ha tenido que hacer para llegar hasta aquí. —El servidor hizo una pausa, su cabeza abierta los examinó uno por uno—. Traicionó todo aquello en lo que había creído durante cuatrocientos años. Cosa que no se hizo a la ligera, se lo aseguro. Mintió a sus amigos y dejó atrás a sus seres queridos porque sabía que era la única forma de hacerlo. Y en los últimos tiempos ha tomado una terrible decisión. Destruyó algo que amaba mucho. Le produjo un dolor enorme. En ese sentido, no soy una copia fiel del verdadero Clavain. Mi personalidad se formó antes de ese terrible acto.
La voz de Volyova volvió a oírse muy ronca y al instante dominó la atención de todos.
—¿El verdadero Clavain no es como tú?
—Soy un esbozo hecho antes de que una oscuridad terrible invadiera su vida, Ilia. Solo puedo especular hasta qué punto nos diferenciamos. Pero no me gustaría andarme con tonterías con mi contrapartida en su actual estado de ánimo.
—Guerra psicológica —siseó ella.
—¿Disculpa?
—Por eso has venido, ¿no es cierto? No para ayudarnos a negociar un acuerdo sensato, sino para hacer que nos caguemos de miedo.
El servidor se inclinó de nuevo con algo de la misma modestia mecánica.
—Si quisiera lograr eso —dijo Clavain—, consideraría que he hecho bien mi trabajo. El camino que menos derramamiento de sangre provoque, ¿recuerdas?
—Si quieres derramamiento de sangre —dijo Ilia Volyova—, has acudido a la mujer adecuada.
Poco después Volyova cayó en un estado diferente de conciencia, algo quizá no muy lejos del sueño. Los monitores se relajaron, las ondas senoidales y los histogramas armónicos de Fourier reflejaban un cambio sísmico en la actividad neuronal principal. Sus visitantes la observaron en ese estado durante varios minutos, se preguntaban si estaba soñando o urdiendo algo, o si importaba siquiera esa distinción.
Las siguientes seis horas pasaron con rapidez. Thorn y Khouri regresaron al trasbordador en el que se había efectuado el traslado y consultaron con sus subordinados más inmediatos. Se alegraron de saber que no se había producido ninguna crisis mientras ellos visitaban a Volyova. Había habido algún estallido menor, pero en su mayor parte los dos mil pasajeros habían aceptado la tapadera de un problema con la compatibilidad atmosférica de las dos naves. Ahora se aseguró a los pasajeros que la dificultad técnica se había resuelto, en todo momento había sido un fallo de los sensores, y el desembarco podría comenzar del modo ordenado que ya se había acordado. Se había preparado una gran bodega de almacenaje a unos cientos de metros del estacionamiento, justo en la parte que giraba de la nave. Era una región que había resultado hasta cierto punto poco afectada por las transformaciones del capitán, y Khouri y Volyova habían trabajado mucho para disfrazar las partes más abiertamente inquietantes de la zona que la plaga había afectado.
La bodega de almacenaje era fría y húmeda, y aunque habían hecho todo lo posible por hacerla cómoda, todavía tenía ambiente de cripta. Se habían levantado particiones interiores para dividir el espacio en cámaras más pequeñas que todavía eran capaces de contener cien pasajeros, y esas cámaras se habían dividido a su vez con particiones para permitir que las unidades familiares tuvieran un poco de privacidad. Aquel almacén podía alojar a diez mil pasajeros, cuatro viajes más del trasbordador de traslado, pero para cuando llegara el sexto vuelo tendrían que empezar a dispersar a los pasajeros por el cuerpo principal de la nave. Y entonces, era inevitable que se dieran cuenta de la verdad: que los habían traído no solo a una nave que transportaba la temida plaga de fusión, sino a bordo de una que había sido subsumida y reformada por su propio capitán; que estaban, en todos los sentidos que importaban, dentro de ese mismo capitán.
Khouri esperaba que el pánico y el terror acompañaran ese momento de comprensión. Era muy probable que fuera necesario imponer un estado de emergencia marcial incluso más estricto que el que ahora operaba en Resurgam. Habría muertes, y era probable que tuviera que haber ejecuciones, solo para dejar las cosas claras.
Y, sin embargo, nada de eso importaría una mierda cuando se supiera la verdad: que Ilia Volyova, la odiada triunviro, seguía viva y había orquestado toda esta evacuación.
Solo entonces comenzarían los auténticos problemas.
Khouri contempló cómo salía de la dársena el trasbordador de traslado para comenzar su viaje de vuelta a Resurgam. Treinta horas de vuelo, calculaba, además de (con suerte) poco menos de la mitad de ese tiempo para cargar en el otro extremo. Thorn volvería en dos días. Si podía mantener las cosas bajo control hasta entonces, ya se sentiría como si hubiera escalado una montaña.
Pero todavía habría noventa y ocho vuelos más que traer a bordo después de ese…
Paso a paso, pensó. Eso era lo que le habían enseñado en sus días de soldado: divide un problema en unidades factibles. Luego, por muy formidable que pareciera el problema, podrías enfrentarte a él trozo por trozo. Concéntrate en los detalles y preocúpate por la imagen global más tarde.
Fuera, la distante batalla espacial seguía tronando. Los destellos se parecían a los disparos aleatorios de las sinapsis en un cerebro biselado. Estaba segura de que Volyova sabía algo de lo que estaba pasando, y quizá el nivel beta de Clavain también. Pero Volyova estaba durmiendo y Khouri no confiaba en que el servidor le dijera nada salvo sutiles mentiras. Eso dejaba al capitán, que era muy probable que también supiera algo.
Khouri atravesó la nave sola. Cogió el desmoronado sistema de ascensores hasta la cámara del alijo, igual que había hecho cientos de veces antes en compañía de Volyova. Tenía una extraña sensación de estar haciendo una diablura por realizar el viaje sin compañía.
La cámara era tan ingrávida y oscura como lo había sido durante sus visitas más recientes. Khouri detuvo el ascensor en el nivel de la cámara intermedia y luego se colocó con un movimiento ágil un traje espacial y un equipo de propulsión. En pocos e intensos momentos se encontraba en el interior de la cámara, flotando en la oscuridad. Se dio impulso para separarse de la pared e hizo todo lo que pudo para no hacer caso de la sensación de inquietud que siempre sentía en presencia de las armas del alijo. Programó el sistema de navegación del traje y esperó a que se alinease con las balizas transmisoras de la cámara. Unas formas comentadas de color gris verdoso cabecearon en su visera, a distancias que variaban de las decenas a los cientos de metros. El delgado enrejado del sistema de monorraíl formaba una serie de líneas más duras que se cruzaban por la cámara en varios ángulos. Todavía había armas en la cámara. Pero no tantas como había esperado.
Había habido treinta y tres antes de que ella se fuera a Resurgam. Volyova había desplegado ocho antes de que el capitán intentara destruirse. Pero solo por la escasez de formas que se cernían allí, Khouri se dio cuenta de que quedaban muchas menos de veinticinco armas. Contó las formas flotantes y luego volvió a contar mientras guiaba su traje para que se metiera más en la cámara por si había algún problema con el transmisor. Pero sus primeras sospechas habían sido correctas: solo quedaban trece armas a bordo de la Nostalgia por el Infinito. Faltaban veinte de aquellos puñeteros trastos.
Salvo que ella sabía con exactitud dónde estaban, ¿no? Ocho estaban fuera, en alguna parte, como también, era de suponer, las otras doce que habían desaparecido. Y era muy probable que ya hubieran cruzado la mitad del sistema y fueran las responsables de, al menos, algunos de los centelleos y destellos que había visto desde el trasbordador.
Volyova, o alguien en cualquier caso, había lanzado veinte armas del alijo a la batalla contra los inhibidores.
Y cualquiera sabía quién estaba ganando.
Conoce a tu enemigo, pensó Clavain.
Salvo que él no conocía en absoluto a su enemigo.
Estaba solo en el puente de la Luz del Zodíaco, sentado, absorto en sus pensamientos. Con los ojos casi cerrados y la frente contraída por sus habituales arrugas de preocupación, parecía un maestro de ajedrez a punto de realizar el movimiento más vital de su carrera. Más allá del capitel de sus manos pendía una forma proyectada: una visión compuesta y bien encajada de la abrazadora lumínica que albergaba las armas perdidas tanto tiempo atrás.
Recordó lo que Skade le había dicho, allá en el Nido Madre. Las pruebas indicaban que esta nave era la Nostalgia por el Infinito; su comandante era con toda probabilidad una mujer llamada Ilia Volyova. Incluso podía recordar la foto de la mujer que Skade le había enseñado. Pero incluso si el rastro de pruebas tenía razón y de verdad tuviera que tratar con Volyova, eso no le decía casi nada. Lo único en lo que podía confiar era en aquello de lo que se enteraba a través de sus propios sentidos, a los que ahora les pedía un esfuerzo máximo.
La imagen que tenía ante sí componía todo el conocimiento más sobresaliente que se tenía del aparato enemigo. Los detalles cambiaban de forma constante y se añadían nuevas capas a medida que los sistemas de recopilación de información de la Luz del Zodíaco mejoraban sus conjeturas. La interferometría de base de largo alcance sonsacaba el perfil electromagnético de la nave de todo el espectro, desde los rayos gamma más suaves hasta las ondas de radio de baja frecuencia. En todas las longitudes de onda, la dispersión de radiaciones que le devolvían era desconcertante, hacía que los programas informáticos de interpretación se bloquearan o plantearan conjeturas ilógicas. Clavain tenía que intervenir cada vez que el programa arrojaba otra interpretación absurda. Por alguna razón, el programa no dejaba de insistir en que el navío se parecía a una extraña fusión de nave, catedral y erizo de mar. Clavain veía la forma subyacente de una posible nave espacial y tenía que apartar constantemente al programa de sus soluciones mínimas más disparatadas. Solo podía imaginarse que la abrazadora se había envuelto en una concha de material confuso, como las nubes de ofuscación que empleaban a veces los hábitats del Cinturón Oxidado.
La alternativa, que el programa tuviera razón y que él solo estuviera imponiéndole sus propias expectativas, era demasiado desconcertante para planteársela.
Alguien llamó al marco de la puerta.
Se volvió con un rígido zumbido de su exoesqueleto.
—¿Sí?
Antoinette Bax entró con pasos firmes en la sala seguida por Xavier. Ambos llevaban también exoesqueletos, aunque ellos habían adornado los suyos con remolinos de pintura luminosa y piezas barrocas soldadas. Clavain había observado lo mismo entre muchos miembros de su tripulación, sobre todo entre el ejército de Escorpio, y no había visto razón para imponer un régimen disciplinario más estricto. En privado, agradecía cualquier cosa que les infundiera una sensación de camaradería y un objetivo concreto.
—¿Qué pasa, Antoinette? —preguntó.
—Hay algo que queríamos discutir contigo, Clavain.
—Se trata del ataque —añadió Xavier Liu.
Clavain asintió e hizo un esfuerzo por sonreír.
—Si tenemos mucha suerte, no habrá ninguno. La tripulación entrará en razón, entregará las armas y podemos irnos a casa sin hacer ni un solo disparo.
Por supuesto ese resultado iba pareciendo más improbable con cada hora que pasaba. Ya se había enterado por las señales de las armas que veinte de ella se habían dispersado de la nave, lo que dejaba solo trece a bordo. Y lo que era peor, los patrones diagnósticos concretos sugerían que algunas de las armas se habían llegado a activar. Tres de los patrones, incluso, se habían desvanecido en las últimas ocho horas de tiempo de la nave. No sabía qué pensar de eso, pero tenía la desagradable sensación de que sabía con toda exactitud lo que significaba.
—¿Y si no las entregan? —preguntó Antoinette mientras se ponía cómoda.
—Entonces quizá proceda un cierto uso de la fuerza —dijo Clavain.
Xavier asintió.
—Eso es lo que nos imaginábamos.
—Espero que sea breve y decisivo —dijo Clavain—. Y tengo muchas razones para creer que así será. Los preparativos de Escorpio han sido meticulosos. La ayuda técnica de Remontoire ha sido inestimable. Tenemos una fuerza de asalto bien entrenada y las armas para respaldarla.
—Pero a nosotros no nos has pedido ayuda —dijo Xavier.
Clavain se volvió de nuevo hacia la imagen de la nave y la examinó para ver si había habido algún cambio en los últimos minutos. Molesto, vio que el programa había comenzado a construir acrecentamientos que más parecían costras y púas, como capiteles en un flanco del casco. Maldijo por lo bajo. La nave no se parecía a nada salvo a uno de los edificios afectados por la plaga de Ciudad Abismo. Ese pensamiento se cernió sobre su mente preocupándole.
—¿Decíais? —dijo tras prestarles de nuevo atención a los jóvenes.
—Queremos ayudar —dijo Antoinette.
—Ya habéis ayudado —le dijo Clavain—. Sin vosotros es muy probable que, para empezar, no hubiéramos capturado esta nave. Por no mencionar el hecho de que me ayudarais a desertar.
—Eso fue entonces. Ahora estamos hablando de ayudar durante el ataque.
—Ah. —Clavain se rascó la barba—. ¿Os referís a ayudar de verdad, en un sentido militar?
—El casco del Ave de Tormenta puede acoger más armas —dijo Antoinette—. Y es una nave rápida y maniobrable. Tenía que serlo, para poder sacar beneficios en casa.
—Y además está blindada —dijo Xavier—. Ya viste el daño que provocó cuando salimos pitando del Carrusel Nueva Copenhague. Y hay mucho espacio en su interior. Es probable que pudiera llevar a la mitad del ejército de Escorpio y sobraría espacio.
—No lo dudo.
—Entonces, ¿qué objeción tienes? —preguntó Antoinette.
—Esta no es vuestra guerra. Me ayudasteis y os lo agradezco. Pero si conozco a los ultras, y creo que sí, no van a renunciar a nada sin crear problemas. Ya ha habido suficiente derramamiento de sangre, Antoinette. Déjame a mí encargarme del resto.
Los dos jóvenes, y se preguntó si de verdad le habían parecido antes tan jóvenes, intercambiaron miradas codificadas. Clavain tuvo la sensación de que estaban al tanto de un guión que a él no le habían enseñado.
—Estarías cometiendo un error, Clavain —dijo Xavier.
Clavain lo miró a los ojos.
—Te lo has pensado bien, ¿verdad, Xavier?
—Pues claro…
—Pues yo creo que no, la verdad. —Clavain volvió a fijarse en la imagen de la abrazadora lumínica que planeaba en la pantalla—. Ahora, si no os importa… estoy un poco ocupado.