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Las paredes de la inmensa gruta estaban cubiertas de runas, runas poderosas destinadas a defenderse de enemigos y a detener visitantes molestos. Runas que paralizaban las piernas, helaban la voluntad y protegían mágicamente a la dueña de la cueva.
La fuerza de las runas, conjuradas para expulsarme del recinto sagrado, me impedía caminar y me sujetaba los pies clavándolos en el hielo, pero mi voluntad y la mano fría de la dama me permitían ir avanzando paso a paso. La gruta descendía por un camino blanco y helado que se transformaba en angostos pasadizos faltos de oxígeno que obligaban a caminar con la espalda contra la pared tanteando con las manos el frente, o en opresivos túneles sin luz, en los que el techo descendía tanto que debía avanzar reptando.
Tras una marcha agotadora, el largo y tortuoso camino, el único camino que podíamos seguir, fue a desembocar sorprendentemente en una amplia galería subterránea iluminada levemente por los reflejos de la luz que se colaba a través de los resquicios de las grietas. Y en medio de la majestuosa sala, inundándolo todo, un gran lago subterráneo. Oscuro, amenazador, profundo.
Diana se inquietó y yo sentí el peligro cerca. Y me dispuse a defenderme. No caería en la trampa, porque sabía que ahí había algo esperándome.
Efectivamente, a los pocos instantes, el agua se movió agitada por un extraño oleaje y, sin previo aviso, una beluga gigantesca surgió del fondo del lago con su inmensa boca abierta dispuesta a tragarme junto con mi niña. El lugar era tan estrecho y mi retirada tan improbable que mi única reacción fue lanzar a Diana al túnel que acabábamos de abandonar y desenvainar mi ulú para defenderme del monstruo. El salto fue espectacular y en su descenso la bestia dirigió su boca hacia mí. A los pocos segundos tuve sobre mi cabeza cinco toneladas de grasa y carne que me arrastrarían con ella al fondo del lago. No podía hacer nada, excepto esperar mi muerte. El tiempo en esos segundos, en esas fracciones de tiempo tan pequeñas que hasta eran ridículas, me pareció eterno. Cerré los ojos, horrorizada, y esperé su aparatosa caída y el crujido de sus dientes al cerrarse sobre mi cuerpo, e imaginé ese instante en el que desaparecería de este mundo, pero no sucedió nada.
Esperé un tiempo prudencial y, al levantar la vista, no pude dar crédito a lo que veía. La ballena había quedado suspendida en el aire, atrapada en un gran bloque de hielo, congelada. El lago, antes agua, era ahora una compacta masa de hielo que sostenía en su cima a la grotesca beluga con la enorme boca desencajada y los ojillos abiertos, unos ojos inyectados en sangre, crueles.
Parecía magia. Era magia. Pero yo no la había conjurado. No tenía vara. Sólo me había enfrentado a la beluga armada con mi ulú.
¡El ulú! Era eso. El ulú que me entregó la pitonisa ciega era mi arma y con él podría defenderme y atacar.
Oí el llanto de Diana. Al lanzarla lejos se había golpeado contra el suelo, pero a pesar de todo estaba a salvo e, incluso en el caso de que la beluga me hubiese tragado a mí, le habría sido imposible llegar hasta ella. Aunque ¿qué sería de ella sin mí?
La recogí del suelo, la consolé, acaricié su cabecita y la besé. Nuestra vida, la suya y la mía, pendía de un hilo.
Y de nuevo la mano fría me agarró y me obligó a continuar avanzando. Até a Diana a mi espalda para tener las manos libres.
Esta vez estaba sobre aviso y no me sorprendió la horrorosa figura que me flanqueó el paso en la siguiente galería. Su cara descompuesta y sanguinolenta estaba medio destrozada. Algún animal le había arrancado un carrillo y un ojo de un mordisco. Era una inuit con el cuerpo medio devorado; de su boca surgía un murmullo desesperado que me heló la sangre en las venas.
– Dámela. Dame a la niña.
Era una muerta. Estaba muerta, pero no era un fantasma condenado. Estaba poseída y no hablaba con su voz. La voz que surgía de su garganta muerta era estridente, anómala, como el chillido de Lola al ser descubierta.
¡Baalat!
Me llevé la mano a la boca para no gritar del susto. Estaba ante Baalat y posiblemente la beluga también lo fuera.
Saqué mi ulú y, sin mirarla al único ojo que le quedaba, me acerqué a ella. De un tajo certero intente cortar su cabeza muerta, pero choqué con un bloque de hielo.
Me retiré unos pasos y comprobé estupefacta que el cadáver putrefacto de la inuit había sido congelado súbitamente.
¿Había vuelto a formular ese encantamiento? ¿Yo? ¿Podía desencadenar ese efecto mágico sin proponérmelo? ¿Tan poderoso era mi ulú?
Me detuve y pasé mi mano por la cabeza de la pequeña Diana para infundirle tranquilidad, si bien vi que estaba sonriendo y no parecía sentirse amenazada ni asustada. Al contrario, gorjeaba a algo o a alguien. Seguí la dirección de su mirada y me quedé extasiada. En las paredes de cristales de hielo se reflejaba un rostro bellísimo que sonreía y nos contemplaba con unos ojos azules, transparentes y límpidos como un lago alpino. Su tez era blanca y sus formas delicadas. Era la dama del retrato, era la dama de hielo.
De pronto la cara se multiplicó y se reflejó en todas las superficies heladas de la gruta. Mil sonrisas rebotando en mil espejos y, finalmente, una carcajada fresca y cristalina que fue contestada por un grito de alegría de mi pequeña Diana.
Estábamos en los dominios de la dama de hielo, estábamos en su casa, éramos sus prisioneras.
– Bienvenidas -pronunció con claridad-. Acompañadme.
Y ante nosotras apareció un hermoso trineo de hielo. Era absurdo rechazar la invitación, así pues subí en su pescante y se puso en movimiento.
Fue un viaje maravilloso. Nos deslizamos a través de túneles vertiginosos, remontamos ríos subterráneos y atravesamos delicadas grutas de estalactitas y estalagmitas. Fue un paseo blanco, hermoso y frío que parecía no tener fin. Diana y yo, con el viento golpeándonos de frente, teníamos las mejillas arreboladas y el corazón palpitante saliéndonos por la boca. A cada nuevo giro, a cada nuevo salto, me sujetaba con fuerza al pescante y ahogaba un grito o una carcajada nerviosa. Sabía que no caería a pesar de desafiar las leyes de la gravedad. La emoción de ese viaje fantástico hizo renacer la alegría infantil de las atracciones de feria que había vivido en los veranos de mi niñez y me hizo olvidar por unos instantes que mi hija y yo éramos prisioneras de una de las Odish más poderosas de la tierra.
Por fin el trineo se detuvo y llegamos al final de nuestro trayecto.
Allí, en pie ante nosotras, blanca, translúcida y hermosa como el Ártico, nos recibió la dama de hielo. Sonreía y parecía inofensiva. Era una mujer madura pero espléndida, una Odish que había suavizado su dureza y perdido parte de su juventud gracias a su maternidad, aunque conservaba incólumes sus cabellos rubios, sus ojos azules, su largo y esbelto cuello y sus maneras exquisitas.
La proximidad de su energía adormeció mi voluntad, pero los sonidos de Diana, colgada a mi espalda, me retornaron la capacidad de resistirme. Saqué mi ulú y le planté cara sin mirarla a los ojos.
– No te acerques más, no te entregaré a mi hija.
La dama se quedó sorprendida por mi reacción. Y rió.
– Eres más salvaje de lo que creía, Selene.
No quise dejarme seducir por su voz melodiosa ni por sus palabras halagadoras. Las Odish eran unas embaucadoras. Seducían a sus víctimas y luego las devoraban.
– Mientras me quede una gota de sangre defenderé a mi hija.
– Ya lo has hecho, igual que yo.
– ¿Tú?
– Sí. Yo os he defendido a las dos de los múltiples ataques de Baalat. Tú misma lo acabas de comprobar.
– ¿La beluga? ¿La inuit muerta?
La dama asintió.
– Efectivamente. Baalat deseaba poseerte y no lo consiguió. Desde que pusiste los pies en mis dominios te he salvaguardado. ¿Acaso te ha molestado Baalat? Dime, ¿no te extrañó que dejase de perseguirte?
– ¿Pretendes decir que Baalat continuó con su empeño aquí en el Ártico?
– Naturalmente. Para eso renació. Por eso conjuró su inmenso poder que le permitió reencarnarse en diversos seres sin voluntad. Pero tú se lo impediste.
Me quedé anonadada.
– ¿Yo?
La dama de hielo me palpó desde la distancia con sus frías manos. Noté su caricia helada.
– Sí, tú, Selene. Tu fuerza es inmensa, tu voluntad de sobrevivir también. Por eso interferiste en mis planes y torciste la profecía a tu antojo.
Me indignó su acusación.
– ¡Eso no! Tú nos utilizaste, a Meritxell y a mí. Tú usaste a tu hijo para enamorarnos y conseguir tu propósito de concebir a la elegida.
La carcajada de la dama de hielo resonó por todas las cavidades huecas de la gruta llevando el eco de su risa hasta las profundidades del lago.
– ¿De verdad crees eso? ¿Gunnar no te dijo la verdad?
No quise escucharla. Para las Odish la verdad es un supuesto remoto. Confunden, mienten, embaucan a sus víctimas, me repetía. Fingí atender a sus explicaciones, pero no me permití creerla.
Sin embargo, la dulce voz de la dama blanca me envolvió.
– Gunnar, en efecto, cumplía mis órdenes. Sus órdenes eran enamorar en secreto a Meritxell, la madre de la elegida de la profecía, según todos los indicios, y traerla hasta aquí embarazada. Pero apareciste tú. Y Gunnar, mi hijo, me desobedeció. A pesar de mis órdenes, se negó a continuar adelante con lo previsto y cedió a tu fuerza, a tu pasión. Y Meritxell murió.
– ¡Eso no es cierto! -grité.
Pero ella continuó hablando.
– Enhorabuena, Selene. Puede más el amor de una mujer que el poder de una madre. Gunnar ignoraba tu estado y por eso era feliz contigo. Su desgracia comenzó en el momento en que le informé de tu embarazo y de que tu hija, su hija, era la elegida. Ya en Islandia, intentó disuadirte de venir hasta mí. Y en Groenlandia, a pesar de que mi presión fue constante, se negó a entregarte y comenzó a regatearme las condiciones para acceder a mi nieta una vez nacida.
Por un momento, sólo por un momento de ese discurso disparatado, me emocioné. Fue cuando recordé que Gunnar insistió para que yo no lo acompañase. Pero enseguida desestimé la sinceridad de su acción. Era una argucia, una treta para que yo confiase en él ciegamente y me dejase conducir hasta esta gruta fría, ante la mirada acerada y sin sentimientos de la poderosa dama blanca.
– ¿Gunnar cree que hemos muerto?
La dama suspiró.
– Pobre Gunnar, pobre hijo mío. Cuando se recuperó de sus heridas, sólo tenía una obsesión: matar a esa osa y vengar vuestra muerte.
– ¿Por qué no le sacaste de su error? Tú sabías la verdad.
– Prefiero que esté confundido. Su apasionamiento por ti me ha desbordado.
Me asombró su frialdad y su cálculo. Y sin embargo, la señora sonreía a Diana con dulzura y Diana le correspondía alargando sus bracitos hacia ella.
Me negué a consentir su abrazo.
– ¡No la toques!
Eso la ofendió y respondió con dureza.
– ¡No me niegues a mi nieta, Selene! Tengo derecho a ella. Sin mí moriría inmediatamente.
Pero yo estaba rabiosa e indignada.
– Aléjate.
– ¿No me crees?
La gran hechicera intentaba convencerme de su bondad, pero cambió de opinión y frunció el ceño.
– Está bien. Desapareceré. Veremos el tiempo que consigues mantener con vida a tu pequeña.
Un simple parpadeo y la figura se desvaneció. Y con ella se fueron la luz y la calidez.
Tras unos instantes de silencio comencé a notar la presencia de un animal amenazador. Sobre el hielo resbalaban pisadas sigilosas y sentía aproximarse una respiración, cada vez más cercana. Diana pateaba mis flancos acusando el nerviosismo y yo, sin dejar de fijar la vista a mi alrededor, blandí mi ulú en el aire girando bruscamente para ahuyentar el peligro que me rondaba, cada vez en un círculo más próximo, más asfixiante. Era víctima del acoso de un depredador que iba estrechando su cerco en torno a mí, de eso estaba segura. Sentía su presencia y notaba cómo se preparaba para el salto. De pronto un movimiento rápido y dos ojillos rojizos brillando en la oscuridad se clavaron en mis retinas y me apresaron la voluntad unos instantes.
Alcé mi ulú dispuesta a desgarrar a mi atacante y creyendo, estúpidamente, que transformaría a mi oponente en un bloque de hielo como antes. Sin embargo, ante mi sorpresa la bestia, que no era otra que un lobo ártico, aulló de dolor por la herida, pero se revolvió con saña evitando atacarme a mí y buscando mi espalda, de donde pendía Diana.
Baalat era miserable. Me obligaba a luchar contra mi propia especie, los lobos, a sentir odio contra mi tótem, a romper un tabú que había respetado desde niña. Los lobos eran mis amigos y ahora Baalat, la monstruosa Baalat, se había convertido en uno de ellos.
El llanto de Diana me puso en alerta y salté, pero ante mi desesperación sentí cómo la bestia había saltado segundos antes y había agarrado a mi hija. La tenía sujeta por los dientes y, si me movía con brusquedad, podía arrancarle la carne… Sentí tal impotencia… Moví la mano hacía atrás, ataqué a ciegas, volví a dar en el blanco y esa vez hundí mi ulú en el hocico del animal. El dolor debió de ser espantoso, como lo fue su aullido, sus convulsiones y su rabia, pues soltó a su presa, que es lo que yo quería y se revolvió contra mí.
En el momento en que abrió su boca para cercenar la mano con que yo sujetaba el ulú y engullirla como una golosina se produjo el milagro. El enorme lobo ártico quedó convertido en un bloque de hielo inmóvil. Y ahora sí fui consciente de que la dama de hielo, y no mi ulú, acababa de salvar mi vida y la de Diana. Ella era la artífice de la magia que me protegía.
Me dejé caer sudando y temblando por el esfuerzo mientras, con desesperación, arrancaba la ropa de las piernas de mi niña y buscaba la posible herida que le había causado la bestia; por suerte no la encontré. Fue un alivio comprobar que los dientes se habían hundido en la piel de foca que la protegía y no habían llegado siquiera a rozar su carnecita rosada.
De nuevo se hizo la luz y la presencia tranquilizadora y serena de la dama cambió mi perspectiva de hacía unos minutos.
– ¿Y bien, Selene? ¿Ahora me crees?
– Gracias -musité.
– Ésa es Baalat. Está desesperada y es capaz de probarlo todo con tal de destruir a la elegida.
– ¿Destruirla? -repetí, horrorizada.
– Naturalmente. Tú ya no le interesas. Ahora que ha nacido la elegida, desea destruirla porque no es su hija. Ésa es su única obsesión.
Abracé con más fuerza a Diana. El peligro era mayor del que yo creía.
– ¿Y tú? ¿Qué pretendes?
La dama de hielo rió satisfecha.
– Es mi nieta. Deseo conocerla y quererla. Lleva mi sangre.
Hubiera querido negarlo, pero sentí que era cierto, tan cierto como que los ojos de Diana eran los de su abuela. Ojos de cielo acerado.
– ¿Y luego?
La dama me miró con curiosidad.
– Eres impaciente, Selene. Luego…, ya se verá.
– ¿Qué se verá?
– Se verá quién la cría, quién la educa y cómo, bajo qué preceptos aprende a asumir su importante papel.
Por una parte me tranquilicé, la dama de hielo estaba en lo cierto y ella había salido triunfante de su propósito: Diana era sangre de su sangre y era la garantía para perpetuar su vida, su ascendente y su poder. Le convenía mantener con vida a Diana. Hasta aquí nuestros intereses eran los mismos. Coyunturalmente era mi aliada.
Ahora bien, yo era una Omar y ella era una Odish y ése era un abismo insalvable.
– Pero tengo un problema, Selene. Lo tenemos las dos.
Me sorprendió que reconociese alguna flaqueza. ¿Otra treta para conmoverme?
– ¿Cuál?
– Baalat me debilita. Uso mi magia constantemente para defender a Diana, pero eso no puede perpetuarse eternamente.
Sentí un escalofrío. La comprendía. Yo no podría soportar el ataque continuo y destructivo de Baalat.
– ¿Hay alguna forma de destruir definitivamente a Baalat? -pregunté.
La dama de hielo suspiró.
– Sí, pero en las circunstancias actuales no puedo asumirla.
Me picó la curiosidad.
– ¿Cuál es?
– Descender al territorio de los muertos y suplicar a los espíritus que intercedan para impedir su nigromancia.
– ¿Los espíritus?
– Los espíritus están indignados, o deberían estarlo. Baalat ha traicionado su principio según el cual los muertos no retornan al mundo de los vivos.
Me temblaron las piernas tan sólo de imaginar el mundo de los muertos.
– ¿Y por qué no lo has hecho? Tú puedes recorrer el camino de los muertos.
– Eso supone abandonar momentáneamente la protección de Diana.
Comprendí vagamente su insinuación.
– ¿Me estás diciendo que, si desapareces aunque sea un minuto, Baalat aprovechará esa ocasión para destruir a Diana?
La dama de hielo sonrió.
– Efectivamente. Me has comprendido. En tres ocasiones he bajado la guardia y ya has visto cuál ha sido su rapidez.
Me estremecí. Las exhibiciones de fuerza de que había hecho gala la dama de hielo no eran ninguna bravuconería. Eran ejemplos de lo que sucedía si dejaba de velar por mí. Baalat detectaba su ausencia y asumía la primera forma material que sirviese a su propósito destructor. Ya no estaba preocupada por su sutileza. Era simple y le interesaba su eficacia. Quería matar a Diana.
– ¿Puedo yo luchar contra Baalat?
– Ya lo he probado.
Me sentí utilizada vilmente. Había sido un pelele en sus manos, una vez más.
– ¿Así que has permitido su transformación en beluga, en inuit muerta y en lobo para probar mis reflejos y mis aptitudes para la lucha?
– Sí.
Su respuesta firme, clara y sucinta me dejó sin argumentos.
– ¿Y…?
– Te queda mucho por aprender.
Se trataba de defender la vida de mi hija. No podía depender siempre del poder de otra Odish, necesitaba ser yo misma quien la protegiese.
– Aprenderé.
– Me gusta eso. Eres tozuda y valiente. Lo probaremos.
Y así fue cómo una Odish me enseñó a luchar contra otra Odish. Y sus enseñanzas me fueron tan útiles que más tarde me permitirían resistir la dura prueba de mi encierro entre las Odish. Aprendí a salvaguardarme de la inspección de sus garras hurgando en mi interior. Aprendí a resistir su mirada. Aprendí a blandir el ulú con más rapidez y a herir en sus partes vulnerables, y aprendí a conjurar hechizos de lucha que ralentizaban los movimientos de la contraria y activaban mi eficacia.
Sin embargo, a pesar de mi juventud, mi fuerza y mi dureza, perdí el combate que libré contra Baalat convertida en osa y a punto estuve de perder la vida, que salvé gracias a la oportuna intervención de la dama de hielo.
– Lo siento.
Fue lo único que pude pronunciar cuando, exhausta y con la pierna herida por un zarpazo, reconocí que no había sido suficientemente rápida para paralizar a la osa. Y una vez más sobrevivía gracias a la dama blanca que la había aprisionado en un bloque de hielo conjurado por su poder.
La dama estaba más pálida que habitualmente.
– Yo no puedo defenderla eternamente. Siento mi debilidad. He permanecido recluida en los hielos muchos siglos. Sólo rompí mi aislamiento con el nacimiento de Gunnar y durante su infancia.
– ¿Qué propones?
– La única alternativa es descender al mundo de los muertos, convocar su poder y prohibir a Baalat su resurrección.
Una idea comenzó a rondarme.
– ¿Los muertos son realmente los únicos que tienen la potestad de impedirle regresar?
– Sí, su fuerza es inmensa. Los vivos la subestimamos. Cualquiera que haya descendido a las profundidades lo sabe.
Las piernas me flaqueaban. La dama de hielo hablaba del Camino de Om, el camino que conduce a las sombras de los que ya no están, el camino que lleva a las oquedades del tiempo y el espacio, allí donde la materia no existe, los cuerpos se han diluido en la nada y reinan las sombras. El mundo de la oscuridad.
– Yo iré.
La dama de hielo no esperaba mi ofrecimiento, probablemente ni siquiera había barajado esa posibilidad.
– ¿Tú?
– Sí, yo. Voy a defender a mi hija. Soy su madre y eso me dará fuerzas.
– No, Selene, ninguna Omar ha descendido nunca hasta las profundidades.
– Pues yo seré la primera.
Y aunque lo decía, no quería pensar en ello. Simplemente era la única posibilidad de salvar a Diana.
La dama estaba atónita.
– ¿Me confiarás a tu hija mientras tanto?
No dudé. Era la única persona que tenía el poder de protegerla. Cogí a la pequeña Diana dormida y la deposité en los brazos de su abuela.
La contempló con arrobo, dulcificó su mirada y en su rostro se perfiló un gesto de piedad. La meció suavemente y entonó una cancioncilla en sus oídos.
¿Qué estaba haciendo? ¿Había entregado mi hija a las Odish? ¿Me había vuelto loca?
No. La locura existía, pero pululaba fuera de esa sala. La locura vivía en la oscuridad desde la que Baalat acechaba a su tierna presa.
Hasta que yo no conjurase el poder de los muertos contra la dama oscura, mi niña, mi pequeña, estaría amenazada de muerte.
Amamanté a Diana antes de marchar. Acepté los manjares que la dama de hielo me ofreció, bebí del néctar de su copa y escuché sus consejos para sobrevivir al horror de la muerte y regresar con los vivos.
Si fracasaba, si no regresaba, mi hija sería una Odish que destruiría a las Omar.
Por ese motivo tenía que volver sana y salva del Camino de Om.
Antes de penetrar en la oquedad de los mundos, pregunté a la dama de hielo.
– ¿Cuál es tu nombre?
Me sonrió.
– Cristine, llámame Cristine.
Y con la voz rota por el llanto, sólo pude decir:
– Cuídala, Cristine, cuídala mucho.
Y me hundí en las profundidades del horror sin más ayuda que mi ulú.