122486.fb2 El Dios De Piedra Despierta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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– ¿De veras? Bueno, venenos aparte, ¿cómo se podría localizar a los hombres murciélago? O atacarlos… Tienen todas las ventajas.

Ulises le explicó cómo creía que se podía hacer. Habló durante más de una hora. Shegnif dijo por último que ya había oído bastante. Habría rechazado sus ideas inmediatamente si se las hubiese expuesto cualquier otro. Pero Ulises había dicho que los instrumentos que construiría habían sido en otros tiempos comunes, y no veía ninguna razón para dudarlo. Tendría que meditar aquella propuesta.

Un poco atontado por el vino bebido, Ulises dejó al Gran Visir. Se sentía optimista, pero sabía también que Shegnif hablaría de nuevo con los hombres murciélago, y Dios sabía lo que podrían influir en él.

El oficial que le conducía le llevó a una suite de varias habitaciones en vez de a la gran sala donde había dormido. Ulises le preguntó por qué le separaban de los suyos.

– No lo sé -dijo el oficial-. Tengo orden de traerle a usted aquí.

– Yo preferiría estar con mi gente.

– No lo dudo -dijo el oficial, mirándole con la trompa rígida, extendida en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto al plano de su cara-. Pero mis órdenes dicen lo contrario. Transmitiré, sin embargo, su petición a mis superiores.

La suite había sido construida para neshgais, no para humanos. El mobiliario era enorme y, para él, inadecuado. Sin embargo, no estaría solo. Tenía como sirvientas a dos mujeres humanas.

– No necesito estas esclavas -dijo Ulises-. Puedo arreglármelas solo.

– Desde luego -dijo el oficial-. Transmitiré vuestra petición de que os dejen solo.

Y ése será el final, pensó Ulises. Se proporcionan esclavos no sólo para mi comodidad. Son también espías.

El neshgai se paró en la puerta, con las manos en el pomo, y dijo:

– Si necesita cualquier cosa que las mujeres no puedan proporcionarle, hable por esa caja de la mesa. Los guardianes de fuera le contestarán.

Abrió la puerta, saludó llevándose el índice de la mano derecha al extremo de su probóscide alzada, y cerró la puerta. El cerrojo chasqueó sonoramente al cerrarse.

Ulises pregunto a las dos mujeres sus nombres. Una se llamaba Lusha; la otra, Thebi. Las dos eran jóvenes y atractivas, si pasaba por alto la calvicie parcial y las barbillas demasiado prominentes. Lusha era delgada y de pechos pequeños, pero graciosa y atractiva. Thebi tenía grandes pechos, y bordeaba la gordura. Tenía los ojos de un verde brillante y sonreía mucho. Le recordaba muchísimo a su mujer. Existía la posibilidad, se dijo, de que descendiese incluso de su mujer, y por supuesto de él, pues habían tenido tres hijos. Pero la similitud con Clara podía ser sólo coincidencia, porque ella no llevaría ya genes de ancestros tan remotos.

Lusha y Thebi tenían un pelo oscuro, tupido y muy rizado, y comenzaba a nacerles en la mitad de su cabeza. Les caía hasta la cintura y estaba adornado por pequeñas imágenes de madera, anillos y varias cintas de brillantes colores. Llevaban pendientes, y los labios pintados de rojo y los ojos circundados de un aceite azulado. Llevaban también collares de cuentas y piedras coloreadas al cuello, y símbolos pintados en el vientre. Estos, le explicaron, eran la marca de su propietario, Shegnif.

Sus taparrabos eran de color escarlata con pentágonos verdes. Una franja negra y fina descendía por ambos lados de sus piernas y terminaba en círculos alrededor de los tobillos. Llevaban las sandalias pintadas en oro.

Le condujeron al baño, donde los tres hubieron de subir por una escalera portátil de madera proporcionada por el mayordomo. El se sentó en el lavabo que los neshgais utilizaban para lavarse las manos y las dos mujeres se colocaron al borde y le bañaron.

Más tarde, Thebi pidió comida y aquel licor oscuro (amusa en la lengua airata). El se subió a la cama con la escalera portátil y durmió en la parte de arriba, mientras ellas se enroscaban juntas en el suelo sobre una manta.

Por la mañana, después del desayuno, Ulises abrió la caja de la mesa y la inspeccionó. Contenía placas vegetales duras que parecían tarjetas de circuito impresas, pero el resto del equipo era sólido, aunque no metálico. Parecía estar vivo, y se alimentaba de una caja de vegetales con tres conexiones. Aquello podía ser una célula de combustible vegetal. No había control alguno. Al parecer el propio organismo poseía algún mecanismo biológico que operaba automáticamente como receptor o transmisor, probablemente en respuesta a órdenes dictadas.

Interrogó de nuevo a las dos mujeres después de examinar el aparato. Sin lugar a dudas eran espías, pero también podía obtener información de ellas. Le contestaron con bastante solicitud. Sí, eran esclavas y descendientes de una larga progenie de esclavos. Sí, sabían de la derrota y captura de los vroomaws Es decir, de algunos de los vroomaws. Parte de ellos se habían rendido sin luchar por las atractivas ofertas que les habían hecho los neshgais. Los otros se habían visto obligados a rendirse invadidos por fuerzas neshgais que les superaban abrumadoramente en número. Los vroomaws habían sido conducidos a las fronteras neshgais, donde quedaron asentados como tropas de guarnición con sus familias. Ellos protegerían a los neshgais de las invasiones del Árbol. Eran hombres libres, pero no podían salir de ciertas zonas. Tenían poco contacto con los esclavos. Thebi no lo dijo concretamente, pero dejó traslucir la idea de que existía más comunicación entre los esclavos y las tropas de la frontera de lo que los neshgais sabían.

Thebi no fue tan franca respecto al estado mental de los esclavos. Al menos, Ulises pensó que no estaba siendo, ni mucho menos, honrada. Tal vez tuviera miedo de que él informase a los amos o, quizás, de que la estancia tuviese micrófonos ocultos. Había buscado minuciosamente sin encontrar ninguno, pero su escasa familiaridad con los instrumentos vivos podía llevarle a ver uno y no identificarlo como tal.

Además, Thebi quizás no conociese exactamente la actitud general de los esclavos. Podía encontrarse muy aislada y no saber lo que pensaban fuera de palacio. Sin embargo, esto no parecía probable, pues daba la sensación de saber mucho de lo que estaba pasando en la frontera, aunque bien pudiera haberse enterado escuchando a los neshgais.

Tendría que descubrir por sí mismo hasta qué punto eran felices los esclavos. No es que tuviese planes de inducirlos a una revuelta o de incorporarse a cualquier movimiento clandestino que pudiese existir. No creía en la esclavitud, pero tampoco iba a alterar un statu quo sin una buena razón. Su objetivo primario, ahora que había encontrado seres humanos, era combatir al Árbol. Existía el problema de hallar una compañera adecuada y permanente, que pudiera proporcionarle hijos y una compañía agradable. La constitución genética de los humanos era algo distinta a la suya, pero esperaba que no lo fuese hasta el punto de que se tratase de especies distintas. Aunque pudiese tener hijos con una de ellas, no sabía si serían fecundos o no hasta que crecieran.

A media mañana, le llamaron a la oficina de Shegnif. El Gran Visir no perdió tiempo en saludos.

– Los dos hombres murciélago han escapado. Han huido volando como pájaros.

– Debieron pensar que aceptaríais mi historia -dijo Ulises-. Sabían que se descubriría la verdad.

En realidad no creía esto, pero esperaba impresionar a Shegnif con ello.

– El oficial que estaba a su cargo abrió la puerta para entrar en su habitación y ellos salieron volando antes de que pudiese atraparlos. Son mucho más rápidos que nosotros. Volaron por el vestíbulo, que era lo bastante ancho para sus alas. Tuvieron suene de que estuviese vacío y consiguieron salir por una ventana que, por desgracia, no tenía reja. Pero ahora yo debo explicar al Shauzgruz las implicaciones de esta fuga.

Shauzgruz significaba soberano, rey, sultán o jefe. Literalmente significaba La Nariz Más Larga. El shauzgruz actual era Zhigbruwzh IV, y le faltaban dos años para alcanzar la edad adulta. Shegnif era, en realidad, el que gobernaba, aunque podía ser sustituido en cualquier momento si Zhigbruwzh quería librarse de él. Sin embargo, el joven tenía mucho cariño a Shegnif. Tenía, además, otra razón para no destituir al Gran Visir. Según Thebi, había habido revoluciones palaciegas en las que los visires habían desplazado a la familia reinante introduciendo su propia dinastía. No se habían dado muchos casos, pues los neshgais parecían ser más estables y menos agresivos que los humanos. Pero había sucedido las veces suficientes como para que cualquier soberano se lo pensara dos veces antes de destituir a su visir. Especialmente teniendo en cuenta que el sobrino de Shegnif era general del ejército y poseía además muchas fincas, esclavos y navíos mercantes.

– Las implicaciones de esta fuga -dijo Ulises- son que los hombres murciélago saben lo que yo quiero hacer. Y darán por supuesto que aceptaréis mis ideas. Lo cual significa que atacarán antes de que podamos llevar a cabo nuestros planes. Atacarán iniciéis o no los preparativos para realizar lo que propongo, pues tendrán que suponer que lo haréis. Y el único medio de enfrentar este ataque inevitable es aceptar mis ideas.

– No estés tan seguro -dijo el neshgai-. Quizás pienses que me tienes cogido, pero podría decidir lo contrario. Somos un pueblo viejo y el único que posee una tecnología y una ciencia avanzadas. No tenemos por qué confiar en un nariz pequeña para derrotar a nuestros enemigos.

Ulises no le interrumpió. Shegnif estaba alterado, y asustado también, posiblemente, por la huida de los hombres murciélago y sus consecuencias. Y sabía muy bien que necesitaba lo que Ulises podía darle, pero tenía que hablar de aquel modo para animarse y para aliviar la herida que aquello significaba para la imagen del neshgai como ser todopoderoso. Podía hablar y ufanarse cuanto desease, y luego él y Ulises discutirían lo que iban a hacer. Esto fue lo que pasó al cabo de quince minutos, cuando a Shegnif se le agotaron por fin el aliento y las palabras.

Hubo un largo silencio. Luego Shegnif sonrió, alzando la trompa para que Ulises pudiese contemplar plenamente su sonrisa, y dijo:

– Sin embargo, en nada nos perjudicará hablar de lo que puedes aportar tú. Después de todo, hay que ser realista. Y tú procedes de un pueblo mucho más antiguo que los neshgais, aunque no me gustaría que se lo dijeses a nuestros esclavos, ni a los demás neshgais, por otra parte.

Era evidente que Shegnif se mostraba reacio a hacer pólvora porque no quería que los humanos, esclavos o libres, supiesen de ella.

Lo cual significaba que los esclavos no eran felices y que quizás se hubiesen rebelado en el pasado. Por otra parte, podía ser que estuviesen bastante satisfechos, pero que Shegnif supiese lo bastante sobre la naturaleza humana como para suponer que intentarían ocupar la mejor posición si disponían de medios.

No importaba el que pudiesen tener poca base para quejas razonables.

Ulises expuso sus ideas sobre el control de la pólvora. Shegnif sugirió la posibilidad de fábricas secretas, en las que sólo manufacturarían la pólvora los neshgais. Ulises aceptó esto porque era vitalmente necesario conseguir pólvora lo más pronto posible. Además, el supuesto secreto no podría mantenerse. Los neshgais que hiciesen la pólvora dirían algo, y los sensibles oídos de los esclavos lo captarían. O de no ser así Ulises podría propagar la noticia fácilmente. Todo lo que tenían que saber los humanos era que se mezclaban carbón, azufre y nitrato de potasio y sodio en determinadas proporciones. Y una vez descubierto el «secreto», nunca se olvidaría. ¿Nunca? No era la palabra adecuada. Un hombre que había sobrevivido diez millones de años no debía ser tan imprudente con aquella palabra. Transcurriría largo tiempo, relativamente hablando, antes de que los humanos lo olvidasen.

Ulises explicó luego cómo se podían fabricar pequeños dirigibles. Esto exigía mucha más tecnología y muchos más materiales que la pólvora. Shegnif frunció el ceño y dijo que levantaría algunas restricciones. Pero para propia seguridad de Ulises, y por razones de estado, no le permitirían ir a todos los lugares que quisiese.

Se hizo evidente que Shegnif no había entendido ni deseaba entender la idea básica de Ulises. Shegnif quería utilizar primero la flota aérea contra los vignums. De hecho, le gustaría utilizar la flota sólo en la zona periférica del Árbol. Así, la flota no estaría sujeta al ataque de hombres murciélago en gran número, y podría controlar la situación de los enemigos de la frontera.

Ulises se irritó ante tanta miopía y timidez. Sin embargo, los neshgais no eran el único pueblo que sufría falta de visión, se recordó. Lo que debía hacer ahora era tener dispuestas sus armas, su aviación y sus soldados, y preocuparse luego por su uso final.

Antes de que la conferencia concluyese, chocaron con otro obstáculo. A Shegnif no le gustó la idea de que la mayoría de los miembros de la fuerza aérea fuesen humanos. Quería muchos más neshgais a bordo de los dirigibles.

– Se trata de una cuestión de peso -dijo Ulises-. Por cada neshgai que vaya en un dirigible, menos combustible y menos bombas podrán ir. Habrá que reducir la capacidad de desplazamiento y la potencia de fuego.

– Eso dará igual si los dirigibles operan cerca de los límites del Árbol. Estarán cerca de las bases, y podrán realizar más vuelos para compensar. Eso no es problema.

Cuando Ulises vio a Awina al día siguiente, se sintió culpable… y también feliz. No había ninguna razón por la que tuviese que sentirse culpable. Después de todo, Lusha y Thebi eran humanas, no eran criaturas peludas, con ojos de gato, dentadura de carnívoro, rabo y piernas encogidas. Él era libre de hacer lo que más le agradase, y estaba tomándole mucho cariño a Thebi.

Sin embargo, Awina le hizo enrojecer de culpabilidad. Un instante después, mientras hablaba con ella, sintió una alegría que hizo que le latiera más deprisa el corazón y que le doliese el pecho.

No era lo que los humanos de su época llamaban enamorarse. No había amor con un propósito de contacto físico con ella, por supuesto. Pero había llegado a acostumbrarse a ella, a estar tan a gusto en su compañía, a apreciar tanto su forma de hablar y de servirla, que la amaba. La amaba como a una hermana, podía decir con sinceridad. Bueno, no exactamente como una hermana. Había algo más. En realidad, su sentimiento por ella era aún indefinible. O, quizás, se dijo a sí mismo en un ramalazo de franqueza, fuera mejor dejar aquel sentimiento sin definir.

Definiciones aparte, ella le hacía más feliz que ninguna otra persona de las que había conocido desde su despertar. E incluso desde antes de despertar.

Respecto a los sentimientos de ella no había duda. Abría mucho los ojos cuando veía a las dos mujeres, y sus labios negros se alzaban mostrando los agudos dientes. El rabo se le ponía rígido. Disminuía el paso, y luego le miraba a él. Le sonreía, pero no podía mantener la sonrisa. Y cuando llegaba muy cerca de él podía ver la expresión que había por debajo de aquella máscara negra de piel de terciopelo. Estaba irritada.