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Título original: The Stone God Awakens

Traducción de José M. Álvarez Floret

Despertó y no sabía dónde estaba.

Crepitaban las llamas a unos veinte metros de distancia. El humo le picaba en la nariz y le hacia llorar. Se oían gritos y voces de hombres.

Al abrir los ojos, vio que un trozo de plástico caía desde debajo de sus brazos, que tenía extendidos ante él. Algo golpeó levemente sus rodillas, se deslizó piernas abajo y cayó sobre un disco de piedra bajo él.

Estaba sentado en una silla… su silla de despacho. La silla estaba sobre el asiento de un inmenso trono tallado en granito, y el trono sobre una plataforma redonda de piedra. Había sobre la piedra manchas de un color oscuro, entre rojo y marrón. Lo que había caído era una parte de la mesa sobre la que había estado apoyado después de desmayarse.

Se hallaba al fondo de un gran edificio de gigantescas vigas y columnas de madera. Las llamas lamían la pared avanzando en su dirección. El techo del otro extremo había caído en parte y el humo salía por el hueco y se perdía en el viento. Pudo ver el cielo fuera. Era negro, y luego, lejos, flameó un relámpago. A unos cincuenta metros de distancia, había un cerro iluminado por las llamas, en cuya cima distinguió la silueta de los árboles copudos llenos de hojas.

Un instante antes era invierno. La nieve se apilaba profunda alrededor de los edificios del centro dé investigaciones de las afueras de Syracusa, Nueva York.

El humo se amontonaba bloqueando su visión. Las llamas saltaban más arriba y más lejos hacia las largas mesas y los bancos y las gruesas columnas que sustentaban el techo. Parecían éstas como tótems con sus extrañas cabezas grabadas, una sobre otra. Había en las mesas platos, jarras y algunos utensilios simples. Una jarra, volcada, había derramado un líquido oscuro sobre la mesa más próxima.

Se levantó y tosió cuando el humo envolvió su cabeza. Se agachó y salió del asiento del inmenso trono, que, ahora que estaba iluminado por las cercanas llamas, se reveló como una masa de granito salpicada de cuarzo en rojo y negro. Desconcertado, miró a su alrededor. Pudo ver el borde de una puerta parcialmente abierta (era una puerta de dos batientes, muy grande) y fuera había más llamas y cuerpos luchando, debatiéndose, tambaleándose, cayendo, y más gritos y chillidos.

Tendría que abandonar el lugar antes de que el humo o las llamas le alcanzasen, pero tampoco quería salir de allí para entrar en la batalla. Se agachó sobre la plataforma de piedra y luego descendió hasta el duro suelo de tierra de la sala.

Un arma. Necesitaba un arma. Palpó en el bolsillo de su chaqueta y sacó una navaja. Apretó un botón y brotó una hoja de unos quince centímetros. Era ilegal llevar un cuchillo de aquel tamaño en Nueva York en 1985, pero si un hombre quería defenderse en 1985, tenía que hacer algunas cosas ilegales.

Caminó con rapidez a través del humo, aún tosiendo, y llegó hasta la doble puerta. Se puso de rodillas y miró por debajo, pues el borde inferior de la puerta quedaba muy alto.

Las llamas del vestíbulo y de los otros edificios se combinaban para iluminar la escena. Danzaban alrededor peludas piernas y rabos, blancos, negros y marrones. Las piernas eran humanas y sin embargo no lo eran. Se inclinaban extrañamente; parecían patas traseras de cuadrúpedos que hubiesen decidido mantenerse en pie, como los hombres, desarrollando así unas piernas medio humanas medio animales.

Uno de aquellos seres cayó de espaldas, con una lanza clavada en el vientre. El hombre se sintió aún más confuso e impresionado. Aquella criatura parecía un cruce de ser humano y gato siamés, la piel del cuerpo era blanca; la cara, por debajo de la frente, negra; las partes inferiores de los brazos, piernas y rabo, negras. La cara era como la de un ser humano, pero con nariz redonda y negra como de gato, y orejas negras y puntiagudas. La boca, abierta en el gesto de la muerte, revelaba agudos cuentes felinos.

Arrancó la lanza una criatura también de piernas torcidas y largo rabo pero piel de un marrón uniforme. Y luego sonó un grito y las piernas se tambalearon hacia adelante y cayeron sobre la criatura mitad humano mitad gato siamés, y pudo ver más detalles del cuerpo del lancero. No era exactamente un hombre. También él parecía haber evolucionado de cuadrúpedo a bípedo, obteniendo una serie de rasgos humanos en el proceso, como por ejemplo una cara plana, ojos situados hacia adelante, barbilla, manos humanoides y un ancho tórax. Pero si la otra criatura le había parecido un gato siamés, ésta le parecía un mapache. Era marrón en todo su cuerpo salvo una faja sobre los ojos y las mejillas cubiertas de pelo negro.

No pudo ver lo que le había matado.

Nada le inducía a salir mientras las llamas no le obligaran. Siguió allí, acuclillado junto a la puerta y mirando por debajo de ella. Se sentía fuera de la realidad. ¿O era él la realidad, y aquella escena infernal una fantasía que había cobrado vida de algún modo en su mente?

Una llama le lamió la espalda. Parte del techo se derrumbó al otro extremo del edificio. Salió a gatas por debajo de la puerta, procurando pasar inadvertido.

Se pegó al edificio mientras el humo se arremolinaba a su alrededor. Ayudaba a ocultarle, pero también le hacía toser y le llenaba los ojos de lágrimas. Por eso no vio al ser de cara de mapache que se lanzó entre el humo hacia él, con el tomahawk alzado. Ni comprendió hasta que fue demasiado tarde que aquel ser no quería atacarle. Simplemente saltaba y gesticulaba, ciego, porque había perdido un ojo que colgaba de un hilo de nervios, y asfixiado por el humo. Probablemente no advirtiese su presencia hasta casi chocar con su cuerpo.

Él esgrimió el cuchillo y la hoja atravesó el peludo vientre. Brotó la sangre y la criatura se tambaleó hacia atrás saliéndose de la hoja. Su hacha cayó junto a la cabeza del hombre, que observó como su enemigo retrocedía, agarrándose el vientre, y luego daba media vuelta y se ladeaba. Sólo entonces comprendió que el ser de cara de mapache no se proponía atacarle. Cogió el tomahawk en su mano derecha tras cambiar el cuchillo a la izquierda y continuó su marcha a gatas, tosiendo a medida que el humo le rodeaba.

Se sentía paralizado, y sin embargo era capaz de actuar. La mente estaba sólo empezando a despertarse; el cuerpo se desperezaba también poco a poco. Se aproximó a él otro individuo de cara de mapache; éste le vio, sin duda alguna, pero no claramente. Atisbó entre el humo mientras corría hacia él. Llevaba una lanza corta y pesada con punta de piedra cogida con ambas manos y cruzada sobre el vientre, y se agachó como si no estuviese seguro de lo que estaba viendo.

Él se levantó entonces, con el hacha y el cuchillo preparados. Le parecía que no iba a tener muchas posibilidades. Sin embargo el bípedo peludo era de poco más de uno cuarenta de altura y pesaba unos sesenta kilos, mientras que él medía casi uno ochenta y pesaba unos cien kilos, aunque no sabía manejar con eficacia un tomahawk. Y resultaba irónico, pues tenía sangre iroquesa.

El ser de cara de mapache se agachó al aproximarse. Cuando estaba a unos diez metros de distancia se detuvo. Luego sus ojos se hicieron aún mayores, y lanzó un grito. Su grito debería haber pasado inadvertido en la algarabía general, pero otros seis (tres hombres gato, como se le ocurrió denominarlos, y tres individuos de cara de mapache) le vieron también. Detuvieron la lucha para mirar, y varios llamaron a los guerreros próximos. Todos dejaron de acuchillarse y aporrearse, y pronto se hizo el silencio.

El hombre avanzó hacia la escalera. El único que estaba lo bastante próximo para cortarle el camino era el cara de mapache que le había visto primero. Los otros podían arrojarle sus azayas o sus tomahawks, pero podía esquivarlos. Hasta entonces no había visto rastro de arcos y flechas.

El cara de mapache se apartó al aproximarse él, pero hacia la escalera, de modo que aún podía impedirle el paso si quería. Luego volvió a aproximarse y alzó la lanza y él tuvo que defenderse. Le fastidiaba desprenderse del tomahawk, pero si lo conservaba, no sería gran arma contra la lanza. Su única posibilidad era alcanzar a su adversario antes de que se acercara lo bastante para ensartarle. Lanzó el hacha con todas las fuerzas de su cuerpo entumecido. Y, por suerte, no por habilidad, el filo del hacha se clavó en el cuello del cara de mapache. Este cayó hacia atrás y quedó tendido en el suelo.

Sonó un grito entre los espectadores, que eran ya casi todos los guerreros. Incluso le pareció que los hombres gato gritaban en triunfo y los cara de mapache con desesperación. Los cara de mapache corrieron hacia las escaleras en masa, tirando sus lanzas y tomahawks. Unos cuantos consiguieron saltar las empalizadas, pero la mayoría fueron alanceados o macheteados por la espalda antes de que llegaran a las escaleras o cuando subían por ellas. Se hicieron unos cuantos prisioneros.

Sólo entonces comprendió el hombre que aquel cara de mapache tampoco había pretendido utilizar su lanza contra él. Había levantado la lanza sólo para dejarla a un lado, como en ademán de sumisión. Pero el tomahawk estaba ya en camino. La realidad no era una grabadora que pudiese dar marcha atrás para borrar lo sucedido.

Los seres gato se arremolinaron a su alrededor, aunque sin aproximarse lo bastante para tocarle. Puestos de rodillas, hacían gestos sumisos con las manos unidas. Sus armas estaban en el suelo bajo ellos. Sus expresiones resultaban extrañas; el pelo y las húmedas y redondas narices negras, y los dientes largos, agudos y separados, y los ojos, que eran como los de los gatos, hacían indescifrables sus expresiones. Pero sus actitudes expresaban asombro, temor y adoración. Fueran cuales fuesen sus expresiones, evidentemente no significaban ningún peligro para él.

Las llamas se hicieron tras él más brillantes, y vio que los ojos de algunos de aquellos seres resplandecían. Tenían las pupilas contraídas como estrechas fisuras frente a la claridad que tras él había.

Uno de ellos se aproximó más y extendió una mano para tocarle. La mano era, aparte de peluda, humanoide. Tenía cuatro dedos y uñas, no garras. El pulgar era oponible.

Sintió las puntas de aquellos dedos sobre su muslo, y le pareció que aquel roce abría una brecha en sus defensas. El cielo nocturno, los edificios ardiendo, las empalizadas de troncos, los cuerpos de rabudas criaturas de color marrón y blanco y negro, y ahora los ojos resplandecientes y las caritas de los niños y de las mujeres que se asomaban a las cabañas, todo giró, giró y giró. La criatura que estaba arrodillada ante él dio un grito de terror e intentó retroceder de rodillas. Él cayó, golpeándose el hombro, y quedó tendido mientras todo giraba a su alrededor. El único objeto fijo era la punta negra del rabo de la criatura que estaba tendida ante él. Pero comenzó a girar también al poco y se hizo grande y negra, y todo se hizo negro y silencioso.

Volvieron la luz y el sonido. Estaba tendido sobre blandas pieles y bajo ellas había una sustancia mullida y suave. Sobre él había un techo bajo de vigas ennegrecidas por el humo y oscuras figurillas de madera, taraceadas con piel, que colgaban de tiras de cuero fijadas al techo. La estancia, de unos seis metros por diez, estaba llena de criaturas gato. Las más próximas a su lecho eran varones, pero a los pocos instantes una hembra cruzó un pasillo que se abrió entre los machos. Medía uno cuarenta de estatura aproximadamente y tenía pechos redondeados bajo el pelo y pequeñas zonas sin éste alrededor de los pezones. Llevaba un collar de tres vueltas de cuentas formadas por grandes piedras azules y muñequeras de piel de las que colgaban figurillas de piedra. Sus ojos enormes eran de un azul profundo, y al hombre le recordaron los ojos de una hermosa gata siamesa que había tenido su hermana.

Los machos llevaban cuentas y pectorales de hueso, y tobilleras y muñequeras con figurillas o dibujos geométricos, y algunos de ellos tocados de plumas como los de los jefes indios de las películas del oeste. Sólo unos cuantos iban armados, y parecía que más como tocado ceremonial que con fines utilitarios, a juzgar por sus muchos adornos.

La hembra se inclinó hacia él y dijo algo. El no esperaba entenderla, y no la entendió. El lenguaje no era ni siquiera identificable como perteneciente a ninguna de las grandes familias de lenguas. No tenía nada de germánico ni de eslavo ni de semita ni de chino ni de bantú. Si algo le recordaba, era el suave idioma lleno de vocales de los polinesios, pero sin pausas glóticas. Más tarde, cuando su oído se habituó más a los sonidos, distinguió las pausas, pero éstas nada significaban, no significaban lo mismo que en polinesio. Eran tan poco útiles como en el inglés.

Tenían dientes de carnívoros, pero su aliento no era desagradable. La lengua daba la sensación de ser tan áspera como la de un gato. Pese a su apariencia totalmente extraña, se sorprendió pensando que era hermosa. Pero, en realidad, siempre había pensado que aquella gata siamesa era una criatura extraña y hermosa.

Se incorporó sobre un codo y empezó a levantarse. A su lado estaba su cuchillo, cubierto de sangre seca. La hembra retrocedió y los machos que había tras ella se apartaron para dejarle paso. Murmuraban sobrecogidos.

Él se sentó un instante, las manos sujetas a los bordes de la cama. En realidad no se trataba de una cama sino de un montón de pieles dentro de un nicho excavado en la pared del fondo y de varias antorchas que ardían fijadas en las paredes. A la puerta había una multitud de machos y también algunas hembras y niños. Los niños pequeños eran muy hermosos con sus grandes orejas negras y puntiagudas, sus caras redondas y sus grandes ojos. Los rabos no eran tan oscuros como los de los adultos.

Se puso de pie, y durante un segundo sintió mareos, pero luego su cabeza se despejó. En aquel instante, se abrió un nuevo pasillo y otra hembra avanzó por él. Llevaba un gran cuenco de arcilla en el que había símbolos geométricos pintados y una sopa de carne y verduras. Su olor era muy apetitoso, aunque no le resultaba identificable. Aceptó el cuenco y el utensilio de madera, que era cuchara por un extremo y tenedor de dos púas por el otro. La sopa era fuerte y deliciosa, y los trozos de carne sabían a corzo o venado. Durante un segundo tuvo la visión de un hombre mapache como origen de la carne, pero decidió que tenía demasiada hambre para pensar en aquello. Pese al silencio inquietante y a las miradas fijas en él de toda la asamblea, comió toda la sopa. La hembra se llevó luego el cuenco, y todos volvieron a cerrar filas como si esperasen su próximo movimiento.

Caminó hasta la puerta más próxima, que se abrió ante él. El sol acababa de salir por los cerros del este. Había estado desmayado mucho tiempo, especialmente teniendo en cuenta que debía de haber sido justo desde la impresión que había recibido al encontrarse en un medio tan extraño y aterrador.

Ahora que podía pensar con más claridad, se preguntaba: ¿dónde estoy? ¿Dónde demonios estoy?

Los cerros y los árboles que podía distinguir a lo lejos parecían pertenecer a la región donde estaba emplazada Syracusa. Pero ése era el único parecido.

El gran salón estaba sólo medio quemado, y los demás edificios que él suponía convertidos en cenizas estaban también sólo en parte quemados. Alrededor de ellos, el suelo aún estaba mojado por la lluvia que había sofocado las llamas.

A un lado del gran salón de troncos, el interior de la aldea empalizada parecía el de un asentamiento onodaga del siglo diecisiete, con sus grandes casas alargadas. Las escaleras y los cadáveres habían desaparecido. Unas cuantas jaulas de madera que había allí cerca encerraban a una docena de mapaches.

Las puertas de la empalizada estaban abiertas a unos campos de maíz y de otras plantas que había fuera. Trabajaban en ellas las hembras, mientras los niños corrían y jugaban y los jóvenes trabajaban con sus madres. Machos armados montaban guardia entre los campos; había otros en puntos de observación elevados alejados de los campos y dominándolos, y también y había observadores dentro de la empalizada.

El sol y el cielo azul eran los que conocía de toda la vida.

Los hombres gato, evidentemente, esperaban que él hiciese algo. Él esperaba no hacer nada que convirtiese su respeto en hostilidad. Estaba completamente desconcertado, y se hubiese vuelto loco de no ser por la firme base pragmática de su carácter.

La única salida sería aprender el idioma.

Indicó a la hembra a la que había visto primero, la que le recordaba la gata siamesa de su hermana. Se señaló a sí mismo y dijo: