122486.fb2 El Dios De Piedra Despierta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Por fin la primavera liberó el suelo helado y las llanuras se llenaron de barro. Estaba aplazando la expedición por causa de una enfermedad que había aparecido entre los wufeas. Murieron docenas en unas semanas, y luego Awina cayó en cama con la fiebre. Estuvo a su lado casi constantemente y la alimentó él mismo. Aizira entraba a menudo a ejecutar las ceremonias de purificación. Desconocían la existencia de gérmenes causantes de la enfermedad. Creían en la vieja teoría de la posesión de los malos espíritus enviados por hechiceros. Ulises no discutió este asunto. Sin microscopios, no podía demostrar su explicación, y aunque hubiese podido de nada hubiese valido en la cura de la enfermedad. La fiebre y los forúnculos en la cabeza que la acompañaban solían durar una semana. Unos morían y otros se recobraban; no parecía haber ninguna razón aparente por la que unos sobreviviesen y sucumbiesen otros. Hubo muchos entierros diarios; y luego, por fin, la fiebre desapareció.

Ulises había pensado lo irónico que resultaría el que cayese víctima de una enfermedad después de estar oculto varios millones de años. Pero la enfermedad no le afectó. Lo que fue una ventaja en más de un sentido. De haberle afectado quizás los otros dudaran de su divinidad.

La fiebre se mantuvo en la zona durante un mes. Cuando desapareció, había acabado con casi un octavo de la población. La enfermedad no respetó la edad: murieron niños de pecho, chiquillos, adultos y ancianos.

Él se sentía desalentado, por varias razones. En primer lugar, se sentía más próximo a aquella gente, pese a sus rasgos no humanos, tanto físicos como psicológicos. Algunas de las muertes le dolieron mucho, sobre todo la de Aizira. Quizás el dolor de Awina por su padre le conmoviese más que la muerte del propio viejo, pero lo cierto es que le afectó. En segundo lugar, los wufeas necesitaban todos los brazos posibles para la siembra de primavera y para las cacerías de esa época. No podían prescindir de los guerreros de su expedición.

Sin embargo, el dios de piedra les había dado el arco y la flecha y el caballo como transporte. Cazaban ahora con mucha mayor eficacia que antes de que él hubiese despertado. Y así salieron en grandes cacerías comunales y trajeron grandes cantidades de carne de caballo y antílope. Además, la idea de criar caballos para alimentarse de ellos se les ocurrió sin que su dios se lo indicara. Dividieron los animales en dos grupos con objetivos de selección y cría. Uno de ellos lo formaban los animales de transporte y el otro sería alimentado y engordado para el sacrificio. Conocían los principios de la genética, pues habían criado perros y cerdos con diversos propósitos durante mucho tiempo.

Por entonces era demasiado tarde para salir a las llanuras, o demasiado pronto, según el punto de vista. Tendría que secarse el barro. Así que Ulises esperó y aumentó sus preparativos e imaginó aún más obstáculos contra los que debía prepararse o contra los que no podría hacerlo. A sus guerreros también les resultaba dura la espera. Cuanto más se demoraba la expedición, más sombríos y espantosos eran los relatos que corrían sobre las pérfidas hazañas de Wurutana.

Tres días antes de que partiera la expedición, aparecieron Ghlij y su esposa Ghuaj.

– ¡Mi Señor, creí que podría estar a tu servicio! -dijo Ghlij, y su coriácea cara de grandes dientes se afiló como la de un murciélago. O la de un zorro muy feo, pensó Ulises.

Ulises dijo que podía serle de gran utilidad. Y podía, hasta cierto punto. Pasado éste, no podía confiar en él. Ulises había tenido tiempo de cavilar mucho sobre el incidente del Viejo Ser y sobre los informes que le habían dado acerca de los hombres murciélago.

Ghlij abrió mucho los ojos cuando vio los cuatro carros que Ulises había hecho construir.

– Mi Señor -dijo-, habéis dado a vuestro pueblo muchas cosas nuevas y útiles. Con los arcos y las flechas y con la pólvora y el uso de los caballos, vuestro pueblo podría barrer a todos los pueblos del norte.

– Cierto, pero lo que a mí me interesa es derrotar a un sólo ser -dijo Ulises.

– ¡Ah, sí, a Wurutana!

Ghlij no pareció sorprendido. Si algo pareció fue, en realidad, satisfecho.

A la tercera mañana la caravana inició su marcha. Ulises montaba el caballo mayor que pudo encontrar. A su lado, Awina montaba una yegua, y luego iban Ghlij y Ghuaj a la espalda de dos guerreros. Tras ellos cabalgaban cuarenta guerreros y detrás iban los carros tirados por caballos y sesenta guerreros más. En los flancos, delante y detrás, cabalgaban los explotadores. El grupo estaba compuesto en partes casi iguales de wufeas, wuagarondites y alkumquibes. Ulises habría preferido que todos los combatientes fuesen de una misma raza, porque estaba harto de tener que impedir o resolver disputas o matanzas entre los viejos enemigos. Pero quería preservar la unión y preferir a una raza sobre las otras dos habría ofendido a las excluidas.

Formaban, desde luego, un grupo extraño y pintoresco. Por entonces había llegado a la conclusión de que los tres grupos eran felinos y tenían un ancestro común. El parecido de wuagarondites y alkumquibes con los mapaches era superficial.

El grupo recorrió las llanuras, deteniéndose al oscurecer o al final de la tarde junto a un pozo o un arroyo. Mataban mucha carne y todos comían bien. Día tras día, la inmensa masa del sur se hacía mayor, y luego, de pronto, comenzó a crecer rápidamente. En una ocasión se acercó a ellos una pequeña banda guerrera de los kurieiaumea, pero los invasores les igualaban en número. Además, pareció desconcertarles el que aquella gente montase a caballo. Se mantuvieron a respetable distancia e intentaron seguirles los pasos, pero después del segundo día se quedaron atrás. Luego, dos días más tarde, se enfrentaron con un ejército de casi un millar de emplumados y adornados kurieiaumeas. A Ulises no le sorprendieron. Los dhulhulijes les habían localizado medio día antes.

Ulises hizo parar la caravana y les estudió. Eran casi tan altos como él, pero flacos como galgos. Tenían la piel rojiza y las orejas emplazadas más adelante y más arriba. Aunque sus caras eran tan humanas como las de los wufeas, sus dientes eran también los de los carnívoros. Evidentemente no se trataba de felinos. Tenían un cierto aire perruno. Olían incluso como los perros, y sudaban por la lengua.

Kdamguwing, jefe de los alkumquibes, preguntó:

– ¿Debemos atacarlos, Señor?

Los otros jefes le miraron ceñudos por atreverse a hablar. Ulises alzó una mano para indicarle que esperase y contempló al enemigo con más detenimiento. Sonaban los grandes tambores de guerra, y todos ejecutaban una danza mientras sus jefes les arengaban. Formaban una marea que amenazaba con barrer y cubrir la caravana.

Dio órdenes y el grupo de guerra formó una cuña con él a la cabeza y los carros en el centro de la masa. Era una formación que los indisciplinados salvajes habían tardado mucho en aprender.

Aunque la mayoría de los guerreros iban armados con arcos y flechas, cierto número de ellos llevaban bazokas. Pero éstos, para ser eficaces, tenían que desmontar, pues el que manejaba el bazoka no podía cargarlo solo. Las partes superiores de los carros eran las plataformas en las que se habían montado los cañones lanzacohetes sobre columnas giratorias.

Ulises dio orden de avanzar, y la cuña inició un trote hacia los seres perrunos. El que una fuerza numéricamente inferior se atreviese a atacarles en su propio territorio pareció paralizar a éstos durante unos minutos. Pero por último los jefes les obligaron a avanzar y se lanzaron corriendo contra el grupo de Ulises. Sus filas fueron desorganizándose progresivamente a medida que se acercaban a los jinetes, y cuando los dos grupos estaban ya casi juntos, los hombres perro estaban prácticamente desperdigados y en una situación caótica.

Ulises hizo detenerse a la caballería; desmontaron los hombres de los bazokas y los arqueros lanzaron una andanada. A esta siguieron otras seis, todas ellas a órdenes de los sargentos que estaban pendientes de las señales de Ulises. Fue un excelente ejercicio. El entrenamiento daba frutos, pues unos doscientos kurieiaumeas cayeron atravesados por las flechas.

Luego, cuando salieron huyendo, cayeron sobre ellos dos cohetes con sus explosiones. Aunque iban cargados de fragmentos de piedra como metralla, el efecto principal de los proyectiles era el de sembrar el pánico. Los enemigos tiraban sus armas y huían. La caballería avanzó lentamente y se detuvo luego mientras un grupo recuperaba las flechas y cortaba las orejas a los muertos y a los heridos como trofeo.

Dos horas después, los hombres perro se reorganizaron y, recuperado el valor por las arengas de sus jefes, atacaron. Y de nuevo fueron derrotados y salieron huyendo.

Fue un gran día para los felinos, que solían perder normalmente cuando se enfrentaban a los caninos en territorio de éstos. Querían, por tanto, aprovechar la victoria, quemar las aldeas de los hombres perro y matar a mujeres y niños, pero Ulises se lo prohibió.

Dos días después, la masa negruzca que tenían frente a ellos se hizo de un verde oscuro. Más tarde, vieron flores de muchos colores y tonos. Aparecieron franjas grises en el verde. Estas se convirtieron en inmensos troncos y ramas y raíces.

Wurutana era un árbol, el árbol más poderoso que hubiese existido. Ulises, pensando en el Yggdrasil, el árbol del mundo de la religión noruega, se dijo que aquél era un digno rival. Era un árbol-mundo, si era cierta la descripción que le habían hecho Ghlij y Ghuaj. Era como una higuera de bengala de más de tres mil metros de altura en algunos lugares y que se extendía por miles de kilómetros cuadrados. Extendía ramas que acababan descendiendo a tierra, se hundían en ella y brotaban como nuevos troncos y nuevas ramas. Era una masa sólida, una inmensa continuidad. En algún punto de aquel inmenso pulpo arbóreo aún vivían el tronco y las ramas originales.

Cuando llegaron a la primera rama, que se hundía desde gran distancia en el suelo ante ellos, se detuvieron sobrecogidos. Y luego cabalgaron alrededor de aquella columna gris de arrugada corteza y calcularon que aquella rama tenía por lo menos quinientos metros de diámetro. La corteza era tan gruesa y estaba tan fisurada y rugosa que parecía la pared de un risco muy erosionado.

Nadie hablaba. Wurutana era sobrecogedor, como el mar, como un gran terremoto o una inundación o un huracán o un ciclón o la caída de un inmenso meteorito.

– ¡Mirad! -dijo Awina, señalando-. ¡Hay árboles que crecen en el árbol!

Se había amontonado tierra en algunas de las fisuras profundas de la rama, y el viento o los pájaros habían llevado hasta allí semillas, y en aquella tierra habían enraizado otros árboles. Algunos de ellos tenían una altura de más de treinta metros.

Ulises miró hacia la oscuridad del fondo. Tan espesa era la vegetación arriba que penetraba muy poco sol. Pero Ghlij había dicho que era más fácil viajar por las terrazas superiores que por el fondo. Se desprendía tanta agua del árbol que se formaban abajo grandes ciénagas. Había además arenas movedizas y plantas ponzoñosas que no parecían necesitar del sol, y culebras Venenosas que no necesitaban tampoco la luz. La caravana desaparecería en los pantanos y ciénagas en unos días.

Ulises no confiaba en el hombre murciélago, pero lo que decía parecía razonable. De las raíces llegaba un hedor húmedo y pestilente. Era un olor a corrupción y podredumbre y a cosas pálidas y furtivas y a un suelo empapado que sorbería a cualquiera que fuese lo bastante idiota para aventurarse en él.

Alzó la vista siguiendo la rama más próxima. Caía en un ángulo de cuarenta y cinco grados de alguna parte de aquel oleaje verde y multicolor situado a varios kilómetros de distancia.

– Cabalgaremos hasta la próxima -dijo- y miraremos.

Se hacía evidente que tendrían que dejar atrás los caballos. Era una lástima que no tuviesen cabras domesticadas. Había visto cabras saltando del borde de una extensión de corteza a otra. Eran unos animales de pelo color anaranjado, dos cuernos curvados y pequeñas barbas negras.

Había también otros animales, unos monos de cuerpo negro y cara amarilla con largos rabos anillados. Un mono babuiniforme, el trasero verde y el pelo escarlata. Un pequeño ciervo de nudosos cuernos. Un animal parecido al coatí. Otro parecido al cerdo y que gruñía como él. ¡Y miles de aves!

Cabalgaron durante algo menos de un kilómetro hasta llegar a la rama (o raíz) siguiente que penetraba en la tierra. El agua descendía por un canal, una profunda cavidad de la superficie de la rama, que se convertía en el lecho de un arroyo. Ghlij había dicho que había muchos arroyos, fuentes y riachuelos en los canales de las partes superiores de las, ramas. Ahora Ulises podía creerlo. ¡Qué poderosa bomba era aquel árbol! Podía enviar sus raíces a las profundidades de la tierra, atravesando rocas y piedras, y sorber el agua contenida en los arroyos y ríos subterráneos. Podía incluso acercarse al océano y convertir su agua en fresco líquido, eliminando las sales. Luego exudaba el agua por diversos puntos y creaba fuentes, arroyos y riachuelos.

– Este es un lugar tan bueno como el mejor -dijo-. Descargad los caballos… Y dejadlos en libertad.

– ¡Toda esa magnífica carne! -exclamó Awina.

– Lo sé. Pero no me gusta matarles. Nos han hecho un servicio; tienen derecho a vivir.

– Se los comerán en menos de una semana -masculló Awina, pero transmitió la orden.

Ulises contempló a los dos seres murciélagos mientras se efectuaba la descarga. Estaban sentados bajo la sombra de un saliente de corteza y hablaban en voz baja. Se les había permitido llegar hasta allí porque eran útiles como exploradores, y hablaban tanto que proporcionaban información aunque intentasen ocultarla. Ellos habían prevenido al grupo del ataque de los hombres perro y habían facilitado a Ulises suficientes datos para que éste pudiese componer cuadros parciales de lo que les esperaba.

Pero probablemente estuviesen también espiando a los invasores, y traicionasen al grupo en el momento adecuado. Al menos Ulises tenía que contar con esta eventualidad.

Paseó arriba y abajo varios minutos y luego decidió que les permitiría acompañarles unos cuantos días más. El Árbol era un medio con el que nadie estaba familiarizado salvo los dos seres murciélago. El grupo necesitaba todos los consejos posibles. Y aunque el Árbol no tenía muchas zonas abiertas, había las suficientes para que los dos pudiesen volar a través de él. Podían hacer viajes de exploración adelantándose al grupo. El único problema era que podían también adelantarse para informar a alguien que se acercaban Ulises y los demás.

Correría aquel riesgo durante unos días más.

Volvió a donde estaba el material apilado y seleccionó lo que debían llevar. Subir por aquel árbol sería casi siempre como escalar una montaña; sólo podían llevar consigo lo más esencial. De momento los pesados bazokas y los cohetes no parecían tener mucha utilidad. Vaciló unos minutos y por fin decidió abandonarlos. Llevarían sin embargo cierta cantidad de bombas.