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Pero no había más remedio que descender. Si hubiese estado solo, o con gente que no le supusiera un dios, podría haberse mantenido fuera de la niebla corriendo el riesgo de que le viesen los hombres murciélago. Pero no podía eludir sus obligaciones ni faltar a su palabra.
– La niebla es nuestra protección -dijo-. Pero como todas las protecciones, todos los escudos, tiene sus desventajas. Exige un precio. Nos oculta de nuestros enemigos, pero encierra también sus peligros. Correremos el peligro de resbalar y tendremos que caminar a ciegas.
Tendrían también que avanzar muy lentamente, pensó, mientras tanteaba con el pie una proyección de la corteza que había debajo. Tenía las manos sujetas en unos salientes, un pie medio introducido en una hendidura, y el otro se movía alrededor de un borde o rugosidad. Por último, lo asentó, y bajó suavemente, asegurándose de que podía sostenerse, y luego bajó de nuevo el pie. Este proceso continuó durante un período interminable, y luego la oscuridad se hizo menos densa y pudo ver un poco más que antes.
Había bajo él una extensión sólida. Cuidadosamente, avanzó por ella, tanteando cada centímetro invisible de corteza con los dedos de los pies. La catarata rugía a su izquierda y el agua salpicaba su pie izquierdo. Saltó al percibir el roce de algo, y esgrimió su cuchillo. Confusamente, vio la esbelta y pequeña figura en blanco y negro de Awina. Esta se aproximó más, sus ojos grande y redonda oscuridad. Él apartó el cuchillo, y ella se apoyó en él. Tenía la piel húmeda, pero al cabo de un minuto sus cuerpos comenzaron a calentarse mutuamente. Ulises recorrió con su mano la redonda cabeza de Awina y palpó las húmedas y sedosas orejas y recorrió luego su espalda. Parecía más al tacto una rata ahogada que el suave ser deliciosamente peludo que había conocido.
Brotaron de la niebla otras personas. Se apartó de Awina y se puso a contarlos según aparecían. Estaban todos.
Ghlij comenzó a agitarse. Había estado tan inmóvil como un saco de carne durante el descenso, pero ahora debía pensar que estaba lo bastante seguro para moverse y avivar de nuevo la circulación de su sangre. Ulises se lo había quitado de la espalda y le había desatado las piernas. El hombrecillo saltaba por allí sobre sus flacas piernas y sus grandes pies vigilado por dos wuagarondites dispuestos a ensartarlo al menor intento que hiciese de correr o volar.
Ulises salió cuidadosamente de entre la niebla. La cima de la catarata quedaba a unos doscientos metros de altura. No se veía ningún hombre murciélago. Sólo los matorrales y los laterales de los inclinados árboles quebraban el borde de la parte superior de la rama. Ulises se volvió y vio que la rama continuaba en un plano horizontal hasta perderse de vista. Nada les impedía construir nuevas balsas y continuar por el río. Pero debían ocultarse en la selva hasta que volviera a caer la noche. Podían dormir parte del día, aunque tenían que dedicar algún tiempo a cazar. Estaban quedándose sin alimento.
Al anochecer, sin sueño ya pero acuciados por el hambre, organizaron cuatro partidas de caza. Una hora después, desollaban un cocodrilo sin patas, una rata gigante, dos grandes cabras rojas y tres grandes monos.
Comieron bien aquella anoche, y todos se sintieron mucho mejor. Cortaron troncos y los ataron y luego se echaron al río. Antes del amanecer llegaron a otro declive profundo de la gran rama y a otra catarata. Descendieron, pero se mantuvieron fuera de la niebla y al amanecer llegaron al fondo de otro riachuelo; después de dormir y de cazar otra vez, hicieron huevas balsas. El fondo de la tercera catarata resultó ser también el final de Árbol, o, como Awina decía, los Pies de Wurutana.
Los grandes troncos, ramas y demás vegetación que crecía sobre ellos hasta una altura de tres mil metros formaban una estructura que sólo permitía pasar unos pocos rayos de sol. Reinaba allí a mediodía una profunda penumbra, y por las mañanas y las tardes una especie de noche, como si una tormenta de plumas de cuervo llenase los espacios que había entre las gigantescas columnas y contrafuertes que se hundían en la ciénaga. El suelo que había bajo el Árbol recibía las precipitaciones de las cataratas y del agua de lluvia que no absorbían las ramas y las hojas colosales del Árbol y la vegetación que crecía sobre él. Se había formado en la base del Árbol una ciénaga, una inmensa e inconcebible ciénaga. La profundidad del agua variaba de unos dos centímetros y medio a varios metros, los bastantes para que un hombre se ahogara. De aquella agua y de aquel barro, crecían extrañas plantas de tonos pálidos y rojizos y desagradable olor.
La penumbra les mostraba imágenes de pesadilla. Grandes trozos de corteza, muchos de ellos del tamaño de una cabaña, habían caído de los lados del Árbol y habían llegado hasta abajo, golpeando ramas y troncos y haciendo desprenderse otros trozos de corteza. El Árbol, como la Serpiente Mundo de la mitología nórdica, cambiaba de piel. La corteza estaba siempre pudriéndose, y luego se desprendía, bien para caer en las poderosas ramas, acabando allí de pudrirse, bien para descender como fría y negra estrella a hundirse en el agua y el cieno del pantano del fondo. Allí, medio hundida, la corteza se descomponía e insectos y gusanos que infestaban aquel mundo en penumbra la agujereaban y construían sus casas en ella.
Había largos y delgados gusanos color cadáver de cabeza peluda; escarabajos de un azul intenso armados de inmensas mandíbulas; animales de alargado hocico parecidos a las musarañas, de agudos dientes; escorpiones de un amarillo pálido; luminosas serpientes escarlata y negro con pequeños cuernos en el centro de sus cabezas triangulares; había criaturas de muchas patas, blandos cuerpos, docenas de antenas y gran longitud que emitían un gas hediondo que producía una sonora explosión al brotar; y toda una hueste de otros animales repugnantes. Los grandes fragmentos rotos de corteza, que yacían por todas partes, en la oscuridad como grandes peñascos dejados atrás por la retirada de un glaciar, estaban atestados de vida agusanada y venenosa.
Alrededor de las cortezas crecían pequeñas plantas finas y sin ramas; producían un fruto de un amarillo verdoso y en forma de corazón que brotaba de hendiduras que se formaban en las córneas vainas de las plantas. Había también una hierba espesa y pegajosa que se proyectaba medio metro por encima del agua cenagosa de abajo. Sobre ésta planeaba de vez en cuando un insecto de cuerpo y anchas alas color piel de hombre recién muerto; tenía la cabeza blanca con dos marcas negras redondas y una marca negra curvada hacia abajo bajo las otras dos, de modo que parecía un cráneo. Volaba silenciosamente, a veces rozando sólo a un miembro del grupo con la punta de las alas y haciéndole caer. Pero movimientos y ruidos quedaban apagados. La gente hablaba muy quedamente, susurrando las más de las veces, y nadie reía. Sus pies se hundían en el agua y el barro que había bajo ella y los alzaban lentamente, casi como disculpándose, para que el chapoteo fuese apagado y suave. Procuraban mantenerse agrupados y nadie quería alejarse entre los matorrales o quedarse detrás entre los altos troncos de un azul pálido y grisáceo para hacer sus necesidades.
Ulises había pensado, al principio, no eludir el pantano. Aunque el avance era lento y difícil, aquel lugar parecía más deseable que la zona superior, donde había demasiados enemigos de especies inteligentes. Pero un día y una noche entre los Pies de Wurutana fue suficiente para él y más que suficiente para los suyos. A la mañana siguiente, cuando una rana color sangre saltó de un trozo de corteza a su hombro y luego al agua que le llegaba hasta el tobillo, decidió que no podía más. Habían intentado dormir en un trozo de corteza tan grande como un pequeño castillo. Pero toda la noche les habían molestado las criaturas que brotaban de los agujeros de la corteza y los extraños ruidos de los animales de la ciénaga.
Decidió que les conduciría de nuevo hasta la rama más próxima. Tuvieron que bordear una amplia zona que parecía llena de arenas movedizas, por lo que no llegaron hasta mediodía a una columna de áspera superficie que se hundía en el pantano desde las alturas. Alegremente, comenzaron a ascender, y hacia el anochecer habían llegado a una porción prometedoramente horizontal de una rama. Había en ella un riachuelo que, sin embargo, parecía ponzoñoso. Su agua era carmín.
Ulises lo examinó y descubrió que el color se debía a millones de pequeñas criaturas, tan pequeñas que resultaban casi invisibles aisladas. Ghlij, que había decidido hablar por entonces, dijo que aquellos animales desovaban una vez al año. No sabía de dónde venían ni adonde iban. Las aguas de los ríos y los estanques se mantenían rojas durante una semana aproximadamente y luego se aclaraban otra vez. Entre tanto, servían como comida a los peces, pájaros y animales de la jungla. Les recomendó hacer una sopa con ellos.
Ulises siguió el consejo, pero obligó a Ghlij a tomar primero la sopa. Después de pasar varias horas sin ningún resultado desagradable para el hombre murciélago, Ulises permitió que todos comieran. El también comió y la sopa le pareció alimenticia y sabrosa. Durante los días siguientes, mientras remaban en sus balsas, sólo comieron de aquellos animales color carmín que no tenían más que recoger del agua. Al no tener que pararse a cazar avanzaban mucho más deprisa. Recorrieron unos setenta y cinco kilómetros, descendiendo tres cataratas, antes de llegar al nivel más bajo del riachuelo. Por entonces los animales carmín habían desaparecido.
Cuando ascendieron de nuevo, Ulises, actuando en parte por capricho y en parte por curiosidad, les llevó lo más alto posible. La ascensión duró tres días, en que tuvieron que escalar la rugosa y usurada superficie del tronco vertical. De noche dormían en una proyección de la corteza lo bastante grande para poder mantenerse todos juntos. Al tercer día, escalaron entre nubes y sólo se vieron libres de ellas hacia el anochecer. Pero por la mañana las nubes habían desaparecido y pudieron contemplar el abismo. Estaban a más de tres mil metros de altura. El tronco continuaba elevándose durante unos mil metros más, pero no tenía sentido que continuasen más arriba. Hasta allí era hasta donde crecían las ramas. Aquella rama parecía prolongarse eternamente, y su declive era muy suave.
De la unión entre la rama y el tronco brotaba una fuente, y a ésta se añadían otras luego, de forma que a un kilómetro el río resultaba navegable.
Cada kilómetro o así, la rama tenía un sector vertical que descendía hasta el fondo (o al menos no le veían fin) o bien se unía a otra rama más abajo.
Para impedir que los hombres murciélago volaran, Ulises había agujereado las membranas de sus alas y las había atado con tiras de cuero. Les había obligado a subir por el tronco solos, pues pesaban demasiado para que los transportase nadie en una ascensión tan prolongada. Iban en mitad de la fila que ascendía por la rugosa corteza para que no intentasen escapar. Eran tan ligeros que podían ascender mucho más deprisa incluso que los ágiles wufeas.
Ulises dio orden de acampar. Descansarían varios días, cazando y explorando los alrededores. Esperaba encontrar otro agujero en un tronco y tener posibilidad así de experimentar con la membrana de comunicación interna. Desde su experiencia con los gigantes había estado buscando constantemente agujeros. Estaba seguro de que tenía que haber millares, pero no había visto ninguno. Según los hombres murciélago, los había por todas partes. Resultaba irritante saber esto y sin embargo no ser capaz de encontrarlos. De todos modos, estaba también seguro de que todos los agujeros estarían guardados por los gigantes o. los hombres leopardo. No podía, en realidad, exponerse a otro encuentro con ellos si superaban en número a su grupo. Pero, de todos modos, estaba ansioso de encontrar una membrana de comunicación. Ahora ya conocía el código. El lenguaje era el idioma comercial, y el código similar al Morse, pues usaba una combinación de sonidos largos y breves.
Había sabido esto por Ghlij durante las noches en que todos deberían haber estado descansando de los esfuerzos del día. Jyuks se había negado en redondo a explicarle el código. Dé hecho, se negó incluso a admitir que hubiese algo parecido a un código. Pero Ghlij era distinto. Su umbral de dolor era más bajo, o menor el vigor de su carácter. O era más inteligente que Jyuks y comprendía que tenía que decir algo. Así que, ¿por qué no contarlo ya y ahorrarse dolores inútiles?
Jyuks maldijo a Ghlij y le llamó traidor y cobarde, y Ghlij dijo que si no se callaba le mataría a la primera oportunidad. Jyuks contestó que mataría a Ghlij a la primera oportunidad que él tuviese.
Aunque Ghlij reveló el código, no reveló (o no pudo) el emplazamiento de la base central de los suyos. Juró que tenía que estar a suficiente altura del Árbol para ver ciertas claves orientadoras que pudiesen guiarle hasta la base. Estas claves eran altos troncos cuyas hojas crecían siguiendo una norma que sólo podía determinarse situándose a unos ochocientos metros por encima de ellas. Podían incluso estar debajo de ellos en aquel momento, pero desde allí él no podía determinar si lo estaban o no.
Ulises se sacudió la desilusión. No tenía planes de atacar la base aunque supiese su emplazamiento. Carecía de fuerza suficiente para un ataque. Pero le hubiese gustado saber dónde estaba para cuando tuviese fuerzas suficientes poder atacarla. De un modo u otro descubriría su situación.
Estaba sentado, con la espalda apoyada en un trozo relativamente suave de corteza desprendida, con una gran hoguera a unos tres metros de él. Era casi de noche. Debajo, era noche. El cielo estaba aún azul, y las nubes distantes tenían un tono rosado, verde luminoso y gris hosco. Los gritos y chillidos de los animales de cazadores y cazados, se entremezclaban como pesadillas casi olvidadas de lo vagas que eran. Junto a él estaban los dos hombres murciélago, uno junto a otro, pero sin hablarse ni mirarse siquiera. Los wufea, wuagarondites y alkumquibes estaban alrededor de seis grandes hogueras. Había centinelas apostados en las ramas y también ocultos en salientes de la corteza a los lados de ésta. El sabroso aroma de la carne y el pescado asado llenaba el aire. Había salido una partida de caza rama adelante un rato atrás y vuelto con tres cabras de cuatro cuernos y pelo dorado, diez grandes peces (arrebatados a un gran felino con manchas negras y grises que los había cazado), sacos llenos de diferentes tipos de frutos y tres grandes monos muy peludos.
Los cazadores habían informado que la vegetación de la parte superior de la rama consistía principalmente en gruesos abetos, matas de fresas, una hierba que llegaba hasta la rodilla y que crecía en la tierra atrapada en las fisuras y un musgo que llegaba hasta el tobillo. En el riachuelo había abundancia de peces, pero no había snoligósteros ni ratas gigantes. Los principales predadores parecían ser los pumas negros y grises, un pequeño oso y varios tipos de nutria. Los demás animales eran las cabras y los monos.
Comieron bien aquella noche y durmieron lo más cerca de la hoguera que pudieron sin quemarse. A aquella altura, hacía mucho frío en cuanto desaparecía el sol.
Por la mañana, comieron para desayunar los restos de la cena y comenzaron luego a construir las balsas. Cortaron abetos, que sólo alcanzaban unos siete metros de altura, y construyeron balsas. Y se embarcaron en ellas con grandes ánimos y grandes esperanzas.
Por una vez, no se vieron desilusionados o engañados. El río les llevó a un ritmo agradable durante unos veinte kilómetros y luego concluyó en un ensanchamiento de la rama. Allí el río no se precipitaba por un declive de noventa grados en una catarata. Simplemente se derramaba por los lados de aquella amplia zona, bloqueado por una ascensión de la rama. El grupo desmontó las balsas y transportó los troncos por el repecho, que ascendía en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. Una vez arriba, se encontraron con otro arroyo que pronto se convirtió en río. Ataron de nuevo los troncos y dejaron que la corriente les llevara. Esta operación la repitieron diez veces. Luego la rama recorrió la extensión más larga sin interrupciones que habían visto hasta entonces. Se prolongaba durante unos veinte kilómetros, y el descenso fue tan suave que el agua simplemente se derramaba en la ciénaga. Ulises calculó que debían haber recorrido unos cuatrocientos kilómetros por aquella rama. Ghlij dijo que habían tenido mucha suerte encontrándola. Había muy pocas así.
Subieron de la ciénaga húmeda, fría y nauseabunda hasta que hallaron una rama prometedora a unos dos mil metros de altura. Diez días más tarde, llegaron a una catarata, cuyo pie estaba a unos mil ochocientos metros por debajo de ellos. Y allí concluía el Árbol.
Ulises se sintió un poco desconcertado y un poco irreal. Había llegado a acostumbrarse a que el mundo fuese un árbol gigantesco con muchos niveles de ramas entremezcladas, troncos que parecían elevarse hasta el cielo y densa vegetación, hasta el punto que había concebido el mundo como sólo… Árbol.
Ahora había ante él una llanura que se extendía quizás a lo largo de ochenta o noventa kilómetros, y más allá las cimas de los montes. Al otro lado de la cordillera, si Ghlij no mentía, estaba el mar.
A su lado estaba Awina, lo bastante cerca para que su peluda cadera le rozase. Su larga cola negra se balanceaba acariciándole de vez en cuando las piernas por detrás.
– Wurutana nos ha dejado libres -dijo ella-. No sé por qué. Pero él tiene sus razones.
Ulises se enfureció.
– ¿Por qué no puedes pensar -preguntó- que nuestro éxito se debe a mis poderes como dios?
Awina se detuvo y le miró de reojo. Sus ojos eran enormes como siempre, pero las pupilas se habían achicado.
– Perdonadme, Señor -dijo-. Os debemos mucho. Sin vos habríamos perecido sin duda. Pero aun así, sois un dios pequeño comparado con Wurutana.
– El tamaño no significa necesariamente superioridad -replicó él.
Estaba enfurecido, pensó, no porque ella negase o menospreciase su divinidad. No estaba, desde luego, tan loco. Era sólo que deseaba que le rindiesen el tributo adecuado por haber conseguido sacarlos de allí. Que le honrasen como a un ser humano, aunque él se viese obligado a hablar en términos de divinidad.
Quería que Awina, sobre todo, reconociese esto. Pero, ¿por qué lo deseaba? ¿Por qué sería tan importante para él aquella criatura bella pero extraña, aquel ser inteligente pero no humano?
Por otra parte, pensaba, ¿por qué debería hacerlo? Ella había sido su principal ayudante desde el primer día, le había enseñado su primer idioma (en cierto modo le había enseñado a hablar), le había prestado numerosos servicios, siendo uno de los más importantes el apoyo moral. Y era muy atractiva, en un sentido físico. Llevaba tanto tiempo sin ver un ser humano, que se había acostumbrado a los no humanos. Awina era una hembra muy bella (casi pensó mujer)
Sin embargo, aunque sentía a menudo mucho cariño hacia ella, a veces le repugnaba. Esto ocurría cuando se le aproximaba demasiado físicamente. El se apartaba, y ella le miraba con una expresión inescrutable. ¿Sabía lo que pensaba él? ¿Interpretaba correctamente su reacción?
Ulises esperaba que no fuese así, porque en tal caso, ella era lo bastante inteligente y sensible para saber que la evitación del contacto físico era una defensa por parte de él. Y ella sabría, como sabía él, por qué él tenía necesidad de defenderse.
– ¡Vamos! -gritó a Wulka y a los otros jefes-. ¡Seguidme fuera del Árbol! ¡Pronto estaremos sobre terreno sólido y seco!
El descenso transcurrió sin novedad, aunque Ulises tuvo que reprimirse para no correr. La inmensa masa gris oscura del Árbol parecía aún más amenazadora, ahora que estaba a punto de librarse de él, que cuando había estado dentro. Pero nada sucedía. No surgieron ni gigantes ni hombres leopardo del Árbol para un ataque final.
Sin embargo, una vez que estuvieran en la llanura, serían fácilmente localizados por los hombres murciélago. Sería mejor permanecer a la sombra del Árbol hasta que cayese la noche y salir entonces.