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—¿De qué?
—Había cosas que necesitaba saber, y sólo existía un medio de poder descubrirlas. La sed de conocimientos me condujo al pecado. Me dije a mí mismo que aquellas criaturas estaban enfermas, que, de todos modos, no tardarían en morir, y que podría beneficiar a todo el mundo el que las abriera mientras seguían viviendo, ¿comprendes? Además… no eran seres humanos, Shimon, sólo eran animales. Animales muy inteligentes, cierto, pero aún así…
—No, Joseph. Puedo creer con mayor facilidad en los dybbuks de lo que puedo creer esto que me dices. ¿Tú, haciendo esas cosas? ¿Mi sereno y racional amigo, un científico, un sabio? —me estremecí y me aparté unos pasos de él—. ¡Auschwitz! —grité—. ¡Büchenwald! ¡Dachau! ¿Significan esos nombres algo para ti? «Ellos no eran seres humanos», dijo el cirujano nazi. «Sólo eran judíos, y era mucha nuestra necesidad de conocimientos científicos»… Eso ocurrió hace sólo trescientos años, Joseph. Y ahora tú, un judío, un judío del pueblo, haces…
—Lo sé, Shimon. Lo sé. Ahórrame esa filípica. Pequé terriblemente, y por mis pecados se me ha dado este cuerpo grotesco, este cuerpo grande, horrible y pesado, estas cuatro patas que apenas si puedo coordinar, esta espina encorvada, este caliente y estúpido pelaje. Sigo sin creer en Dios, Shimon, pero me parece que creo en alguna especie de fuerza compensadora que equilibra las cuentas en este universo, y la cuenta se ha equilibrado en mí…
»¡Oh, sí, Shimon! Hoy he pasado seis horas de terror y aversión, como jamás había soñado que podría llegar a experimentar. Entrar en este cuerpo, freírme en este calor, errar por esas colinas atrapado en tal masa de carne, sentirme bombardeado por las percepciones sensoriales de un ser tan extraño… ha sido un verdadero infierno, te lo aseguro sin la menor exageración. De no haber sido ya cadáver, me habría muerto por la conmoción durante los diez primeros minutos. Sólo ahora, al verte, al hablarte, empiezo a poder controlarme. Ayúdame, Shimon.
—¿Qué quieres que haga?
—Sácame de aquí. Esto es un tormento. Soy un hombre muerto; tengo derecho a descansar del mismo modo que descansan los otros muertos. Libérame, Shimon.
—¿Cómo?
—¿Cómo, dices? ¿Cómo? ¿Acaso crees que lo sé yo? ¿Es que soy un experto en dybbuks? ¿Debo dirigir mi propio exorcismo? Si supieras el esfuerzo que exige simplemente el mantener este cuerpo erecto, el hacer que esta lengua forme las palabras hebreas, el decir cosas de modo que tú puedas comprenderlas…
De pronto, el kunivaru cayó sobre sus rodillas, un proceso lento, complejo y difícil de realizar, que me recordó la forma en que se posaban sobre el suelo los camellos de la Vieja Tierra. La extraña criatura empezó a farfullar, gemir y mover sus brazos de un lado a otro; apareció espuma en sus amplios y elásticos labios.
—¡Por el amor del cielo, Shimon! —gritó Joseph—. ¡Libérame!
Llamé a mi hijo Yigal, que llegó corriendo desde el otro extremo de los campos; es un joven flaco y saludable, de sólo once años de edad, pero dotado ya de piernas largas y un cuerpo fuerte. Sin entrar en detalles, le señalé al sufriente kunivaru y le dije que pidiera ayuda al kibbutz. Pocos minutos después regresó, al frente de siete u ocho hombres —Abrasha, Itzhak, Uri, Nahum y algunos otros―; necesitamos de todas nuestras fuerzas para elevar al kunivaru hasta el vagón de una recolectora y transportarlo al hospital. Dos de los médicos —Moshe Shiloah y algún otro— empezaron a examinar al extraño enfermo, y envié a Yigal al pueblo kunivaru para decirle al jefe que Seúl había sufrido un colapso en nuestros campos.
Los médicos diagnosticaron el problema con rapidez: un caso de postración debido al calor. Estaban discutiendo la clase de inyección que deberían aplicarle al kunivaru cuando Joseph Avneri, rompiendo un silencio que duraba desde que Seúl se cayera, anunció su presencia en el cuerpo del kunivaru. Uri y Nahum habían permanecido en la sala del hospital, conmigo; no deseando que esta locura se convirtiera en materia de conocimiento general en el kibbutz, me los llevé afuera y les pedí que olvidaran los delirios que acababan de escuchar. Cuando regresé, los médicos estaban muy ocupados con sus preparativos y Joseph les explicaba pacientemente que él era un dybbuk que había tomado posesión involuntaria del cuerpo del kunivaru.
—El calor ha vuelto completamente loca a esta pobre criatura —murmuró Moshe Shiloah, introduciendo una enorme aguja en uno de los muslos de Seúl.
—¡Haz que me escuchen! —me pidió Joseph.
—Ustedes conocen esa voz —les dije a los médicos—. Algo muy insólito ha sucedido aquí.
Pero no estaban más dispuestos a creer en dybbuks que en ríos capaces de discurrir hacia arriba. Joseph siguió protestando, y los médicos continuaron llenando metódicamente el cuerpo de Seúl con sedantes, restauradores y otros medicamentos. Ni siquiera le prestaron atención cuando Joseph empezó a hablar de los chismes del kibbutz correspondientes al año anterior: quién había estado acostándose con quién y a espaldas de quién; quién había estado sacando ilícitamente mercancías del almacén de la comunidad para vendérselas a los kunivaru, etc. Era como si tuvieran tanta dificultad en creer que un kunivaru pudiera hablar hebreo, que ya se sentían incapaces de aceptar algún sentido a lo que él estaba diciendo y que Seúl, en su delirio, adoptaba la voz de Joseph. De repente, Joseph elevó su voz por primera vez, diciendo en un tono muy alto y enojado:
—¡Usted, Moshe Shiloah! A bordo del Arca le encontré en la cama con la esposa de Teviah Kohn, ¿recuerda? ¿Cree que un kunivaru habría sabido eso?
Moshe Shiloah abrió la boca, sin decir nada, enrojeció y dejó caer la aguja hipodérmica. El otro médico se quedó casi tan asombrado como él.
—¿Qué es esto? —preguntó Moshe Shiloah—. ¿Cómo puede ser?
—¡Niegúeme ahora! —rugió Joseph—. ¿Me puede negar ahora?
Los médicos tenían ahora el mismo problema de aceptación con el que yo me había enfrentado, y hasta con el que el propio Joseph había tenido que superar. Todos nosotros éramos hombres racionales de este kibbutz, y lo sobrenatural no ocupaba lugar alguno en nuestras vidas. Pero no había forma de argumentar en contra del fenómeno. Escuchábamos la voz de Joseph Avneri surgiendo de la garganta de Seúl, el kunivaru, y la voz decía cosas que sólo Joseph podría haber dicho, y ya hacía más de un año que Joseph estaba muerto. Se le podía llamar un dybbuk, una alucinación, o cualquier otra cosa. Pero no podía ignorarse la presencia de Joseph allí.
Mientras cerraba la puerta con llave, Moshe Shiloah me dijo:
—Tenemos que solucionar esto de algún modo.
Tensamente discutimos la situación. Estuvimos de acuerdo en que se trataba de una cuestión delicada y difícil. Joseph, rabioso y torturado, exigía que le exorcisaran y que se le permitiera dormir el sueño de los muertos; a menos que le aplacáramos, podía hacernos sufrir a todos. En su dolor, en su furia, podía decir cualquier cosa, podía revelar todo lo que sabía sobre nuestras vidas privadas; un hombre muerto se encuentra más allá de todas las reglas de común decencia de la sociedad. No podíamos exponernos a eso.
Pero ¿qué podíamos hacer con él? ¿Encadenarlo en algún edificio apartado y ocultarlo en un solitario confinamiento? Difícilmente. El desgraciado Joseph se merecía un trato mejor por nuestra parte, y también había que considerar a Seúl, al pobre y suplantado Seúl, al involuntario anfitrión del dybbuk. No podíamos mantener a un kunivaru en el kibbutz, ya fuera prisionero o libre, aún cuando su cuerpo alojara el espíritu de uno de los nuestros; y tampoco podíamos permitir que el cuerpo de Seúl regresara al pueblo de los kunivaru con Joseph como furioso pasajero atrapado en su interior.
¿Qué hacer? Separar el alma del cuerpo, de algún modo: devolver a Seúl a su totalidad y enviar a Joseph al limbo de los muertos. Pero ¿cómo? En la farmacopea habitual no existía nada sobre los dybbuks… ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?
Envié a buscar a Shmarya Asch y a Yakov Ben-Zion, que se encontraban ese mes a la cabeza del consejo del kibbutz, así como a Shlomo Feig, nuestro rabino, un hombre sagaz y enérgico, muy poco ortodoxo en su ortodoxia, casi tan secular como el resto de nosotros. Interrogaron ampliamente a Joseph Avneri y él les explicó todo el cuento, sus escandalosos experimentos secretos, su año post mortem como espíritu errante y su repentina y dolorosa encarnación en el interior de Seúl. Finalmente, Shmarya Asch se volvió hacia Moshe Shiloah y le espetó:
—Tiene que haber alguna terapia para un caso así.
—No conozco ninguna.
—Esto es esquizofrenia —dijo Shmarya Asch con su actitud habitual, firme y dogmática—. Y existen curas para la esquizofrenia. Hay drogas, electrochoques, hay… Usted conoce mejor que yo esas cosas, Moshe.
—Esto no es esquizofrenia —replicó Moshe Shiloah—. Esto es un caso de posesión demoníaca. No poseo la menor experiencia en el tratamiento de tales casos.
—¿Posesión demoníaca? —gritó Shmarya—. ¿Es que ha perdido la razón?
—Serenidad, serenidad, por favor —pidió Shlomo Feig, cuando todo el mundo empezó a gritar al mismo tiempo. La voz del rabino sonó agudamente entre el tumulto y nos silenció a todos. Era un hombre de gran fortaleza, tanto física como moral. Todo el kibbutz se volvía inevitablemente hacia él en busca de guía, aunque no había entre nosotros prácticamente ninguno que observara los grandes ritos del judaísmo—. A mí esto me resulta tan difícil de comprender como a ustedes —dijo—, pero la evidencia triunfa sobre mi escepticismo. ¿Cómo podemos negar que Joseph Avneri ha regresado como un dybbuk? Moshe, ¿no conoce usted algún medio para lograr que este intruso abandone el cuerpo del kunivaru?
—Ninguno —contestó Moshe Shiloah.
—Quizás los propios kunivarus conozcan un medio —sugirió Yakov Ben-Zion.
—Exactamente —dijo el rabino—. Es mi siguiente punto. Estos kunivaru son un pueblo primitivo. Viven más cercanos que nosotros al mundo de la magia y de la brujería, de los demonios y los espíritus; nuestras mentes han sido educadas en los hábitos de la razón. Quizás entre ellos se produzcan con cierta frecuencia tales casos de posesión. Quizá conozcan técnicas para alejar a los espíritus no deseados… Dirijámonos a ellos y permitamos que sean ellos mismos quienes curen a alguien de su propia raza.
Yigal no tardó mucho en llegar, trayendo consigo a seis kunivaru, incluyendo a Gyaymar, el jefe del pueblo. Llenaron la pequeña sala del hospital, moviéndose de un lado a otro como una delegación de enormes y peludos centauros. Me sentí oprimido por el olor acre que producían tantos de ellos en un espacio tan reducido, y aunque siempre se habían mostrado amistosos para con nosotros ―no oponiendo ni una sola objeción cuando aparecimos como refugiados para asentarnos en su planeta―, entonces sentí miedo de ellos como no lo había sentido nunca con anterioridad. Arremolinándose alrededor de Seúl, hicieron preguntas sobre él y su propia flexibilidad de lenguaje, y cuando Joseph Avneri contestó en hebreo, murmuraron cosas entre sí, de modo ininteligible para nosotros. Entonces, inesperadamente, se escuchó la voz de Seúl, hablando en contenidos monosílabos espásticos que revelaban la terrible conmoción que debía haber sufrido su sistema nervioso; a continuación, el extraño ser se desvaneció y fue Joseph Avneri quien habló una vez más por los labios del kunivaru, pidiendo perdón y solicitando la liberación de su estado.
Volviéndose hacia Gyaymar, Shlomo Feig preguntó:
—¿Han sucedido antes estas cosas en este mundo?
—¡Oh, sí, sí! —replicó el jefe—. Muchas veces. Cuando muere uno de nosotros teniendo un alma culpable se le niega el reposo, y el espíritu puede emprender extrañas migraciones antes de que le llegue el perdón. ¿Cuál fue la naturaleza del pecado de este hombre?
—Sería difícil de explicar a alguien que no sea judío —contestó el rabino apresuradamente, desviando la mirada—. Lo importante es saber si ustedes disponen de algún medio de deshacer lo que ha caído sobre el infortunado Seúl, cuyo sufrimiento lamentamos todos.
—Disponemos de un medio, sí —contestó Gyaymar, el jefe.
Los seis kunivaru elevaron a Seúl sobre sus hombros y se lo llevaron del kibbutz; se nos dijo que podíamos acompañarles si nos atrevíamos a hacerlo. Fuimos con ellos Moshe Shiloah, Shmarya Asch, Yakov Ben-Zion, el rabino, yo y algunos otros.
Los kunivaru no llevaron a su camarada hacia el pueblo, sino a una pradera situada varios kilómetros al este, en dirección hacia el lugar donde vivían los Hasidim. Poco después de nuestra Llegada, los kunivaru nos habían hecho saber que aquella pradera era sagrada para ellos, y ninguno de nosotros había penetrado jamás allí.
Se trataba de un lugar encantador, verde y húmedo: una cuenca en suave declive, cruzada por una docena de pequeñas y frías corrientes. Depositaron a Seúl junto a una de las corrientes y después se internaron en los bosques que bordeaban la pradera, para recoger leña y hierbas. Nosotros nos mantuvimos cerca de Seúl.
—Esto no servirá de nada —murmuró Joseph Avneri más de una vez—. Es una pérdida de tiempo, un estúpido gasto de energía.
Tres de los kunivaru empezaron a construir una fogata. Dos de ellos permanecían sentados cerca, desmenuzando las hierbas, haciendo montones de hojas, tallos y raíces. Gradualmente fueron apareciendo más ejemplares de su raza, hasta que la pradera quedó llena de ellos; parecía como si todo el pueblo, compuesto por unos cuatrocientos kunivaru, se hubiera reunido allí para observar o participar en el rito. Muchos llevaban consigo instrumentos musicales, trompetas y tambores, carracas y badajos, liras y laúdes, arpas, tablas de percusión, flautas de madera, todo ello muy intrincado y de caprichoso diseño; no habíamos sospechado siquiera la existencia de tal complejidad cultural. Los sacerdotes —supongo que eran sacerdotes, altos de estatura y dignos— llevaban ornados cascos ceremoniales y pesados mantos dorados, hechos de la piel de una bestia marina. Las gentes sencillas del pueblo llevaban cintas y. gallardetes, trozos de tejidos brillantes, espejos pulimentados de piedra y otros elementos ornamentales. Cuando se dio cuenta de lo elaborada que iba a ser la función, Moshe Shiloah, antropólogo aficionado de corazón, regresó corriendo al kibbutz para coger la cámara y el magnetofón. Regresó, sin respiración, en el justo momento en que se iniciaba el rito.
Y fue un rito glorioso: una enorme fogata, la picante fragancia de hierbas recién recogidas, algunos bailes de movimientos pesados y casi orgiásticos, y un coro de melodías duras, arrítmicas y a veces de tonos agudos. Gyaymar y el alto sacerdote del pueblo ejecutaron un elegante canto antifonal, pronunciando largos melismas que se entrelazaban unos con otros y rociando a Seúl con un fluido rosado de olor dulzón que extraían de un incensario de madera barrocamente labrado. Nunca he visto tan agitados a unos seres primitivos.