122486.fb2 El Dios De Piedra Despierta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

El Dios De Piedra Despierta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

Era bastante fácil imaginar, en términos generales, lo que había sucedido. Algo había pasado en aquel complicado aparato; había estallado o había lanzado un rayo fino y concentrado que teóricamente aún no era capaz de producir. Y él, Ulises Singing Bear, había sido atrapado por aquel rayo. «Petrificado» No sabía si los otros habían escapado a aquello o se habían convertido también en «piedra» Quizás no lo supiese nunca.

Y así, habían transcurrido eones, durante los cuales él había sido como una estatua de una de las materias más duras del universo. Podría haber continuado así cuando el sol estallase y destrozase la Tierra y le enviase entre los grandes fragmentos a través del espacio, hacia las estrellas. En realidad bien podría haber sucedido precisamente eso, y él haberse arrastrado durante millones, quizás billones y billones de años, mientras unas galaxias morían y se formaban otras nuevas. O toda la materia del oscilante universo retrocedía para formar un átomo primigenio y estallaba de nuevo y se veía lanzado a velocidades próximas a la de la luz, y luego quedaba atrapado en materia recién formada, para constituir quizás el núcleo de un planeta. Quizás estuviese dentro de una nueva estrella y fuese lanzado durante una erupción de gigantesca inmensidad al espacio y atrapado allí por el campo gravitatorio de un planeta y sorbido incendiando toneladas de aire en su caída y hundiéndose profundamente en la tierra. Y yacer allí mientras las frescas aguas oceánicas de los mares primigenios se convertían en materia salina. Y los continentes se desgajaban y flotaban alejándose unos de otros, sobre la superficie de la tierra. Y él se veía alzado con la formación de nuevas cadenas montañosas y expuesto al aire por los terremotos, lanzado por erupciones volcánicas, destapado por la erosión del viento y del agua muchas, muchas veces. Y tras innumerables enterramientos y desenterramientos, había caído al fin en manos de los wufeas. Y éstos le colocaron en un trono de granito. Y, por último, debido a la acción del rayo, o a ésta y a la descomposición natural del material congelador, había pasado en un microsegundo de la piedra a la carne. Con tanta rapidez que su corazón, que había interrumpido su latir durante Dios sabía cuántos eones, había proseguido con su sístole y diástole, sin advertir siquiera que había estado silencioso y helado durante eras.

Aquella fantasía, pensaba, era muy vívida, y contenía ciertas verdades, pero no creía hallarse en un nuevo Universo. Pensaba que seguía aún en la Tierra, por muy vieja que ésta fuese. Era demasiado coincidencia el que el planeta tuviese una luna tan parecida a la que él conocía y que hubiese en él caballos y conejos y muchos insectos exactamente iguales que los que él había conocido.

Nacer de la piedra era una impresión bastante fuerte. Podría haber desequilibrado la mente de muchos, y Ulises no estaba seguro de hallarse del todo cuerdo. Pero una vez desvanecida la primera impresión, la soledad empezó a herirle.

Resultaba bastante doloroso saber que todos sus contemporáneos y sus descendientes durante cientos de miles de generaciones eran polvo. Pero lo más insoportable era saberse el único ser humano vivo.

No podía estar seguro de ser el único ser humano vivo de la Tierra, y esta inseguridad le impedía hundirse en la desesperación. Siempre había esperanza.

Al menos, no era el único ser racional vivo. Tenía mucha gente con la que hablar, aunque los interlocutores fuesen tan extraños que a veces le repugnaran, y el lenguaje contuviese conceptos que él no podía entender del todo, y aunque sus actitudes le resultasen a veces desconcertantes o irritantes.

Su actitud hacia su supuesta divinidad dificultaba cualquier posible intimidad o calor. La única excepción era Awina. Si bien le miraba con medroso respeto, poseía un calor y una alegría de carácter arrolladores. Ni siquiera un dios podía ser inmune a aquello, ni Awina podía sobreponerse a sus propios impulsos. Estaba constantemente diciendo que no debería haber sido esto y aquello y que si la perdonaba, que no había querido ser tan escandalosa ni tan molesta, etc. Ulises le aseguraba entonces que no había nada en su actitud que hubiese de perdonar.

Awina tenía diecisiete años y debería haberse casado el anterior. Pero había muerto su madre, y su padre, con cuarenta años y sumo sacerdote, no había querido forzar un matrimonio. Su autoridad pasaba por momentos difíciles, porque según la ley no escrita todas las hembras ricas debían casarse como muy tarde a los dieciséis. Aizira era un individuo bastante agradable cuando las cosas iban bien y era estimado como sacerdote, y consiguió mantener a su hija en su casa. Sin embargo, no podía mantener aquella situación mucho tiempo más. Ella tendría que aceptar un compañero y luego trasladarse a su casa. Aunque el sumo sacerdote tenía privilegios, no podía casarse de nuevo. ¿Por qué? Nadie lo sabía. Era la costumbre, y no solía quebrarse la costumbre sin castigo inmediato.

Ahora bien, aunque no podía mantener a su hija junto a él todo el tiempo, Aizira tenía otra excusa para retrasar su matrimonio. Ella era la servidora del dios de piedra, y mientras el dios desease tenerla a su servicio, ella seguiría con él. ¿Alguien se oponía?

Nadie se opuso abiertamente. Así que Awina se quedaba con el dios hasta la hora de dormir, en que regresaba a casa de su padre. Se quejaba a veces de que su padre la tenía despierta hasta muy tarde hablando y que nunca podía dormir lo suficiente. Cuando Ulises dijo que pondría fin a aquello, ella le suplicó que no dijese nada. Después de todo, ¿qué era perder un poco de sueño si con eso hacía feliz a su viejo padre?

Entre tanto, Ulises hablaba ya con más fluidez el idioma wufea. Sus combinaciones de sonidos le resultaban fáciles de dominar, salvo ciertas leves variaciones vocálicas, utilizadas para indicar tiempos y actitudes relacionadas con los tiempos. Tomó también lecciones del idioma wuagarondite con los cautivos. Esta lengua no se relacionaba en nada con el wufea, por lo que pudo determinar, aunque quizás un especialista con pruebas escritas (que no existían, claro) podría haberlas remitido a un ancestro común. Después de todo, ¿quién sospecharía que el hawaiano, el indonesio y el thai descendiesen del mismo origen? Pero el wuagarondite contenía una serie de fonemas que le resultaban difíciles. Su estructura le recordaba la de los idiomas agonquianos, aunque por supuesto sólo era una semejanza superficial.

El lenguaje comercial, el airata, tampoco parecía relacionado con los otros dos. Sus sonidos le resultaban fáciles, y su sintaxis era tan sencilla y regular como la del esperanto. Le preguntó a Awina de dónde procedía, y ésta le dijo que se lo habían enseñado los zululuquis. Gutapa era la pronunciación wulfea de la palabra utilizada por los zululuquis; ella no podía pronunciar esto. El idioma propio de los zululuquis quedaba por encima de sus posibilidades, ellos habían introducido el airata «en todo el mundo» Todo el mundo sabía hablar algo de airata, y todos los consejos comerciales y bélicos y los tratados de paz se realizaban en airata.

Ulises escuchó la descripción que hizo Awina de los zululuquis y concluyó que eran seres procedentes de su mitología. No podían existir cosas así.

Había descubierto también por entonces que los wuagarondites estaban siendo reservados para el gran festival anual de la confederación de los wufeas. Los prisioneros serían entonces torturados y sacrificados por último a él. Por primera vez supo que dónde procedía aquella sangre del disco de piedra que había bajo su trono.

– ¿Cuántos días faltan para el festival del dios de piedra? -preguntó.

– Exactamente una luna -contestó ella. Ulises vaciló y dijo luego:

– ¿Y si prohibiese la tortura y la matanza? ¿Y si dijese que había que poner en libertad a los wuagarondites?

Awina abrió mucho los ojos. Era mediodía, y sus pupilas eran ranuras oscuras contra el azul del iris. Abrió la boca y lamió sus labios negros con su rugosa lengua.

– Perdón, Señor -dijo-. Pero, ¿por qué haríais eso que decís?

Ulises no pensó que ella pudiese comprender si intentaba definir los conceptos de piedad y compasión. Ella tenía aquellas características; era muy tierna y compasiva, en lo relativo a su propia gente. Pero para ella los wuagarondites no eran ni siquiera animales.

Él no podía menospreciarla por aquella actitud. Sus propias gentes, los onondagas y los sénecas, habían pensado del mismo modo. Y lo mismo sus otros antepasados, irlandeses, daneses, franceses y noruegos.

– Dime -preguntó-, ¿no es verdad que los wuagarondites también me proclaman dios suyo? ¿No llevaron a cabo aquel gran ataque intentando llevarme a su templo?

Awina le miraba tímidamente.

– ¿Quién lo sabría mejor que vos, Señor? -preguntó a su vez. Él movió una mano con impaciencia y añadió:

– He dicho más de una vez que algunos de mis pensamientos quedaron también convertidos en piedra. Y aún no recuerdo algunas cosas, aunque sin duda volveré a recodarlo todo. Lo que intento decir es que los wuagarondites son mi pueblo lo mismo que los wufeas.

– ¿Cómo? -exclamó Awina, y luego, en tono más bajo, añadió-: ¿Cómo, Señor?

Awina temblaba.

– Cuando un dios decide hablar, no siempre dice lo que su pueblo espera oír -dijo Ulises-. Si un dios dice sólo lo que todos saben, ¿para qué tener un dios? No, un dios ve mucho más allá y mucho más claramente que los mortales. Él sabe qué es lo mejor para su pueblo, aunque éste esté tan ciego que no sea capaz de ver lo que será bueno para él a la larga.

Hubo un silencio. Zumbó una mosca en la habitación, y Ulises se asombró de que hubiese sobrevivido aquella plaga. Si la Humanidad hubiese sido lo bastante inteligente, él… Y luego pensó que la Humanidad no era lo bastante inteligente. Incluso en 1985 parecía que el hambre y la contaminación, progenie de la humanidad, acabarían con el hombre. Y ahora parecía que toda la humanidad pudiese estar muerta salvo un solo superviviente accidental, él mismo. Sin embargo allí estaba una simple mosca, tan próspera como su prima lejana, la cucaracha, que también infestaba la aldea.

– No comprendo -dijo Awina- lo que mi Señor se propone, ni por qué los viejos sacrificios, que durante tantas generaciones parecieron satisfacer a mi Señor, y contra los que nunca abrió la boca…

– Deberías rezar para poder ver, Awina. Ya sabes que la ceguera puede llevar a la muerte.

Awina cerró la boca y luego se pasó la punta de la lengua por los labios. Él había descubierto que estas nebulosas afirmaciones les sumían en un pánico que les hacía imaginar lo peor.

– Ve y di a los jefes y sacerdotes que quiero celebrar una asamblea -ordenó-. En el tiempo en que un hombre recorrería andando lentamente el círculo de la aldea. Y di a los trabajadores que dejen de martillar en este edificio mientras celebremos la asamblea.

Awina salió corriendo y a los cinco minutos todos los dignatarios que no estaban cazando se habían reunido en el templo, Ulises, sentado sobre el duro y frío trono de granito, les dijo lo que quería. Parecían sorprendidos, pero no se atrevieron a poner objeciones. Aizira dijo:

– Señor, ¿puedo preguntaros qué os proponéis con esta alianza?

– Por una parte, me propongo acabar con esta guerra inútil. Por otra, me propongo reunir a los mejores guerreros de ambos pueblos en una expedición contra Wurutana.

– ¡Wurutana! -murmuraron todos, sobrecogidos y con claro temor.

– ¡Sí, Wurutana! ¿Os sorprende? ¿No esperabais que se cumplieran las viejas profecías?

– Oh, sí, Señor -dijo Aizira-. Es sólo que ahora que llega el momento tiemblan nuestras rodillas y se nos derriten las tripas. (Para los wufeas, el valor se asentaba en las tripas)

– Yo os dirigiré contra Wurutana -dijo Ulises.

Se preguntaba qué sería Wurutana y qué debía hacer para combatirlo. Había intentado reunir la mayor información posible sobre el asunto sin permitirles que supieran de su ignorancia. No creía adecuado utilizar su excusa de los pensamientos «petrificados» en el caso de Wurutana. Esto era admisible con otras cosas menos importantes. Pero Wurutana era tan importante que no debería haber olvidado el menor detalle al respecto. Esta parecía ser al menos la convicción de los wufeas.

– Enviaréis un mensajero a la aldea más próxima de los wuagarondites y les diréis que yo iré allí -dijo, dejándoles determinar el método práctico más conveniente para acercarse a un enemigo mortal-. Les diréis que voy a visitarles y que llevaremos a los prisioneros wuagarondites, salvos aunque no exactamente ilesos, y que los dejaremos en libertad. Y los wuagarondites pondrán en libertad a los wufeas que puedan tener prisioneros. Celebraremos una gran conferencia y luego iremos a las otras aldeas wuagarondites y celebraremos allí reuniones. Luego yo escogeré a los guerreros wuagarondites que quiera que nos acompañen, y cruzaremos las llanuras para atacar a Wurutana.

Había mucha luz dentro del templo. Estaban abiertas las dos puertas y había un gran agujero en un extremo que aún no había sido tapiado. La luz mostraba las expresiones bajo el corto y suave pelo de las caras de los hombres gato, y mostraba también las miradas que de reojo se dirigían. Sus ojos azules, verdes, amarillos, anaranjados, parecían siniestros y gatunos. Sus colas se balanceaban de un lado a otro, traicionando aún más su agitación.

Ellos suponían que les dirigiría a una guerra de exterminio contra los wuagarondites. Ahora les proponía paz, y, aún peor, deberían compartir su dios con sus viejos enemigos.

– Vuestro auténtico enemigo es Wurutana -dijo Ulises-, no los wuagarondites. Ahora id y haced lo que os he ordenado.

Al cabo de una semana salió por las puertas del norte, por el sendero de tierra dura que recorría los campos de maíz y los huertos. Los viejos y los guerreros más jóvenes quedaban atrás guardando la aldea y las mujeres y los niños les seguían, gritando y haciendo gestos de despedida. Tras él iban tres músicos wufeas, un tambor, un flautista y un portaestandarte. El tambor era de madera y cuero. La flauta un hueso ahuecado de un gran animal. El estandarte una larga lanza con plumas que brotaban en ángulos rectos del asta y las cabezas sobrepuestas de un pájaro parecido al águila, de un gran felino similar al lince, de un conejo gigante y de un caballo. Estas cabezas representaban los cuatro clanes, o fatrias, de los wufeas. Los clanes residían uno en cada aldea, y era el sistema de clanes lo que había mantenido, unidas a las diversas tribus wufeas. A su modo de ver, los tratados de paz y la unión no eran entre los clanes de las aldeas, ni entre cada tribu. Así, durante un tiempo, los clanes del conejo de cada aldea no habían combatido entre sí, pero los clanes lince y caballo sí. Luego éstos habían hecho la paz, y los clanes águila, que habían sido neutrales, habían aceptado también unirse a los otros. Sólo entonces habían presentado las aldeas de los wufeas frente unido contra los wuagarondites. Ulises no comprendía el sistema; parecía muy complicado y con pocas posibilidades de sobrevivir, pero los wufeas pensaban que su sistema era el único natural.

Tras el portaestandarte y los músicos, que interpretaban música atonal, iban el sumo sacerdote y sus dos acólitos. Estos llevaban gorros de plumas, grandes cuentas y adornos, y blandían cetros. Tras ellos iba un grupo de veinticinco jóvenes guerreros, todos adornados con plumas, cuentas y dibujos pintados en verde, negro y rojo en la cara y el pecho. Tras ellos iba un grupo de sesenta guerreros más viejos. Todos los guerreros iban armados de cuchillos de piedra, tomahawks y azagayas y llevaban arcos y carcajs de flechas. Estaban deseando probar sus nuevas armas con los wuagarondites. Es decir, lo estaban los guerreros más jóvenes. Los más viejos a duras penas ocultaban su menosprecio por las nuevas armas cuando Ulises llegaba hasta ellos y podía oírlos. Pero oía mejor de lo que pensaban.

A un lado, paralelos a los guerreros más jóvenes, iban la docena de wuagarondites. También llevaban armas, y parecían más tristes de lo que debieran. Les había asegurado Singing Bear que su pueblo no les haría ningún reproche por haber caído prisioneros. Al principio, los prisioneros protestaron. Dijeron que no se les permitiría ir a los Felices Campos de Guerra (interpretación hecha por Ulises de una frase misteriosa)

Ulises les había dicho que no tenían elección. Además, ahora las cosas eran distintas. Él, el dios de piedra, había decretado que podían ir a los Campos de Guerra Celestes después de que murieran. Es decir, si no persistían en sus estúpidas protestas. Se callaron, pero aún no podían aceptar emotivamente el nuevo orden de cosas.