122483.fb2 El d?a en que desapareci? el pasado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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—Me siguió —explicó Carole—. Se niega a dejarme en paz.

Castine era un hombre delgado, de aspecto controlado, muy atlético, unos años mayor que Mueller —posiblemente había cumplido ya los cincuenta—, pero de aire juvenil. Dijo serenamente:

—Estaba seguro de que Carole había venido aquí. Es muy comprensible, Paul. Pasó aquí toda la noche, supongo.

—¿Importa eso? —preguntó Mueller.

—Hasta cierto punto. Prefiero que haya pasado la noche con su anterior marido que con cualquier otro.

—Estuvo aquí toda la noche, sí —confesó Mueller cansadamente.

—Me gustaría que volviera a casa ahora conmigo. Es mi esposa, después de todo.

—Ella no lo recuerda. Ni yo tampoco.

—Lo sé —dijo Castine amablemente—. En cuanto a mí, he olvidado todo lo que me sucedió antes de los veintidós años. No podría decirte ni el nombre de pila de mi padre. Sin embargo, y como realidad objetiva, Carole es mi esposa. Vuestro divorcio fue un asunto bastante desagradable y creo que ella no debería seguir aquí.

—¿Por qué me dices a mí todo eso? —pregunto Mueller—. Si quieres que tu esposa vuelva a casa contigo, pídeselo a ella.

—Ya lo he hecho. Y dice que no se irá de aquí a menos que tú se lo ordenes.

—Es cierto —intervino Carole—. Yo sí sé de quién creo ser esposa. Si Paul me echa, volveré contigo. Pero no por otra razón.

Mueller se encogió de hombros.

—Sería un idiota si la echara de aquí, Pete. La necesito y la quiero. Y fuera lo que fuese lo que sucedió, ya no tiene ninguna realidad para nosotros. Sé que resulta dura para ti, pero no puedo evitarlo. Supongo que no tendrás problemas para conseguir la anulación en cuanto los tribunales promulguen ley para casos como éste.

Castine guardó silencio unos momentos. Al fin, dijo:

—¿Cómo va tu trabajo, Paul?

—Parece que no hice nada en todo un año.

—Exacto.

—Estoy planeando comenzar de nuevo. Podría decirse que Carole me ha inspirado.

—Espléndido —asintió Castine, sin ninguna entonación especial—. Confío en que esta pequeña confusión sobre nuestra… esposa compartida no interfiera en las armoniosas relaciones artista-marchan te de que solíamos disfrutar.

—En absoluto —dijo Mueller—. Seguirás disponiendo de toda mi producción. ¿Por qué diablos habría de mostrarme resentido por lo que hiciste? Carole era libre cuando te casaste con ella. Sólo hay un problema.

—¿Cuál?

—Estoy arruinado. No tengo instrumentos, no puedo trabajar sin instrumentos y carezco de medios para comprarlos.

—¿Cuánto necesitas?

—Dos y medio de los grandes.

—¿Dónde está tu control de datos? —preguntó Castine—. Te haré una transferencia de crédito.

—La compañía telefónica lo desconectó hace mucho tiempo.

—Permíteme entonces que te firme un cheque. Digamos tres mil. Como adelanto sobre futuras ventas. —Castine rebuscó un rato antes de localizar un cheque en blanco—. E! primero que escribo en unos cinco años quizá. Resulta raro, una vez te has acostumbrado a hacerlo todo por teléfono. Aquí tienes, y buena suerte. A los dos. —Les saludó con una seca y amarga inclinación de cabeza—. Espero que seáis felices juntos. Y llámame cuando hayas terminado alguna pieza, Paul. Enviaré el camión. Supongo que, para entonces, te habrán conectado el teléfono.

Y abandonó el apartamento.

—Olvidar es una bendición —dijo Nate Haldersen—. La remisión por el olvido, lo llamo yo. Lo que ha sucedido en San Francisco esta semana no significa necesariamente un desastre. Para algunos de nosotros, ha sido lo mejor del mundo.

Le escuchaban al menos cincuenta personas, sentadas a sus pies. Se hallaba en el quiosco de la banda, en el parque, frente al Museo De Young. Caía ya la noche. Finalizaba el viernes, el segundo día completo tras la crisis de la memoria. Haldersen había dormido en el parque la noche anterior y planeaba dormir allí de nuevo aquella noche. Después de escapar del hospital, se había enterado de que su apartamento había sido clausurado hacía mucho tiempo y almacenados sus muebles. No le importaba. Viviría de la tierra y robaría su comida. La llama de la profecía ardía en él.

—Dejadme que os cuente lo que me ocurrió —gritó—. Hace tres días estaba en un hospital para enfermos mentales. Alguno sonreirá, quizá, y me dirá que debería volver allí de nuevo. ¡No! No lo comprendéis. Era incapaz de enfrentarme al mundo. Dondequiera que fuese, veía familias felices, padres e hijos, y eso me hacía enfermar de envidia y odio. No podía vivir en sociedad. ¿Por qué? ¿Por qué? Porque mi esposa y mis hijos murieron en el desastre aéreo de 1991, por eso. Y perdí el avión porque estaba cometiendo adulterio aquel día. Por mi pecado murieron ellos. ¡Y seguí viviendo en un tormento interminable! Ahora todo se ha borrado de mi mente. He pecado, he sufrido… ¡Al fin me siento redimido gracias a este misericordioso olvido!

Una voz gritó entre la multitud:

—Si lo ha olvidado todo, ¿cómo es que ahora puede contarnos la historia?

—Una buena pregunta. ¡Una pregunta excelente! —Haldersen sintió que el sudor brotaba de sus poros, que la adrenalina corría por sus venas—. Si conozco la historia es porque una máquina del hospital me la contó ayer por la mañana. Pero la escuché como si se tratara de algo sucedido a otra persona. La experiencia que tenía de ella, la profunda herida en mi interior, todo se ha borrado. El dolor ha desaparecido. ¡Oh, sí! Lamento que mi inocente familia pereciera. Sin embargo, un hombre sano aprende a controlar ese sufrimiento después de once años, acepta la pérdida y sigue adelante. Yo estaba enfermo, enfermo por dentro, incapaz de vivir con mi dolor. Ahora sí puedo. Lo miro objetivamente, ¿comprendéis? Por eso digo que el olvido es una bendición. ¿Y vosotros? ¿No hay alguno entre vosotros que haya sufrido alguna dolorosa pérdida y que ahora ya no lo recuerda? Pues ése ha sido redimido y liberado de su angustia. ¿Hay alguno? ¿Lo hay? Que levante la mano. ¿Quién ha sido beneficiado por el santo olvido? ¿Quién de vosotros sabe que ha quedado purificado, aunque no recuerde de qué se ha purificado?

Empezaron a levantarse algunas manos.

Había gente que lloraba o que gritaba, pero todos le aplaudían. Haldersen se sintió un charlatán, aunque sólo por un momento. Siempre había tenido espíritu de profeta, aun cuando hubiera actuado como un anodino erudito, un aburrido profesor de filosofía. Tenía en él cuanto un profeta necesita: la clara impresión del contraste entre la culpabilidad y la pureza, y la comprensión de la existencia del pecado. Esa comprensión le arrastraba ahora a celebrar su gozo en público, a buscar compañeros de su liberación —no, compañeros no, discípulos— para fundar la Iglesia del Olvido, aquí, en el parque de Golden Gate. El hospital podía haberle dado estas drogas hacia años, librándole así de la angustia. Bryce se había negado. Kamakura, Reynolds, todos los doctores de suaves palabras esperaban más pruebas, más experimentos con chimpancés o lo que fuera. Y Dios había dicho: Nathaniel Haldersen ha sufrido ya bastante por su pecado. En consecuencia, había echado una droga en la traída de aguas de San Francisco, la misma droga que los doctores le negaban, y por las cañerías que descendían de las montañas le había enviado el dulce elixir del olvido.

—¡Bebed conmigo! —gritó—. ¡Bebed todos los que sufrís y vivís angustiados! ¡Nosotros mismos buscaremos la droga! ¡Y purificaremos nuestras almas doloridas! ¡Bebed esta agua benéfica y cantad a la gloria de Dios que nos concede el olvido!

Freddy Munson había pasado la tarde y la noche del jueves, y luego todo el viernes, encerrado en su apartamento, cortadas todas las comunicaciones con el mundo exterior. No quería recibir ni hacer llamadas, no hacía caso del televisor y había conectado el xerofax de las cotizaciones sólo tres veces en aquellas treinta y seis horas.

Sabía que había llegado el fin y trataba de decidir cómo reaccionar.

Su memoria parecía haberse estabilizado. Todavía seguía sin recordar cinco semanas de maniobras mercantiles, pero ya no había más vacíos. Claro que eso no importaba. Estaba ya metido en un buen lío. Y a pesar de la declaración tan optimista del alcalde la noche anterior, Munson no había descubierto ninguna prueba de que la pérdida de la memoria desapareciera. Era incapaz de reconstruir los detalles que se habían desvanecido.

Sabía que no existía un peligro inmediato. La mayoría de los clientes cuyas cuentas había alterado a su gusto eran viejos acaudalados, que no se preocuparían por las acciones hasta que recibieran la relación de cuentas del mes próximo. Le habían dado plenos poderes, gracias a lo cual había utilizado sus recursos en beneficio propio. Hasta ahora, Munson siempre había logrado completar sus transacciones dentro del mes, de modo que las declaraciones enviadas cuadraran al céntimo. Había resuelto el problema de la retirada de acciones, que luego debían figurar en el estado de cuentas, alterando la computadora de la casa para que no lo revelara, siempre que la cuenta quedase clara a fin de mes. De ese modo, tomaba prestadas 10.000 acciones de Vías Espaciales Unidas o de I.B.M. durante dos semanas, se servía del stock como garantía para sus negocios propios y las devolvía a sus respectivas cuentas a tiempo para que nadie lo supiera. Dentro de tres semanas, los extractos de fin de mes mostrarían unas retiradas de acciones inexplicables en muchas cuentas, y él se vería en un grave aprieto.

Incluso el problema podía presentarse antes, proveniente de otra dirección. Desde que se inició la crisis en San Francisco, el mercado de valores había bajado de golpe. Probablemente el lunes empezarían a llamarle para que iniciara las operaciones. La Bolsa de San Francisco estaba cerrada, claro. No había abierto desde el jueves por la mañana, ya que la mayoría de los corredores habían sido afectados por la amnesia. Pero sí lo estaba la Bolsa de Nueva York, que había reaccionado muy mal ante las noticias de San Francisco, sin duda por temor a que todo obedeciera a una conspiración y el país entero se viera lanzado al caos. Cuando se abriera de nuevo la Bolsa local, el lunes, si es que se abría, sin duda se ajustaría a los últimos precios de Nueva York, o se aproximaría mucho a ellos. Y seguiría bajando. Le pedirían a Munson que presentara efectivo o bien garantías adicionales para cubrir sus préstamos. Desde luego, no tenía efectivo, y el único modo de conseguir acciones adicionales sería intervenir más cuentas, agravando así el delito. Por otra parte, si no accedía a las peticiones de depósito de fondos, le descubrirían y jamás conseguiría devolver las acciones a las cuentas de donde las tomara, aunque lograra recordar de dónde había salido cada una.

Estaba atrapado. Podía optar por seguir así unas cuantas semanas, esperando a que cayera el hacha, o largarse ahora mismo. Prefería hacerlo ahora mismo.

¿Pero adonde se iría?

¿Caracas? ¿Reno? ¿Sao Paulo? No, esos santuarios de los deudores no le servirían de nada. El no era un deudor corriente. Era un ladrón, y los santuarios no protegían a los criminales, sólo a los que habían hecho bancarrota. Tendría que ir más lejos, hasta Luna Dome. No había extradición en la Luna. Pero tampoco esperanzas de volver.

Munson cogió el teléfono, confiando en hablar con su agente de viajes. Dos billetes para la Luna, por favor. Uno para él, otro para Helena. Si ella no quería acompañarle, se iría solo. No; no de ida y vuelta. El agente no contestó. Munson probó el número varias veces. Encogiéndose de hombros, decidió pedirlo directamente y llamó a Vías Espaciales Unidas. El número estaba comunicando.

—¿Ponemos su llamada en la lista de espera? —preguntó la computadora—. Hay tres días de demora, según el estado actual de la lista de llamadas, antes de que podamos pasar la suya.

—Déjelo —murmuró Munson.

Acababa de recordar que, de todos modos, San Francisco estaba incomunicado. A menos que tratara de hacerlo a nado, no lograría salir de la ciudad para ir al puerto espacial, aunque consiguiera adquirir los billetes a la Luna. Estaba atrapado hasta que abrieran de nuevo las rutas de tránsito. ¿Cuánto tardarían? ¿El lunes, el martes, el viernes próximo? No iban a mantener aislada la ciudad para siempre… ¿O sí?