122486.fb2 El Dios De Piedra Despierta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

El Dios De Piedra Despierta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

Ulises encontró por fin a los dos seres murciélago ocultos bajo un gran matorral de grandes hojas escarlata de seis puntas. Habían sido los primeros en cruzar, pues se habían lanzado desde el tronco superando la distancia de un vuelo. Hubiera deseado enviarles a la rama más alta para vigilar. A partir de entonces lo haría así. De hecho, tenía en aquel momento un trabajo para ellos.

– Quiero que voléis por ahí hasta encontrar el sitio en que viven los jrauszmiddum -dijo. La piel de Ghlij tomó un color aún más gris.

– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Qué planeáis hacer?

– Los barreré -dijo-. No podemos permitirles que anden cazándonos de dos en dos o de tres en tres.

Ninguno de los dos quería aventurarse en terreno abierto, pero Ulises dijo que les cortaría las alas y les dejaría atrás si no obedecían sus órdenes. Luego decidió retener a Ghuaj como rehén mientras su marido estuviese fuera. No utilizó la palabra rehén ni dijo por qué quería que sólo uno de ellos explorase, pero ellos le entendieron perfectamente. Ghlij se lanzó a regañadientes desde un saliente de corteza de un lado de las ramas, y se deslizó suavemente hacia abajo, comenzó a aletear y luego ascendió en espiral. El enemigo no le arrojó ningún proyectil.

Mientras esperaba, Ulises hizo que sus hombres utilizaran sus hachas de piedra para construir seis grandes balsas. En una hora aproximadamente regresó el hombre murciélago y aterrizó en otro entramado de lianas. Llegó casi arrastrándose hasta la rama e informó que había visto a muchos hombres leopardo pero ninguna huella de su aldea.

Ulises dijo entonces al hombre murciélago que quería que volase río abajo y explorase. No quería que les tendiesen una emboscada estando en las balsas; serían entonces especialmente vulnerables. Ghuaj se quedaría con él. Ghlij no hizo ningún comentario. Se fue y estuvo fuera una media hora. Nada vio entre la densa vegetación.

La vida vegetal no era la única que florecía esplendorosa allí. Había miles de mariposas de diversos colores, con complicados dibujos en las alas. Una Libélula con una anchura de alas de más de un metro volaba sobre el agua, hundiéndose de cuando en cuando para agarrar grandes arañas acuáticas que patinaban por la superficie. A veces crujía una hoja, y Ulises veía cucarachas tan grandes como su mano. Pasó a su lado un lagarto volador; sus costillas se extendían sobresaliendo por ambos costados y entre ellas crecía una delgada membrana. En una ocasión, en la orilla opuesta, apareció otro que se hundió en el agua. Esta vez no cazaba, sino que huía de un cazador. Tras él iba un ave de como un metro de altura, una variedad más pequeña del correcaminos gigante de las llanuras. Se echó al agua también tras su presa y ninguno de los dos reapareció.

Ulises estuvo sentado un rato, pensando, mientras los otros hacían guardia o descansaban tendidos sobre la musgosa vegetación que cubría gran parte de la rama. El origen del riachuelo era una gran oquedad que había en la juntura del tronco y las ramas. Según Ghlij, el Árbol bombeaba agua y la expulsaba luego por varios puntos como aquél. El agua, o bien corría a través del canal, que se inclinaba imperceptiblemente hasta caer en cascada cuando la rama adquiría una inclinación brusca, o, con mayor frecuencia, cuando la rama se extendía horizontalmente, arroyos adicionales que se le unían de camino mantenían la corriente de agua, haciéndola superar en ocasiones ligeras elevaciones en su curso.

Este riachuelo corría al parecer durante muchos kilómetros, Ghlij calculaba unos cincuenta, aunque no estaba seguro. La rama, como muchas otras, zigzagueaba. Había incluso ramas que se doblaban sobre sí mismas.

Por fin Ulises se levantó. Awina, que había estado tendida junto a él, se levantó también. Dio la orden de marcha y subió a la primera balsa. Algunos wufeas subieron a la balsa con él y empujaron con grandes varas que habían cortado de una planta parecida al bambú.

La corriente avanzaba a sólo unos ocho kilómetros por hora allí. Había unos siete metros de profundidad en el centro del canal, y el agua estaba lo bastante clara para poder ver a través de ella hasta los primeros dos metros de profundidad. Después, se oscurecía. Ghlij dijo que se debía a las plantas del fondo, que desprendían de vez en cuando un líquido marrón. No sabía qué función tenía aquel liquido, pero sin duda cumplía alguna en la ecología del Árbol. No sabía tampoco por qué el líquido no ascendía hasta la superficie ensuciando así todo el río.

Había peces. Los habla de diversas variedades y tamaños, pero los mayores medían cerca de un metro de longitud y eran como peces joya con manchas rojas y negras. Parecían alimentarse de plantas. Un pez más pequeño, y mucho más activo, con la mandíbula inferior muy grande, se alimentaba de arañas acuáticas y perseguía también a las ranas. Pero éstas normalmente lograban escapar o se volvían y presentaban batalla. No tenían dientes, pero se pegaban al costado del pez y le arañaban los ojos. En una ocasión, uno de estos peces consiguió herir a una rana en una de sus patas traseras y entonces los demás se echaron sobre ella y la destrozaron a mordiscos.

Los balseros mantenían las balsas lo bastante cerca de la orilla para poder llegar al fondo e incluso a las orillas y poder impulsarse con las varas. Trabajaban al compás siguiendo las órdenes de los jefes, y empujando con un gruñido cuando los jefes contaban. Otros permanecían alertas con arcos y flechas preparados.

El nivel del agua cubría casi las orillas, y las plantas crecían espesas a lo largo de éstas. A veces la vegetación caía sobre el agua sin separación. Y había árboles que crecían inclinados sobre la corriente. Estaban llenos de pájaros y monos y otras criaturas. Los monos tenían el pelo más tupido que sus cantaradas de zonas menos elevadas.

De no ser por la amenaza de los seres leopardo, Ulises habría disfrutado en aquel viaje. Habría sido agradable sentarse allí y dejarse arrastrar por la corriente como Huck Finn en un río que Mark Twain jamás había imaginado.

Pero no podía ser. Todos tenían que estar alerta, listos para entrar en acción en cualquier momento. Y suponía que todos esperaban que surgiese una lanza de entre la densa vegetación en cualquier instante.

Transcurrieron dos tensas horas y luego las balsas llegaron a un punto donde el río se ensanchaba casi lo bastante para considerarlo un lago. Ulises había visto otras ramas que a veces se ensanchaban, pero nunca había estado en una. El agua alcanzaba también mayor profundidad y el lago tendría unos ciento treinta metros de anchura. Para cruzarlo, las balsas podían o bien ser empujadas por la corriente, que se había hecho muy lenta, o mantenerse cerca de la orilla, donde la profundidad fuese lo bastante pequeña para poder utilizar las varas. Ulises decidió mantenerse en medio donde, por lo menos, podían tranquilizarse unos instantes, pues se encontrarían fuera del alcance de las jabalinas de los jrauszmiddumes.

Un instante después, lamentó su decisión. Una manada de animales que parecían desde lejos hipopótamos surgió de la vegetación de la orilla y se lanzó al agua. Bufando y resoplando, comenzaron a cabriolear en el agua, acercándose a las balsas, aunque al parecer sin proponérselo.

A unos diez metros de distancia, pudieron comprobar que se trataba de roedores gigantes que se habían adaptado, al parecer, a la vida acuática. Tenían los ojos y las narices en la parte superior de la cabeza y una especie de lengüetas de piel por orejas. Habían perdido todo su pelo salvo una pequeña mata como la cola de un caballo que brotaba en la parte posterior de sus grandes cuellos.

En ese instante, en fila como si se tratase de una película de la selva, aparecieron en el lago tres grandes canoas. Dos venían por detrás de ellos y la otra por lo que constituía la salida del lago. Eran todas de madera pintada con cabezas de serpiente proyectándose de la proa y había en cada una de ellas diecinueve hombres leopardo, dieciocho remeros y un capitán al timón.

Unos segundos después, Ulises vio que varias inmensas criaturas brotaban de entre las plantas de la orilla y se lanzaban al agua. Parecían cocodrilos sin patas y de hocico corto.

Ulises abrió un saco de cuero impermeable en el suelo de su balsa y sacó una bomba. Piaumiwu, un guerrero que tenía la obligación de mantener un puro encendido en la boca constantemente, salvo cuando había fuego a mano, le alargó el puro. Ulises dio un par de chupadas hasta que estuvo bien encendido y luego lo acercó a la mecha. Esta chisporroteó y luego comenzó a lanzar un humo espeso y negro que el viento llevó hacia las dos canoas perseguidoras. La sostuvo hasta que la mecha estuvo a puntó, de desaparecer, y la tiró entonces en medio de las ratas acuáticas.

La bomba estalló unos instantes antes de llegar al agua. Los animales se sumergieron, y la mayoría de ellos no volvieron a salir a la superficie inmediatamente, pero uno surgió exactamente al otro lado de la balsa donde iba Ulises. Su cuerpo, brotando del lago, bañó de agua los tobillos de los que iban en la balsa. El animal bufó y volvió a hundirse y esta vez se alzó por debajo de la última balsa, que se inclinó peligrosamente. Gritando, unos cuantos wuagarondites cayeron al agua, y con ellos algunos sacos de suministros y de bombas. Luego el animal se hundió una vez más, y la segunda bomba de Ulises estalló en el aire cuando surgía de nuevo.

Los hombres leopardo habían cesado en sus gritos al oír la primera bomba. Dejaron también de remar y no volvieron a hacerlo inmediatamente, aunque sus jefes les gritaban órdenes. Por entonces, Awina había pasado varias bombas más, y los mejores lanzadores las habían encendido. Las tiraron todas al mismo tiempo, y una de ellas cayó junto a tres grandes ratas. Tres cayeron cerca de las dos canoas de guerra, y aunque la metralla no alcanzó a los jrauszmiddumes, las explosiones les asustaron. Comenzaron a cambiar de rumbo, intentando probablemente ponerse fuera del alcance de las bombas, pero esperando estar lo bastante cerca para arrojar sus lanzas.

Entonces entraron en acción los arqueros, y varios remeros enemigos y uno de los jefes cayeron atravesados por las flechas. Al mismo tiempo cayeron tres arqueros, atravesados por lanzas arrojadas desde la orilla.

Y una rata gigante surgió del agua como catapultada, aferró un lateral de una canoa de guerra con sus dos inmensas garras delanteras y la volcó. Todos sus ocupantes cayeron al agua entre gritos.

Había furiosos chapoteos en el lago. Ulises vio a uno de aquellos cocodrilos sin extremidades dando vueltas y vueltas con la pierna de un hombre leopardo entre sus cortas mandíbulas. Los reptiles estaban también entre sus propios hombres, los que habían caído al agua cuando la rata gigante había hecho inclinarse la balsa.

Pasaban tantas cosas al mismo tiempo que Ulises no podía hacerse cargo de todo. Se concentró en la orilla, donde el peligro era mayor. Los hombres leopardo que estaban allí emboscados sólo se dejaban ver de vez en cuando entre la vegetación cuando arrojaban sus lanzas. Ulises ordenó a los arqueros que disparasen contra la espesura de la orilla. Luego hizo una seña a los jefes de las tras balsas y les dijo también que dispararan contra la espesura de la orilla. Estos transmitieron las órdenes una vez recogidos los hombres que aún seguían en el agua.

La tercera canoa de guerra, la que llegaba de la salida del lago, iba al mando de un jefe valiente hasta la locura. Se mantenía de pie en la proa de la canoa, agitando su lanza y animando a los remeros para que remasen más deprisa. Evidentemente quería partir la primera balsa o lanzar la canoa sobre ella para un abordaje.

Los arqueros wufeas le atravesaron un muslo con una flecha, y otras seis flechas atravesaron a otros tantos remeros de su canoa. Pero él se arrodilló detrás del mascarón y gritó a sus hombres que siguiesen. La canoa continuó, un poco más despacio pero aún lo bastante deprisa para los propósitos de Ulises. Este prendió otra bomba y la tiró en el momento en que unos cuantos remeros abandonaban sus remos y se ponían de pie para arrojar sus lanzas. La canoa avanzaba dispuesta a chocar con la balsa. Al parecer nada podía detenerla.

La bomba de Ulises destrozó la parte delantera de la canoa y con ella al jefe. El agua penetró en la embarcación, que desapareció casi al lado de la balsa.

La bomba había estallado tan cerca que ensordeció y cegó a todos los de la balsa. Pero Ulises pudo ver lo que había sucedido un momento después. La mayor parte de los tripulantes de la hundida embarcación flotaban conmocionados o muertos en el agua, hasta que empezaron a hundirse arrastrados por los cocodrilos.

Los hombres leopardo de la orilla continuaban lanzando sus jabalinas. Ulises prendió otra bomba y la tiró. Cayó en el agua, explotando un momento después de tocarla. Cayó sobre la orilla una gran oleada, pero no podía hacer ningún daño al enemigo. Sin embargo debió de ser suficiente para asustar a los lanceros, porque dejaron de actuar. Ulises ordenó a sus remeros que condujesen las balsas hacia la orilla. Permanecer en el lago era demasiado peligroso. El agua estaba llena de cocodrilos sin patas; no sabia de dónde habían surgido tantos. Y las ratas gigantes atacaban a los hombres que estaban en el agua.

Las otras dos canoas, llenas de hombres leopardo muertos o agonizantes, quedaron a la deriva. Las flechas habían resultado mortíferas. Era un tributo al valor de su gente, y también a su disciplina, el que hubiesen conseguido aquella victoria.

Pasaron entonces a centrar su atención en la espesura de la orilla, y los gritos que oyeron les indicaron blancos alcanzados aunque invisibles. Cuando las balsas tocaron la orilla, Ulises y sus hombres saltaron de ellas, con sus sacos y aljabas, y penetraron unos cuantos metros en la selva. Allí se detuvieron para reorganizarse.

Ulises envió a algunos hombres otra vez a las balsas con orden de descender con ellas bordeando la orilla hasta que llegasen al final del lago. Contó a sus hombres. Habían muerto veinte. Quedaban un centenar, de los que había diez heridos. Y el viaje no había hecho más que empezar.

Continuaron siguiendo la orilla sin sufrir más bajas. Al final del lago se encontraron con las balsas y subieron a ellas reanudando su viaje río abajo. El canal se estrechaba a partir de allí y aumentaba la velocidad de la corriente. Al cabo de un rato se encontraron en un declive mucho más acusado de la rama, porque avanzaban a unos veinticinco kilómetros por hora.

Ulises preguntó a Ghlij si era seguro continuar en las balsas. Ghlij le aseguró que aún era seguro durante otros quince kilómetros. Luego debían desembarcar porque había cataratas durante otros cinco kilómetros.

Ulises le dio las gracias, aunque le molestaba hasta hablar con los dos seres murciélago. Durante la batalla se habían escondido detrás de los arqueros abrazados uno a otro. Ulises admitía que no tenía derecho alguno a esperar que participasen en la lucha. No era su guerra. Pero no podía evitar sospechar que Ghlij había visto a los emboscados. Según la ruta que había seguido en su vuelo tenía que haber visto sin duda una de las canoas de guerra. De todos modos, era posible también que no la hubiese visto. Además, si les llevaba a una trampa, ¿por qué se había quedado con ellos? Había corrido casi tanto peligro como el resto.

Reflexionando, Ulises llegó a la conclusión de que no estaba siendo justo. Estaba permitiendo que su antipatía hacia aquellos seres influyese en su juicio. Y no era que confiase en ellos. Aún creía que estaban trabajando para quien Wurutana fuese realmente, o puede que para su propio pueblo.

Las balsas continuaron aproximadamente a la misma velocidad. Al cabo de un rato oyeron el suave estruendo de las cascadas. Ulises dejó que las balsas siguiesen avanzando durante otros tres minutos y luego dio orden de abandonarlas. Según las órdenes dadas, los que estaban al borde de las balsas saltaron primero a la orilla. Los que estaban tras ellos avanzaron también y saltaron. Dos cayeron al agua cuando las balsas tropezaron con la orilla. Uno quedó atrapado y fue aplastado por la balsa contra la arena; al otro lo arrastró la corriente.

Los que quedaban en las balsas arrojaron todos los suministros salvo las bombas a la orilla. Ulises no confiaba en la estabilidad de la pólvora hasta el punto de correr el riesgo de aquel impacto. Las bombas fueron tiradas a las manos de los que estaban en la orilla.

Él fue el último en desembarcar. Vio cómo la corriente arrastraba las seis balsas y cómo se perdían al curvarse el canal tapadas por el espeso follaje. Unos cuantos kilómetros más abajo el grupo se encontró con las cataratas. La corriente se precipitaba por el estrechamiento del canal y se arqueaba sobre el tronco del Árbol, cayendo al abismo. Ulises calculó que habría unos dos mil metros hasta el suelo, lo que hacía a aquella catarata aproximadamente el doble que la más alta de su época, la catarata del Ángel, en Venezuela.

El grupo pasó a otra rama que sólo tenía un pequeño arroyo, de unos tres metros de anchura y uno de profundidad, en su canal. Siguieron la orilla, aunque hubiesen podido ir más deprisa vadeando. Pero había en el agua serpientes de bellos colores, muy venenosas, y unos cuantos cocodrilos sin patas. Ulises decidió llamar a éstos snoligósteros, según un animal similar de las leyendas de Paul Bunyan.

Antes del anochecer, pasaron a otra rama a través de m entramado de lianas. Siguieron por ella hasta que Ghlij vio un gran agujero en la articulación de un tronco y una rama en un tronco próximo. Dijo que podrían alojarse en aquel agujero, aunque quizás tuviesen que expulsar a los animales que lo utilizasen como albergue.

– Hay muchos agujeros como éste, muy grandes, en el Árbol -dijo-. Normalmente cuando la rama brota del tronco.

– No los he visto hasta ahora -dijo Ulises.

– No supisteis mirar -dijo Ghlij, sonriendo.

Ulises guardó silencio un rato. No podía eliminar la suspicacia que sentía hacia aquella criatura. Sin embargo podía estar cometiendo una injusticia. Y Ghlij quizás estuviese aún más deseoso que él de encontrar un sitio cómodo y fácil de defender. Por otra parte, un lugar bueno para la defensa podía ser bueno también para que un enemigo te rodease en él. ¿Y si los hombres leopardo les habían seguido hasta allí y les rodeaban?