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Ella le miró. Los otros murmuraron y se agitaron inquietos.
– Ulises Singing Bear -repitió.
Ella sonrió, o al menos abrió la boca mucho. Una sonrisa temible. Aquellos dientes podían arrancar un pedazo de carne de un solo mordisco. No es que fuesen proporcionalmente del mismo tamaño que los del gato casero. Eran pequeños en realidad, y los caninos sólo un poco mayores que los otros. Pero eran muy agudos y afilados.
Ella dijo algo, y él repitió su nombre. Era evidente que intentaba repetir las palabras, aunque quizás no supiese que estaba diciendo su nombre.
Al cabo de un rato, ella dijo también:
– Wurisa asiingagna wapiira.
Esto fue lo más que pudo aproximarse a los sonidos del inglés.
El se encogió de hombros. Tendría que adaptarse él. Aprendería su lenguaje.
– Wurisa -dijo, y sonrió.
La mayoría de ellos parecían desconcertados, y sólo mucho después supo por qué. Después de todo, se espera que el dios de uno sepa hablar el idioma de sus adoradores. Pero allí estaba su dios salvador, al que habían estado esperando cientos de años, que no sabía hablar la lengua de los dioses.
Afortunadamente, los wufea eran tan capaces de razonar como los seres humanos. Su sumo sacerdote y la hija de éste, Awina, dieron la explicación de que se hallaba presa de un sortilegio de Wurutana, el Gran Devorador, cuando Wuwiso, el dios de los wufeas, se había convertido en piedra. Wuwiso había olvidado su idioma, pero volvería a aprenderlo rápidamente.
Su principal instructor fue Awina. Ella estaba con él casi siempre, y como le encantaba hablar, aunque fuese con un dios que medio la aterraba, le enseñó enseguida. Ella era inteligente (a veces pensaba si no sería más inteligente que él) e ideó varios medios de acelerar su aprendizaje.
Ella tenía también sentido del humor, y cuando Ulises mostró entender un chiste, ella se dio cuenta de que su alumno avanzaba con rapidez. Él se sintió, por su parte, tan satisfecho de sí mismo y de ella que casi la besó. Pero entonces se cogió a sí mismo, como si dijéramos, por la piel del pescuezo y se empujó hacia atrás. Había llegado a tomar gran cariño a aquella criatura ágil y alegre. Pero no pretendía ir tan lejos. Sin embargo, ella era el punto focal, una isla en un universo desconocido y en un cambiante mar, y era una persona con la que resultaba agradable estar. Cuando ella se iba, sentía agitarse la inquietud en su interior, como lava bajo una puerta de hierro.
Por la época en que reconoció el primer chiste, se había familiarizado con el interior de la aldea y con la zona que la rodeaba en un radio de varios kilómetros. Siempre le acompañaban un sacerdote y una docena de jóvenes guerreros. Caminaban en cualquier dirección durante varios kilómetros, pero pasada cierta distancia se detenían. Él quería seguir, pero por otra parte no se sentía en condiciones de forzar las cosas con los que eran, después de todo, sus guardianes.
Al norte y al oeste la tierra era de cerros altos y redondeados, lagos y pequeños ríos y numerosos arroyos. Era como los alrededores de Syracusa. Al este, tras unos kilómetros de cerros, había un gran bosque de árboles de hoja perenne. Al sur, se extendían unos dos kilómetros de colinas y luego comenzaba de pronto una llanura. Se perdía a lo lejos y ni siquiera desde la cima de un cerro de unos doscientos metros de altura podía ver dónde terminaba la llanura. En el horizonte había una gran masa oscura que pensaba que podría ser una cadena montañosa. Luego, en el segundo viaje, concluyó que se trataba de un banco de nubes. La tercera vez que fue llegó a la conclusión de que no sabía lo que podía ser.
Le preguntó a Awina, y ésta pareció extrañada y dijo: «¡Wurutana!» Parecía como si no entendiese por qué él le preguntaba aquello.
Wurutana, supo entonces, significaba el Gran Devorador. Significaba también algo más, pero no conocía lo bastante bien el idioma para captar ciertas sutilezas.
Según Awina, había otras aldeas Wufeas al norte y al este. Sus enemigos, que se llamaban a sí mismos wuagarondites, vivían al oeste y al norte. En aquella aldea vivían unos doscientos individuos, y había en total unos tres mil wufeas.
Los wuagarondites tenían su propio idioma, que no estaba relacionado con el wufea, pero ambos grupos utilizaban un tercer idioma, un idioma de comercio y comunicación.
Esta lengua se llamaba ayrata.
Los wufeas no tenían tampoco metal propio, ni habían oído hablar de él. El cuchillo de Singing Bear era el primer objeto de acero que veían.
Además, no conocían el arco. El no comprendía cómo era posible tal cosa. Era admisible que no conociesen los metales porque quizás no los hubiese en aquella zona. Pero incluso las gentes de la Edad de Piedra tenían arcos y flechas. Luego recordó que los aborígenes australianos tenían tal retraso tecnológico que no habían descubierto el arco. No había razón alguna por que no lo hubiesen hecho. Eran lo bastante inteligentes. Pero no habían inventado el arco. Y entonces pensó en los indios americanos, algunos de los cuales ponían ruedas a los juguetes de sus hijos y no conocían sin embargo los usos de las ruedas, no habían construido grandes carros ni carretas.
En sus viajes, especialmente hacia el este, buscó madera adecuada y encontró un árbol que le parecía un tejo. Hizo que sus guardias cortasen ramas con sus hachas de piedra, y que llevasen la madera. Luego buscó tripa para la cuerda y plumas, y tras unos cuantos ensayos consiguió fabricar unos cuantos arcos y flechas.
Los wufeas estaban asombrados, pero enseguida captaron la utilidad y aprendieron el manejo, de los nuevos instrumentos. Tras practicar un rato con los blancos que él les construyó, sacaron a un prisionero wugarondite. Lo llevaron hasta pasados los campos y luego le dijeron que siguiese.
Ulises vaciló, porque no sabía hasta dónde podía extenderse su autoridad. Sabía por entonces que él era una especie de dios. Se lo habían dicho y aunque no lo hubieran hecho lo habría sospechado por su actitud. Había tomado parte incluso en varias ceremonias en el templo, aún no reconstruido del todo. Pero no sabía exactamente qué clase de dios era y qué poderes tenía. Parecía un momento adecuado para descubrirlo. No tenía razón alguna para interceder por el prisionero, pero se sintió incapaz de no hacerlo. No podía quedarse allí mientras los jóvenes guerreros probaban su puntería con el hombre mapache.
Al principio, algunos de los wufeas parecían inclinados a discutir. Le miraron con dureza y los hubo que incluso murmuraron algo entre dientes. Pero nadie se le opuso abiertamente, y cuando el sumo sacerdote, el padre de Awina, Aizira, se lanzó hacia ellos, agitando su cetro con sus cabezas de serpientes y de grandes aves y sus guijarros repiqueteantes en una calabaza, logró asustarles. La esencia de su discurso fue que se hallaban bajo un nuevo régimen. Sus ideas de lo que debería hacer un dios no tenían por qué coincidir exactamente con las ideas del propio dios. Si no se sometían rápidamente, podrían verse convertidos en piedra por los rayos lanzados por el dios. Eso invertiría el proceso por el que había despertado el dios de piedra, convirtiéndose en carne y volviéndose a caminar entre ellos.
Fue ésta la primera vez que Singing Bear tuvo una idea de lo que le había sucedido. Preguntó más tarde a Awina sobre el asunto, disfrazando sus preguntas de modo que ella no advirtiese su ignorancia. Awina sonrió tímidamente y le miró por el rabillo de sus inmensos ojos de alargado iris. Quizás se diese cuenta de que él no sabía lo que había sucedido. Pero si era lo bastante inteligente para comprender esto, debía serlo también lo bastante para saber que no debía decirlo.
Él había sido piedra. Y le habían encontrado al fondo de un lago vaciado por un gran terremoto. Estaba unido a una silla de piedra y tenía los codos sobre un trozo de piedra. Estaba sentado en la silla de piedra e inclinado hacia adelante. Pesaba tanto que fue necesaria la ayuda de todos los varones de dos aldeas para levantarle del lodo y arrastrarle sobre rodillos hasta la mayor de las aldeas. Allí le habían asentado en el trono de granito preparado para él desde hacía varias generaciones.
Ulises preguntó a Awina sobre el trono. ¿Quién lo había preparado? No había visto nada que indicara que los wufeas tallasen piedra.
El trono lo habían encontrado entre las ruinas de una poderosa ciudad de los Ancianos, según Awina. Se mostró muy vaga respecto a la identidad de los ancianos o al emplazamiento de la ciudad. Quedaba situada hacia el sur. En aquellos tiempos, veinte generaciones atrás, los wufeas vivían varias jornadas más al sur. Había allí una llanura, y miles de piezas de caza vagando por ella. Luego se había alzado Wurutana en el mismo lugar de las villas y la ciudad de los Ancianos, y los wufeas se habían visto obligados a huir hacia el norte ante la amenaza de Wurutana. Y también habrían tenido que continuar huyendo si Wuwisono no hubiese sido alcanzado por el rayo y dejado de ser piedra para hacerse carne.
El rayo le había alcanzado al parecer durante la tormenta que se produjo cuando atacaron los Wuagarondites. Había incendiado también el templo. Los otros incendios habían sido obra de los atacantes.
Aquella noche Ulises salió de su nueva residencia del templo. Contempló el cielo y se preguntó si estaría en la Tierra. No podía ser otro sitio. Pero, si era la Tierra, ¿en qué año estaba?
Las estrellas formaban constelaciones extrañas y la luna parecía mayor, como si estuviese más cerca de la Tierra. No era además el cuerpo plateado y desnudo que conocía de 1985. Era azul y verde y la recorrían masas blancas. De hecho se parecía mucho a la Tierra vista desde un satélite. De ser la luna, había sido sin duda terriformada. Sus rocas habían sido tratadas de modo que proporcionasen aire, formasen tierra y produjesen agua. Se había especulado sobre la posibilidad de terrificar la luna, pero las posibilidades de iniciar siquiera el proceso no llegarían hasta varios siglos después.
Si había una cosa de la que estuviese seguro, aparte de la certeza de estar vivo, era de que habían pasado mucho más de unos cuantos siglos, o de unos cuantos milenios, desde 1985.
Por una parte, para que un ser humanoide evolucionase a partir de los felinos habrían de pasar millones de años. De hecho, teóricamente, tal evolución era imposible. Los felinos de su época estaban demasiado especializados para, poder convertirse en aquellas criaturas. Constituían un callejón sin salida.
Cabía, sin embargo, la posibilidad de que los wufeas no descendiesen de felinos. La apariencia de gatos siameses podía ser engañosa. Quizás descendiesen de algún otro género. Seres racionales bípedos podían evolucionar de mapaches. Ellos estaban lo bastante generalizados. Pero, ¿podían descender seres racionales bípedos de manos humanas de los gatos de su época?
Quizás los wufeas gatunos y los seres mapaches (pero también gatunos), los wuagarondites, descendiesen de un mapache o quizás un primate, un lémur por ejemplo. No parecía probable, considerando los ojos. De hecho, parecía imposible. ¿Y por qué habían conservado los rabos? Que él supiese no tenían ninguna función útil. La evolución había eliminado los rabos de los grandes monos en los homínidos. ¿Por qué no había hecho igual con aquellas criaturas?
Había, además,, otra vida animal a considerar. Había caballos, una versión más pequeña de los caballos de su época, que recorrían las llanuras hacia el sur. Otra especie, o variedad, vivía en el bosque. Proporcionaban alimento a los wufeas, que no habían pensado aún en cabalgarlos. Los caballos tenían las mismas características que los de su época. Pero había un animal de rostro delicado y cuello jirafesco que se alimentaba de las hojas de los árboles. Él habría jurado que aquel animal había evolucionado del caballo.
Había una ardilla voladora, aunque no existía la especie de su época; ésta tenía alas como un murciélago y volaba como los murciélagos. Pero era un roedor, y debía de haber evolucionado de la especie normal.
Había también un ave, de más de tres metros de altura y patas gruesas, que daba la sensación de descender del pequeño correcaminos.
Y había otros animales cuya existencia significaba varios millones de años de evolución a partir de la forma que él había conocido.
Awina había mostrado curiosidad por saber de su vida antes de convertirse en piedra. Él juzgó oportuno hablar muy poco al respecto hasta descubrir qué suponía ella que había sido su vida. Ella le explicó las escasas leyendas religiosas que había sobre Wuwiso. En esencia él era uno de los antiguos dioses, el único que había sobrevivido a una batalla aterradora entre ellos y Wurutana, El Gran Devorador. Wurutana había triunfado y los otros dioses habían sido destruidos. Todos salvo Wuwiso. Este había logrado escapar, pero para engañar a su enemigo, que le perseguía, se había convertido en piedra. Wurutana no había podido destruir al dios de piedra, pero le había enterrado bajo una montaña para que nadie pudiera encontrarle. Luego Wurutana había empezado a crecer para cubrir la Tierra.
Entre tanto, Wuwiso yacía en el corazón de la montaña, insensible, ignorante, tranquilo. Y Wurutana estaba muy contento de que así fuese. Pero ni siquiera Wurutana era superior al más grande de todos los dioses, Tiempo. Tiempo barrió la montaña y más tarde un río llevó al dios de piedra hasta el fondo de un cañón y le depositó allí en el lecho de un profundo lago, y los wufeas encontraron al dios de piedra, tal como estaba profetizado. Y los wufeas llevaban varias generaciones esperando, esperando el rayo profetizado que había de volverle a la vida. Y, por fin, en la hora de mayor peligro, tal como estaba previsto, la tormenta había cubierto la tierra y el rayo liberado a Wuwiso de las ataduras de la piedra.
Ulises no dudaba que había ciertos elementos de verdad en aquel mito.
En 1985 (¿cuántas eras atrás?) él trabajaba como biofísico en el Proyecto Niobe. Estaba a punto de conseguir su doctorado en la cercana Universidad de Syracusa. El objetivo del proyecto era el desarrollo de un «congelador de materia», como decían los que trabajaban en él. El instrumento podía paralizar todo el movimiento atómico de un fragmento de materia por tiempo indeterminado. Las moléculas, los átomos y las partes que formaban los átomos (protones, neutrones, etc.) dejaban de moverse. Una bacteria sometida al complejo energético que irradiaba el congelador se convertía en una estatua microscópica. Quedaba como si fuese de piedra, pero de una piedra indestructible. Nada, ni ácidos ni explosivos, ni radiaciones atómicas ni grandes temperaturas, podía destruirla.
El instrumento tenía grandes posibilidades como agente preservador y como «rayo de muerte», o como «rayo de vida», si se prefería tal término. Pero hasta el momento resultaba inviable por su corto alcance y porque exigía cantidades enormes de energía. Además, no existía siquiera idea de cómo podía «despetrificarse» la materia «petrificada»
Habían sido petrificados una bacteria, un huevo de erizo marino, una lombriz de tierra y una rata. La mañana que Ulises cayó en su largo sueño, trabajaba en un experimento en el que iba a ser petrificada una cobaya. Si el experimento tenía éxito el paso siguiente sería petrificar un poney.
Todo había ido como antes… hasta cierto punto. Ulises estaba sentado en su mesa, pero se disponía ya casi a levantarse y cruzar hasta el panel de control que supervisaba. La máquina estaba ya encendida y se calentaba. Frente a su mesa pudo ver el panel con los indicadores de toma de energía y otros marcadores y controles.
De pronto la aguja del gran medidor de energía había avanzado hacia el rojo. Los operadores habían gritado y uno se había levantado de un salto. Ulises había alzado la cabeza en el momento en que giraba la aguja. Y era lo único que recordaba. Nada había entre entonces y el momento en que abrió los ojos en el templo en llamas.