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Ghlij parecía muy feliz del destino de los humanos.
– Luego les tocará el turno a los neshgais -añadió-. Pero su muerte vendrá del Árbol, que nunca olvida ni perdona. Los neshgais están amenazados con ataques de los fishnoomes, hermanos de los wuggrudes, y de los glassimes, hermanos de los hombres leopardo. El Árbol les ha enviado para acosar a los neshgais y, por último, exterminarlos.
Luego añadió, aún más maliciosamente:
– Y el mismo destino espera a las gentes de las llanuras del norte si no van a vivir con el Árbol. El Árbol acabará creciendo sobre las llanuras, sobre toda la tierra salvo una estrecha faja de costa. Y el Árbol no admitirá que habiten seres inteligentes en la costa. Los matará de un modo u otro.
– ¿El Árbol? -dijo Ulises-, ¿O los hombres murciélago, que utilizan el Árbol para someter a todos los demás a su voluntad? Que fingen ser servidores del Árbol pero en realidad son sus amos…
– ¿Qué? -exclamó Ghlij, con un cabeceo-. ¿No creeréis eso, verdad? ¡Debéis estar loco!
Sin embargo, había en su rostro una expresión burlona apenas oculta, que hizo a Ulises preguntarse si no habría dado con la verdad.
Si su teoría era más que una teoría, explicaría mucho.
Pero aún dejaría mucho por explicar. ¿Cómo se había formado el Árbol? No podía creer que aquella monstruosa mole vegetal hubiese evolucionado de modo natural de alguna de las plantas que vivían en su época.
Y luego, estaba el misterio del origen de todos los tipos de seres inteligentes no relacionados.
El barco continuaba navegando a lo largo de la costa, manteniéndose cerca de tierra y anclando cuando el cielo estaba demasiado encapotado para dar la luz suficiente para una navegación segura. Cuando se veía la luna, la nave continuaba su travesía toda la noche. Ghlij y Jyuks proporcionaban de vez en cuando información sobre los neshgais. Estaban casi siempre acuclillados en una plataforma que había junto a la base del mástil, sus alas casi barriendo la rechinante madera, con unas mantas sobre los hombros y las cabezas muy juntas. Aunque se odiaban, ahora hablaban entre sí. Se hallaban demasiado solos y se sentían demasiado míseros y asustados para no buscar refugio de vez en cuando en su idioma materno. Ulises no sabía qué hacer con ellos. Le habían dado la mayor parte de la información que quería. Estaba seguro de poder obtener más información, si daba con las preguntas adecuadas. Pero temía que se le escapasen algún día y pudiesen volver con un ejército. Cada día que pasaba aumentaban las posibilidades de que se escaparan.
Ulises no quería matarlos, aunque era la única solución lógica. Sin embargo, seguía en pie el hecho de que aún no habían revelado el emplazamiento de su ciudad base. Sólo en el aire, afirmaban, podían orientarse para volver a ella.
Ulises utilizó esto como pretexto para no matarles. Podían serle útiles algún día para indicarle el camino de su base. Si debían hacerlo desde el aire, así lo harían. Al parecer, nadie sabía de globos o dirigibles, y por eso los hombres murciélagos estaban muy tranquilos y pensaban que su secreto estaba seguro.
Al sexto día, Ulises vio por primera vez a unos hombres pulpo. Había alejado la nave de la costa debido a una gran roca que se interponía en su camino. Antes de que la nave llegase a doscientos metros de la roca, vio a aquellos curiosos seres en una estribación rocosa a algo más de un metro por encima de la superficie del mar. Aproximó el Nueva Esperanza lo más posible a la roca y él y su tripulación contemplaron a las cuatro criaturas que tomaban el sol sobre la roca. Se parecían más a los tiburones de su época que a los centauros-pulpo descritos por Ghlij. De pecho para abajo eran como peces, más bien como pulpos, pues las aletas eran horizontales, no verticales. La piel de la parte inferior del cuerpo era del mismo color bronce claro que la superior. Los genitales, tanto del macho como de la hembra, estaban ocultos entre capas del cuerpo inferior. Del tórax hacia arriba era totalmente humanos, y los dedos, en contra de lo que había supuesto, eran perfectamente normales. Tenían las narices muy pequeñas; Ghlij dijo que podían cerrarlas firmemente con acción muscular. Los ojos podían cubrirse de una capa transparente y rígida que brotaba de debajo de los párpados. El pelo de la cabeza era corto y suave, pareciendo desde lejos más que pelo la piel de las focas. Dos tenían el pelo negro, otra de un rubio ceniza, y la cuarta completamente rubio.
Ulises les hizo una seña y sonrieron. Una mujer y un hombre respondieron con otro saludo. Ghlij, que se había acercado a la borda, dijo:
– Bien hecho. No es bueno enemistarse con la gente del mar. Pueden arrancar el fondo de la nave si quieren.
– ¿Se muestran siempre amistosos?
– A veces comercian con los neshgais y los humanos. Traen extrañas piedras marinas o peces o artículos procedentes de embarcaciones hundidas y los cambian por vino o cerveza.
Ulises se preguntó si podría convertirlos en aliados en su guerra contra los neshgais. Es decir, si libraba una guerra contra los neshgais. Ghlij creía que no tomarían partido, a menos que una de las partes les ofendiese gravemente. Pero incluso los arrogantes neshgais les trataban con cortesía y les hacían obsequios de vez en cuando. Los neshgais tenían una gran flota que no deseaban ver en el fondo del océano.
La roca y su extraña carga se hundió tras ellos.
– Otro día como éste -dijo Ghlij- y llegaremos a la costa de los neshgais. ¿Entonces qué?
– Ya veremos -dijo Ulises-. ¿Tú hablas bien su idioma?
– Muy bien -dijo Ghlij-. Además, muchos de ellos hablan airata.
– Espero que no se asombren demasiado cuando me vean con mi tripulación. No me gustaría que nos atacaran sólo porque les alarmemos.
Una hora después del amanecer del día siguiente, pasaron ante un enorme símbolo grabado en la roca. Era una gran X dentro de un círculo roto. Aquel era el símbolo de Nesh, el dios epónimo ancestral de los neshgais, dijo Ghlij. Aquel grabado, que podría verse desde el mar a varios kilómetros, señalaba la frontera occidental de su tierra.
– Pronto veremos un buen puerto -dijo Ghlij-. Y una ciudad y una guarnición de tropas. Y algunos navíos mercantes y bajeles rápidos.
– ¿Navíos mercantes? -dijo Ulises, ignorando la amenaza de su tono-. ¿Con quién comercian?
– Sobre todo entre sí. Pero algunas de sus grandes naves recorren la costa hacia el norte y comercian con los pueblos que hay en aquellas costas.
Ulises empezó a sentirse excitado. No tanto por enfrentar el peligro de lo desconocido como por una nueva idea. Quizás los neshgais no hubiesen de ser sus enemigos. Quizás pudiesen ser amigos, y ayudarle. Desde luego, tenían un interés común en combatir al gran Árbol o a quien lo utilizase. Y posiblemente podrían estar trabajando con los humanos, no haciendo a los humanos trabajar para ellos. ¿Quién sabía cuántas mentiras no le habría dicho el hombre murciélago?
La costa se curvó profundamente hacia adentro, y entonces Ulises vio un rompeolas a la izquierda. Estaba hecho de grandes bloques de piedra y se extendía a lo largo de varios kilómetros. Más que un simple rompeolas, era un alto muro destinado a proteger el puerto y la ciudad de naves hostiles. En la cima del acantilado se veían algunos inmensos, edificios grises y luego, al cruzar la primera de las entradas, gran número de barcos y una ciudad en la ladera de la colina del fondo.
Habían pasado una torre situada en el extremo del rompeolas y visto dentro personas detrás de algunas de las estrechas aberturas de las ventanas. Algo atronó, y él miró atrás y vio una forma gigante sobre la torre. Sostenía una trompeta inmensa en su boca descomunal. La probóscide elefantina estaba alzada sobre el instrumento como si ella, no el instrumento, trompetease.
Ulises decidió que sería mejor si él acudía a saludarlos en vez de obligarlos a ellos a salir. Sin duda no creerían que aquel pequeño navío pretendiese atacarles. Situó la nave entre la amplia entrada del rompeolas, bajo las dos torres de ambos lados de la entrada. Saludó a la gente de la torre y le sorprendió ver que la mayoría de ellos eran humanos. Llevaban yelmos de cuero y escudos que supuso de madera. Blandían lanzas (de punta de piedra, desde luego) o sostenían arcos y flechas. Tras ellos se alzaban las figuras grisáceos de los neshgais. Los gigantes debían de ser los oficiales.
Nadie disparó desde las torres. Debieron pensar como él que un pequeño navío no podía entrar con propósitos hostiles.
No se sintió tan seguro un momento después, cuando vio un gran bajel, tipo galera, que avanzaba rápidamente hacia el suyo. Lo dirigían varios soldados, dos tercios de ellos humanos, y tenía timón. No tenía vela. Tampoco tenía remeros.
Entonces abrió mucho los ojos con la extraña sensación de que acababa de meter la cabeza en una guillotina. No había visto ni oído nada que indicase que los neshgais tuviesen una tecnología tan avanzada.
Pero cuando la galera giró tras ellos y luego se colocó a su lado para dirigirles, no emitió más sonido que el silbido del agua cortada por la fina quilla y el rumor de las olas al abrirse. Si la embarcación llevaba un motor de combustión interna, tenía también unos excelentes instrumentos para silenciar el ruido.
– ¿Quién conduce eso? -dijo a Ghlij.
– No lo sé, Señor -respondió Ghlij.
El tono con que dijo Señor indicaba que creía que los días de Ulises como dios estaban contados. Pero no parecía demasiado alegre. Quizás también el hombre murciélago corriese peligro de verse esclavizado. Sin embargo, esto no parecía probable, pues Ghlij había dicho que los hombres murciélago comerciaban con los neshgais.
Contempló la nave. ¿Cómo se compaginaba su avanzado método de propulsión con las primitivas armas de su tripulación?
Se encogió de hombros. Ya lo descubriría. Y si no, tendría cosas más importantes de que preocuparse. Siempre había tenido la virtud de la paciencia, y la había fortalecido enormemente desde su despertar. Quizás su «piedritud» increíblemente larga había capacitado a su psique para absorber parte de la resistencia del material inerte y duro.
Su nave bajó la vela, y los remeros alzaron los remos para disminuir la velocidad, cuando el barco comenzó a deslizarse a lo largo del muelle siguiendo las instrucciones de un oficial de la galera. Humanos vistiendo sólo taparrabos tomaron las amarras que les arrojaron los peludos tripulantes y arrastraron el navío por encima de varios sacos de aspecto gomoso. La galera se deslizó por el mismo camino un minuto después y luego paró sus invisibles motores silenciosos y se detuvo a unos centímetros de una estructura que había delante.
Ulises pudo ver entonces más de cerca a los neshgais. Medían algo más de tres metros y tenían unas piernas cortas y vigorosas como columnas, y grandes pies desparramados. Eran largos de cuerpo, (diríase que debían padecer mucho de la espalda) y sus brazos eran muy musculosos. En las manos tenían cuatro dedos.
Las cabezas se parecían mucho a la cabeza tallada que habían visto en el pueblo vroomaw. Las orejas eran enormes, pero mucho más pequeñas en proporción a la cabeza que las de un elefante. La frente era muy ancha y nudosa en las sienes. No tenían cejas, pero las pestañas eran muy largas. Los ojos eran marrones, verdes o azules. La pellejuda y arrugada probóscide, cuando colgaba, les llegaba al pecho. Las bocas eran anchas, y de los labios muy gruesos (casi negroides, en realidad) les brotaban dos pequeños colmillos en ángulo recto respecto al plano de la cara. No tenían más que cuatro molares, y esto, claro está, afectaría a su idioma. Su airata, la lengua comercial, tendría un tono distinto. Tan distinto que era casi un nuevo lenguaje. Pero cuando el oído se acostumbraba, resultaba inteligible. Sin embargo, los humanos tenían dificultad para reproducir sonidos neshgais, y en consecuencia su airata era un compromiso entre aquél que hablaban pueblos de dentadura similar y el que hablaban los neshgais. Por fortuna, los neshgais eran capaces de entender el airata especial de sus esclavos.
Sus pieles variaban de un gris muy claro a un gris marrón.
Llevaban picudos yelmos de cuero con cuatro orejeras, muy parecidos, pensó Ulises, al gorro de Sherlock Holmes. Llevaban cuentas enormes, piedras de varios tipos atadas con cuerdas de cuero, alrededor de sus gruesos cuellos. Grandes petos de hueso pintados en rojo, negro y verde cubrían sus pechos, relativamente estrechos. Su única ropa (universal entre los humanos y entre los neshgais también) era un taparrabos. Las piernas de los oficiales tenían enrolladas unas cintas verdes, y sus enormes pies iban embutidos en sandalias. Algunos llevaban capas de vivos colores, con grandes plumas blancas en los bordes.
A Ulises le parecía que aquellas criaturas combinaban una ajenidad repugnante con un aura de poder y sabiduría. Esto último era consecuencia de su propia actitud hacia los elefantes, claro. Luego se recordó que los neshgais podrían ser descendientes de probóscides, pero no eran elefantes, lo mismo que él no era un simple mono. Y aunque su tamaño gigante y su indudable gran fuerza les proporcionaran ventajas, también les creaban ciertas desventajas. Todo tiene sus inconvenientes.
Un majestuoso neshgai se mantenía separado y delante de los otros en el muelle. Fue él quien habló a Ulises mientras todos los demás escuchaban respetuosamente. Lanzó un agudo trompeteo por su larga nariz (un saludo, como Ulises descubriría) y luego pronunció un breve discurso. Ulises, aunque sabía que el otro hablaba en airata, poco pudo entender por lo extraño del acento. Pidió a Ghlij que lo tradujera, advirtiéndole que no mintiese.
– ¿Y qué me haríais, Señor? -dijo Ghlij, mirándole de reojo sin disimular su odio.