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Esto no le ayudó en absoluto.
Awina no intentaba ocultar sus intenciones, aunque controlaba la tendencia a la violencia que debía haber estado sintiendo.
– Es bueno estar de nuevo a vuestro lado, mi Señor. Tendrás a tu sierva, una persona libre y una adoradora, a tu lado.
Hablaba en airata, sin duda para asegurarse de que las dos mujeres comprendían.
– Es bueno tenerte otra vez conmigo -contestó él con gravedad.
Pestañeó al pensar qué diría ella cuando le explicase que debía dormir ahora en una habitación separada de la de él. Parecía un dios miserable. Un dios debía ser arrogante, estar por encima de los sentimientos de los simples mortales.
Sabiendo que estaba siendo cobarde, y odiándose a sí mismo por ello, renunció a hablar con ella. Para aplacar los reproches, razonó que tenía cuestiones más importantes que atender en aquel momento. Pero comprendió que lo único que hacía era mentirse a sí mismo.
Ella fue con él a la conferencia y las dos mujeres quedaron atrás. Ella era inteligente y podría explicar más tarde a su gente lo que pasaba. Se mostrarían durante algún tiempo inquietos y resentidos porque no había sitio para ellos en sus planes. Carecían del conocimiento y la habilidad necesarios para la próxima fase de la guerra contra el Árbol y sus servidores. Pero les diría esto y también les explicaría que podía llegar un momento en que fuesen muy necesarios. Una vez lanzado el ataque contra los hombres murciélago, los tres grupos de felinos serían mucho más valiosos en el Árbol que los paquidermos o los humanos. Eran más ágiles y estaban más familiarizados con el Árbol.
Los días y las noches eran ajetreados y productivos, aunque no tanto como él deseaba. Los neshgais parecían muy elefantinos, muy por encima de características humanas como la envidia, la competencia por prestigio, dinero y posición, el zancadilleo y la simple estupidez. Desgraciadamente no estaban por encima de tales cosas. Si bien es verdad que no parecían tan activos en estos asuntos como sus colegas humanos, se debía a que eran más lentos. Y así, los acontecimientos discurrían al paso de una tortuga enferma. O de un elefante anémico. Ulises pasaba la mitad de su tiempo resolviendo problemas administrativos, aplacando egos heridos, escuchando peticiones de ascensos o planes disparatados para utilizar los dirigibles, intentando descubrir lo que había sucedido con los materiales o con los trabajadores que había pedido.
Se quejó a Shegnif, que se limitó a encogerse de hombros y a agitar su trompa.
– Es el sistema -dijo-. Poco puedo hacer yo. Puedo amenazar con cortar unas cuantas trompas e incluso una cabeza. Pero si se descubriesen los culpables, y luego se les llevase a juicio, se perdería aún más tiempo. Tendrías que pasar mucho tiempo declarando ante el tribunal y no podrías atender bien tus proyectos. Nuestros tribunales son muy lentos. Como dice el proverbio: «Una vez cortada una cabeza, no puede volver a colocarse» Nosotros los neshgais no olvidamos que Nesh es, ante todo, el dios de la justicia. Nunca seremos demasiado cuidadosos evitando injusticias.
Ulises intentó ser sutil, y dijo:
– Los exploradores de la frontera informan que están reuniéndose en las ramas próximas al borde del Árbol gran número de vignums y de glassimes. Pronto nos atacarán. ¿Estáis dispuesto a pensar si sería una injusticia atacarles antes de que lo hagan ellos? ¿O vais a dejar que elijan el momento y el lugar?
– ¿Quieres decir -dijo Shegnif sonriendo- que si no emprendemos una acción rápida con las nuevas armas y los dirigibles, podremos sufrir una derrota? Bueno, quizás tengas razón, pero nada puedo hacer para acelerar tus proyectos. Ni tampoco para reducir su costo. Y no discutas conmigo.
No podía apelar a ningún otro. Cualquier apelación al soberano, Zhigbruwzh IV, pasaría por Shegnif, y aun en el caso de que el Visir diese el visto bueno, era poco probable que el soberano ignorase su consejo. Especialmente tratándose de la petición de un extranjero.
Ulises no estaba seguro de que Shegnif no planeara librarse de él en cuanto se completasen y entendiesen plenamente la manufactura de la pólvora y los dirigibles y la técnica de navegación. Después de todo, él era un humano, y no había razón alguna para que fuese leal a los neshgais. Era lógico que Shegnif sospechase que él era un agente del agente del Árbol. Ulises podría haber sido enviado para espiar el territorio, sublevar a los esclavos y conseguir que los neshgais construyesen una flota aérea que se volvería contra ellos mismos.
Ulises admitió para sí que si él fuera Shegnif consideraría estas posibilidades. Y sentiría la tentación de encarcelar a Ulises tan pronto como sus trabajadores básicos concluyeran.
Lo único que Ulises podría hacer era desear que Shegnif comprendiese que le necesitaría durante muchísimo tiempo. Shegnif debía saber, sin duda, que si los neshgais querían estar seguros debían destruir el Árbol.
Entretanto, se había iniciado la producción de pólvora negra, bombas y lanzacohetes. Habla empezado también la fabricación de ácido sulfúrico, y se había obtenido cinc suficiente para formar hidrógeno con el sulfúrico. El hierro, que también podría haber sido utilizado, parecía existir sólo en cantidades vertigiales. No es que faltase por completo, desde luego, pues existía en muchas rocas. Pero los materiales, el trabajo y el tiempo necesarios para extraerlo eran enormes; resultaba prohibitivo, a juicio de Shegnif. Ulises había adiestrado a un grupo para buscar cinc, y al cabo de diez días un hombre lo encontró en forma de escalerita. Este sulfito se cocía para formar el óxido, que se mezclaba con carbón comprimido y se calentaba hasta mil doscientos grados centígrados, o seiscientos grengzhuyns. El vapor de cinc se condensa fuera de la cámara de reacción y se depositaba luego en bloques de cinc. A través de un proceso a baja temperatura, el sulfito se cocía convirtiéndolo en sulfato, extraído más tarde con agua. El metal se obtenía luego por electrólisis, utilizando las baterías vegetales.
La envoltura del dirigible estaba hecha de la cáscara interna de la planta que proporcionaba los motores. Era sumamente ligera, fuerte y flexible; cincuenta, cosidas una a otra, formaban un saco bastante grande para contener el hidrógeno.
El principal problema era el motor. No había hierro bastante para hacer siquiera un motor, ni bauxita disponible para hacer aluminio, ni cualquier otro metal que pudiese sustituirlo.
La única energía propulsora era el motor-músculo vegetal utilizado para impulsar coches, camiones y naves. Ulises probó con el vapor de agua, con un sistema similar al del mecanismo de turbina de los motores terrestres primeros, pero no hacían girar un propulsor lo bastante grande y lo bastante rápido. Experimentó con los motores a reacción de los barcos, que absorbían y expulsaban el agua de forma similar a la del mecanismo de un pulpo. Sin embargo, no eran eficaces cuando expulsaban aire.
Una solución al problema vino de Fabum, un supervisor humano de una plantación de motores. Envió a Ulises una sugerencia oficial. El documento se perdió en la selva administrativa que se había desarrollado alrededor de aquellas, fuerzas aéreas embrionarias. Fabum se cansó de esperar respuesta y obtuvo un permiso de su superior neshgai inmediato para hacer él mismo el experimento. Encerró dos motores de automóvil en una góndola y enlazó las terminaciones musculares de los dos motores. El resultado fue que se triplicó la producción de energía, en vez de sólo duplicarse. Cuatro de estas góndolas, con ocho motores, podían hacer girar los propulsores que condujesen a un dirigible a cuarenta kilómetros por hora a través del aire quieto.
El jefe de Fabum acudió luego directamente a Ulises (acto que le valió varias reprimendas más tarde) y le explicó lo que había hecho Fabum. Fabum tuvo suerte de que su jefe no intentara arrebatarle el mérito, pero había neshgais honrados.
Por supuesto, la adición de más motores, y con ellos de más combustible, significaba más peso. Pero en el viaje a la ciudad-base de los hombres murciélago, calculaba Ulises, disfrutarían de una corriente de viento favorable en toda la ruta. Volver era otra cuestión. Si había que abandonar los dirigibles y regresar a pie, tendrían que hacerlo.
Shegnif, al enterarse de los últimos informes, se mostró muy complacido. Concedió a Fabum la libertad, lo cual significaba que aún era esclavo en la práctica. Pero podía vivir en un barrio mejor y ganar más dinero, si su patrón se cuidaba de pagarle más, y no tenía que pedir permiso para dejar el área inmediata.
El Gran Visir no estaba en absoluto preocupado por el limitado alcance o la escasa velocidad de los dirigibles. No planeaba utilizarlos más que en la periferia del Árbol, junto a las fronteras neshgais.
Tres semanas después, emprendió su primer viaje el primer dirigible. Era un día claro, y el viento soplaba sólo a unos diez kilómetros por hora. El vuelo duró una hora, con varias vueltas sobre el palacio para que el pueblo pudiese verlo. Luego, en el viaje de vuelta al hangar, el dirigible arrojó veinte bombas de quince kilos sobre un objetivo, una vieja casa. Sólo una de las bombas hizo blanco directo, pero fue suficiente para destruir el objetivo. Ulises explicó a Shegnif que la práctica mejorarla la puntería.
Se construyeron otros nueve dirigibles mientras se daba entrenamiento básico a sus tripulaciones. Ulises volvió a quejarse del excesivo número de oficiales neshgais y la consiguiente reducción de alcance y de capacidad de bombardeo. Shegnif replicó que eso no importaba.
Llegaron más informes de la frontera sobre la concentración de gigantes y hombres leopardo, y los choques entre patrullas fronterizas y pequeños grupos enemigos se hicieron más frecuentes. Ulises no comprendía por qué no habían hecho ya una incursión a gran escala. Tenían, sin duda, personal suficiente para penetrar en territorio neshgais si atacaba por sorpresa. Además, el mantener la paz entre aquellos grupos naturalmente hostiles, y alimentarlos, era una tarea que exigía mucha organización. Considerando que ninguno de los grupos parecía capaz del refinamiento necesario para esto, sospechaba de los hombres murciélago. Según los exploradores, había muchos más por la zona, pero no en tal número que resultase alarmante.
Por tres veces apareció sobre el aeropuerto un solitario hombre alado, fuera del alcance de las flechas, y les observó. Por cuatro veces, pasó un hombre murciélago volando junto a un dirigible en vuelo. Aparte de unos cuantos gestos ofensivos, no le causaron ningún daño.
Por entonces, Ulises había trasladado su cuartel general del palacio al aeropuerto (con licencia de Shegnif) El aeropuerto quedaba a unos quince kilómetros de la ciudad, y no podía permitirse muchos viajes de un sitio a otro. Utilizaba las plantas radio para informar a Shegnif dos veces al día.
Lusha se había ido. Aunque destinada a Ulises, había sido prometida en matrimonio a un soldado destacado en la frontera. Se despidió llorando, aunque estaba contenta de casarse con aquel hombre. Incluso Thebi, a la que no se podía acusar de estar celosa de ella, lloró y la besó y dijo que esperaba que volviesen a verse muy pronto. Awina pareció alegrarse de ver marchar a aquella mujer, pero mantuvo su actitud hosca hacia Thebi tan pronto como Lusha desapareció. Thebi, segura ya de su posición, había empezado a tratar a Awina como si fuese una esclava. Awina recibía los insultos indirectos y el tratamiento despectivo sin ninguna réplica. Al parecer no quería amenazar su relación con Ulises desplegando la violencia que normalmente habría utilizado si la insultaran. Pero bullía en su interior. Ulises estaba seguro de ello. Así que riñó a Thebi haciéndola llorar, y logrando con ello que Awina sonriera como un gato que acabara de comerse un salmón robado.
Ulises trabajaba hasta tarde por la noche y se levantaba tan temprano que cuando acababa de trabajar no pensaba más que en tenderse en la cama. No permitía que nadie entrara en su dormitorio, y Awina se alegraba de ello. Thebi no protestó porque se le diesen menos posibilidades de servirle. Era aún una esclava y, además, no estaba tan segura de él. Él era un ser extraño, pese a su similitud con ella y su pueblo, y actuaba y pensaba de forma muy extraña. Pero hizo saber a Ulises de varios modos, algunos sutiles y otros no tanto, que se sentía dolida.
Ulises empezaba a cansarse de aquellos equilibrios entre una mujer y otra. Simplemente no tenía tiempo para relaciones delicadas, y sentía a veces deseos de que ambas le dejasen solo. Aunque podría haberlas despedido a las dos con unas cuantas palabras, no quería herirlas hasta tal punto. Además, ambas le agradaban, aunque de modo diferente. Awina era muy despierta y muy inteligente. Procedía de una sociedad pre-literaria pero aprendía muy deprisa, y era capaz de actuar como una secretaria muy eficiente. Esto quedaba por encima de las posibilidades de Thebi, que era eficaz en las actividades domésticas, pero que no se interesaba por nada que no fuese el cuidado de un hombre o unos niños.
Un día, Ulises sacó los diez dirigibles y los sometió a una serie de difíciles maniobras. Había un viento firme que soplaba desde la costa a unos veinticinco kilómetros por hora, y los grandes sacos de gas se movían perezosamente cuando avanzaban contra el viento. En una ocasión, chocaron dos y rompieron ambas góndolas-motor. Inmediatamente, se separaron arrastrados por el viento. Ulises dio orden por radio de que se dejara salir el gas para que el aparato descendiese al suelo. Los tripulantes hubieron luego de caminar hasta el aeropuerto, unos treinta kilómetros. Ulises envió órdenes por radio para que fuesen a recogerlos con coches.
Los dirigibles volvieron luego, llegando al aeropuerto poro antes del crepúsculo. En el momento en que su nave era arrastrada al interior del hangar, miró por la escotilla posterior de la góndola. Allí, perfilados contra los rojos rayos muy cerca de la línea del horizonte, había una serie de pequeñas figuras. Podrían ser pájaros, pero sus siluetas le hicieron pensar que eran hombres murciélago. Dio orden de alerta y fue a su oficina.
Aquella noche le despertó un chillido que sonó en su cuarto. Saltó de la cama (construida para un humano) y abrió la puerta. Fuera, el centinela intentaba separar a dos formas que chillaban y luchaban. Allí estaban cara a cara y mano a mano Awina, que esgrimía un cuchillo de pedernal, y Thebi, que sujetaba la muñeca que sostenía el cuchillo. Awina era más baja y más liviana, pero también mucho más fuerte, y sólo la desesperación de Thebi y los esfuerzos del centinela habían impedido que el cuchillo se hundiera en el vientre de la mujer.
Ulises le ordenó con un grito que soltase el cuchillo.
Al mismo tiempo se produjo una explosión fuera del edificio y las ventanas volaron.
Ulises y el centinela se arrojaron al suelo.
Thebi soltó su presa y, mirando fijamente, se apartó de Awina.
Awina, ignorando la explosión, y las tres que siguieron, se arrojó contra la mujer.
Pero Thebi había alzado el brazo, y el cuchillo lo tajó, desatando un chorro de sangre sobre la cara de Awina. El cuchillo continuó tajando hacia arriba hasta cortar la mejilla de Thebi. Su fuerza, sin embargo, se había reducido mucho.
Thebi lanzó un grito. Ulises dio un salto y golpeó la muñeca de Awina, haciendo caer el cuchillo al suelo.
Otra explosión, mucho más próxima, voló la puerta del fondo del vestíbulo y produjo una nube de humo que penetró en éste.
Awina había caído de rodillas, pero se levantó de nuevo de un salto en cuanto llegó el humo hasta ella. Ulises cogió el cuchillo, pero ella le gritó:
– ¡No! ¡Devuélvemelo! ¡No lo utilizaré contra Thebi! ¿Es que no comprendes? ¡Están atacándonos! ¡Puedo necesitar ese cuchillo!
Aunque estaba medio ensordecido por la explosión, pudo oírla. Silenciosamente, lo cogió por la ensangrentada hoja y lo alargó hacia ella, que lo tomó por la empuñadura. A través del humo brotó una figura, gritando: