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El día en que un loco antisocial echó una droga productora de amnesia en el sistema de abastecimiento del agua de San Francisco fue uno de los días más cálidos que la ciudad había disfrutado en mucho tiempo. La nube cargada de humedad que lo había cubierto todo durante tres semanas se alejó al fin ese miércoles por la bahía, en dirección a Berkeley, y salió un sol radiante que ofreció a la vieja ciudad el día más caluroso del año 2003. Subió la temperatura a casi treinta grados, e incluso los anticuados, los que aún no habían aprendido a leer el termómetro centígrado, advirtieron que hacía calor. Los aparatos de aire acondicionado zumbaban desde Golden Gate hasta el Embarcadero. La Compañía de Gas y Electricidad del Pacífico observó la mayor carga por hora en la historia entre las dos y las tres de la tarde. Los parques estaban abarrotados. La gente bebía mucha agua, algunos más que otros. Hacia la caída del sol, los que más habían bebido empezaban ya a olvidar cosas. A la mañana siguiente, todos en la ciudad tenían problemas, con sólo algunas excepciones. Realmente, había sido un día ideal para cometer aquel crimen monstruoso.
La víspera del día en que desapareció el pasado, Paul Mueller pensaba seriamente en abandonar el Estado y refugiarse en uno de los santuarios de los deudores. Reno, tal vez. O Caracas. No todo había sido culpa suya, pero andaba ya por el millón en números rojos, y los acreedores se estaban volviendo incontrolables. Habían llegado al extremo de enviar a sus robots cobradores de recibos para acosarle personalmente, y eso cada tres horas.
—¿Señor Mueller? Tengo el deber de notificarle que su cuenta con los Recreadores de la Era Moderna, S.A., presenta un saldo acreedor de 8.005,97 dólares. Hemos acudido a su representante financiero y descubierto su estado de insolvencia. Por lo tanto, a menos que efectúe un pago de 395,61 dólares el día 11 del corriente mes, nos veremos en la obligación de iniciar el proceso de confiscación contra su persona. En consecuencia, le aconsejo…
—… la suma de 11.554,97 dólares, pagadera el 9 de agosto de 2002, no ha sido recibida todavía por Luna Tours, Lim. Conforme a las Leyes del Crédito de 1995, hemos solicitado una orden de embargo contra usted y contamos con recibir un decreto de servicio personal, caso de no obtener el pago de…
—… los intereses de su cuenta en descubierto siguen creciendo, como se especifica en su contrato, a razón del cuatro por ciento mensual…
—… el pago acumulado que se presenta ahora requiere el abono inmediato de…
Mueller ya estaba acostumbrado a la rutina. Los robots no podían telefonearle —la Compañía Telefónica del Pacífico le había cortado la línea hacía meses—. Por eso venían a su casa, muy corteses, máquinas de rostro de póquer, con los emblemas de sus respectivas compañías. Sus voces suaves y susurrantes le decían exactamente hasta qué punto ascendían sus deudas en ese momento, cómo se acumulaban los recargos y lo que planeaban hacer con él a menos que cancelara sus deudas de inmediato. Si intentaba escapar de ellos, se limitaban a seguirle por las calles como servidores infatigables, proclamando su vergüenza ante toda la ciudad. Por eso no intentaba rehuirles. Pero pronto empezarían a materializarse sus amenazas.
Podían hacerle cosas horribles. El decreto de servicio personal, por ejemplo, le convertiría en un esclavo. Sería un empleado de su acreedor, con un sueldo estipulado por el tribunal. Cada centavo que ganara se dedicaría a liquidar su deuda, mientras el acreedor le proveería de un mínimo de comida, vivienda y ropas. Podía verse obligado durante dos o tres años a realizar trabajos manuales, que ni siquiera un robot querría hacer, sólo para satisfacer esa deuda. Los procesos de confiscación personal eran incluso peores. Según la ley, podía muy bien acabar como el servidor de uno de los ejecutivos de una compañía acreedora, limpiando zapatos y doblando camisas. También podían conseguir un entredicho por tiempo indefinido. En ese caso, él y sus descendientes, si los tenía, pagarían un porcentaje de sus ingresos anuales a lo largo de siglos y siglos hasta que la deuda, y el interés compuesto de la misma, quedara al fin satisfecha. Había aún otros medios para entendérselas con los infractores.
Imposible recurrir a la bancarrota. El gobierno, tanto el federal como el estatal, había abolido las leyes de la bancarrota en 1995, después de la llamada Epidemia de Créditos de la década de 1980, durante la cual, y por algún tiempo, llegó a estar de moda el acumular las deudas locamente y ponerse después a merced de los tribunales. La cómoda solución de la bancarrota ya no existía. Si eras insolvente, los acreedores te tenían cogido por el cuello. La única vía de escape era la huida a un santuario de deudores, lugar donde las leyes locales prohibían la extradición por deudas. Había una docena de esos santuarios, en los que era posible vivir bien siempre que uno poseyera alguna habilidad especial, de las que se cotizan a alto precio. Claro que se necesitaban fondos, porque en un santuario de deudores todo se hacía sobre la base estricta del pago al contado. Y por adelantado, además, incluso para un simple corte de pelo. Mueller tenía una habilidad que, en su opinión, le permitiría sobrevivir: era un artista, un constructor de esculturas sónicas, trabajo que seguía gozando de gran demanda. Simplemente necesitaba unos cuantos miles de dólares para comprar los instrumentos básicos de su arte —su equipo de esculpir le había sido requisado hacía semanas— y abrir un estudio en uno de los santuarios, lejos del alcance de los robots sabuesos. Confiaba en encontrar a un amigo que le prestara esos miles de dólares. En nombre del arte, por así decirlo. Era una buena causa.
Si se quedaba en el área del santuario durante diez años consecutivos, se vería absuelto de sus deudas y podría volver como hombre libre. Sólo había una pega, y no pequeña. Una vez que un hombre se acogía al santuario, se le prohibía el acceso a todos los canales de crédito a su regreso al mundo exterior. Ni siquiera se le concedería una tarjeta de crédito de la Caja Postal, mucho menos un préstamo bancario. Mueller no estaba seguro de poder vivir de ese modo, pagando al contado el resto de su vida. Sería terriblemente pesado y aburrido. Peor, resultaría algo verdaderamente arcaico.
Tomó nota en su libreta: Llamar a Freddy Munson por la mañana y pedirle tres de los grandes. Comprar el billete a Caracas. Comprar los instrumentos para esculpir.
La suerte estaba echada, a menos que cambiara de opinión por la mañana.
Miró tristemente la fila de resplandecientes edificios, construidos después del terremoto a lo largo de las calles que bajaban en cuesta desde Telegraph Hill hacia el Embarcadero. Brillaban a la luz poco familiar del sol. Un hermoso día para suicidarse en la bahía. ¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición! Pronto cumpliría los cuarenta años. Había venido al mundo el mismo día en que lo dejara el presidente John Kennedy. Nacido en una mala hora, condenado a un negro destino, gruñó Mueller. Fue al grifo y bebió un vaso de agua. Era la única bebida que podía permitirse ahora. Se preguntó cómo se las había arreglado para meterse en semejante lío. ¡Casi un millón de deudas!
Se echó a dormir una siesta.
Cuando se despertó, hacia medianoche, se sintió mejor que no se había sentido en mucho tiempo. Parecía que una nube negra se hubiese alejado de su mente, como se alzara de la ciudad ese día. Mueller se sentía realmente de buen humor. Y no sabía por qué.
En una elegante mansión de Marina Boulevard, el Fabuloso Montini estaba ensayando su acto. El Fabuloso Montini era un mnemotécnico profesional, un hombre bajo y delgado, de sesenta años, que jamás olvidaba nada. Muy tostado por el sol, su pelo oscuro se apartaba de la frente en un ángulo muy marcado. Los ojos negros brillaban de confianza y los finos labios se curvaban despectivamente. Cogió un libro de un estante y lo dejó caer al azar. Era una antigua edición de Shakespeare, en un solo volumen, algo ya familiar en su actuación en el club nocturno. Miró la página, asintió, miró brevemente otra, luego otra, y sonrió con su sonrisita particular. La vida se mostraba amable con el Fabuloso Montini. Ganaba sus buenos 30.000 dólares a la semana cuando estaba de gira, ya que había convertido aquel don en una empresa provechosa. Mañana por la mañana, inauguraba una semana en Las Vegas; luego se iría a Manila, Tokio, Bangkok, El Cairo…, o dar la vuelta al mundo. En doce semanas, obtendría las ganancias de todo un año. Luego, descansaría de nuevo.
¡Le resultaba tan fácil! Conocía muchos trucos fabulosos. Que le gritaran un número de veinte cifras; él lo repetía de inmediato. Que le bombardearan con largas tiradas de sílabas sin sentido; repetiría aquel absurdo sin un fallo. Que le pusieran complicadas fórmulas matemáticas en la pantalla de la computadora; las reproduciría hasta el último exponente. Su memoria era perfecta, tanto visual, como auditiva, como para otros registros.
Lo de Shakespeare, que era una de las rutinas más sencillas, siempre conquistaba a los impresionables. A la mayoría de la gente le resultaba fantástico que un hombre pudiera memorizar sus obras completas, página por página. Le gustaba utilizarlo para empezar.
Entregó el libro a Nadia, su ayudante. Y su amante también. A Montini le gustaba mantener cerrado su círculo íntimo. Nadia tenía veinte años, era mas alta que él, con ojos brillantes y una hermosa mata de pelo artificiosamente radiante. Siempre a la última moda. Llevaba un corpiño de cristal, un buen estuche para lo que contenía. No era muy inteligente, pero hacía todo cuanto Montini esperaba de ella, y lo hacía bien. Calculó que la reemplazaría dentro de unos dieciocho meses. Se aburría pronto de sus mujeres. Tenía demasiada buena memoria.
—Empecemos —dijo.
Ella abrió el libro.
—Página 537, la columna de la izquierda.
Instantáneamente, la página se materializó ante los ojos de Montini.
—Enrique IV. Segunda Parte —empezó—. REY ENRIQUE: Di, hombre, ¿fueron ésas tus palabras? HORNER: Si place a Vuestra Majestad, yo nunca dije ni pensé tal cosa. Dios es mi testigo. Soy falsamente acusado por ese villano. PETER: Por estos diez huesos, señores, es cierto que me habló en el desván una noche, mientras limpiábamos la armadura de milord de York. YORK: Asqueroso villano…
—Página 778, columna de la derecha —dijo Nadia.
—Romeo y Julieta. (Habla Mercucio) ¿… espiaría un ojo tal pelea? Tu cabeza está tan llena de peleas como un huevo está lleno de materia y, sin embargo, tienes la cabeza tan huera corno un huevo podrido. Te has peleado con un hombre por toser en la calle o porque había despertado a tu perro que se había dormido al sol. ¿No es…?
—Página 307, a partir de la línea catorce del lado derecho.
Montini sonrió. Le gustaba ese trozo. Una pantalla se lo mostraría al público durante la actuación.
—La duodécima noche —dijo—. (Habla el Duque): ¡Demasiado viejo, por el cielo! Que la mujer tome a un hombre mayor que ella, para aprovecharse de él, para influir en el corazón de su marido. Pues, muchacho, por mucho que nos alabemos, nuestros caprichos son más volubles…
—Página 495, columna de la izquierda.
—Espera un minuto —dijo Montini. Se sirvió un vaso de agua y lo bebió en tres tragos rápidos—. Este trabajo siempre me da sed.
Taylor Braskett, comandante de navío del Servicio Especial de los Estados Unidos, ya retirado, entró con paso rápido en su casa de Oak Street, muy cerca del parque de Golden Gate. A los setenta y un años, el comandante Braskett todavía se las arreglaba para caminar briosamente y estaba dispuesto a ponerse de nuevo el uniforme en cuanto su país le necesitara. Creía, en efecto, que su país lo necesitaba, más que nunca ahora que el socialismo se propagaba como un incendio por la mitad de las naciones de Europa. Por lo menos había que guardar las fronteras del país. Proteger lo que quedara de la tradicional libertad americana. Deberíamos tener una red de bombas C en órbita, pensaba el comandante Braskett, dispuestas a caer como lluvia mortal sobre los enemigos de la democracia. Digan lo que digan los tratados, hemos de estar dispuestos a defendernos.
Las teorías del comandante Braskett no eran demasiado aceptadas. Por supuesto, la gente le respetaba por haber sido uno de los primeros americanos que pusieron el pie en Marte, pero él sabía que en su interior le consideraban un chiflado, un tipo anticuado, un hombre que seguía guardando rencor a los soldados ingleses, los Chaquetas Rojas. Tenía el suficiente sentido del humor para comprender que resultaba una figura absurda para los jóvenes. Pero era sincero en su decisión de mantener una América libre, de proteger a los más jóvenes del azote del totalitarismo, tanto si se reían de él como si no. Durante todo aquel glorioso día de sol, había estado paseando por el parque, tratando de hablar con los jóvenes e intentando explicarles su posición. Se mostraba cortés, atento, ansioso de encontrarse con alguien que le hiciera preguntas. El problema era que nadie le escuchaba. Y los jóvenes… Desnudos hasta la cintura bajo el sol, ellas y ellos, tomando drogas abiertamente, utilizando las palabras más obscenas en su conversación. A veces, el comandante Braskett casi llegaba a pensar que la batalla por América se había perdido ya. Sin embargo, nunca abandonaba la esperanza.
Había pasado muchas horas en el parque. Ahora, ya en casa, cruzó la sala de trofeos hasta la cocina, abrió el refrigerador y sacó una botella de agua. El comandante Braskett tenía siempre en reserva tres botellas de agua de un manantial de montaña, que le enviaban a domicilio cada dos días. Una costumbre que se iniciara hacía cincuenta años, cuando empezaron a poner flúor en el agua. No ignoraba las sonrisitas con que se acogían sus palabras cuando confesaba que sólo bebía agua de manantial, pero no le importaba. Había sobrevivido a muchos de los burlones y atribuía su salud perfecta a su negativa a beber el agua contaminada que tomaba la mayoría de la gente. Primero cloro, después flúor… Probablemente añadirían ya otras cosas ahora, pensó el comandante Braskett.
Bebió a grandes tragos.
No había modo de saber la clase de productos químicos, algunos quizá peligrosos, que se empleaban ahora en el abastecimiento de agua de las ciudades, se dijo. ¿Soy un chiflado? Muy bien, lo soy. Pero un hombre en sus cabales sólo bebe agua digna de su confianza.
Enroscado como un feto, con las rodillas tocándole casi la barbilla, tembloroso y sudando, Nate Haldersen cerró los ojos y trató de librarse del dolor de la existencia. Otro día. Un día soleado y dulce. Gente feliz jugando en el parque. Padres a hijos. Se mordió los labios, desgarrándolos casi. Era todo un experto en autocastigo.
Los sensores fijados a su cama en la Sala de Psicotrauma del Hospital Fletcher Memorial le auscultaban continuamente, enviando un flujo constante de informes al doctor Bryce y su equipo de especialistas en enfermedades nerviosas. Nate Haldersen sabía que era un hombre sin secretos. Su equilibrio hormonal, sus enzimas, respiración, circulación, incluso el gusto a bilis que sentía en la boca…, todo era conocido instantáneamente por el personal del hospital. Cuando los sensores descubrían que estaba cayendo bajo el nivel normal de depresión, agujas ultrasónicas sobresalían de los ángulos del colchón, buscaban su cuerpo en el lecho, hallaban las venas adecuadas y le inyectaban la savia dinámica suficiente para animarle. La ciencia moderna era maravillosa. Podía hacer cualquier cosa por Haldersen, excepto devolverle a su familia.
Se abrió la puerta de corredera. Entró el doctor Bryce. El director del equipo tenía prestancia. Alto, solemne y a la vez encantador, con las sienes grises, lleno de poder e iniciado en los misterios. Se sentó junto al lecho de Haldersen. Como de costumbre, simuló no ver la fila de computadoras junto a la cama que le daban los últimos detalles sobre el estado del enfermo.
—Nate —dijo—, ¿cómo anda eso?
—Va marchando —murmuró éste.
—¿Te apetece charlar un rato?
—No demasiado. ¿Puedes darme un vaso de agua?
—No faltaba más —dijo el médico. Se lo dio— Hace un día espléndido. ¿Qué te parece la idea de un paseo por el parque?
—No he salido de esta habitación desde hace dos años y medio, doctor. Ya lo sabes.
—Siempre llega el momento de variar. No tienes nada, físicamente hablando, y lo sabes.
—Pero no me apetece ver a la gente —dijo Haldersen. Devolvió el vaso vacío—. Un poco más.
—¿Quieres beber algo más fuerte?
—El agua me basta.