122486.fb2 El Dios De Piedra Despierta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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– No sé -dijo Ghlij, pero Ulises creyó percibir una burla apenas reprimida en su expresión. Contuvo su cólera, sin embargo, y dijo:

– Dime, Ghlij, ¿has visto alguna vez…? -pero se detuvo.

No había palabra en el idioma wufea equivalente a metal. Al menos que él supiera. Pasó a describir el metal. Luego, recordando su cuchillo, lo sacó y lo abrió. Ghlij, los ojos muy abiertos, respirando más apresuradamente de lo que debería, pidió permiso para coger el cuchillo. Ulises le observó mientras pasaba suavemente el borde de su pulgar por el filo, lo probaba con su áspera lengua y lo colocaba liso sobre la velluda mejilla. Por último le entregó de nuevo el cuchillo.

Los nechgais, dijo, contestando a las preguntas de Ulises, eran una raza de gigantes que vivían en una aldea giganta de casas gigantescas hechas de extraño material. Quedaba su ciudad en la costa sur de aquella tierra. Al otro lado de Wurutana. Los nechgais caminaban sobre dos piernas, y sólo tenían dos colmillos, muy pequeños en comparación con los del Viejo Ser. Pero tenían grandes orejas y una nariz tan grande que les llegaba a la cintura. Parecían descender de una criatura parecida al Viejo Ser.

Ulises estaba tan lleno de preguntas que no sabía cuál hacer primero.

– ¿Qué idea tienes tú de Wurutana? -preguntó. Formuló así su pregunta porque no quería que Ghlij supiese de su ignorancia sobre su antiguo enemigo. Ghlij, sorprendido, preguntó a su vez:

– ¿Qué queréis decir? ¿Mi idea?

– ¿Qué es Wurutana para ti?

– ¿Para mí?

– Sí. ¿Cómo le definirías?

– El Gran Devorador. El Todopoderoso. El Que Crece.

– Sí, ya lo sé, pero ¿qué te parece? A ti.

Ghlij debió de suponer que Ulises intentaba obtener una descripción de algo que no conocía. Ghlij sonrió tan sarcásticamente que Ulises sintió deseos de aplastar su pequeño cráneo.

– Wurutana es tan grande que no encuentro palabras para describirlo.

– ¡Tú, chismoso! -dijo Ulises-. ¡Mono con alas! ¿Que no puedes encontrar palabras?

Ghlij le miró hosco pero no dijo nada. Entonces, Ulises añadió:

– Bien, ¿qué esperas? ¡Cuéntame! ¿Hay seres como yo en alguna parte de esta tierra?

– ¡Oh, claro que los hay! -contestó Ghlij.

– Está bien, ¿Dónde?

– Al otro lado de Wurutana. Junto al mar, en la costa, varias jornadas al oeste de los nechgais.

– ¿Por qué no me hablaste de ellos? -gritó Ulises. Ghlij parecía atónito.

– ¿Por qué habría de hacerlo? -dijo-. Vos no me preguntasteis por ellos. Es cierto que se os parecen mucho, pero no son dioses. Son sólo otra raza de seres inteligentes, para mí.

Así pues, tenía la más urgente de las razones para dirigirse al sur. Tendría que enfrentarse a Wurutana, lo quisiese o no. Si los wufeas y Ghlij decían la verdad, Wurutana ocupaba toda la zona salvo las costas norte y sur.

Ghlij trazó un tosco mapa de los límites de la zona sobre el barro de un banco del río.

Al norte había un territorio que se consideraba desconocido. Abajo un tosco triángulo cuya parte norte formaba el lado más largo. Había océano o mar por todas partes salvo el norte desconocido. Ghlij dijo que corrían rumores de que también allí había mar.

Ulises se preguntó si aquella zona era todo lo que quedaba de la parte oriental de los Estados Unidos, Puede que hubiese subido el nivel del mar. Que hubiesen quedado sumergidos el Medio Oeste y la llanura de la costa Atlántica… Aquella tierra podía ser todo lo que quedaba de la antigua Cordillera de los Apalaches. Por supuesto, mientras estaba en estado «petrificado», podía haber sido transferido a otros continentes y aquello ser todo lo que quedaba de terminadas zonas del continente Euroasiático. O podía estar en otro planeta de otra estrella. No lo creía, pero era posible.

Si al menos pudiese encontrar algo que identificase aquel lugar. Pero después de tantos millones de años, todo habría desaparecido. Los huesos de los hombres se habrían descompuesto, salvo unos cuantos esqueletos fosilizados, y ¿cuántos humanos habrían tenido la posibilidad de convertirse en fósiles? El acero se habría oxidado, el plástico deteriorado, el cemento fragmentado, la piedra de las pirámides y de la esfinge, de las estatuas de mármol de los griegos y los americanos, serían polvo hacía mucho. Nada del hombre quedaría, salvo quizás algunas herramientas de pedernal hecha por los hombres de la Edad de Piedra. Estas podrían sobrevivir mucho después de desaparecer la historia del hombre con sus libros, máquinas, ciudades y huesos.

Las cadenas montañosas se habían gastado, habían surgido y habían sido destruidas de nuevo. Se habían extinguido continentes y fragmentado islas. Se habían vaciado los lechos oceánicos, habían brotado nuevas tierras, se habían sumergido otras. Lo que era áspero y elevado se había hecho suave y liso. Lo suave y liso, elevado y accidentado. Grandes masas de piedra chocando entre sí habían barrido y pulverizado los restos del hombre. Billones de toneladas de agua se precipitaron en valles recién abiertos y los barrieron o los enterraron en cieno.

Sólo quedaba la tierra y el mar, agua y tierra en nuevas formas, nuevas vasijas. Sólo la vida continuaba, y la vida había adoptado nuevas formas, aunque aún persistiesen las viejas.

Pero, si Ghlij, no mentía, el género humano aún sobrevivía…

El hombre no era ya el señor de la vida, pero vivía aun.

Ulises iría hacia el sur.

Primero debía matar al Viejo Ser de la Mano Larga para demostrar su divinidad.

Hizo más preguntas al hombre murciélago. Ghlij se ponía inquieto, e irritado incluso, a veces, pero nunca abiertamente enfurecido.

– Entonces -dijo por fin Ulises-, ¿hay volcanes y arroyos calientes al norte que despiden un hedor nauseabundo?

– Sí -contestó Ghlij.

Ghlij sabía más sobre el norte de lo que había querido revelar, pero Ulises no quiso, de momento, desentrañar las razones de su reticencia. Lo único que quería era información.

– ¿A qué distancia?

– Diez días de marcha.

Algo más de trescientos kilómetros, calculó Ulises.

– Nos guiarás hasta allí.

Ghlij abrió la boca como si fuese a protestar, pero no lo hizo.

Ulises convocó a los jefes y sacerdotes de los wufeas y los wuagarondites y les dijo lo que quería que hiciesen mientras él estaba fuera.

Los dignatarios se quedaron desconcertados ante sus instrucciones sobre la recolección y el tratamiento de los excrementos y la fabricación de carbón. Les dijo que ya les revelaría más tarde las razones.

Además, quería un grupo de guerra muy grande y tantos machos jóvenes como pudiesen acompañarle hasta el norte. De paso se ocuparían del Viejo Ser, aunque el grupo no se proponía en principios seguirle. Pero había mucho implicado en la muerte del Viejo Ser.

Sus órdenes no hicieron muy felices a los jefes, pero éstos se sometieron y dispusieron lo necesario para darles cumplimiento. Al cabo de una semana salieron hacia el norte Ulises, Awina, varios sacerdotes, doscientos machos jóvenes y un centenar de guerreros adultos. Iba con ellos Ghlij, aunque no siempre se mantenía a su lado. Volaba delante y exploraba el territorio, y muchas veces les localizó caza y tres exploradores hostiles. Estos exploradores hostiles parecían una variedad de los wuagarondites. Tenían la piel negra y unas franjas de pelo rojizo en ojos y mejillas, pero por otra parte eran iguales a sus primos del sur.

Los alkumquibes organizaron una gran banda guerrera e intentaron tender una emboscada al grupo de Ulises. Ghlij informó de su emplazamiento y los emboscadores resultaron emboscados. La sorpresa, junto con las flechas, que los alkumquibes desconocían por completo, la apariencia del gigantesco Ulises y la historia que los alkumquibes debían haber oído sobre su divinidad, convirtieron la batalla en una carnicería. Ulises no capitaneó ningún ataque, ni los jefes esperaban que lo hiciese. En eso se sentía contento. ¿Podía ser herido un dios? Prefirió no preguntárselo a nadie, por supuesto. Posiblemente esperasen que hasta los dioses sufrieran heridas. Después de todo, los griegos y otros pueblos habían considerado a sus dioses inmortales pero no invulnerables.

Dadas las circunstancias, permaneció a un lado y utilizó su gran arco con mortífera eficacia. Agradeció a su Dios haber dado clases de arco en el instituto y haber seguido practicando luego como afición en su edad adulta. Era un buen arquero, y su arco muchos más potente que los de los wufeas. Aunque eran nervudos y fuertes, pese a su pequeño tamaño, él era demasiado grande en comparación. Sus brazos tensaban el arco (el «poderoso arco de Ulises», aquel otro Ulises, pensó), y las flechas bastaron para matar a doce alkumquibes y herir gravemente a otros cinco.

El enemigo se retiró en desbandada a los seis minutos de iniciarse la lucha, y muchos de ellos fueron alanceados o macheteados por la espalda. Los supervivientes fueron bravos, sin embargo. Al llegar a su aldea, donde mujeres, niños y viejos guerreros aguardaban aterrados, todos los machos capaces de sostener un arma, incluidos niños de seis años, se plantaron ante las puertas, cerradas. Con un grito, los wufeas y los wuagarondites, hermanos de sangre como eran de ellos, se abalanzaron sobre los defensores. Lo hicieron de forma desorganizada, por lo que hubieron que retroceder muy pronto con muchas bajas. Ulises aprovechó el descanso para decirles que debían dejar a los alkumquibes y continuar la marcha.

Tal era su sed de sangre que se atrevieron a discutir con él. Él proclamó que si no hacían lo que decía los destruiría. Afortunadamente, nadie pensó que era un farol, o si alguno lo pensó no osó decirlo.