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Tras asegurarse de que todo iba adecuadamente atado y distribuido, dio señal de que le siguieran. Caminaron siguiendo el arroyo, saltando de saliente en saliente de la corteza como si recorriesen un riachuelo sobre piedras. Se alegraba de llevar cuatro pares extra de mocasines. La áspera corteza gastaba en poco tiempo la piel más resistente. Los demás tenían callos duros como el hierro en las plantas de los pies. Sin embargo a los dos seres murciélago había que transportarlos. Sus débiles piernas se agotaban pronto. Cuando oyó que sus porteadores se quejaban, decidió que debía quitar de en medio aquellos estorbos. Les ordenó que volaran delante y fuesen esperándoles. Pero utilizando la excusa de que necesitaba exploradores. Era un medio en el que resultaba terriblemente fácil preparar una emboscada.
Pasaron el resto de la tarde caminando por la orilla del arroyo. El canal que corría por el centro de la rama tenía unos quince metros de anchura y unos tres de profundidad en el centro. Descendiendo en un ángulo de cuarenta y cinco grados, su corriente resultaba demasiado fuerte para poder vadearlo. Pero Ghlij dijo que más arriba, donde la rama era horizontal, la corriente era lo bastante suave para poder bañarse. Había también peces, ranas, insectos y plantas en el arroyo y, por supuesto, las criaturas que se alimentaban de ellos. Y no muy lejos debían andar también las criaturas que devoraban a aquellos predadores.
Llegaron a la zona horizontal una media hora antes de oscurecer. Descansaron mientras Ulises estudiaba la situación. Estaban parcialmente a oscuras allí, y cuando el sol estuviese directamente encima quedaría en completa oscuridad. Había sobre ellos ramas tan largas y gruesas como aquella en la que estaban, cubiertas de vegetación e incluso de grandes árboles. Además, entre las ramas, en planos horizontales y verticales, crecían enredaderas y lianas que se entrecruzaban en una estructura que parecía lo bastante sólida como para sostener a una manada de elefantes.
Había una cortina de robustas lianas y flores que sustentaban extrañas estructuras conchiformes en las que vivían pequeños animales como musarañas. Al parecer hacían sus nidos con saliva que al secarse quedaba tan dura como el cartón. Ghlij les previno que no se acercasen a aquellos animales, porque su mordedura era muy dolorosa y mortífera.
Había otros peligros, que Ghlij describió detalladamente a Ulises. O al menos fingió describirlos todos detalladamente.
Ulises procuró no parecer sorprendido ni asustado. Pero Awina y algunos más que oyeron a Ghlij parecían deprimidos. Hubo una extraña quietud aquella noche mientras asaron su carne en pequeñas hogueras «sin humo» Ulises no intentó animarlos; era preferible el silencio. Pero si continuaban con aquel humor pesimista tendría que hacer algo para levantarles la moral.
Preparó una caña y, utilizando un trozo de carne de ciervo como anzuelo, fue a pescar. Capturó una tortuga sin concha e iba a arrojarla de nuevo al agua cuando decidió que le serviría de desayuno. Pescó luego un pequeño pez que devolvió al agua. Unos cinco minutos después sacó un pez de unos cuarenta centímetros de longitud. Tenía unas aletas duras y pequeñas antenas a lo largo del cuerpo. Descubrió además que podía respirar aire. Parecía gruñir e intentó arañarle con las pequeñas garras que tenía en el extremo de las aletas. Lo metió en un cesto, y allí continuó gruñendo tan escandalosamente que lo echó de nuevo al agua. Volvería a capturarle a él o a un hermano suyo por la mañana para su desayuno.
El problema de dormir se resolvió con bastante facilidad, aunque no a su satisfacción. Había fisuras lo bastante pequeñas como para que todo el grupo pudiera ocultarse, pero, por otra parte, no podían dormir lo bastante juntos. Un enemigo podría aproximarse y eliminarlos uno a uno sin que el centinela le viese siquiera.
Nada podía hacer salvo doblar la guardia normal. Hizo un último recorrido de vigilancia personalmente y luego se tendió en una fisura cerca de Awina. Cerró los ojos pero pronto los abrió otra vez. Los chillidos, gruñidos, gorjeos y gritos hacían imposible el sueño y le destrozaban los nervios. Se incorporó, se tendió otra vez, volvió á incorporarse, dio la vuelta y habló en un murmullo a Awina. Cuando le tocaron en el hombro para que iniciase su turno, no había dormido nada.
La luna estaba alta entonces, pero su luz no penetraba en aquella caverna vegetal. Sus rayos brillaban luminosos a varios kilómetros de distancia en las llanuras, donde Ulises deseó estar en aquel momento.
Por la mañana todos tenían los ojos tan enrojecidos como el sol naciente. Ulises bebió un poco de agua en el riachuelo y luego se fue a pescar. Pescó cinco de los seres anfibios, tres peces parecidos a las truchas, dos ranas y otra tortuga. Se lo dio todo a Awina y ella y varios de los wufeas lo cocinaron.
Ulises habló animadamente, pero sin exageración, y después de comer pescado (les encantaba) todos se sintieron mejor. Sin embargo, cuando se echaron al hombro su carga, aún seguían cansados. Las sombras caían sobre ellos cuando pasaban de los pocos puntos donde el sol llegaba a las largas extensiones situadas bajo el entramado de ramas y lianas, y guardaban silencio. Había lugares donde la vegetación era tan densa que los seres murciélago no podían volar, y entonces tenían que llevarlos dos guerreros a la espalda.
El segundo día, estaban en mejores condiciones. Los ruidos de la noche les resultaban ya familiares, y pudieron dormir algo más. Comían bien. Aún seguían pescando suficientes peces. Un wuagarondite cazó un gran jabalí de color escarlata con una triple serie de colmillos curvados, y lo asaron y se lo comieron. Había además muchos árboles y arbustos con bayas y frutos. Ghlij decía que ninguno era venenoso, por lo que Ulises ordenó que él o su mujer los probasen antes de comerlos los demás. A Ghlij no le gustó la orden, pero obedeció, con una agria sonrisa.
Al tercer día, por recomendación de Ghlij, comenzaron a subir por un tronco. Dijo que si subían a las terrazas superiores, el camino sería más fácil. Ulises pensó que seres con alas, como por ejemplo otros seres murciélagos, podían también vigilarlos más fácilmente, pero decidió hacer caso a Ghlij durante un tiempo.
El grupo, claro está, ya se había visto obligado antes a subir por troncos. Ir de una rama a otra resultaba muy fácil si las ramas estaban ligadas por un complejo de lianas y otras plantas. Normalmente, así era. Pero de vez en cuando tenían que rodear un tronco para llegar a otra rama. Esto era lento, aunque no ofrecía grave peligro, si no se miraba hacia abajo. La corteza era como una pared rocosa muy áspera y accidentada, y escalarla resultaba muy fácil. Ulises se las arreglaba bastante bien para subir, aunque tenía las manos y la espalda arañadas y ensangrentadas. El menor peso, el nervio y la piel peluda de los no humanos constituían una ventaja.
Respirando pesadamente, Ulises superó el último tramo y se asentó en una rama. Habían empezado a ascender a primera hora de aquella mañana y estaba casi anocheciendo. Debajo, era ya de noche; las profundidades parecían lúgubremente oscuras. Se oyó el aullido de un felino parecido al leopardo. Una bandada de monos saltó unos cientos de metros más abajo. Calculó que estarían por lo menos a tres mil metros del suelo. No estaban, sin embargo, en la cima del Árbol. El tronco se elevaba por lo menos otros mil metros, y había una docena de grandes ramas entre aquélla en la que estaban y la cima de aquel tronco.
Después de oscurecer la temperatura descendió. Recogieron ramas y astillas y troncos de árboles secos y los apilaron en las fisuras que no estaban llenas de tierra. Allí el polvo no era tan espeso como abajo y había más corteza desnuda. El sol se ocultó y luego las nieblas les rodearon. Temblando y empapados, se apretujaron alrededor de las hogueras.
Ulises habló a Ghlij, que estaba sentado junto a él al calor de las llamas.
– No estoy tan seguro de que fuese buena idea. Es cierto que aquí hay menos vegetación y que podemos movernos mejor, pero podemos enfermar también con la humedad y el frío.
El hombre murciélago y su esposa eran pálidas imágenes demoníacas bajo la niebla y la vacilante luz de la hoguera. Se envolvían en mantas de las que se proyectaban sus desnudas cabezas y sus coriáceas alas. Ghlij castañeteó los dientes y dijo:
– Mañana, mi Señor, construiremos una balsa y podremos descender en ella por el río. Entonces os convenceréis de que mi consejo es bueno. Recorreremos mucho más territorio con mucha mayor rapidez. Veréis que la incomodidad de las noches quedará compensada sobradamente con la facilidad del viaje durante el día.
– Veremos -dijo Ulises, y se acomodó en su saco de dormir.
La niebla era en su cara como un húmedo aliento que la cubría de gotitas de agua. Pero el resto de su cuerpo estaba caliente. Cerró los ojos, y los abrió luego para mirar a Awina. Estaba en su saco, pero incorporada, la espalda apoyada en la pared de la fisura gris. Sus grandes ojos le miraban. Él cerró los suyos pero siguió viendo los de ella, y cuando se durmió soñó con ellos.
Despertó asustado, el corazón latiendo apresuradamente, jadeante. El grito aún sonaba en sus oídos.
Durante un minuto, pensó que se trataba de un sueño. Luego oyó las exclamaciones de los otros y el ruido que hacían intentando salir de sus sacos. El fuego estaba casi apagado, y las figuras que se movían en la oscuridad parecían monos en el fondo de un pozo.
Se levantó, con su azagaya preparada. ¿Preparada para qué? Todos parecían tan desconcertados como él. Estaban divididos en tres grupos, cada uno de ellos alrededor de una hoguera y al fondo de una fisura en forma de cañón, cuya parte superior quedaba a varios metros por encima incluso de la cabeza de Ulises. Entonces un objeto redondo apareció en la niebla a su lado y una voz dijo:
– ¡Mi Señor! ¡Dos de los nuestros están muertos!
Era Edjauwando, un wuagarondite de otro grupo. Ulises salió de la fisura y otros le siguieron.
– Han matado a dos a lanzadas -dijo Edjauwando.
Ulises examinó a los muertos a la luz de las brasas, incrementadas con un puñado de ramas. Las heridas del cuello podían ser de lanzazos, pero Edjauwando no hacía más que suponer cuales habían sido las armas utilizadas.
Los centinelas dijeron que no habían visto nada. Estaban apostados fuera de la fisura pero sentados y con la mitad de sus cuerpos en los sacos de dormir y el resto envuelto en mantas. Dijeron que los gritos habían partido de allí (y señalaban a la niebla), no del lugar donde estaban las víctimas.
Ulises aumentó la guardia y volvió luego a su fisura.
– Ghlij -dijo-. ¿Qué clase de seres inteligentes hay en esta zona?
Ghlij parpadeó y luego dijo:
– Dos, Señor. Los wuggrud, los gigantes, y los jrauszmiddum, que son parecidos a los wufeas pero más altos y con manchas como los leopardos. Pero nunca viven tan alto. O al menos son muy pocos los que lo hacen.
– Sin embargo, sean quienes sean -dijo Ulises-, no pueden ser muchos. Si no, habrían atacado a todo el grupo.
– Eso es probable -dijo Ghlij-. Pero por otra parte, a los jrauszmiddum les gusta jugar con sus enemigos lo mismo que los leopardos juegan con las cabritillas o el gato con el ratón.
Poco durmieron el resto de la noche. Ulises se quedó adormilado, pero le despertó una mano que agitó su hombro. Un alkumquibe, Wassundi, decía:
– ¡Mi Señor! ¡Despertad! ¡Dos de mis hombres están muertos!
Ulises le siguió hasta la hendidura donde habían dormido los alkumquibes. Esta vez los muertos eran los dos centinelas. Habían sido estrangulados y sus cuerpos arrojados a la hendidura sobre sus compañeros. Los otros tres guardianes, a sólo unos metros de distancia, no habían oído nada hasta que los cuerpos chocaron con el fondo de la hendidura.
– Si el enemigo cuenta con fuerzas suficientes, ha perdido una buena oportunidad de matar a muchos más -murmuró Ulises.
Nadie durmió el resto de la noche. Salió el sol y comenzó a disolver la niebla. Ulises observó la zona buscando huellas de los atacantes, pero nada pudo encontrar. Ordenó que envolvieran a los cadáveres en sus sacos de dormir y que los arrojasen por el borde de la rama. Después de que los sacerdotes ejecutasen sus ritos, por supuesto, habría sido más adecuado, de acuerdo con su religión, enterrar a los muertos. Pero en aquella rama, toda la tierra amontonada en las hendiduras la ocupaba un entramado de raíces de árboles y matorrales. En consecuencia arrojaron a los muertos por el borde de la rama, que era lo más próximo a un enterramiento de que disponían. Giraron y giraron en el aire, pasando a muy poca distancia de una gran rama situada a unos trescientos metros por debajo, y luego desaparecieron en un entramado de lianas.
Tras un silencioso desayuno, Ulises dio la orden de reanudar la marcha. Les condujo a lo largo de la rama durante la mitad del día. Poco después del mediodía, decidió pasar a otra rama un poco más baja que llevaba varios kilómetros corriendo en paralelo a la que seguían. Su vegetación era mucho más espesa; la razón de esto era el riachuelo. Ulises quería construir una balsa siguiendo el consejo de Ghlij.
Se realizó la transferencia a través de un entramado de lianas casi horizontal. Ulises dividió al grupo en tres secciones. Mientras el primero se arrastraba sobre las lianas, el resto permanecía de guardia con arcos y flechas. Era un momento excelente para que sus enemigos intentasen un ataque sorpresa, porque los que cruzaban se hallaban demasiado ocupados agarrándose a las lianas y comprobando dónde pisaban. Los que se quedaban atrás atisbaban entre la maleza por si había peligro de una emboscada. En aquella espesura podían ocultarse, muy cerca de allí, hasta un millar de enemigos sin que los viesen.
Cuando el primer grupo llegó al otro lado, se distribuyeron para proteger al siguiente, mientras un tercer grupo permanecía vigilando en retaguardia. Ulises había ido con el primer grupo. Observaba al grupo siguiente que se arrastraba sobre el entramado de lianas, que se curvaba sólo un poco bajo el peso de los alkumquibes y los suministros y bombas que llevaban. Había explorado ya la zona inmediata y se había asegurado que no había allí enemigos emboscados.
Cuando el primer alkumquibe se hallaba a unos siete metros de la rama, el tercer grupo lanzó un gran grito. Ulises, sorprendido, vio que señalaban hacia arriba. Alzó los ojos a tiempo para ver un gran tronco de unos tres metros de longitud que caía hacia el guerrero alkumquibe. No le alcanzó, pero atravesó el entramado, rompiendo lianas y enredaderas. El guerrero se encontró de pronto colgando del extremo de una liana. Los que iban tras él se habían quedado paralizados al principio y habían retrocedido luego precipitadamente cuando comenzaron a caer sobre ellos otros proyectiles, troncos, ramas y nubes de polvo.
Chillando, el primer alkumquibe perdió apoyo y cayó al abismo. Otro fue alcanzado en la espalda por un tronco de más de un metro de longitud y desapareció. Un tercero dio un salto para escapar a un trozo de corteza del tamaño, de su cabeza y cayó también. Un cuarto se escurrió por una abertura que se cerró tras él. Pero reapareció un momento después y alcanzó la dudosa seguridad de la rama.
Por entonces los troncos caían más cerca del primer grupo, obligándole a retroceder por la rama. Ulises tuvo también que retroceder, pero se había asegurado que los que tiraban aquellos proyectiles estaban en la rama que quedaba directamente encima. A los lados, más bien, pues se habrían visto obligados a descender por los lados de la áspera corteza para lanzar sus andanadas. Estaban a unos doscientos metros de altura respecto a ellos, y en consecuencia al alcance de los arqueros de la otra rama. Eran éstos wuagarondites al mando de Edjauwando, que no perdió el control y dio las órdenes oportunas y volaron andanadas de flechas hacia la rama superior.
Los enemigos eran felinos con la piel manchada como los leopardos y mechones peludos sobre las orejas y perillas caprinas. Seis de ellos, ensartados por las flechas, cayeron atravesando el entramado de lianas. Uno de ellos cayó sobre un alkumquibe y ambos se perdieron en el vacío. El resto de los alkumquibes consiguieron llegar al otro lado y se precipitaron entre los matorrales para situarse bajo la rama donde los jrauszmiddum no podían alcanzarles. Por entonces los wuagarondites hablan dejado de disparar, y Ulises les lanzó un grito a través de aquel vacío de setenta metros. Tras llegar a la conclusión de que los hombres leopardo habían vuelto a subir por los lados huyendo de las flechas, ordenó a los wuagarondites que cruzasen. Estos lo hicieron lo más deprisa posible, pero antes de que el último llegase a lugar seguro, fueron bombardeados desde arriba. Esta vez los troncos y las ramas no alcanzaron a nadie.