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Su voz era apenas un graznido. Ella acudió corriendo, apenas despierta, desviando el rostro sin maquillar.
—¿Qué aspecto tengo? —preguntó Montini—. La boca… ¿Tengo bien la boca? ¿Y los ojos?
—Estás muy colorado.
—¡Aparte de eso!
—No sé —murmuró ella—. Pareces muy trastornado, pero…
—La mitad de mi mente ha desaparecido —exclamó Montini—. Debo de haber tenido un ataque. ¿No hay parálisis facial? Eso es un síntoma. ¡Llama al médico, Nadia! Es un ataque. ¡El fin de Montini!
Paul Mueller se despertó a medianoche del miércoles, sintiéndose extrañamente fresco. Trató de recordar. ¿Por qué estaba totalmente vestido y por qué había estado durmiendo? ¿Acaso la siesta se había prolongado demasiado? Intentó recordar lo que había hecho a primera hora del día, pero no consiguió descubrir ninguna pista. Estaba desconcertado, pero no preocupado. Sobre todo, sentía una ansia tremenda de ponerse a trabajar. Las imágenes de cinco esculturas, totalmente planeadas, su construcción iniciada ya, se abrían paso en su mente. Podría empezar inmediatamente, pensó. Y trabajar hasta la mañana. Aquella pequeña, movediza, de plata… Magnífica para empezar. Esbozaré los esquemas, incluso iniciaré la armadura…
—¿Carole? —llamó—. Carole, ¿estás ahí?
Su voz despertó ecos en el apartamento, extrañamente vacío.
Por primera vez, se fijó en los pocos muebles que había. Una cama…, una litera realmente, no la cama de matrimonio; una mesa; una unidad aisladora para la comida, y unos cuantos platos. No había alfombras. ¿Dónde estaban sus esculturas, la colección particular de sus mejores obras? Se dirigió al estudio y lo halló desnudo, de pared a pared, desaparecidos incluso sus instrumentos, sólo unos dibujos esparcidos por el suelo. ¿Y su esposa?
—¡Carole! ¿Carole?
No entendía nada. Por lo visto, mientras dormía, alguien había limpiado el lugar, le había robado los muebles, las esculturas, incluso la alfombra. Mueller había oído hablar de robos así. Venían con un camión, osadamente, haciéndose pasar por transportistas. Tal vez le habían dado alguna droga mientras trabajaban. No podía soportar la idea de que se hubieran llevado sus esculturas. El resto no le importaba, pero aquella docena de piezas le era muy querida. «Será mejor que llame a la policía», decidió. Y corrió hacia el aparato de la unidad de datos. Tampoco estaba allí. ¿También se habían llevado eso los ladrones?
Investigando en busca de respuestas, repasó las paredes. Descubrió una nota de su propio puño y letra. Llamar a Freddy Munson por la mañana y pedirle tres de los grandes. Comprar el billete a Caracas. Comprar los instrumentos para esculpir.
¿Caracas? ¿De vacaciones, quizá? ¿Y por qué comprar instrumentos para esculpir? Indudablemente, los instrumentos habían desaparecido antes de que él se quedara dormido. ¿Por qué? ¿Y dónde estaba su esposa? ¿Qué ocurría? Se preguntó si debía llamar a Freddy inmediatamente, en vez de aguardar hasta la mañana. Tal vez Freddy lo supiera. Además, siempre se le encontraba en casa a medianoche. Claro que estaría acompañado de una de sus malditas chicas y no le gustaría que le interrumpieran… ¡Al diablo con eso! ¿De qué servía tener amigos si no podías molestarlos en un momento de crisis?
Pensando en la cabina de comunicación más cercana, salió de su apartamento a toda prisa y casi tropezó en el vestíbulo con un suave e inoportuno robot. Estas cosas no tienen piedad, pensó Mueller. Te persiguen a todas horas. Sin duda éste se propone molestar a la familia Nicholson, que duerme en la puerta de al lado. El robot dijo:
—¿Señor Paul Mueller? Soy el representante adecuadamente cualificado de Fabricación Internacional Cartel, Reunidas. Estoy aquí para comunicarle que su cuenta se halla en descubierto por la cantidad de 9.150,55 dólares. Mañana por la mañana, a las 9 horas, se le impondrá una multa de un interés compuesto del cinco por ciento mensual, ya que no ha respondido a nuestras demandas de pago anteriores. Debo informarle también…
—A ti te falta algún neutrón —gruñó Mueller—. ¡Yo no debo un centavo a FIC! Por una vez en mi vida, tengo las cuentas al día. No pretendas hacerme creer otra cosa.
El robot contestó pacientemente.
—¿Quiere una copia de las transacciones? El 5 de enero de 2003, nos pidió usted los siguientes productos metálicos: tres tubos de iridio de cuatro metros, seis esferas de diez centímetros de…
—Da la casualidad de que faltan tres meses para el 5 de enero de 2003 —replicó Mueller—, y no tengo tiempo para escuchar a un robot idiota. He de hacer una llamada importante. ¿Puedo confiar en que me unas de nuevo a la red de datos sin complicar las cosas?
—No estoy autorizado a permitirle que utilice mis facultades.
—Es urgente —insistió Mueller—. Soy un ser humano en apuros. ¡Discúteme eso, vamos!
El acondicionamiento del robot era sólido. Cedió, por lo tanto, ante la palabra «urgente» y le conectó de nuevo con la red principal de comunicaciones. Mueller dio el número de Freddy Munson.
—Sólo puedo facilitarle el audio —dijo el robot, pasando la llamada.
Transcurrió casi un minuto. Luego se oyó la voz familiar y profunda de Freddy Munson en la rejilla del altavoz instalado sobre el pecho del robot.
—¿Quién es y qué quiere?
—Soy Paul. Lamento fastidiarte, Freddy, pero me veo en un gran apuro. Creo que estoy perdiendo la cabeza, o bien la ha perdido todo el mundo.
—Tal vez sea esto último. ¿Qué te ocurre?
—Todos mis muebles han desaparecido. Un robot inoportuno inlenta acabar conmigo por nueve mil dólares. No sé dónde está Carole. No consigo recordar lo que hice hoy a primera hora. Tengo aquí una nota sobre un billete para Caracas, escrita por mí y que no entiendo. Y…
—Olvida el resto —dijo Munson—. No puedo hacer nada por ti. Tengo también mis problemas.
—¿Puedo ir a tu casa al menos y hablar contigo?
—¡De ningún modo! —gritó Munson. Y en voz más baja añadió—: Escucha, Paul, no pretendía chillar, pero me ha ocurrido algo, algo terrible…
—No necesitas disimular. Helena está contigo y no quieres que os estorbe. De acuerdo.
—No, de verdad —dijo Munson—. De pronto, también a mí se me han presentado problemas. Estoy en muy mala situación para prestarte ayuda. La necesito yo mismo.
—¿Qué clase de ayuda? ¿Puedo hacer algo por ti?
—Me temo que no. Y si quieres disculparme, Paul…
—Dime tan sólo una cosa, por lo menos. ¿Dónde puedo encontrar a Carole? ¿Tienes alguna idea?
—En casa de su marido, supongo.
—Yo soy su marido.
Hubo una larga pausa. Munson habló al fin:
—Paul, ella se divorció de ti en enero pasado y se casó con Pete Castine en abril.
—No —rechazó Mueller.
—¿Cómo que no?
—Que no es posible.
—¿Has estado tomando píldoras, Paul? ¿O drogas? ¿O fumando hierba? Mira, lo siento, pero ahora no tengo tiempo para…
—Al menos dime qué día es hoy.
—Miércoles.
—¿Qué miércoles?
—Miércoles, 8 de mayo. En realidad, a estas horas de la noche, ya es jueves.