122483.fb2 El d?a en que desapareci? el pasado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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Haldersen cerró los ojos. Imágenes que no deseaba bailaban ante sus ojos: el cohete que estallaba por uno de sus extremos; los pasajeros saliendo de él, como las semillas de una vaina que se abre en el otoño; Emily cayendo, cayendo, una caída de veinticuatro mil metros, con el pelo dorado azotado por el viento helado y fino, la falda corta golpeándole las piernas, y éstas luchando en el firmamento por hallar un punto de apoyo. Y los niños tras ella, como ángeles caídos del cielo, abajo, abajo, abajo, hacia el vellón blanco del hielo polar. Ellos descansan en paz, pensó Haldersen, y yo perdí el avión y me quedé solo. Y Job habló y dijo: «Perezca el día en que nací y la noche en que se dijo: Ha sido concebido un varón».

—De eso hace once años —le dijo el doctor Bryce—. ¿No quieres dejarlo?

—Palabras estúpidas viniendo de un médico. ¿Por qué no haces tú que ello me deje?

—Porque no quieres. Te gusta demasiado representar tu papel.

—Hoy es el día de mostrarte duro, ¿eh? Pues dame un poco más de agua.

—Levántate y cógela tú mismo —dijo el otro.

Haldersen sonrió amargamente. Se levantó del lecho, cruzó la habitación algo vacilante y se llenó el vaso. Había pasado por toda clase de terapias: terapia de compasión, terapia de antagonismo, drogas, shock, psiquiatría ortodoxa… De nada le servían. Siempre le quedaba la imagen de aquella vaina abierta, de las figuras que caían recortándose contra un cielo muy azul. El Señor me lo dio, el señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor. Mi alma está triste hasta la muerte… Se llevó el vaso a los labios. Once años. Y yo perdí el avión. Pequé con Marie y Emily murió. Y John. Y Beth. ¿Qué sintieron mientras caían durante tanto tiempo? ¿Sería como volar? ¿Experimentaron alguna forma de éxtasis? Se llenó el vaso de nuevo.

—Tienes sed hoy, ¿eh?

—Sí —contestó Haldersen.

—¿Seguro que no quieres dar un paseíto?

—Ya sabes que no. —Haldersen se echó a temblar. Se volvió y cogió al psiquiatra por el brazo—. ¿Cuándo terminará esto, Tim? ¿Cuánto tiempo habré de seguir con ello?

—Hasta que estés dispuesto a olvidarlo.

—¿Cómo se puede hacer un esfuerzo consciente por olvidar algo? Tim, Tim, ¿no hay alguna droga, algo capaz de lavar esta memoria que me está matando?

—Nada efectivo.

—Mientes —murmuró Haldersen—. He leído sobre las drogas que producen amnesia. Las enzimas que devoran la memoria RNA. Los experimentos con di-isopropil-fluorofosfato La puromicina. La…

—No tenemos ningún control sobre su actuación —dijo el doctor Bryce—. No somos capaces de atacar un bloque determinado de recuerdos traumáticos, mientras dejamos incólume el resto de la mente. Tendríamos que golpear al azar, confiando en alcanzar el punto clave, ignorando qué otras cosas borrábamos. Te despertarías sin el trauma, pero tal vez sin recordar nada más de lo que hubiera sucedido entre, digamos, los catorce y los cuarenta años. Tal vez dentro de cincuenta años sepamos lo suficiente para especificar la dosis…

—No puedo esperar cincuenta años.

—Lo siento, Nate.

—Dame esa droga, de todos modos. Correré el riesgo, pierda lo que pierda.

—Hablaremos otro día de eso, ¿eh? Las drogas se hallan en estado experimental. Pasarían meses y meses antes de conseguir la autorización para probarlas con un humano, Has de comprender…

Haldersen le dio la espalda. Ahora sólo velar en su interior veía los cuerpos que caían, viviendo sus sufrimientos por billonésima vez; entregándose con toda fruición a su papel de Job. «He venido a ser hermano de los chacales, y compañero de los avestruces… Mi piel, se ha ennegrecido sobre mí, y mis huesos queman por la fiebre. Él me ha demolido en derredor, y perezco, y descuajo como árbol mi esperanza…

El médico seguía hablando, pero Haldersen ya no le escuchaba, Se sirvió un vaso más de agua con mano temblorosa.

Casi había llegado la medianoche del miércoles antes de que Fierre Gerard, su esposa y sus tres hijos —dos chicos y una chica— tuvieran oportunidad de cenar. Eran los propietarios, el chef y el personal del restaurante Petit Pois, de Sansome Street, y el negocio había sido extraordinariamente bueno y agotador durante toda la noche. Normalmente, podían sentarse a comer hacia las cinco.y media, antes de que empezaran las prisas de la cena, pero hoy el público había empezado a llegar más temprano —animado por el buen tiempo, sin duda— y no había habido un momento libre para nadie desde la hora del cóctel. Los Gerard estaban acostumbrados a las prisas, pues el suyo era quizás el bistrot familiar más popular de toda la ciudad, con una clientela muy fiel. De todos modos, una noche así era demasiado.

Cenaron modestamente de lo que sobrara del menú de la noche: una pierna de cordero demasiado hecha, un Château Beychevelle ligeramente pasado, un soufflé algo hundido y cosas por el estilo. Era gente muy ahorrativa. Su único lujo era el agua de Evian, que importaban de Francia. Fierre Gerard no había puesto el pie en su Lyon nativo desde hacía treinta años, pero conservaba muchas de las costumbres de la madre patria, incluida la actitud tradicional hacia el agua. Un francés no bebe mucha agua, pero la que bebe siempre proviene de la botella, nunca del grifo. De otro modo, corre el riesgo de enfermar del hígado. Y el hígado hay que cuidarlo.

Aquella noche, Freddy Munson recogió a Helena en su piso de Geary y la llevó a cenar al otro lado del puente, a Sausalito, al Ondine como de costumbre. El Ondine era uno de los cuatro restaurantes, todos ellos antiguos y famosos, en los que solía comer Munson, visitándolos por turno. Era hombre de hábitos firmes. Se despertaba religiosamente a las seis de la mañana y estaba ante su mesa, en la firma de corredores de fincas, a las siete, abriendo los canales de información para saber qué había sucedido en el mercado europeo de finanzas mientras él dormía. A las siete y media, hora local, se abría la Bolsa de Nueva York y empezaba el auténtico trabajo del día. A las once y media, Nueva York había acabado la jornada, y Munson se iba a la vuelta de la esquina a almorzar, siempre en el Petit Pois, a cuyo propietario había hecho millonario introduciéndole en los diversos componentes de Nucleónicos Consolidados hacía dos años y medio, antes de la gran fusión de las firmas. A la una y media, ya estaba Munson de regreso en la oficina, para hacer negocios por su propia cuenta en la Bolsa de la Costa del Pacífico. Tres días a la semana se marchaba a las tres, pero los martes y jueves se quedaba hasta las cinco, con objeto de captar algunas transacciones en las Bolsas de Honolulu y Tokio. Después de la cena, al teatro o a un concierto, siempre con una mujer hermosa. A medianoche, intentaba dormir. Por lo menos, se acostaba.

Un hombre de la posición de Freddy Munson tenía que ser ordenado. En un momento dado, los tratos que llevaba con sus clientes iban de seis a nueve millones de dólares, y él conservaba todos los detalles de aquellos auténticos juegos malabares en la cabeza. No podía arriesgarse a ponerlos por escrito, porque había ojos que espiaban por todas partes. Y desde luego, no se atrevía a emplear la red de datos, ya que es bien sabido que todo lo que se confía a una computadora acaba por ser accesible a alguna otra computadora en otra parte, por secreto que sea el sello privado que se introduce en ella. Así que Munson había de recordar las complicaciones de cincuenta o más transacciones ilícitas, una cadena de malversaciones en constante cambio. Y el hombre que ha de someter su memoria a una disciplina tan necesaria, pronto toma la costumbre de extender esa disciplina a todos los aspectos de su vida.

Helena se le acercó. Su débil perfume psicodélico le llegó a la nariz. Introdujo el coche en el circuito de Sausalito y se echó atrás cómodamente, mientras la computadora de control de tráfico se ocupaba del volante. Helena dijo:

—Anoche, en casa de Bryce, vi dos esculturas de tu amigo, el que se ha arruinado.

—¿Paul Mueller?

—El mismo. Muy buenas. Una de ellas me murmuró algo.

—¿Qué estabas haciendo en casa de los Bryce?

—Fui al colegio con Lisa Bryce. Me invitó a ir a su casa con Marty.

—No sabía que fueras tan vieja —comentó Munson.

Helena soltó una risita.

—Lisa es mucho más joven que su marido, cariño. ¿Cuánto cuesta una escultura de Paul Mueller?

—Quince mil, veinte mil, por lo general. Más, si son especiales.

—¿E incluso así, está arruinado?

—Paul tiene un extraño talento para la autodestrucción —dijo Munson—. Sencillamente, no comprende el dinero. Aunque, en cierto modo, eso le salva desde el punto de vista artístico. Cuanto más desesperadamente endeudado está, mejor es su trabajo. Crea por desesperación, por así decirlo. Aunque parece haber abusado de la última crisis. Ha dejado de trabajar por completo. Es un pecado contra la humanidad que un artista no trabaje.

—¡Qué elocuente sabes ser, Freddy…! —murmuró Helena suavemente.

Cuando el Fabuloso Montini se despertó aquel jueves por la mañana, no advirtió de inmediato ningún cambio. Su memoria, como un fiel servidor, estaba siempre a sus órdenes cuando la necesitaba, pero la serie de datos perfectamente grabados en su mente guardaba silencio hasta que se la requería. Si un bibliotecario recorre con la vista los estantes, descubre en seguida si faltan libros. Montini no podía detectar vacíos similares en sus sinapsis. Llevaba ya levantado media hora, había pasado bajo el baño molecular, apretado el botón del desayuno y despertado a Nadia para decirle que confirmara las reservas en cohete a Las Vegas, cuando, al fin, como el concertista de piano que inicia unos arpegios a fin de calentar los dedos para la labor del día, Montini buscó en su banco de memoria un poco de Shakespeare. Y Shakespeare no acudió.

Se quedó inmóvil, agarrado al astrolabio que adornaba su ventana, mirando al puente, repentinamente desconcertado. Jamás le había sido necesario hacer un esfuerzo consciente para recordar los datos. Simplemente, echaba una ojeada y allí los tenía. Y ahora, ¿dónde estaba la columna de la izquierda de la página 654, y la columna de la derecha de la página 806, a partir de la línea dieciséis? Todo había desaparecido. Estaba en blanco. En la pantalla de su mente, sólo se veían páginas vacías.

¡Tranquilo! Esto es extraño, pero no catastrófico. Debes de estar tenso, por alguna razón. Te has forzado en exceso, eso es todo. Relájate, busca algo más en la memoria…

El Times de Nueva York, miércoles, 3 de octubre de 1973. Sí, allí estaba la primera página, maravillosamente clara, con el desarrollo del partido de béisbol en el ángulo inferior de la derecha; el titular sobre el accidente del jet, grande y negro; incluso la foto era visible. ¡Estupendo! Volvamos a probar…

El Post-Dispatch, de Saint Louis, domingo, 19 de abril de 1987. Montini se echó a temblar. Veía los cuatro centímetros superiores de la página, nada más. Como si hubieran borrado el resto.

Repasó los archivos de otros periódicos que había memorizado para su actuación. Unos seguían allí; otros no. Algunos, como el Post-Dispatch, estaban borrados en parte. Sus mejillas enrojecieron súbitamente. ¿Quién le había alterado la memoria?

Probó Shakespeare de nuevo. Nada.

Probó la lista de la red de datos de Chicago, de 1997. Estaba allí.

Probó su libro de texto de geografía de tercer grado. Estaba allí, un gran libro rojo, con sus manchas de grasa.

Probó el último boletín del viernes pasado, el de las cinco en punto. Desaparecido.

Vaciló y se sentó en un diván, que recordó haber comprado en Istambul el 19 de mayo de 1985 por 4.200 libras turcas.