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El tono del hombre murciélago era ligeramente sarcástico. Ulises le miró con dureza, pero Ghlij sólo sonrió, mostrando sus largos dientes amarillos.
– ¿Qué creen ellos? -preguntó Ulises.
– Bueno -contestó Ghlij-, ellos no pueden entender por qué vos escogisteis el bando de los wufeas cuando ellos no intentaban sino traeros a esta aldea donde podrían honraros adecuadamente, o lo que ellos consideraban tal.
Ulises hubiera querido seguir e ignorar a aquella criatura, que estaba poniéndole nervioso. Pero Awina le había dicho que las gentes murciélago eran los correos, los representantes, los murmuradores y los funcionarios de muchas cosas. Era parte del protocolo el que un hombre murciélago actuara como árbitro entre dos grupos que deseasen llegar a un acuerdo de paz o de comercio o a veces a una guerra limitada. Además, los murciélagos se convertían a veces ellos mismos en comerciantes, volando de un lado a otro con artículos pequeños, de poco peso, pero muy deseados en algún país desconocido, quizás el suyo.
– Diles que fui atacado por dos de los suyos. Y por eso les castigué a todos -respondió Ulises.
– Así se lo diré -dijo Ghlij-. Y, ¿pensáis castigarlos más?
– No si no hacen algo que lo exija.
Ghlij vaciló y tragó saliva ostensiblemente, descendiendo su nuez como un mono por un bastón. Evidentemente no era tan superior como pretendía ser. O quizás sabía que era vulnerable estando en el suelo, por muy gran opinión que tuviese de sí mismo.
– Los wuagarondites dicen que es muy justo que incluso un dios demuestre que es un dios.
Awina, de pie detrás de Ulises, susurró:
– Señor, perdonadme. Pero una palabra de consejo podría ayudar. Estos arrogantes wuagarondites necesitan una lección. Y si les dejas asediarte…
Ulises estaba de acuerdo con ella, pero no quería aconsejar a menos que se lo pidiesen. Alzó la mano para indicar que se estuviese quieta. Y a Ghlij le dijo:
– Nada tengo que probar, pero pueden pedirme cosas.
Ghlij sonrió como si hubiese sabido que Ulises diría aquello. El sol alzó pálidas llamas en sus ojos amarillos.
– Los wuagarondites -dijo- os piden entonces que matéis al Viejo Ser de la Larga Mano. El monstruo ha estado asolando los campos e incluso las aldeas varios años. Ha destruido muchas cosechas y almacenes y a veces deja aldeas enteras al borde de la muerte por hambre. El Viejo Ser ha matado a muchos guerreros que contra él se enviaron, ha mutilado a otros y ha vencido siempre. O ha huido, esquivando las grandes partidas de caza, para reaparecer en cualquier parte y asolar campos enteros de maíz o aplastar casas y derribar empalizadas de grandes troncos.
– Consideraré su petición -dijo Ulises- y contestaré en los próximos días. Entre tanto, a menos que haya algo más de que hablar, sigamos.
– Sólo hay cosas triviales, noticias y rumores que traigo de muchas aldeas de muchas tribus de distintos pueblos -dijo Ghlij-. Algunas pueden resultaros entretenidas e incluso instructivas, mi Señor.
Ulises no sabía sí esto último era una burla a la supuesta omnisciencia de un dios, pero decidió no pararse en ello. Sin embargo, si se hacía necesario, podía agarrar a aquel pequeño y flaco monstruo y retorcerle el cuello como lección. Los hombres murciélagos podían ser sagrados, o al menos privilegiados, pero si aquel tipo se ponía demasiado ofensivo, podía dañar la imagen de Ulises como dios.
Bajaron el cerro y cruzaron el valle, pasando un puente de madera que cruzaba un arroyo de unos cien metros de anchura. Al otro lado, había campos de maíz y otras plantas, y también prados en los que ovejas de lana roja con tres cuernos retorcidos pastaban la larga hierba verde azulada. El gran número de azadas y hoces de piedra y madera abandonados en los campos mostraban que mujeres y niños habían estado trabajando hasta el último momento.
Al compás de los tambores, los wufeas llegaron a las puertas, y allí Ulises se enfrentó a jefes y sacerdotes. El hombre murciélago se había lanzado desde la ladera y había volado sobre ellos mientras cruzaban el valle. Entonces descendió y aterrizó a escasa distancia de Ulises, corriendo un breve trecho después de llegar a tierra. Regresó, balanceándose sobre sus zambas piernas, con sus huesudas y coriáceas alas medio abiertas.
Hubo más conversación, con Ghlij como intermediario. Cuando el jefe supremo, Dchidaumoj, se puso de rodillas y frotó su frente con la mano de Ulises, los otros jefes y sacerdotes le imitaron y Ulises y su cortejo entraron en la aldea.
Hubo varios días de festejos y discursos antes de que Ulises continuase su marcha. Visitó en total diez aldeas wuagarondites. Ulises tenía curiosidad por saber qué pago recibía Ghlij por sus servicios. Ghlij iba ahora con ellos cabalgando a espaldas de un guerrero wuagarondite, sus torcidas piernas alrededor del grueso cuello peludo.
– ¡Mi paga! -dijo, agitando su mano grácilmente-. Oh, me alimentan, me alojan y se cuidan de algunas necesidades más que tengo. Soy persona sencilla. No quiero más que hablar con muchas gentes distintas, conversar, satisfacer mi curiosidad y la suya, ser servicial. De ese servicio es de donde obtengo mi mayor alegría.
– ¿Eso es todo lo que pides?
– Bueno, a veces acepto algunas chucherías, piedras preciosas o figurillas de buena talla, cosas así. Pero mi principal mercancía es la información.
Ulises nada comentó, pero percibió que había más en el negocio del Ghlij de lo que él decía.
En el camino de vuelta a la primera aldea wuagarondite, el jefe, Dchidaumoj, le preguntó qué pensaba nacer con el Viejo Ser de la Mano Larga.
– Las gentes de Nicheimanaj, la tercera aldea que visitamos, han enviado un mensajero diciendo que el Viejo Ser asoló uno de sus campos de nuevo. Mató además a dos guerreros que fueron en su persecución.
Ulises suspiró. No tenía más remedio que actuar.
– Vayamos inmediatamente tras esa criatura -dijo. Llamó a Ghlij a su lado y le preguntó:
– ¿Te han utilizado alguna vez los wuagarondites para localizar al Viejo Ser de la Mano Larga?
– Nunca -contestó Ghlij.
– ¿Por qué no?
– Nunca se les ocurrió, supongo.
– ¿Y tú nunca pensaste decirles lo valioso que podía ser?
– No. Imagino que el Viejo Ser es de más valor para mí vivo que muerto. Si muere, tendré muchas menos noticias interesantes.
– Localiza al Viejo Ser -dijo Ulises.
Ghlij achicó los ojos y sus finos labios se hicieron un hilo. Pero dijo:
– Por supuesto, mi Señor.
Ulises sabía, por conversaciones que había escuchado, que por lo menos cuatro generaciones de wuagarondites habían conocido al Viejo Ser. Pero no siempre estaba en territorio wuagarondite. A veces desaparecía durante años, durante los cuales debía de estar asolando los campos de gentes desconocidas del norte, el oeste, y quizás el gran bosque del este. Era un animal inmenso y tenía un gran territorio que cubrir.
Según la descripción que había ido componiendo entre todo lo que le dijeron, Ulises sabía que el Viejo tenía que ser un elefante de uno u otro género. ¡Pero qué elefante! ¡Debía de tener una altura de siete metros hasta el lomo y cuatro colmillos! Los colmillos superiores curvados hacia arriba y los inferiores hacia abajo y hacia atrás. La Larga Mano era la trompa.
La astucia del Viejo Ser, su habilidad para esquivar las trampas, sus mortíferas emboscadas, su destreza para desaparecer, eran legendarias.
– Es mucho más inteligente de lo que podría esperarse de un ser irracional -dijo Ulises a Ghlij. Awina estaba cerca de ellos.
– ¿Quién dijo que no supiese hablar? -dijo Ghlij.
– ¿Quieres decir que habla? -preguntó Ulises, sorprendido. Ghlij bajó los párpados y dijo:
– No puedo decirlo con seguridad, claro. Quiero indicar sólo que nadie sabe realmente si puede hablar o no.
– ¿Es el único de su género? -dijo Ulises.
– No estoy seguro. Hay quien dice que hay muchos de su género varias jornadas al norte. No sé.
– Deberías saberlo -dijo Ulises-. Andas mucho por ahí, Y vuelas lejos, y aunque tu no vayas al norte, sin duda otros de los tuyos lo hacen.