122486.fb2 El Dios De Piedra Despierta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 33

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Dio órdenes a los supervivientes. Debían volver inmediatamente al Espíritu Azul y prepararse para despegar. No podían seguir más tiempo allí. Algún día volverían con una flota mucho mayor y con los hombres y el material necesarios para penetrar por el centro del tronco hasta el cerebro del Árbol.

En la barquilla del dirigible dijo a los oficiales que iniciaran las operaciones de despegue. Ordenó al operador de radio que se pusiese con contacto con las otras naves para saber cuál era la situación en el aire.

Durante la invasión del tronco había sido bombardeada e incendiada una nave. Había caído al abismo y probablemente estuviese medio enterrada en la ciénaga de las raíces del Árbol. Los otros dos dirigibles que habían aterrizado se disponían también a despegar. Habían perdido todos los grupos de desembarco, cuyo personal se había ahogado dentro del tronco o había sido arrastrado por el agua fuera de los agujeros, cayendo al abismo.

Ulises contempló el agujero del tronco mientras la tripulación se disponía a cortar las cuerdas que mantenían la nave sujeta a la rama. Tenía que fabricar una sustancia que pudiera aplicarse a las paredes de las cámaras internas del tronco. Había de ser algo que se secase muy deprisa y lo bastante fuerte para resistir los chorros de agua. Quizás alguna cola muy potente. Y las explosiones llegarían de arriba y de abajo, pues las trampillas de las aeronaves vomitarían toneladas de explosivos. Quizás el aparato tipo láser del museo subterráneo que había bajo el templo de Nesh pudiese cargarse. Con él podría abrir agujeros a través de la madera y el ataque al interior sería mucho más rápido y eficaz.

Alcanzaría aquel cerebro si era capaz de localizarlo. Pero si el cerebro no estaba en el tronco, en aquel tronco, podría también desistir de encontrarlo.

Pero ¿y si envenenase el Árbol entero? Podía utilizar un veneno muy potente, toneladas y toneladas de él, echarlas en las raíces, para que el poderoso sistema de circulación de agua del Árbol llevase el veneno a todas partes.

El Árbol sabía muy bien lo que hacía al intentar capturarle y luego matarle. Ulises era un hombre, y por tanto una amenaza para el Árbol.

– Listos para cortas amarras, Señor -informó el oficial.

– ¡Corten amarras!

La nave se elevó rápidamente hacia la rama que había unos doscientos metros más arriba y luego comenzó a girar cuando los motores de estribor alcanzaron la horizontal y sus impulsores se pusieron en movimiento. La nave giró lentamente y se alejó. Las cuatro naves que había en el aire empezaron a descender para cubrir a las otras. Sus focos taladraban la noche, cayendo sobre las grandes arrugas y fisuras grises y negras del tronco y la superficie cubierta de vegetación de la rama.

Ulises se situó detrás del timonel y miró por encima del hombro de éste hacia la noche.

– Me pregunto dónde están -murmuró.

– ¿Qué? -dijo Awina.

– Los hombres murciélago. Aunque murieran más de la mitad, aún constituyesen una fuerza poderosa…

Su pregunta pronto obtuvo respuesta. De la cima del tronco, una especie de caperuza de hongo en forma de montaña, brotó una horda de hombres alados. Caían con las alas plegadas, a cientos, y no abrían las alas hasta que habían alcanzado gran velocidad. Cubrían enseguida el espacio que separaba la cima del tronco de los dirigibles; parecían una plaga de langostas, de tantos que eran.

Habían estado esperando hasta que salieran las naves de la rama y bajaran las otras naves a cubrirlas. Era un ataque final para destruir toda la flota.

Sólo más tarde cayó Ulises en la cuenta de que los hombres alados no habrían podido ocultarse en aquella cima del tronco en forma de hongo. Estaba situada a unos cuatro mil metros de altura, y ningún hombre murciélago podía llegar hasta allí volando. Pero la explicación de lo imposible era fácil. Los hombres murciélago habían escalado el tronco. Aleteando para sostener sus cuerpos de veintitantos kilos, los hombres murciélago habían subido por la áspera superficie del tronco a una velocidad que ningún otro ser inteligente, y muy pocos monos, podrían haber igualado.

Ulises se preguntó por unos instantes si aquel plan procedería del cerebro del comandante de los hombres murciélago o directamente del cerebro vegetal que se albergaba en el tronco. Y se preguntó por qué las naves de la rama no habían sido atacadas cuando se encontraban en posición más vulnerable y con tan poca tripulación.

Más tarde, comprendió que aunque hubiesen podido volar sobre el Espíritu Azul, no habrían arrojado bombas sobre él. No les quedaban bombas. Incluso al principio, no más de un hombre murciélago de cada cincuenta tenía una bomba. No había habido tiempo suficiente para fabricar y transportar desde el norte gran número de ellas. Se habían gastado muchas en los primeros ataques, y otras se habían perdido, junto con los que las llevaban, con las nubes de humo y los halcones. El comandante supremo de los hombres murciélago, o el Árbol, comprendiendo esto, había ocultado a los hombres alados en la inmensa cima del tronco cuando la nube de humo era bastante espesa. El comandante supremo había supuesto que las naves que entonces estaban demasiado altas para que pudieran alcanzarlas bajarían a proteger a las tres de las ramas, y había acertado.

La mayor dificultad para defender los dirigibles que se elevaban de las ramas era la falta de personal. La mayor parte de la tripulación y de los soldados habían resultado muertos dentro del Árbol. Y así, aunque los tres hombres de las cabinas y de las cúpulas laterales y los arqueros luchaban bien, se veían desbordados. Al cabo de unos minutos, las tres naves estaban cubiertas de pequeñas formas aladas. Como pulgas se amontonaban sobre su superficie.

Para elevar la nave más deprisa, Ulises había inclinado las barquillas para que los propulsores apuntaran hacia arriba. La nave se elevó rápidamente hacia la altura en que no podían volar ya los hombres alados. Pero esto de nada serviría si podían romper las grandes células de gas dentro del fuselaje. La nave caería hasta una altura donde ellos podrían volar de nuevo.

Las cuatro naves que había más arriba, con toda su tripulación y armadas con buen número de bombas, cohetes y flechas, habían resistido con más éxito, sin embargo. Los explosivos habían dispersado a las primeras filas de atacantes y, al mismo tiempo, las tres naves soltaron la última de sus nubes de humo. Seguían llegando hombres murciélago, pero las naves volaban ahora a unos sesenta kilómetros por hora, y cuando los atacantes chocaron con ellas, bien rebotaron o bien atravesaron su capa exterior por el impacto. Los que atravesaron la capa exterior se rompieron las alas o sus frágiles huesos. Al cabo de unos minutos, los hombres murciélago estaban perdidos en otra nube. Habían perdido también su posibilidad de alcanzar las cuatro naves superiores.

Las tres que estaban más abajo, sin embargo, estaban cubiertas de hombres alados. Estos, después de matar a los lanzadores de bombas y cohetes y a los arqueros, penetraron en masa en el interior. Allí, durante un rato, no supieron qué hacer ni adonde ir, pues los capitanes de las naves habían apagado todas las luces interiores en cuanto comprendieron su situación. Y, pese a todo, las naves continuaron subiendo lentamente, ayudadas por los motores enfilados hacia arriba.

Los hombres murciélago localizaron por fin el centro principal de comunicación y luego la trampilla que daba a la cubierta de control. Estaba cerrada, pero pronto se lanzaron con diversas herramientas a abrirla, mientras otros hacían más agujeros en la cubierta. Los que habían salido detrás de la barquilla del dirigible no lograron llegar a ella, porque la nave iba muy deprisa. Los que salieron por delante pudieron agarrarse a la barquilla. Golpearon en vano las escotillas de plástico transparente con sus cuchillos de piedra. Entonces Ulises ordenó que se alzaran las escotillas y los hombres alados fueron ensartados y cayeron en la noche.

La entrada de la barquilla cedió con un chirrido. Chillando, los pequeños hombres murciélago bajaron por las escalerillas siendo traspasados, a veces dos a un tiempo, por las flechas. Graushpaz ordenó luego a los arqueros que se apartaran y él y otro neshgai avanzaron hasta la escalerilla esgrimiendo sus grandes hachas de piedra. Graushpaz, la luz relumbrando en la punta de su yelmo, subió por la escalerilla hasta la vía principal de comunicación. El otro neshgai le siguió.

Ulises, en la cubierta inferior de la barquilla, podía oír los gritos de los hombres murciélago y los trompeteos de los neshgais. Y luego, a su derecha, la oscuridad se convirtió en una llama deslumbradora al explotar un dirigible. El fuego lo envolvió en dos segundos, y la nave comenzó a caer inmediatamente.

Unas cuantas figuras saltaron de él, principalmente humanas, y la gran figura de un neshgai saltó de id barquilla de control. La mayoría de los hombres alados que había a bordo quedaron atrapados dentro del fuselaje. Nadie sabría nunca lo que había pasado. Quizás los hombres murciélago hubiesen disparado un cohete o encendido una cerilla demasiado cerca de una salida de hidrógeno. O, más probablemente, el capitán, comprendiendo que su nave estaba condenada, la había incendiado, matando así a varios centenares de hombres murciélago junto con él mismo y su tripulación.

Ulises lanzó un gruñido cuando vio que la nave se deshacía en llamas. Luego lanzó un grito al ver que otra nave avanzaba hacia la primera. Si no giraban rápidamente, chocarían con la nave en llamas y perecerían también.

– ¡Gira, imbécil! -gritó-. ¡Gira!

Pero la nave seguía en línea recta hacia las llamas.

Un instante después, centenares de cuerpos la abandonaron. Salieron de las cabinas, las cúpulas y los agujeros que habían hecho en la cubierta los hombres murciélago. Caían con las alas semi-plegadas y luego las extendían.

Cuando se fueron los hombres murciélago y disminuyó el peso, la nave se elevó y rápidamente quedó por encima de las llamas. Ulises sonrió, comprendiendo que el capitán había puesto deliberadamente a su nave en aquel rumbo. Los hombres murciélago matarían de todos modos a su tripulación, así que había intentado embestir a la otra nave. Pero en realidad no deseaba hacerlo. Debía de esperar que sucediese exactamente lo que había sucedido. Que los aterrados hombres murciélago abandonasen la nave permitiéndole así escapar.

El Espíritu Azul, sin embargo, se hallaba en grave peligro. Estaba tan sobrecargada que no podía elevarse más. Y los neshgais, aunque pudiesen estar librando una homérica batalla, se verían inevitablemente superados por el número. Habían logrado mantener la lucha hasta entonces sólo porque los pigmeos no llevaban arcos y flechas envenenadas. Al cabo de unos minutos los supervivientes se lanzarían de nuevo por la escalerilla.

– Fija el timón. Pero mantén los motores girados verticalmente. Y luego vete con los demás -ordenó al timonel.

Este no preguntó por qué debía abandonar su puesto. Pero comprendía que eran necesarios todos los hombres.

Ulises, estacionado en la cubierta superior, con los pies empapados en la sangre de los hombres murciélago, contó a sus «hombres» Tenía tres wufeas, dos wuagarondites, y un alkumquibe. Uno de los wufeas era Awina, pero sería una mortífera luchadora frente a los pequeños hombres murciélago. Aquello era lo que quedaba de los doscientos que habían salido con él para penetrar en el Árbol por su lado norte. Había también seis vroomaws «humanos»

– Tenemos una posibilidad -dijo-. Matar o expulsar a todos los hombres murciélago. ¡Seguidme!

Subió las escaleras con una maza de punta de pedernal en una mano y la otra en el pasamanos de la escalerilla para no resbalar en la sangre. Llevaba aún puesta toda su armadura, y la luz de su yelmo seguía funcionando. Pero esto era sólo para caso de emergencia, porque había apagado las luces al lanzarse los neshgais hacia el fuselaje.

Al principio nadie se enfrentó a él. Los hombres murciélago estaban demasiado concentrados en los neshgais para verle, incluso. Se amontonaban alrededor del único neshgai que seguía de pie. Todo estaba sembrado de cadáveres amontonados, y de cuerpos destrejados y aplastados.

Ulises corrió lo más deprisa que pudo, saltando por encima de los cadáveres, hasta llegar al lugar de la lucha. Aplastó tres cráneos y rompió los huesos de dos pares de alas antes de que los hombrecillos supieran que Graushpaz había recibido ayuda. El neshgai trompeteó y acumuló nueva fuerza para seguir liquidando enemigos. Su armadura acolchada y su celada de plástico estaban cubiertas de sangre, parte de la cual era suya. Tenía una profunda herida junto a la punta de la trompa, y dos tercios de un venabio brotaban de su espalda. Algún hombre murciélago había logrado escurrirse por una escalerilla próxima a la cúspide de la nave y había conseguido clavarle el venablo que había traspasado la armadura y alcanzado su carne.

Había unos cuarenta hombres murciélago aún capaces de luchar. Cayeron sobre los diez recién llegados con vesánica furia, y a pesar de fallar, muchos alcanzaron a los diez. Un wufea, dos wuagarondites y tres vroomaws quedaron muertos en sesenta segundos. Pero Graushpaz, un tanto aliviado por la llegada de refuerzos, aplastó tres cabezas de un revés de su hacha, extendió una mano y agarró la punta de un ala y destrozó sus articulaciones, enviando al aullante hombrecillo por los aires. Luego se volvió, trompeteó ferozmente y cargó contra los que rodeaban a los recién llegados. Su hacha aplastó a otros dos y luego quitó a Ulises un hombre alado que se le había echado a la espalda y le apretó el cuello una vez, rompiéndole la tráquea.

De pronto, los supervivientes comenzaron a correr hacia los agujeros de la cubierta exterior de la nave. Habían tenido suficiente. Pero antes de llegar a los agujeros se detuvieron. Y luego se volvieron con un grito de entusiasmo. Por los agujeros penetraban más hombres murciélago.

– ¡Tirad los cadáveres! -gritó Graushpaz-. ¡Elevemos la nave adonde no puedan alcanzarnos!

Y comenzó a desalojar el pasillo, tirando los grandes cuerpos de sus amigos, mientras gemía con el dolor del venablo en su espalda. La cubierta exterior del dirigible se rompía al caer sobre ella los cadáveres. Penetraba más aire silbando a través de los agujeros, pero no importaba. Ya entraba mucho aire por un centenar de agujeros.

Ulises gritó a los demás que tirasen el resto de los cadáveres. Los otros alzaron a sus camaradas muertos y los echaron por encima de la barandilla, y luego se ocuparon de los hombres murciélago. Habían continuado penetrando refuerzos a través de los agujeros, pero su número no era tan abrumador como habían supuesto. Serían unos cincuenta. Sumados a los que ya estaban allí, eran un total de sesenta. Suficientes, sin embargo, para matar a los trece supervivientes una docena de veces.

Descendió corriendo por el pasillo hasta pasar la portezuela que conducía a la barquilla de control. Continuó a su derecha por un puente entre máquinas que llevaba a una estación de defensa y allí buscó una bomba. Planeaba encender la mecha y situarla junto a una célula de gas. Los hombres murciélago entenderían lo que significaba; entenderían sus gestos. O salían de la nave o tiraría la bomba a la célula, y todos morirían instantáneamente. Quizás fuesen lo bastante fanáticos para dejarle hacerlo, pero sólo tenía aquella oportunidad. De cualquier modo, tirase la bomba o se negase a hacerlo en el último segundo, él y sus hombres estaban sentenciados. Pero los hombres murciélago podrían asustarse lo bastante para salir de la nave.

No había ni bombas ni cohetes. Todos habían sido consumidos.

Mejor así. Si no, algún hombre murciélago habría cogido una bomba o un cohete, lo habría prendido y todos los atacantes habrían huido antes de que el dirigible se incendiase.

Ulises dio la vuelta y corrió de nuevo por el puente hasta llegar a un puntal. Saltó sobre éste y subió por él hasta situarse en la estructura de la base de una gran célula de gas. Comenzó a dar voces hasta que todos volvieron la cabeza hacia él, y entonces rasgó la tela de la bolsa con su cuchillo.

La abertura era muy pequeña. Brotaba el hidrógeno soplando sobre su cabeza. Retrocedió y luego sacó una caja de cerillas del bolsillo. La mostró para que todos pudieran ver lo que era, e hizo un gesto de encender. Esperaba que los hombres murciélago supiesen lo que eran las cerillas. Si no, su gesto sería inútil.