122486.fb2 El Dios De Piedra Despierta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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Jyuks contestó a algunas preguntas. A otras simplemente se negó a contestar. Era una criatura tan frágil que podía soportar muy poco dolor. Cuando el dolor le resultaba excesivo, se desmayaba. Y cuando le reanimaban y volvían a torturarle, se desmayaba de nuevo.

No les diría dónde estaba la ciudad de los hombres murciélago. Les dijo que la ciudad encerraba el espíritu de Wurutana. Pero no les dijo lo que era el «espíritu» de Wurutana. Insistió en que no lo sabía. El nunca había visto a Wurutana. Sólo los príncipes de los hombres murciélago lo habían visto. Al menos, él suponía que lo habían visto. Nunca había oído a ningún jefe decir que hubiese visto a Wurutana. Siempre al espíritu de Wurutana. Aquel Árbol era el cuerpo de Wurutana.

Wurutana era el dios de los hombres murciélago. También de los hombres leopardo y de los hombres osos, aunque los sencillos wuggrudes tenían además numerosos dioses.

Ulises sintió curiosidad por la capacidad de control de Wurutana. Le preguntó si los jrauszmiddumes y los wuggrudes luchaban entre sí alguna vez:

– Oh, sí -dijo Jyuks-. Todas las tribus luchan con las de al lado. Pero ninguna nos combate a nosotros; todos obedecen la voz de Wurutana.

¿Y cuántos hombres murciélago había?

Jyuks no lo sabía. Insistió, incluso después de desmayarse varias veces, que simplemente no lo sabía. Sabía que eran muchos. Muchísimos. ¿Cómo no habían de serlo? Eran los favoritos de Wurutana.

¿Había gente como Ulises en la costa sur?

Jyuks no lo sabía, pero había oído decir que sí. Después de todo, la costa estaba a muchos vuelos de distancia, y sólo un grupo reducido de los hombres murciélago llegaban tan lejos.

Por fin llegó la oscuridad. Jyuks estaba de nuevo inconsciente. Los hombre murciélago habían dejado de volar por los alrededores. Ulises pensó que debían estar investigando más allá, río abajo. Cuando descubrieran que habían perdido a dos de los suyos, no sabrían cuándo habían desaparecido. Y era casi imposible buscar allí en la oscuridad. En cuanto consideró que estaba lo bastante oscuro, dio la orden de marcha. Jyuks fue atado a la espalda de Ulises y se desmayó. Ulises le había dado palabra de que no le matarían si proporcionaba información. Si bien Jyuks no había contestado a todas las preguntas, había contestado a la mayoría. Y Ulises admiraba además el aguante y el valor del hombrecillo. Sabía que era peligroso ser sentimental con el enemigo, pero no tenía ningún deseo de matar a aquel pequeño ser. Además, podría utilizarle más tarde. Regresaron a donde habían escondido las balsas y los remos. Arrastraron las embarcaciones de nuevo hasta el agua y el grupo se lanzó por el oscuro río. La luz de la luna no penetraba muy hondo. En ocasiones, un rayo se filtraba por una avenida de ramas. En una ocasión, un pequeño rayo iluminó en el agua, delante de ellos, grandes objetos oscuros y redondeados. Hubo un bufido, y una aguja de agua brotó de una de las criaturas. Luego el agua se agitó y los cuerpos desaparecieron. Las balsas pasaron por allí mientras sus ocupantes esperaban, tensos y ansiosos, a que las grandes ratas acuáticas apareciesen junto a las balsas, o, peor aún, debajo de ellas. Pero las balsas pasaron sin que nadie las molestase.

Ulises vio varias veces las líneas, al parecer interminables, de un cocodrilo sin patas deslizarse desde los matorrales negro plata al agua negro plata. Esperó la violenta aparición de una cabeza de cortas quijadas y muchos dientes ante la balsa y el cerrarse de los dientes alrededor de la pierna de alguien… o de él mismo. O el latigazo de una poderosa cola en la oscuridad y el estallido del hueso y la carne hecha pulpa y el cuerpo lanzado contra el agua.

Pasaron más kilómetros sin incidentes. Pájaros y animales desconocidos lanzaban sus extraños gritos. Luego la corriente se aceleró y avanzaban tan deprisa que los remeros no tenían necesidad ya de empujar contra el fondo. Ahora se ocupaban afanosamente de accionar sus remos sobre la orilla para que las balsas no chocaran con ellas.

La gran rama estaba inclinada hacia abajo casi en vertical aunque la inclinación no podían advertirla en la oscuridad los balseros. Si no hubiese sido por la aceleración de la velocidad de la corriente, no habrían creído que hubiese desnivel alguno.

A Ulises la velocidad le agradaba, pero le preocupaba también. Se acuclilló junto al atado Jyuks y le mojó la cara. El agua hizo abrir los ojos al inconsciente hombre murciélago.

– Tengo sed -masculló.

Ulises echó más agua en su calabaza y alzo la cabeza de Jyuks para que pudiese beber.

– Creo -dijo luego- que el río va a convertirse muy pronto en una catarata. ¿Qué me dices tú?

– No sé -contestó hoscamente Jyuks-. No sé nada de ninguna catarata.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Ulises-. ¿Qué desconoces esta zona o que no hay ninguna catarata al final del río?

– No volé hasta el final de esta rama cuando vine -respondió Jyuks.

– Bueno -dijo Ulises-, tendremos que resignamos a avanzar sin saber si hay catarata o no. Quiero salir de aquí lo más deprisa posible, y seguiremos en las balsas mientras podamos. Podría ser difícil, pero no imposible, espero, desviar las balsas en el último momento.

No había segunda intención en sus palabras. Pero Jyuks no estaba tan ofuscado por el dolor que no pudiese darse cuenta de lo que podría suceder. En una emergencia, Jyuks, con las piernas y las manos atadas, dependería de que algún otro se decidiese a llevarlo a la orilla. Quizás no tuviesen tiempo bastante para que alguien le transportara o le tirara a la orilla, si alguien se sintiese inclinado a hacerlo.

Al cabo de un rato Jyuks habló de nuevo. Era evidente que se odiaba a sí mismo. Quería mantener la boca cerrada y aguantar lo que llegase. Pero era incapaz de afrontar la muerte al final de la rama. Quizás, pensó Ulises, hubiese para él algo especialmente aterrador en morir en el agua.

– A juzgar por la corriente -dijo lentamente-, debemos de estar a unos cuatro kilómetros del final. Donde está la primera catarata.

Ulises consideró la posibilidad de que Jyuks no estuviese asustado. Podía estar mintiendo para poder atraparlos a todos, enviarlos a todos a una muerte segura, incluido él.

– Seguiremos kilómetro y medio más -dijo Ulises-. Luego abandonaremos las balsas.

Había luz bastante para que pudiese ver la cara de Jyuks. De vez en cuando, la luz aumentaba cuando los rayos de luna penetraban por los resquicios entre hojas y ramas y troncos miles de metros por encima de ellos. La expresión del hombre murciélago era tan inescrutable como un trozo de cuero.

En aquel momento, un grito hizo incorporarse a Ulises y alzó un escalofrío hasta su nuca. Se volvió para ver lo que Awina señalaba. Era un enorme árbol que brotaba de una gran hendidura cubierta de barro a unos cincuenta metros de distancia. Tenía sólo unos veinte metros de altura, pero se extendía horizontalmente hasta unos treinta o más, a ambos lados del inmenso tronco. El grito procedía de algo situado en una de sus ramas. Un momento después vio cuál era su origen. Una serie de cuerpos oscuros se lanzaron desde la oscura forma de hongo al abismo bajo la gran rama a cuyo borde crecía el árbol. Grandes alas coriáceas se abrieron, agitándose con firmeza para elevar a aquel ser por encima de las balsas. Y al minuto siguiente había varios más.

Ulises sólo podía hacer una cosa. Si su gente se mantenía en las balsas, estaría expuesta a un ataque desde arriba. Peor aún, tendrían que abandonar las balsas más tarde mientras los atacaban y en condiciones que harían muy difícil la defensa.

Lanzó una orden, y los remeros de la parte exterior de las balsas empujaron vigorosamente contra el fondo. Las balsas avanzaron hacia las orillas, y los que estaban en el borde de ellas saltaron y se agarraron a los matorrales. Entre tanto, Ulises había comenzado a arrojar las cajas más pesadas por el aire a la orilla. Rezaba porque el impacto no hiciese explotar la inestable pólvora negra. Las cajas de las bombas cayeron entre el follaje sin reaccionar.

Luego levantó a Jyuks y lo alzó con un esfuerzo que hizo inclinarse hacia su lado la balsa. El pequeño hombre murciélago cayó chillando, de bruces, sobre un espeso matorral. Wulka, un wuagarondite le cogió.

Por entonces, ya descendía sobre la balsa el primero de los hombres murciélagos, con una corta jabalina en sus pequeñas manos. No llegó a situarse sobre ellos; una flecha atravesó su pecho y cayó con un sonoro chapoteo. Una gran masa sin patas se lanzó al agua desde los matorrales de la orilla opuesta, entre gruñidos.

Ulises disparó una vez, advirtió que la flecha había atravesado el hombro de un hombre murciélago, y luego se volvió y se lanzó a la orilla sin esperar a ver la caída de su enemigo. Sostuvo el arco con la mano derecha y se agarró a una rama con la izquierda. Su mano se cerró sobre una rama espinosa, y lanzó un grito de dolor. Pero no se soltó.

Algo golpeó la oscuridad junto a su pie derecho. Un proyectil tirado, o dejado caer, por uno de los hombres alados. Luego se hundió en la espesura sin pensar en los posibles daños que las ramas pudieran hacer a la aljaba o al arco. Una vez entre la espesura, avanzó a través de la vegetación hasta que le cubrió por completo un matorral grande y tupido. Llamó a sus jefes y a Awina hasta que todos le contestaron. En respuesta a otras órdenes suyas, se abrieron paso entre la espesura hasta situarse cerca de él. Durante este tiempo, los hombres murciélago habían estado haciendo pasadas sobre la selva y arrojando o dejando caer azagayas, dardos y pequeñas flechas. Nadie resultó herido, y al cabo de un rato los hombres murciélago abandonaron su bombardeo a ciegas. Estaban perdiendo demasiadas armas.

Entre tanto, los arqueros habían derribado a cinco de los hombres murciélago. Los restantes se retiraron al árbol a celebrar consejo.

Pese a su retirada, tenían aún el control de la situación. Sus enemigos sólo podía alejarse en una dirección y luego tendrían que descender por el tronco o subir por él hasta otra rama. Si hacían esto, quedarían expuestos a un ataque, y los hombres murciélago podrían liquidar a todo el grupo con pocas bajas por su parte o quizás ninguna.

Si el enemigo continuaba oculto en la densa vegetación de aquella rama, no haría más que aplazar lo inevitable. Los hombres murciélago mandarían por más soldados y, al final, les desalojarían. Sobre todo porque su área de caza sería reducida y acabarían muriendo de hambre, si los hombres murciélago no se molestaban en provocar una batalla directa.

Ulises había intentado contar a sus enemigos mientras planeaban en la oscuridad salpicada de luz lunar. Calculó que serían sobre un centenar. De momento, habían desaparecido dejando sólo seis centinelas que seguían volando por encima manteniéndose siempre fuera del alcance de las flechas.

Ulises se acuclilló bajo la espesura e intentó determinar lo que podían hacer. Y mientras pensaba, percibió un murmullo muy leve. Pidió a todos los que le rodeaban que se callaran y, al cabo, creyó identificar el ruido. Tenía que ser el estruendo de una catarata apagado por la distancia.

Dio órdenes a quien tenia más cerca, Awina, para que las transmitiera. Hubo cierta dilación porque el grupo, en su mayor parte, se resistía a abandonar su refugio. Tenían allí excelente protección, pero Ulises conocía a sus «hombres» y sabía lo que pensaban. Les explicó lo que pasaría en el futuro si no salían de allí. Una vez explicado, reaccionaron con bastante rapidez. No vivían gran cosa en el futuro; les costaba trabajo ver más allá de su situación presente.

El final de la rama, o, más bien, el lugar donde ésta se inclinaba bruscamente en un ángulo de noventa grados respecto a la horizontal, quedaba a unos tres kilómetros de distancia. El grupo avanzaba lentamente por lo espeso de la vegetación y también porque tenían órdenes de moverse pausada y lentamente.

Ulises vio la espuma en blanco y negro a algo menos de un kilómetro de distancia. Había subido a un alto árbol para ver mejor, asegurándose al mismo tiempo de que no le viesen los hombres murciélago, que volaban de vez en cuando por arriba. Como había esperado, se elevaban de la catarata nieblas que se extendían hasta cierta distancia. Arriba en el árbol, el estruendo del agua cayendo no quedaba amortiguado por la espesura de la selva.

Estaba a punto de descender otra vez del árbol cuando vio a un hombre murciélago que pasaba volando. Se agarró al árbol e intentó pasar por una protuberancia de la corteza. La luz de la luna no le iluminaba directamente, aunque se filtraba lo suficiente a través de las hojas como para que la oscuridad fuese más plata que negro. El hombre murciélago pasó ante él, aleteando tan lentamente que casi parecía no mover las alas. Pero de pronto éstas comenzaron a batir más deprisa y el hombre murciélago se elevó. Volvió hacia el árbol, cruzando zonas salpicadas de oscuridad y de pálido amarillo, mientras los rayos de la luna brillaban sobre su cabeza calva y arrancaban reflejos de sus alas, que eran más oscuras que su cuerpo. Descendió justo hasta la parte superior de los matorrales, y luego voló de nuevo hacia arriba, batiendo las alas. Antes de aterrizar en la rama del árbol, al otro lado del tronco de Ulises, se detuvo. Y aterrizó sobre la rama con tanta suavidad como un búho.

No tenía garras con que asirse a la rama, pero extendió las manos y se sujetó a una rama más pequeña para conservar el equilibrio. Después de plegar sus alas, apartó la cara de Ulises. Llevaba al cinturón un cuchillo de piedra y en la mano un venablo. De una cuerda que llevaba al cuello colgaba un instrumento curvado. Ulises supuso que sería una especie de cuerno. El hombre murciélago se había situado allí para vigilar al enemigo. Si localizaba a alguien, avisaría a los otros con su cuerno.

No había ningún ruido abajo lo bastante fuerte para borrar allá arriba el suave trueno de la catarata. Los hombres de Ulises habían visto al hombre murciélago y esperaban acontecimientos. La selva parecía desierta.

Ulises abandonó su posición y comenzó a rodear el tronco. Su arco y su aljaba estaban al pie del tronco. Por fortuna estaban al otro lado del hombre murciélago y cubiertos por la sombra. Ulises sólo tenía su cuchillo, que llevaba entre los dientes. Tenía que sujetarse con ambas manos y avanzar muy lento. Aunque la catarata atronaba, no lo hacía tanto como para que el hombre murciélago, de finísimo oído, no pudiera percibir el rumor de las hojas o el chasquido de una rama.

El hombre murciélago continuaba sin mirar hacia Ulises, que avanzaba por la misma rama en que él estaba sentado. Y Ulises permanecía derecho, equilibrándose fácilmente, porque la rama era gruesa. Deslizaba un pie hacia adelante y luego levantaba el otro, echaba hacia adelante luego su pie adelantado y alzaba el otro, y así sucesivamente. Por fin, se detuvo y cogió el cuchillo que llevaba en los dientes con la mano. Las alas del hombre murciélago, semiabiertas, se agitaron levemente y luego se inmovilizaron otra vez. En ese instante, Ulises vio el agujero en la membrana del ala derecha. Y reconoció el perfil de aquella cabeza y la forma de los hombros. Era Ghlij.

Su intención de matar se desvaneció. Ghlij podía serle útil.

Matarle sería más fácil que capturarle. Tenía que asegurarse de que podía inmovilizar a Ghlij y al mismo tiempo impedir que cayera. Aunque Ghlij pesaba sólo unos veinticinco kilos, podía herirse o incluso matarse cayendo desde diez metros de altura. Ulises tenía que asegurarse también de no abalanzarse demasiado bruscamente sobre él para que no cayeran los dos.

Se aproximó muy lentamente, temeroso de que el hombrecillo percibiera que la rama cedía bajo sus casi cien kilos. Pero Ghlij no estaba en el extremo de la rama, sino hacia la mitad, donde era aún gruesa. Y Ulises pudo golpearle en la nuca, no demasiado fuerte, porque tenía miedo a quebrar aquel frágil cuello. Sin un rumor, Ghlij se desmayó y cayó hacia adelante, y Ulises tuvo que agarrarle con la otra mano. Llamó a los que estaban ocultos en la espesura, que se acercaron. Un momento después, dejó caer al inconsciente hombre murciélago sobre brazos que esperaban. En cuanto cayó. Ghlij fue atado y amordazado. Al cabo de unos minutos, abrió los ojos. Ulises se situó bajo la luz de la luna de modo que Ghlij pudiese ver quién le había capturado. Le miró con ojos desorbitados y se debatió intentado desatarse. Aun seguía haciéndolo cuando Ulises se lo echó a la espalda como si fuese un saco. Ulises dijo a Wulka, el jefe wuagarondite que estaba llevando a Jyuks, que se encargara de Ghlij de nuevo, y Wulka obedeció alegremente.