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Ghlij soltó un bufido y luego repitió en airata más inteligible lo que el oficial, Gushguzh, había dicho.
El resumen era que Ulises debía rendirse con su tripulación a Gushguzh. Él le conduciría a la ciudad, al edificio principal de la administración, la casa del soberano y de su primer ayudante, Shegnif. Allí le entrevistaría. Si Ulises no aceptaba rendirse inmediatamente, Gushguzh ordenaría que les atacasen.
– ¿Es ésta la capital? -dijo Ulises, señalando la ciudad de la colina. Era la población mayor que había visto hasta entonces, pero aun así no podía albergar a más de treinta mil seres, incluidos los humanos.
– No -dijo Ghlij-. Bruuzhgish está a varios kilómetros al este. Allí es donde viven la Mano de Nesh y su ayudante Shegnif.
Ghlij utilizó una palabra para indicar la posición de Shegnif que podría traducirse como Gran Visir.
Gushguzh habló de nuevo, y Ghlij dijo que debían abandonar la nave y subir la colina hasta la guarnición. Les proporcionarían transporte a todos para trasladarse a la capital. Al parecer, no le preocupaban las armas que los recién llegados llevaban.
Ulises salió el primero para colocarse al lado del descomunal Gushguzh. El gigante desprendía un olor más parecido al de un caballo sudoroso que al de un elefante. A Ulises le resultó agradable. El atronar de los estómagos de los neshgais, sin embargo, era un fenómeno que habría de rodear constantemente a Ulises en aquella tierra. Además, el neshgai comenzó a mascar un gran palo hecho de verduras prensadas y daba órdenes a sus soldados sin dejar de mascar. Los neshgais dedicaban mucho tiempo a comer porque así lo exigían sus grandes estómagos. Pero no tanto como los elefantes.
Organizada al fin, la cabalgata desfiló calle arriba directamente hacia la colina. Los soldados neshgais, esclavos humanos y oficiales no humanos, siguieron a los recién llegados. Wulka llevaba a Jyuks a la espalda. Ulises llevaba a Ghlij, seguido del enorme Gushguzh. Caminaba muy digna y lentamente ladera arriba. Cuando llegaron a la cima, jadeaba, y le caía saliva de la boca. Ulises recordó el comentario de Ghlij de que los neshgais eran propensos a las enfermedades cardíacas, pulmonares y de espalda, y a dolencias en pies y piernas. Pagaban cara la combinación d«gran tamaño y estructura bípeda.
La calle estaba pavimentada con ladrillos unidos con mortero y tenía una anchura de unos quince metros. Las casas eran cuadradas, tenían tres cúpulas y estaban cubiertas de diversas figuras y dibujos geométricos y pintadas de modo parecido a lo que se llamaba «psicodélico» en tiempos de Ulises. No había ciudadanos ni esclavos en la calle porque los soldados los habían desalojado. Pero se asomaron a puertas y ventanas a su paso muchas caras grises o tostadas. Según Ghlij, los neshgais jamás habían visto felinos peludos como aquéllos.
Gushguzh les dejó a la entrada del fuerte de la guarnición, que era un edificio con forma de castillo hecho de ciclópeos bloques de granito, Pasó una hora; luego otra. Era como estar en el ejército, pensó Ulises. Correr y esperar. Diez millones de años habían creado un nuevo tipo de ser inteligente, pero el procedimiento militar no había variado en absoluto.
Awina estuvo un rato cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro, hasta que por fin se acercó a Ulises y se apoyó en él.
– Temo, mi Señor -dijo-, que nos hemos puesto en manos de los narigudos, y que harán con nosotros lo que quieran. Somos demasiado pocos para defendernos.
Ulises le dio una palmada en la espalda, gozando, pese a su ansiedad, la suave sensualidad de aquella piel.
– No te preocupes -dijo-. Los neshgais parecen ser individuos inteligentes. Se darán cuenta de que tengo mucho que ofrecerles y que no deben tratamos como si fuésemos una manada de perros salvajes.
Esa había sido su principal razón para penetrar tan audazmente en territorio neshgai. Pero luego la galera le había dejado asombrado. ¿Y si aquella gente estuviese tan adelantada que nada de lo que pudiese ofrecerles fuese comparable a lo que ya tenían? Ciertamente no había visto signo alguno de transporte terrestre con motores, y eso resultaba extraño. Quizás los motores que la galera utilizaba exigiesen demasiado espacio y combustible para poder aplicarse a los automóviles. En cuyo caso, podría enseñarles a construir coches de vapor.
Entonces se abrieron las puertas del fuerte y salió una hilera de automóviles y camiones. Se parecían un poco a los primeros coches de su época, parecían carros y carruajes modificados. Eran todos de madera, salvo ruedas y neumáticos. Las ruedas parecían de vidrio u otro plástico que parecía vidrio. (El vidrio, por supuesto, era un plástico) Los neumáticos parecían de goma blanca, y (según se enteró más tarde) los hacían de la savia, especialmente tratada, de un árbol que no había existido en su época.
Los vehículos tenían que ser inmensos para albergar a los gigantescos neshgais. Los volantes eran enormes, parecían más timones de navíos. Debía necesitarse gran fuerza y grandes manos para girarlos, y quizás ésa fuese la razón de que sólo los neshgais condujesen, incluso en los camiones. Sin embargo, Ghlij dijo que nunca confiaban en los humanos para conducir vehículos o para utilizar instrumentos tecnológicos avanzados, salvo los transmisores de voces.
Ningún sonido brotaba del capó. Ulises puso su mano sobre la madera pero no percibió ninguna vibración. Preguntó a Ghlij qué impulsaba los vehículos, y Ghlij se encogió de hombros.
– No lo sé -dijo-. Los neshgais me dieron cierta libertad como vendedor de artículos e información. Pero no me describieron sus aparatos ni me dejaron siquiera aproximarme a uno sin supervisión.
Aquello debía haberle resultado muy frustrante a Ghlij, pensó Ulises, pues su objetivo primario allí sería sin duda descubrir el secreto de la tecnología neshgai.
Había en su cultura muchas contradicciones. Había tantas cosas primitivas allí, junto a instrumentos avanzados. Los neshgais tenían arcos y flechas, lanzas de punta de plástico, pero no tenían pólvora. O quizás supiesen de la pólvora pero no tenían armas de fuego porque carecían de metal o de un plástico que pudiese sustituir al metal.
Gushguzh apareció sentado en el asiento trasero del primer vehículo. Dejó de comer un inmenso plato de verdura y de beber de una jarra de leche el tiempo suficiente para pedir comida para los humanos y los recién llegados. La mayoría de la comida era verdura, pero había también algo de carne de caballo. Los caballos se utilizaban también, como descubriría, para arrastrar carros y carruajes para los esclavos humanos y los neshgais rurales.
Después de comer, la mayor parte del grupo de Ulises pasó a los camiones, y los soldados humanos se unieron a ellos. Ulises, sus jefes, Awina y los dos hombres murciélago entraron en el coche que iba detrás del de Gushguzh.
El coche avanzó por una carretera de ladrillo cubierta con plástico en el que había incrustados trozos de ladrillos para mejorar la tracción. Ulises observó al conductor, que controlaba su velocidad y el freno con un solo pedal bajo el pie derecho. El panel de instrumentos contenía una serie de marcadores y válvulas con varios símbolos. Ulises los estudió porque eran las primeras indicaciones de escritura que veía. Había algunos símbolos familiares, un 4 invertido, una H a su lado, una O, una T, una Z barrada, pero se trataba de símbolos cuya simplicidad hacía probable que hubiesen sido inventados independientemente.
Los vehículos tenían parabrisas, pero los laterales iban abiertos. El viento no era problema, pues los coches nunca sobrepasaban los cuarenta y cinco kilómetros por hora. Y descendían a veinte en las subidas. No brotaba ni un simple ronroneo de los motores.
Después de más o menos hora y media, la comitiva desembocó en la plaza de un gran fuerte, y el grupo pasó de aquellos vehículos a otros. Ulises no entendía por qué debían cambiar de coche como si fuesen viajeros del Pony Express. Luego pensó que su comparación con el Pony Express podría resultar más apropiada de lo que suponía. Quizás los motores no fuesen mecánicos ni eléctricos sino biológicos. ¿Podían estar utilizando los neshgais algún tipo de motor muscular?
Vio a un esclavo vertiendo combustible en el tanque a través de un tubo, a un lado del capó, y esto fortaleció su teoría. El combustible no era desde luego gasolina ni nada parecido. Era espeso como jarabe y tenía un olor vegetal. ¿Alimento para el motor vivo?
La comitiva partió de nuevo, dirigiéndose hacia el campo como antes. Era un terreno ondulado y de grandes bosques con sólo los claros de algunos cultivos y caseríos. Había algunas plantas extrañas en las tierras de cultivo y una vez, que se pararon a descansar, se acercó al campo más próximo. Nadie intentó detenerle, aunque había tres arqueros cerca de él. Las plantas tenían poco más de dos metros de altura y eran verdes y de finos tallos, con frutos en forma de caja de un verde oscuro. Cogió uno para examinarlo. El tallo se inclinó dócilmente sin el menor indicio de que fuese a romperse. Abrió la carnosa caja hundiendo los dedos en una ranura de su parte superior. Bajo las capas de suaves hojas verdosas había una placa delgada y cartilaginosa cuya superficie cruzaban líneas oscuras anchas y estrechas. Donde se unían las líneas había pequeños globos verdes y pulposos. Intentó imaginarse lo que parecería la placa cuando madurase.
A menos que estuviese dando demasiada cuerda a su imaginación, contemplaba un cuadro de circuito impreso aún no maduro.
Gushguzh dijo algo, y todos volvieron a los vehículos. Ulises pasó a observar los campos con más interés y, al cabo de kilómetro y medio vio otro cultivo que creyó poder identificar. O al menos, podía suponer razonablemente su naturaleza. Eran unas plantas bajas, achaparradas, y crecían en ellas cajas redondas envueltas en hojas. Las cajas eran de algo más de un metro de longitud, un metro de anchura y algo menos de profundidad. Su teoría era que aquellos eran los motores de los vehículos. Eran de origen vegetal, no animal, aunque podían ser plantas con muchas proteínas.
Consideró las implicaciones de su descubrimiento mientras cruzaban más campos con una variedad de cultivos cuya naturaleza no podía siquiera imaginar. Pasaron también por una serie de pueblos formados por las casas mayores, esculpidas y pintadas, de los neshgais y las más pequeñas, sin esculturas y a menudo sin pintar, de los humanos. Al cabo de un rato, dejó de teorizar sobre la tecnología vegetal de los neshgais y consideró las implicaciones de la estructura de los pueblos y de los caseríos. Los humanos parecían sobrepasar a los neshgais en una relación de seis a uno o de unos tres adultos humanos por cada adulto neshgai. Aunque eran inmensos y parecían muy fuertes, un neshgai no podía compararse con tres humanos actuando de acuerdo y mucho más rápidos, aunque algunos de los humanos fuesen hembras.
¿Qué impedía a los humanos rebelarse? ¿Tenían mentalidad de esclavos? ¿Había alguna arma que hacía invencibles a los nesgáis? ¿Vivían en realidad los humanos en una simbiosis con los neshgais que era lo bastante provechosa para ellos como para que no les preocupase la esclavitud?
Pensó en los soldados humanos que se sentaban frente a él. Eran medio calvos. Los hombres y las mujeres que había visto en los pueblos eran semicalvos, aunque los niños tenían pelo en toda la cabeza. Era un pelo muy rizado. Su piel era de un hermoso color aceituna. Los ojos castaños o, a veces, castaño verdosos. Las caras solían ser estrechas con tendencia a las narices aguileñas, las barbillas afiladas y los pómulos altos.
El único rasgo no humano era que carecían de dedo meñique en los pies. Pero esto podía achacarse a la evolución. Después de todo, algunos teorizadores, tanto científicos como profanos, habían dicho que el hombre podía perder esos dedos. Y sus muelas del juicio.
Se inclinó hacia adelante y habló en airata al soldado de enfrente. Pareció desconcertarse y alarmarse un poco, al principio. Ulises repitió su petición más lentamente. Esta vez el soldado comprendió la mayoría del mensaje. Su airata no era como el de Ghlij o el de Ulises, puesto que el airata era su idioma nativo y se había desviado un tanto del original. Pero Ghlij conocía las palabras extrañas y las traducía.
El soldado parecía receloso al principio, pero Ulises le aseguró que no le haría ningún daño. El soldado se volvió y preguntó al gigante que tenía detrás si debía obedecer. La gran cabeza elefantina se volvió, miró a Ulises y luego habló. El soldado abrió su boca y Ulises miró dentro y recorrió los dientes con el dedo. No había muela del juicio.
Ulises le dio las gracias. El neshgai sacó un cuaderno y escribió algo en él con una pluma estilográfica del tamaño de una linterna grande.
El viaje duró hasta bien entrada la noche. Cambiaron cinco veces de vehículo. Al final, descendieron entre grandes cerros a una llanura sobre un acantilado que daba al mar. La ciudad estaba aún bien iluminada con antorchas y bombillas de luz eléctrica. O lo que parecían bombillas, aunque Ulises pensó que bien podían ser organismos vivos. Estaban unidas a cajas marrones de baterías vegetales vivientes con células de combustible.
La propia ciudad estaba amurallada y parecía más que nada una ilustración de Bagdad de un ejemplar de Las Mil y Una Noches. La comitiva cruzó las puertas que se cerraron tras ella y recorrió las calles hacia el centro de la dudad. Se bajaron allí de sus vehículos y penetraron en un inmenso edificio subiendo a una enorme sala cuyas puertas se cerraron también tras ellos. Sin embargo, allí les esperaba comida, y después de comer literas donde dormir.
Awina subió a la litera que quedaba encima de la de Ulises, pero éste, al despertar a media noche, la descubrió a su lado. Temblaba y gemía suavemente. Ulises se quedó asombrado, pero logró controlarse y preguntarle, en voz baja, qué hacía allí.
– Tuve un sueño terrible -dijo-. Era tan aterrador que me desperté. Y me da miedo volver a dormirme. Y hasta estar sola en la cama. Así que bajé aquí para que vos me dieseis fuerza y valor. ¿Hice mal, mi Señor?
La acarició entre las orejas y luego le tiró cariñosamente de ellas.
– No -dijo él. Había llegado a acostumbrarse a que los felinos le tocasen para poder extraer de él parte de sus cualidades divinas. Era una superstición inofensiva y les beneficiaba psicológicamente.
Miró a su alrededor. Las bombillas, colocadas en cajas en la pared, no eran tan brillantes como al entrar en la sala. Daban luz suficiente para que pudiese ver con claridad a los que estaban cerca, sin embargo. Todos dormían. Nadie parecía darse cuenta de que Awina estuviese en su cama. Ni nadie hubiese puesto objeciones. Sabía por entonces que podía hacer con ellos lo que desease y que no protestarían. Él era su dios, aunque fuese, después de todo, un dios menor.
– ¿Cómo era el sueño? -dijo, sin dejar de darle palmadas. Acarició su mandíbula y luego su cara. Ella se estremeció y luego dijo:
– Soñaba que estaba durmiendo en este mismo lugar. Y entonces dos de los pieles grises vinieron y me sacaron de la cama y me llevaron fuera de aquí. Y recorrieron muchas salas y bajaron por muchas escaleras oscuras hasta una cámara profunda debajo de esta ciudad. Allí me encadenaron a la pared y empezaron a hacerme mucho daño. Clavaban sus colmillos en mí e intentaban arrancarme las piernas y por último me desencadenaron y me tiraron al suelo y empezaron a aplastarme con sus grandes pies.
»En aquel momento se abrió la puerta de la sala y os vi a vos en la habitación contigua. Estabais allí rodeando con el brazo a una mujer humana. Ella os besaba y vos me veíais y os reíais de mí cuando os suplicaba que roe ayudarais. Y luego la puerta se cerró de golpe y los neshgais comenzaron a patearme otra vez, y luego uno dijo: «¡El Señor toma esta noche una compañera humanal»
»Y yo dije: «Dejadme morir» Pero en realidad no quería morir. No quería morir lejos de vos, mi Señor.
Ulises pensó en aquel sueño. Ya había tenido muchos sueños relacionados con ella, los suficientes para saber lo que su inconsciente intentaba decirle, aunque también tenía conciencia de cuáles eran sus sentimientos. Sin embargo resultaba difícil interpretar aquel sueño. Si utilizaba la máxima freudiana de que los sueños representaban deseos, entonces ella deseaba que él tuviese una hembra humana como compañera. Y deseaba también castigarse a sí misma. Pero, ¿castigarse a sí misma por qué? Ella no sería culpable por ningún deseo de él. La cultura wufea tenía muchas cosas por las que su pueblo podía sentirse culpable, como todas las culturas, humanas o no humanas, pero esta no era una de ellas.