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—¡Por el amor de Dios, Paul!
—¿El año?
—2003.
Mueller se sintió abrumado.
—¡Freddy, he perdido medio año no sé dónde! Creía estar a finales de octubre de 2002. Tengo un tipo de amnesia muy extraño. Es la única explicación.
—¿Amnesia? —repitió Munson. La tensión había abandonado su voz—. ¿Es eso lo que tienes? ¿Amnesia? ¿Puede haber algo semejante a una epidemia de amnesia? ¿Es contagiosa? Tal vez será mejor que vengas aquí, después de todo. Porque la amnesia es mi problema también.
El jueves, 9 de mayo, prometía ser un día tan hermoso como la víspera. De nuevo brillaba el sol sobre San Francisco; el cielo era claro, el aire cálido y suave. El comandante Braskett se despertó temprano, como siempre, se tomó su espartano desayuno habitual, estudió las noticias de la mañana en el canal de información, dedicó una hora a dictar sus memorias y, hacia las nueve, se fue de paseo. Cuando llegó al distrito comercial de Haight Street, descubrió que las calles estaban inusitadamente concurridas. La gente caminaba sin propósito, con aire ausente, como sonámbulos. ¿Estarían borrachos? ¿Drogados? Tres veces, en cinco minutos, unos jóvenes detuvieron al comandante Braskett para preguntarle la fecha. No la hora; la fecha. Se la dijo, seca y desdeñosamente. Intentaba mostrarse tolerante, pero le resultaba difícil no despreciar a unas personas tan débiles, que envenenaban su mente con estimulantes, y narcóticos, y psicodélicos, y porquerías similares. En la esquina de Haight y Masonic, una linda chica de unos diecisiete años, con ojos azules y vacíos, le detuvo preguntándole:
—Señor, esta ciudad es San Francisco, ¿no? Quiero decir, tenía planeado trasladarme aquí desde Pittsburgh en mayo. Así que, si estamos en mayo, esto es San Francisco, ¿verdad?
El comandante Braskett asintió bruscamente y se alejó apenado. Le alivió ver a un viejo amigo, Lou Sandler, el director de la sucursal del Banco de América, al otro lado de la calle. Sandler estaba de pie ante la puerta del banco. El comandante Braskett cruzó hacia él y dijo:
—¿No es una vergüenza, Lou, que toda la calle esté llena de adictos esta mañana? ¿Qué pasa, algún desfile histórico de los años sesenta?
Sandler le lanzó una sonrisa vacía y respondió:
—¿Es ése mi nombre? ¿Lou? ¿No sabrá por casualidad el apellido también? El caso es que se me ha borrado de la mente.
En ese momento, el comandante Braskett comprendió que algo terrible había sucedido en la ciudad. Quizá se extendiese a todo el país. Sin duda, la revolución izquierdista que siempre temiera estaba muy cerca. Y era hora de que se pusiera de nuevo su viejo uniforme e hiciera lo que pudiera por rechazar al enemigo.
Alegre y confuso a la vez, Nate Haldersen despertó esa mañana adviniendo que algo se había transformado en él, de un modo extraño y maravilloso. Le latía la cabeza, pero no de dolor. Le parecía como si le hubieran quitado un peso terrible de los hombros, como si la mano cruel que le oprimiera la. garganta le hubiese dejado libre al fin.
Saltó de la cama, sin dejar de hacerse preguntas.
¿Dónde estoy? ¿Qué clase de lugar es éste? ¿Por qué no estoy en casa? ¿Dónde están mis libros? ¿Por qué me siento tan feliz?
Aquello parecía la habitación de un hospital.
Un velo oscurecía su mente. Trató de rebuscar tras él y recordó que le habían internado en… el hospital Fletcher Memorial, en…, en agosto pasado…, no, el agosto anterior…, por haber sufrido una grave perturbación emocional producida por…, producida por…
Nunca se había sentido más feliz que en este momento.
Vio un espejo. En él se reflejaba la mitad superior de Nathaniel Haldersen, doctor en Medicina. Nate Haldersen sonrió a su imagen. Alto, delgado, con la nariz larga, el pelo de un absurdo color arena, los ojos de un azul absurdo también, los labios finos y sonrientes. Un cuerpo huesudo. Se abrió la mitad superior del pijama. El pecho pálido y sin vello, los huesos sobresaliendo como charreteras en los hombros. Llevo enfermo mucho tiempo, pensó Haldersen. Tengo que salir de aquí y volver a mi clase. Final del permiso. ¿Dónde están mis ropas?
—¿Enfermera? ¿Doctor? —Apretó el botón de llamada tres veces—. ¡Hola! ¿Hay alguien?
Nadie vino. Qué extraño, siempre venían. Encogiéndose de hombros, Haldersen salió al vestíbulo. Vio tres viejos con las cabezas juntas, susurrando en un extremo. No le hicieron caso. Un robot sirviente, con bandejas de desayuno, pasó junto a él. Un momento después, uno de los médicos jóvenes cruzó corriendo el vestíbulo y no quiso detenerse cuando Haldersen le llamó. Volvió enojado a su habitación y la registró, buscando su ropa. No encontró nada; sólo un montón de revistas en el suelo del armario. Tocó el botón tres veces más. Finalmente, uno de los robots entró en la habitación.
—Lo lamento —dijo—, pero el personal humano del hospital está ocupado de momento. ¿Puedo servirle en algo, doctor Haldersen?
—Quiero un traje complejo y ropa interior. Me voy del hospital.
—Lo lamento, pero su salida no está autorizada. Sin la autorización del doctor Bryce, el doctor Reynolds o el doctor Kamakura, no puedo permitirle que se vaya.
Haldersen suspiró. Tenía la experiencia suficiente como para no discutir con un robot.
—¿Dónde están ahora esos tres caballeros?
—Ocupados, señor. Tal vez sepa que hay una urgencia médica en la ciudad esta mañana, y el doctor Bryce y el doctor Kamakura están ayudando a organizar el Comité de Salud Pública. El doctor Reynolds no se ha presentado hoy al trabajo y no conseguimos averiguar su paradero. Creen que también ha sido víctima de la dificultad presente.
—¿Qué dificultad presente?
—Pérdida masiva de memoria por parte de la población humana —respondió el robot.
—¿Una epidemia de amnesia? —Ésa es una interpretación del problema. —¿Cómo es posible que…?
Haldersen se detuvo. Ahora comprendía el origen de su gozo de esta mañana. Sólo ayer tarde había discutido con Tim Bryce la aplicación a su propio trauma de drogas destructoras de la memoria y Bryce había dicho…
Haldersen ya no sabía la naturaleza de su propio trauma.
—Espera —dijo al robot, que se disponía a dejar la habitación—. Necesito información. ¿Por qué he estado aquí sometido a tratamiento?
—Sufría de desplazamiento social y de disfunciones cuyo origen, según el doctor Bryce, se remonta a una situación de pérdida personal traumática.
—¿Pérdida de qué?
—De su familia, doctor Haldersen.
—Sí, es cierto. Recuerdo ahora… Tenía una esposa y dos hijos. Emily. Y una niña… Margaret, Elizabeth…, algo así. Y un chico llamado John. ¿Qué les sucedió?
—Eran pasajeros a bordo del vuelo 103 de las Líneas Aéreas Intercontinentales, de Copenhague a San Francisco, el 5 de septiembre de 1991. El avión sufrió una descompresión explosiva sobre el océano Ártico y no hubo supervivientes.
Haldersen absorbió la información con la misma calma que si oyera hablar del asesinato de Julio César.
—¿Dónde estaba yo cuando ocurrió el accidente?
—En Copenhague —contestó el robot—. Usted se proponía volver a San Francisco con su familia en el vuelo 103. Sin embargo, según los datos de su archivo, se involucró en unas relaciones emocionales con una mujer llamada Marie Rasmussen, a la que había conocido en Copenhague, y por eso no regresó a su hotel a tiempo para ir al aeropuerto. Su esposa, consciente sin duda de la situación, prefirió no esperarle. Su muerte subsiguiente, así como la de sus hijos, produjo en usted un sentimiento de culpabilidad traumático, ya que llegó a considerarse responsable de su fin.
—Muy propio de mí adoptar esa actitud, ¿no? —dijo Haldersen—. Pecado y penitencia. Mea culpa, mea máxima culpa. Siempre me mostré inflexible con el pecado, aunque eso no me privara de pecar. Debería haber sido un profeta del Antiguo Testamento.
—¿Le doy más información, señor?
—¿Hay más?
—Tenemos en los archivos un informe del doctor Bryce titulado: El complejo de Job. Estudio de la parálisis de la culpabilidad.
—Eso no, por favor —denegó Haldersen—. De acuerdo, puedes irte.
Se quedó solo. El complejo de Job, pensó. No demasiado adecuado, ¿verdad? Job era un hombre sin culpa y, sin embargo, fue castigado para satisfacer un capricho del Todopoderoso. Un poco presuntuoso, diría yo, al identificarme con él. Caín hubiera sido una elección mejor. Caín dijo al Señor: «Demasiado grande es mi castigo para soportarlo». Pero Caín era un pecador. Yo fui pecador. Pequé, y Emily murió por ello. ¿Cuánto tiempo hace? ¿Once?.¿Once años, y medio? Y ahora no sé nada en absoluto; sólo lo que la máquina acaba de contarme. Remisión por el olvido, diría yo. He expiado mi pecado y ahora soy libre. No tengo por qué seguir en este hospital. Recta es la puerta y estrecho el camino que lleva a la vida, y pocos los que la encuentran. Tengo que salir de aquí. Tal vez pueda servir de ayuda a otros.
Se puso el batín, tomó un sorbo de agua y salió de la habitación. Nadie le detuvo. El ascensor no funcionaba al parecer, pero encontró las escaleras y bajó por ellas, aunque se sentía un poco débil. No se había alejado tanto de su habitación desde hacía más de un año. Los pisos inferiores del hospital eran un caos: doctores, enfermeras, robots, pacientes, todos mezclados y excitados. Los robots intentaban calmar a la gente y devolverla a su lugar adecuado.